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3.2.Los sagrarios de las cartujas de Granada y del Paular. Lucena y Priego

Obras cumbres del Sancta Santorum fueron los sagrarios realizados por Hurtado Izquierdo en las cartujas de Granada y del Paular, que tuvieron sus consecuencias en los de Lucena y Priego, realizados por seguidores de su estilo.

El sagrario de la iglesia de San Mateo de Lucena fue atribuido por Gallego Burín a José de Bada, Taylor lo atribuyó a Teodosio Sánchez de Rueda, y Valverde Madrid, al sacerdote, pintor y arquitecto lucentino Leonardo Antonio de Castro (1656-1745). Fue comenzado en 1740 y finalizado en 1772. Se halla situado a los pies de la iglesia con entrada por la nave de la epístola a través de una portada manierista con arco rematado por un escudo de la Casa de Comares. Está formado por una planta rectangular cubierta por una bóveda ovalada sobre pechinas y decorada con pinturas de tema ecucarístico, virtudes teologales y los profetas Melquisedec y David. Bajo la cúpula octogonal se halla un grandioso retablo baldaquino. El suelo ajedrezado y las yeserías blancas cubren las superficies murales, que desaparecen bajo esta fantasía ornamental[33].

Similar profusión decorativa tiene el sagrario de la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción de Priego. Su construcción se ha atribuido a Jerónimo Sánchez de Rueda, sin embargo, la aparición en las yeserías del nombre de Francisco Javier Pedrajas y la fecha de 1784 ha llevado a atribuir esta obra a dicho arquitecto. Desde la nave del lado izquierdo se accede a través de un gran arco a una capilla convertida en vestíbulo. A continuación, se accede a un espacio octogonal, cubierto por una cúpula iluminada con ventanas. Los muros están adornados con blancas yeserías, en las que se mezclan temas figurativos y ornamentales, que lo convierten en una de las obras más significativas del Barroco andaluz. En el año 1921 se colocó en el centro del octógono un gran tabernáculo, realizado por el escultor Manuel Garnelo y Alda, con planta ochavada, imágenes de los evangelistas en las esquinas, en los frentes relieves de la Última Cena, Multiplicación de los Panes, Cena de Emaús y el Buen Pastor, y en el remate ángeles portando la custodia, uvas y trigo. En los lados del octógono hay retablos, algunos dieciochescos y otros modernos[34].

La cartuja de Granada fue fundada por los cartujos del Paular en el año 1506 con la colaboración del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, que donó para ella dos huertas, aunque los monjes decidieron trasladarse a un lugar nuevo en 1516. El sagrario fue construido entre 1709 y 1720 por un equipo dirigido por el arquitecto cordobés Francisco Hurtado Izquierdo, en el que intervendrían Antonio Palomino, José Risueño, Pedro Duque Cornejo y José de Mora[35].

Constituye un espacio independiente al fondo del ábside, al que solo se accede por los laterales. En los ángulos de este espacio central con planta cuadrada se hallan esculturas de niños desnudos, obras de José Risueño, san José y san Bruno, de José de Mora, la Magdalena, de Pedro Duque Cornejo, san Juan Bautista, de José Risueño, varias virtudes recostadas y diversos lienzos con temas del Antiguo Testamento realizados por Palomino[36]. Bajo la cúpula, decorada por Palomino con un triunfo de la eucaristía, se halla el tabernáculo de mármoles polícromos, erigido sobre ocho columnas negras salomónicas, con estatuas con símbolos eucarísticos en los ángulos, obras de Risueño, al igual que la estatua de la Fe, que corona el conjunto (Fig. 27). El primitivo sagrario de plata, robado por el general francés Sebastiani, fue sustituido en 1816 por una obra en madera con maderas preciosas y apliques de bronces dorados. A los lados del Sancta Santorum hay dos pequeñas capillas rectangulares, añadidas en 1713, con retablos barrocos, pinturas de Sánchez Cotán y esculturas de Duque Cornejo. Destacan por su singularidad los tres óculos circulares situados a los lados, con objeto de que se pudiera adorar al Santísimo desde las capillas laterales. De esta manera se consigue el aislamiento y la creación de un espacio lleno de misterio, que representa “un verdadero manifiesto de la decoración ritual del setecientos”[37].


