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2.DRAMA LITÚRGICO Y EXPERIMENTALISMO MEDIEVAL

A partir del XIII, se impuso una creciente antropologización en el modo de entender las relaciones de la Divinidad con el ser humano. La nueva forma de pensar y, sobre todo, de “comprender” a Dios generó la necesidad de explotar a pleno rendimiento las facultades didáctico-pedagógicas de las imágenes sagradas. Las representaciones visuales comienzan a ser entendidas, cada vez con mayor intensidad, como “herramientas” de persuasión puestas al servicio de la “inteligibilidad” de los fundamentos de la doctrina cristiana, “traduciéndolos” al idioma de la religiosidad popular. En este contexto, los escritos de Bernardo de Claraval configuran una suerte de marco teórico que reconocen su aplicación al terreno de la praxis a través de las acciones (que en los siglos XX-XXI no serían otra cosa que verdaderas performances) del Juglar de Dios, Francisco de Asís. Este último compuso sus teatros edificantes a modo de fragmentos espacio-temporales de irrenunciable vocación formativa y catequética, asimilables a auténticas protocomposiciones de lugar, en cuyo desarrollo dramatúrgico se insistía en la revelación del misterio ad oculos, recurriendo a formas sensibles y a pintorescas puestas en escena orientadas a la puesta en valor de la humanidad de Cristo, especialmente en momentos cruciales que incidían en la pobreza que rodease su nacimiento e infancia y en los sufrimientos de la Pasión[3].

Ni que decir tiene que la nueva religiosidad antropocéntrica y sensible que emana de este proceso destierra los miedos del teocentrismo altomedieval. Asimismo, justifica la presencia utilitaria del autómata en las manifestaciones del culto, a efectos litúrgicos y paralitúrgicos como un recurso dramático-instrumental, muy especial y de impacto psicológico imprevisto a la hora de forzar, despertar y llamar a la vida a la representación material de lo invisible expresada a través de la escultura y haciendo valer toda la inventiva y recursos técnicos ad hoc desarrollados por la creatividad medieval[4].

Lo cierto es que, superada una fase temprana de recelo y reticencia, la cultura religiosa medieval terminó contemplando en el autómata un fenómeno cotidiano, aceptado y asumido sin discusión y absoluta naturalidad por todos. Es más, la Edad Media llegaría a generalizar, casi de manera consustancial, una atracción y afición irreprimibles por las estatuas animadas al servicio de las creencias cristianas, si bien con una gran diferencia con respecto a los autómatas procesionales de los siglos XVI, XVII y XVIII. No en balde, frente al gusto barroco por la aparición imprevista y el factor sorpresa consustanciales al espectáculo taumatúrgico, la actitud medieval ante la estatua animada responde más bien a un trasfondo de íntima convivencia y familiaridad del individuo con lo maravilloso.

Pese a que la visión actual asocia los autómatas procesionales a los ritos de la Semana Santa y sus precedentes de los siglos XIV-XV, lo cierto es que la construcción y especialización medieval en este terreno conseguiría obras maestras del género en piezas escultóricas relacionadas con el teatro sacro ligado a los ciclos de la Epifanía y la Asunción de la Virgen, y justo es decir que, rentabilizando ya —anticipándose nuevamente a las estrategias barrocas— las innegables ventajas para la simulación brindadas por su condición de maniquíes proclives a ser vestidos. Al igual que los Nazarenos de los Siglos de Oro, la morfología de los autómatas medievales se brindaba gustosa a la introducción de tubos y otros artificios, capaces de obrar todo género de trucos y “prodigios” (por ejemplo, hablar o llorar) en el transcurso de cada “actuación” de la imagen, con la carga de fraude y engaño para explotar la credulidad de los ingenuos feligreses que ello implicaba[5]; con lo cual, una vez más, se perciben los diferentes objetivos perseguidos por el autómata medieval y el autómata barroco, según apuntamos más arriba. Especial relevancia dentro del género adquirían las imágenes vestidas de la Virgen concebidas expresamente —cual sucede con la célebre Virgen de los Reyes de la Catedral de Sevilla— para presentar teofánicamente al Niño Jesús, valiéndose de ingeniosos dispositivos de movimientos y articulaciones.