Fig. 27. Sagrario de la cartuja de Granada.

Se trata de una verdadera apoteosis del Santísimo Sacramento, con un programa iconográfico posiblemente ideado por Antonio Palomino junto con la representación de las principales virtudes de la orden de los cartujos en el siglo XVIII y la consecución de un modelo de vida, en el que predomina la vida monástica y eremítica[38].

En el año 1718, Hurtado Izquierdo se traslada a la cartuja del Paular, ubicada en la Sierra de Guadarrama, para realizar la capilla del sagrario, situada tras el retablo mayor de la iglesia. El sagrario está formado por dos espacios separados y unidos por una cancela calada a través de cuyos óculos acristalados se intercomunican visualmente ambos espacios: uno de mayor tamaño con planta de cruz griega y siete capillas circulares laterales, que a manera de antesala constituye una capilla independiente, y otro más reducido, que constituye el sagrario propiamente dicho con planta octogonal[39]. Como en Granada, en el centro se halla el tabernáculo de mármoles polícromos, jaspes, un gran alarde de columnas salomónicas y esculturas de ángeles, virtudes teologales, y Cristo resucitado, que se halla en el centro de la estructura superior, elevada sobre un sagrario de mármoles y estilo neoclásico (Fig. 28). El barroquismo dieciochesco se consigue mediante la unión de una arquitectura muy movida con numerosas esculturas, y el uso de materiales ricos y polícromos[40].


Fig. 28. Sagrario de la cartuja del Paular, Rascafría, Madrid.

4.BIBLIOGRAFÍA GENERAL

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[2] ROMERO TORRES, José Luis y CASTELLANOS GUERRERO, Jesús (coord.). Tota pulcra. El arte de la Iglesia de Málaga. Sevilla: Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, 2004, pp. 15-80.

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[3] Con posterioridad se demostraría la falsedad de dichos libros. NOVERO PLAZA, Raquel. “Los triunfos andaluces: un singular de la escultura barroca española”. Anuario del Departamento de Historia y Teoría del Arte (U.A.M.), vol. XIII, 2011, pp. 119-121.

[4] HENRIQUEZ DE JORQUERA, Francisco. Anales de Granada. Granada: Facultad de Filosofía y Letras, 1931. 2 vols.

[5] MORALES FOLGUERA, José Miguel. La Málaga de los Borbones. Málaga, 1986, pp. 155-178.

[6] NIETO ALCAIDE, Víctor y CHECA CREMADES, Fernando. El Renacimiento. Formación y crisis del modelo clásico. Madrid, Ed. Istmo, 1980, pp. 337-338.

[7] Concilio de Trento, Sesión XXV, p. 449. Tomado de OROZCO, José Luis. Christianopolis. Urbanismo y Contrarreforma en la Granada del seiscientos. Granada: Excma. Diputación Provincial de Granada, 1985, p. 17.

[8] MARAVALL, José Antonio. La cultura del Barroco. Barcelona: Ariel, 1980, p. 227.

[9] MORALES FOLGUERA, José Miguel. “Historia de las obras públicas en Málaga en el siglo XVIII”. Jábega, nº 50, 1985, pp. 74-78.

[10] En el caso de la ciudad de Málaga a mediados del siglo XVIII, los conventos, iglesias, ermitas y santuarios ocupaban más de la tercera parte de la superficie de la ciudad, y el personal religioso ascendía a 1.490 personas, un 4,3 % del total de la población urbana, cifrada en 33.937 habitantes. Tomado de RODRÍGUEZ MARÍN, Francisco José: Málaga conventual. Málaga: Editorial Arguval, 2000, p. 30.

[11] GARCÍA BELLIDO [et al.] Resumen histórico del urbanismo en España. Madrid: Instituto de Estudios de Administración Local, 1968, p. 199.

[12] MORALES FOLGUERA, José Miguel. Málaga en el siglo XIX. Málaga: Departamento de Arte de la Universidad de Málaga, 1982, pp. 127.

[13] Reales Decretos, Madrid, 1842, p. 441.

[14] ROMERO BENÍTEZ, Jesús. Guía artística de Antequera. Antequera: Caja de Ahorros de Antequera, 1981, p. 109.

[15] PAREJA LÓPEZ, Enrique (dir.). “El arte del Barroco. Urbanismo y arquitectura”. Historia del Arte en Andalucía, Vol. VI. Sevilla: Editorial Gever S. L., 1989, p. 200.

[16] MORALES FOLGUERA, José Miguel (dir.). Los Gálvez de Macharaviaya. Málaga: Benedito Editores, 1991, p. 260.

[17] VALDIVIESO, Enrique. “Arquitectura”. En El Barroco y el Rococó, Vol. IV de la Historia del Arte Hispánico. Madrid: Editorial Alhambra, 1978, p. 55.

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[23] BONET CORREA, Antonio. Andalucía barroca. Barcelona: Ediciones Polígrafa, 1978, pp. 195-214.

[24] KUBLER, G. Arquitectura de los siglos XVII y XVIII, Ars Hispaniae. Vol. XIV.Madrid: Plus Ultra, 1957.

KUBLER, G. Art andarchitecture in Spain and Portugal, 1500-1800.London: PenguinBooks, 1959.

[25] MORALES, Alfredo, SANZ, María Jesús y VALDIVIESO, Enrique. Guía artística de Sevilla y su provincia. Sevilla: Excma. Diputación Provincial de Sevilla, 1989, pp. 54-56. “La construcción de la iglesia se inició en 1618 con trazas de los arquitectos Miguel de Zumárraga, Alonso de Vandelvira y Cristóbal de Rojas, finalizándose en 1662. El escultor José de Arce es el autor de las ocho grandes esculturas de los evangelistas y padres de la Iglesia colocados sobre las tribunas. Los antepechos de estas, así como la decoración de las bóvedas, fueron realizados por los hermanos Miguel y Pedro de Borja entre 1652 y 1657. A este último artista corresponde también la ejecución del relieve con la Alegoría de la Fe, situado sobre la puerta de los pies”. El retablo mayor destruido en la época neoclásica fue realizado por Jerónimo Balbás, que extendió el uso del estípite castellano por la Baja Andalucía, antes de llevarlo a México y realizar el retablo de los reyes de la catedral metropolitana. En HALCÓN, Fátima, HERRERA, Francisco y RECIO, Álvaro. El retablo sevillano. Desde sus orígenes a la actualidad. Sevilla: Excma. Diputación provincial, 2009, p. 299.

[26] BÉRCHEZ, Joaquín. Arquitectura barroca valenciana. Valencia: Bancaixa, 1993, pp. 17, 39, 53, 117, 131.

[27] RUBIAL GARCÍA, Antonio. Domus aurea. La capilla del Rosario de Puebla. Un programa iconográfico de la Contrarreforma. México: Universidad Iberoamericana, 1990.

[28] CAMACHO MARTÍNEZ, Rosario (dir.). Guía histórico-artística de Málaga. Málaga: Editorial Arguval, 2006, pp. 277-284.

CAMACHO MARTÍNEZ, Rosario (dir.). Speculum sine macula. Santa María de la Victoria, espejo histórico de la ciudad de Málaga. Málaga: Excmo. Ayuntamiento de Málaga, 2008.

[29] GALLEGO BURÍN, Antonio. Granada. Guía del viajero. Granada: Fundación Rodríguez Acosta, 1973, pp. 158-160.