3.CRISTO SIGUE ENTRANDO EN JERUSALÉN

El desarrollo litúrgico adquirido entre los siglos VIII y IX por la “puesta en escena” de la Misa de Palmas y, por extensión, por la teatralización paralitúrgica de la Entrada de Cristo en Jerusalén, viene dictado por la misma evolución iconográfica del asunto[6]. De orígenes iconográficos que se remontan al siglo IV, la Baiophora fue uno de los “préstamos” que el arte paleocristiano tomó de la iconografía imperial romana, contribuyendo de manera decisiva a perpetuar la vigencia y continuismo de la tradición clásica en la creación plástica[7]. Sería entonces cuando los artistas aplicaron a la exaltación de la realeza mesiánica de Cristo[8] —caracterizado por aquel entonces bajo el aspecto de un joven doctor o filósofo imberbe—, los formularios ceremoniales y emblemáticos que rodeaban el ingreso triunfal de los soberanos helenísticos y los césares romanos en las plazas conquistadas, asociándose luego en Oriente al carácter áulico de la teocracia bizantina[9].

Para la escultura procesional, la idea de la realeza de Cristo ha sido obsesiva, subrayándose a veces de manera un tanto pintoresca. De hecho, el misterio de la Entrada en Jerusalén brindaba uno de los argumentos más expresivos y precoces para el experimentalismo dramático y paralitúrgico del contexto tardomedieval europeo, dando curso a la participación de esculturas animadas que, desde esa época, cumplían con eficacia un relevante papel actoral en las dramatizaciones litúrgico-procesionales, hasta convivir literalmente con los espectadores y participantes de la función religiosa. En virtud de las instrucciones de la Sagrada Congregación de Ritos, los fieles debían participar en la medida de sus posibilidades en la solemne procesión de Palmas del Domingo de Ramos para rendir a Cristo Rey un tributo público de amor y reconocimiento. Por ello, se recomendaba que, finalizada la Misa de Palmas, se hiciese la procesión por los alrededores del templo, a modo de prolongación natural y externa de la celebración litúrgica, siguiendo un recorrido un poco más largo de lo acostumbrado en otros casos.

En este punto, descuella un buen número de piezas tardomedievales centroeuropeas, datadas a finales del XV, que, aun no siendo tales autómatas en el sentido estricto del término, sí cumplían con eficiencia, conveniente y estratégicamente manipuladas, su papel actoral en las dramatizaciones litúrgico-procesionales descritas, rivalizando en facultades expresivas y conviviendo hasta las últimas consecuencias con los componentes humanos del reparto[10]. Nos referimos a las esculturas de Cristo a lomos de un burro, provistas de una plataforma con ruedas —el popular palmesel, muletta, asinellino, borriquita, pollinica o “asno de palmas”—, empleadas en estas procesiones del Domingo de Ramos, a modo de paráfrasis plástica de la profecía de Zacarías que prefiguraba la entrada mesiánica en Jerusalén[11]. Qué duda cabe que la contemplación de estas piezas hacía partícipe a los fieles de memorables experiencias vivenciales; habida cuenta que, gracias a ellas, podían percibir, sentir y, sobre todo, visualizar la “milagrosa” transfiguración de sus respectivas poblaciones y de ellos mismos en los habitantes de la Jerusalén “histórica”, que se estremeciera aquel día con la llegada de Cristo a lomos del animal y paseara triunfalmente por sus calles. (Fig. 2)


Fig. 2. La liturgia del Domingo de Ramos es una de las más tempranas en incorporar dramatizaciones y elementos paralitúrgicos asociados a la procesión de palmas. Esta procesión de la Pollinica en Málaga, en 1911, recuerda el uso de plataformas con ruedas, a modo de carrito infantil, para imprimir dinamismo a estas figuras.

Desde la Baja Edad Media e incluso todavía hoy, sigue siendo costumbre en muchas ciudades alemanas —y luego de la América hispana— trasladar procesionalmente este tipo de esculturas “motorizadas”, arrojando a su paso hojas de palma y ramas de olivo[12], en inequívoca referencia a las dos antífonas inspiradas en el texto del Evangelio de Nicodemo[13], que el ceremonial del Domingo de Ramos reservaba para el rito de la distribución de los ramos, según la solemnidad prescrita en el Pontifical Romano-Germánico[14].