[30] GALLEGO BURÍN, Antonio. Granada. Guía artística e histórica de la ciudad. Granada: Editorial Don Quijote, 1982, p. 175.

[31] TAYLOR, René C. “El retablo y camarín de la Virgen del Rosario en Granada”. Goya, nº 4, 1961, pp. 258-267.

[32] BONET CORREA, Andalucía…, p. 214.

[33] VILLAR MOVELLÁN, Alberto. Guía artística de la provincia de Córdoba. Córdoba: Universidad de Córdoba, 1995, p. 597.

[34] Ídem. pp. 645-646.

[35] BONET, Andalucía…, p. 108.

[36] GALLEGO, Granada…, pp. 223-228.

[37] PAREJA LÓPEZ, El arte del barroco…, pp. 225-233.

[38] RODRÍGUEZ GUTIÉRREZ DE CEBALLOS, Alfonso. “Lectura iconográfica del Sagrario de la Cartuja de Granada”. Homenaje al Pof. Orozco Díaz, tomo III, Granada, 1977, pp. 95-112.

[39] MARTÏN GONZÁLEZ, J.J. Escultura barroca en España 1600-1770, Madrid, Cátedra, 1983, p. 411.

[40] BONET, Andalucía…, pp. 106-108.

Bloque 3 LA SUPERVIVENCIA DE UN ARTE. SIGLOS XIX - XXI

11 La escultura religiosa española en el Siglo xix

Teresa Sauret Guerrero

A Domingo Sánchez-Mesa Martín

In memoriam

1.LA ESCULTURA RELIGIOSA DEL SIGLO XIX. PROBLEMÁTICA

Sobre el arte del Siglo XIX español en general recaen diversos tópicos. Uno es que es “un siglo perdido” en la historia del arte nacional; otro, que la mayoría de lo que se produjo era malo y estaba mejor desaparecido y olvidado que estudiado y considerado; que nuestra debilidad radicó en el alejamiento de los planteamientos europeos; que está, aún hoy, escasamente estudiado, etc. Entre esas afirmaciones se encuentra también que la temática religiosa desapareció, y, por último, que la escultura fue la hermana menor de todas las artes.

Esta claro que no es el momento para ir desmintiendo todas y cada una de las conclusiones vertidas —ya lo hemos hecho en otros foros y publicaciones—[1], pero sí parece oportuno detenernos, una vez más[2], en la escultura de ese siglo, específicamente en la que se dedica a la interpretación del tema religioso.

Afortunadamente, el siglo XIX esta siendo sistemáticamente analizado y valorado pero es verdad que aún hoy existen temas malditos, y el de la iconografía religiosa puede ser uno de ellos. Durante el XIX, a los autores, críticos, artistas, teóricos, etc. les preocupa la correcta interpretación del tema, que es donde encuentran una mayor falta de eficacia. Las justificaciones son muchas y variadas, luego volveremos sobre ello, pero a poco que nos acerquemos al tema se comprueba que fue una iconografía ampliamente practicada, entre otras causas porque su demanda se mantuvo.

Es cierto que la Ilustración y sus aires reformistas desplazaron a la Iglesia en el horizonte del poder y su papel de mecenazgo prácticamente desapareció, que las cofradías fueron atacadas y, en muchos casos, eliminadas con la consiguiente pérdida de la capacidad de encargos[3], pero en España la razón no desplazó a la fe[4]. Existen numerosos estudios en donde se analiza el fervor católico de reyes como Carlos III[5], el posicionamiento en el catolicismo de los intelectuales ilustrados[6], la voluntad de esas minorías por volver a una Iglesia renovada, insistiendo en una filosofía espiritualista más moralizada[7] y un saber convivir en los nuevos tiempos en unas líneas del pensamiento nacional en las que Cristo se comprendía mejor en su naturaleza humana (recordemos el movimiento janseista del siglo XVII), tendencia arraigada especialmente en un pueblo fervoroso y apegado a sus tradiciones[8]. Como diría Domínguez Ortiz, “[...] la masa seguía siendo más accesible a la predicación de fray Diego de Cádiz que a las novedades ideológicas”[9].

Esto en cuanto corresponde a finales del XVIII y principios del XIX. Después, con el Romanticismo se incrementó lo sentimental, emocional y espiritual y durante el resto del siglo el catolicismo triunfo sobre el positivismo. Todo ello explica que la temática religiosa continuara siendo ampliamente consumida, aunque el matiz se encuentra en la procedencia del encargo, ahora dominado por la sociedad civil y, a distancia, por las instituciones. Estas, las civiles, se volcaron —aunque, al decir de los autores, escasamente— en una escultura de propaganda: monumentos públicos, programas iconográficos de exaltación nacionalista, y retratos de próceres, y las religiosas, con tan mermada capacidad de encargos, a redecorar —o decorar— los interiores de las iglesias. La sociedad civil con capacidad de mecenazgo se dirigió especialmente hacia el monumento funerario y el retrato. En medio de este mapa se encuentra la escultura religiosa de carácter devocional, porque hay que distinguir el tema religioso en general, aplicado a relieves y esculturas de figuras del santoral o de Cristo y la Virgen, contextualizadas y/en arquitecturas o espacios urbanos y la imagen concebida para el rezo directo e íntimo con el fiel, la imagen de devoción. Es en la problemática que se plantea en ellas en la que nos vamos a detener.

De entrada, recordamos que en la historiografía especializada, o general, sobre el siglo, se mantienen las ideas de: falta de calidad, escasez de producción y pobreza de nuestra escultura. Las razones hay que encontrarlas en el abandono historiográfico que ha sufrido el asunto hasta casi finales del siglo XX. A partir de entonces, se están subsanando mediante monografías sobre autores, temáticas y estudios regionales, que están haciendo cambiar los criterios o, por lo menos, están dando a conocer lo que se hizo, cómo se hizo y por qué se hizo de la forma que se hizo[10].

Un breve repaso nos informa de que el producto de ese último tercio del siglo XVIII y principios del XIX bailó con todos los asistentes al acto. Es más, los mismos autores que se proclamaban neoclásicos o clasicistas académicos, si venía al caso, volvían la mirada al pasado y no tenían reparos en revisitarlos, unas veces con honesta postura historicista y reivindicativa de las esencias nacionales, y otras por puro oportunismo. Otros fueron más coherentes y trataron de adaptar los nuevos lenguajes a la temática. También es verdad que la frialdad neoclásica o clasicista no favorecía el rezo ni conmocionaba los espíritus, y los resultados fueron de frialdad y buenas hechuras pero alejadas de provocar fervor. Un ejemplo de todos ellos puede ser Damián Campeny. Curiosamente defenestrado en su producción religiosa, especialmente por especialistas incuestionables como María Elena Gómez Moreno[11], ha sido también reivindicado, y mejor comprendido, por otros, como Carlos Cid Priego, que valora en él el esfuerzo por trabajar en el nuevo lenguaje las tradicionales iconografías[12]. El Entierro de Cristo de la catedral de Pi (Fig. 1) es el mejor ejemplo de esa postura comprometida con la nueva estética y con el producto religioso. Pero no olvidemos que Clasicismo y Neoclasicismo, por intelectuales y fundamentados en la razón, marcan distancia y eso es todo lo contrario que pretende la imagen religiosa. Como diría san Juan de la Cruz, al calor de Trento: “El uso de las imágenes para dos principales fines ordenó la Iglesia, a saber: Para reverenciar a los Santos Y para mover la voluntad y despertar la devoción por ellos y ellas. Y cuando sirven de esto, son provechosas y el uso de ellas necesario; y por eso las que más al propio y al vivo están sacadas y más mueven a la voluntad a devoción se han de escoger”.


Fig. 1. Escultores como Damián Campeny realizaron un notable esfuerzo por aportar a la escultura religiosa del siglo XIX nuevos lenguajes expresivos.