En su Vita Sancti Uodalrici, escrita a finales del X-principios del XI, Gerhard de Augsburgo refiere cómo el santo mantuvo la costumbre, hasta su muerte en el 973, de bendecir y distribuir las palmas entre el pueblo pro vitando strepitu et tumultu en la iglesia de Santa Afra, a cuya finalización el pueblo salía en procesión cum effigie sedentis Domini super asinum hasta la colina de Perlach. Allí predicaba a los fieles un sermón, antes de proseguir seguidamente el cortejo hasta la catedral de Augsburgo donde se celebraba la misa solemne. Como bien señala Harris, este relato constituye el testimonio de un Ordo auténticamente revolucionario en el modo de conmemorar el Domingo de Ramos, por cuanto presupone la más temprana referencia a la presencia de un Palmesel, al menos desde la segunda mitad del siglo X, con todo lo que conlleva para cuanto venimos tratando[15]. Del arraigo de estas dramatizaciones da fe el gran número de estatuas del Palmesel conservadas en las iglesias y museos alemanes[16]. (Fig. 3)


Fig. 3. Palmesel (s. XV). Museo Diocesano. Colonia.

Por la inspiración atemporal de los “teatros edificantes”, ni siquiera la América hispana supo sustraerse a la capacidad de sugestión de tales dramatizaciones, si bien incentivaba aún más la dosis de “realismo” de la función valiéndose de la ingeniosa estrategia escénica de ubicar la representación escultórica de Cristo sentado sobre un jumento real[17].

4.CRISTOS ARTICULADOS PARA EL DESCENDIMIENTO

Los orígenes netamente medievales de estas piezas ratifican la antigüedad evidente de la ceremonia y su continuidad en la Edad Moderna. Mediante la flexibilidad impresa a las articulaciones, y una vez verificado el acto de veneración (Adoratio Crucis) en la función religiosa del Viernes Santo, el Crucificado pasaba de estar clavado en la Cruz a ser descendido de ella. Seguidamente, los brazos se sujetaban con cintas y se colocaban pegados al cuerpo, se amortajaba la efigie y se depositaba en el sepulcro trasformada en imagen yacente (Depositio), culminando la escenificación con la llegada de las Marías o Mirróforas para continuar el embalsamamiento del Nazareno (Visitatio). En algunas circunstancias, el ritual se prolongaba hasta el Domingo de Resurrección con el levantamiento del sudario y la salida de Cristo de la tumba (Elevatio). Ya desde el siglo XIV, la obligada participación en la ceremonia de actores vivos interpretando a José de Arimatea, Nicodemo y los otros testigos del acontecimiento permitían “confundir” deliberadamente lo animado y lo inanimado, al integrarlos en un mismo cuadro teatral, favoreciendo de paso la compenetración emotiva absoluta de intérpretes y espectadores con la trama y las implicaciones penitenciales del episodio.

No es casual el interés de la escultura románica por componer los monumentales Descendimientos, especialmente los del ámbito catalán, a modo de cuadros escénicos. Diseñados, por lo general, para su colocación en un “escenario” ad hoc como el ábside del templo, estos conjuntos revelan una fascinación especial por un dinamismo al que, como es sabido, se sustrae habitualmente la imaginería religiosa del período. Un exponente paradigmático lo ofrece el célebre Descendimiento de la iglesia de Santa Eulalia de Erill la Vall, datado a finales del XII o principios del XIII, cuya composición —al igual que muchos de sus homólogos posteriores— permite advertir una evidente disociación entre los hieráticos personajes que asisten a la escena en calidad de meros espectadores pasivos y la tensión dramática que sacude los cuerpos de José de Arimatea y Nicodemo al desclavar y sujetar los brazos del Crucificado en pleno clímax de la acción. En este sentido, la movilidad insólita de estas figuras y el brutal contraste que establecen con las restantes, en cuanto al tratamiento de la gramática corporal, plantea una sugestiva intuición teatral claramente anticipatoria de las posteriores ceremonias del Davallament de la Creu, que reproducían con individuos reales cada Viernes Santo la escena que los fieles ya estaban acostumbrados a visualizar pertinentemente en estos conjuntos o “cuadros”.