Trento pedía reducir las normas mentales de la espontaneidad personal y del realismo de los maestros típicamente renacentistas, exigía que no se eliminara la serenidad e intención del clasicismo renacentista y se le sumara sentimientos, pero verdaderos, diseñados desde la contención del dolor, más real por intimo y personal.

Este mensaje se va olvidando a medida que avanza el Barroco, el XVII, y lo externo va ganando espacio, traducido en la vehemencia de Mesa, hasta llegar al XVIII, en el que se convierte en el léxico de la expresión. (Figs. 2, 3)


Figs. 2. y 3. Las estéticas clásicas imperantes en el Siglo de la Ilustración, supusieron un choque contra la piedad popular abogada desde Trento.

El problema surge a partir de finales del siglo XVIII, cuando las nuevas tendencias estéticas (aparte de la formación obligada del escultor que pasa por la Escuela de Bellas Artes y todas sus reglas) basadas, no se nos olvide, en la razón y el método, encorsetan al artista quien, si atiende al comitente, reutiliza los estilemas del Barroco, ya sin el contenido que justificaba sus premisas, y produce obras estridentes y caricaturizadas, o atiende a su carrera y se pliega a las normas académicas con las que obtendrá alguna recompensa pero no el favor de la crítica ni del público. Todo ello ha hecho que la lectura sobre este producto artístico haya sido negativo y la mayor parte de él sin tener en cuenta sus circunstancias, por las que la historiografía artística, hasta hace bien poco, insistía en esos tópicos de la escasez de calidad del producto, la casi desaparición de la temática y la inferioridad de la escultura con respecto a las otras artes.

Remitiéndonos a los clásicos, en 1926 Sánchez Cantón dirá: “¡Mal siglo para la escultura religiosa!”[13]. Quizás sean sus palabras unas de las primeras que hacen un resumen del devenir de la escultura española desde mediados del siglo XVIII al XIX. En una certera síntesis, al hilo de los mejores “ejemplares” de san Francisco producidos en España desde la Edad Media, resumirá:

“El arte del siglo XVIII es poco gustado por mal conocido. Hace algunos años se le despreciaba en bloque, y, pese a su proximidad, la distancia espiritual y sentimental era enorme. Algo han cambiado las cosas en los últimos tiempos, y una mejor y mayor comprensión ha obligado a revisar juicios que se creían inmutables.

”La escultura española, si en un principio vive a expensas de la tradición degenerada, pronto adquiere caracteres que la diferencian de la del XVII. Faltan grandes nombres comparables a los precedentes, aunque los de Salzillo, Duque Cornejo, Risueño, Juan Pascual de Mena, Carmona, Porcel y Ferreiro puedan, con justo título, reclamar un puesto en la historia de la imaginería castiza.

”[…] Al lado de esta tendencia barroca, dependiente de los recuerdos últimos, fue formándose otra, que significaba la vuelta a Gregorio Fernández y a Montañés, sometida en parte a los principios académicos. Dos artistas personifican este intento, que logró frutos tan correctos como desabridos: Juan Pascual de Mena y Carmona.

”Con la frialdad que daba el tiempo, esculpía en Castilla Luis Salvador Carmona; mas no es artista desdeñable, ya que, recordando a los maestros del siglo anterior, supo a veces acertar con el sentimiento general; la escultura en Galicia renace en el siglo XVIII; un grupo de tallistas mal estudiados forman una verdadera escuela, que no desmerece de la madrileña, aun sin contar la personalidad más afamada, Felipe de Castro, por su completa devoción al arte académico y su constante ausencia de la tierra natal. Entre los que de ella no salieron culmina José Ferreiro.

”En el siglo XIX, la moda, trayendo de fuera devociones sin antecedentes en nuestro suelo, contribuyó a la total ruina de la escultura policromada”[14].

En las décadas siguientes poco se variará de lo dicho, resultado de mantenerse ese escaso interés por este producto que no generaron investigaciones que enriquecieran su conocimiento y su valoración.

En 1951, Enrique Pardo Canalís edita Escultores del Siglo XIX[15], por el que había obtenido el premio Raimundo Lulio en 1948. Este trabajo (y el autor) ha constituido la referencia para la escultura del XIX hasta prácticamente finales del siglo XX. Como máximo referente, trabajó sobre los principales escultores del XIX en las revistas de referencia de su época, convirtiéndose en la voz más autorizada. En el prólogo del libro referido sentenció:“La escultura es un capítulo olvidado del arte decimonónico español”[16]; Para después diseñar el panorama del tema a partir de cuatro directrices: la tradición barroca, “que en estado de latencia se mantiene soterrada algún tiempo”; el Neoclasicismo, “verdadera tendencia estilística que llega a inspirar a Piquer y Ponzano”; la exaltación romántica, “entusiasmada, efímera minuciosa y preciosista” y el realismo, “que deriva hacia temas costumbristas y sociales de las últimas décadas del ochocientos”[17].

Pocos años después, al amparo de las discusiones suscitadas en el Concilio Vaticano II, otras voces autorizadas del momento volvieron, sin muchas variantes, sobre estas opiniones. Juan Antonio Gaya Nuño[18] nos dirá que el tránsito entre el siglo XVIII y XIX se hizo sin brusquedades, conviviendo cómodamente el clasicismo de raíz académica y neoclásica con la imaginería religiosa de signo castizo y tradicional, que pugnaba por sobrevivir y convivir con las nuevas orientaciones y rechaza el tópico de que la escultura española debía ser necesariamente religiosa, ya que ensalza la neoclásica, y se autoconfirma al dictaminar que aquella que pretendió restaurar la vena sacra a finales de siglo fue “mísera”[19], por lo que mantiene la descalificación del género.

José María de Azcárate, sin embargo, trata de dictar un camino para la valoración y entendimiento de la escultura religiosa que nos vale para la producida en el siglo anterior: “[…] no siempre la mediocre obra de arte está exenta de una cálida y popular devoción, mientras que obras ciertamente excelentes yacen olvidadas en los rincones, en los desvanes o en los lugares más apartados de las iglesias. Urge, por tanto, la necesidad de una orientación, de un adoctrinamiento, pues téngase presente que si estas normas hubiesen estado vigentes y se hubiesen seguido por las autoridades eclesiásticas de los siglos pasados habría desaparecido la mayor parte de nuestra imaginería medieval”[20]

Si miramos hacia el XIX, la preocupación de historiadores, críticos artísticos o escultores radicaba en determinar las claves de dicho producto artístico y la mejor forma de traducirlo, una discusión muy similar a la producida en el siglo XX y que llevó a Romano Guardini a enunciar las características de la “imagen de culto” y la de “devoción”[21]. Para la primera, explica que no procede de la experiencia interior humana, sino del ser y el gobierno objetivo de Dios, y para la segunda, determina que arranca de la vida interior del individuo creyente; del artista y del que hace el encargo que, a su vez, toman ellos mismos la posición del individuo en general. Parte de la vida interior de la comunidad creyente, del pueblo, de la época, con sus corrientes y movimientos; de la experiencia que tiene el hombre creyente y viviendo de su fe.

Si la de culto está dirigida a la trascendencia, la imagen de devoción surge de la inmanencia de la inferioridad. Descansa en las relaciones de la semejanza y la transición. Tiende puentes, es prolongación de lo privado. Se encuentra desde el principio en el ámbito del hombre y es su compañera. Comparte su vida y el creyente se siente expresado en ella.

Una diferencia difícil de entender cuando contemplamos el rostro del Cristo de la Clemencia de Martínez Montañés pero que sí se comprende en otras imágenes, de infinita menor calidad artística pero tremendamente eficaces para los objetivos de la imagen religiosa, como puede ser el Cautivo de José Gabriel Martín Simón. (Figs. 4, 5)