No en balde, el ceremonial de la Adoratio, Depositio, Visitatio, Elevatio terminaría teniendo cabida, y voz propia, en los directorios litúrgicos del siglo XIV. Es el caso del Liber Ordinarius de la Colegiata de Essen, el Ordo del monasterio benedictino de Barking, Essex, fechado en 1370 y el Ordo procedente de la abadía de Prüfening, cerca de Ratisbona, fechado en 1489[18]. En los dos últimos casos, además de las imágenes, intervienen en la dramatización actores reales. El Ordo de Barking refiere expresamente que se desenclavaba la imagen, se envolvía posteriormente en costosas telas y era conducida hasta el sepulcro, donde permanecía hasta el Domingo de Resurrección rodeada de velas encendidas[19]. Esa preocupación por magnificar y dotar de una dimensión escénica sin precedentes estos ritos, supone un punto y aparte respecto a la tradición litúrgica anterior, mucho más intimista y parca en sus “usos” de la imagen habida cuenta que, con anterioridad al XIV, en el sepulcro solamente solía colocarse un pequeño crucifijo, una cruz procesional o una hostia consagrada[20].

En España, los antecedentes más remotos de la ceremonia se constatan en todo el área levantina —Mallorca, Cataluña y Valencia—, extendiéndose luego por Castilla, Andalucía y otros lugares. A propósito de la catedral de Palma de Mallorca, se tiene constancia ininterrumpida de esta celebración desde la segunda mitad del XV, siendo perfectamente conocida en todos sus detalles, gracias al incidente con el cabildo provocado en 1691 por el obispo Pedro de Alagón y Cardona, quien intentó decretar su prohibición, en connivencia con su política rigorista de imposición de una exacta observancia del ceremonial romano en las funciones eclesiásticas de la catedral[21]. En su apelación a Roma, el cabildo elaboró un exhaustivo informe en el que se incluye una descripción completa de la ceremonia, textos y dibujos que describen la situación de los diferentes escenarios y un interesantísimo estudio gráfico de todos los elementos y personajes que intervenían en la representación, con su epicentro en el Theatrum ubi extat Jesus Crucifixus[22].

Sin duda, el gran golpe de efecto de tales dramatizaciones reside en el impacto emocional que suscita en los fieles ir descubriendo la naturaleza metamórfica de los Cristos articulados y el efecto sobrecogedor implícito por el funcionamiento de sus dispositivos, a base de golpes secos y bruscos movimientos. (Fig. 4) La visualización de la escena acrecienta la sensación escalofriante del rito y su significado como inicio del ciclo iconográfico de la Aflicción, que culmina en la sepultura. De esta manera, la manipulación del cuerpo del Crucificado en diferentes posturas por parte de los fieles termina creando en ellos la ilusión de una participación activa en el suceso histórico, en su inteligente trasposición dramatizada a la secuencia litúrgica[23]. Así las cosas, durante los siglos XIV, XV y XVI, proliferan los Crucificados de cabeza y brazos móviles unidos al cuerpo bien por juntas de rótula o esféricas cubiertas por ropa pintada, a los que solían incorporársele cabelleras de pelo natural y sondas entre la herida del costado y la espalda, de tal manera que al mover la cabeza y las extremidades la herida “sangrase” o “sudase”. Dos casos significativos al respecto vienen de la mano del Cristo de los Gascones, de la iglesia segoviana de San Justo, y el Cristo de las Claras, de Palencia.


Fig. 4. Ceremonia de la Depositio.

El primitivismo del primero, obra del siglo XIII, evidencia el temprano desarrollo de los ritos paralitúrgicos asociados a la Adoración de la Cruz[24] y la secuencia posterior del Descendimiento y Sepultura de Cristo. El segundo delata el interés de la escultura animada del XIII-XIV por el recurso plástico a los postizos orgánicos (implantes naturales de uñas de asta de vacuno, revestimiento de piel de cabritilla, cabello humano), siempre en el afán de poner en valor la visión descarnada y los aspectos más tétricos, incluso repulsivos, de las lesiones de Cristo. La intención no sería otra que explorar en estas obras destinadas a la teatralización de la Pasión las posibilidades de un expresionismo descarnado que se recrea en el rictus agónico del rostro y la profusión de heridas, laceraciones y regueros de sangre, por lo demás muy en consonancia con el proceso de definición y construcción iconográfica, a lo largo de los siglos XIV y XV, de una imagen dolorosa de Cristo Crucificado que aparece, más que nunca, como la víctima de un suplicio brutalmente cruento, asemejando su visión en la Cruz a la de un despojo deshecho y casi putrefacto[25]. Como tantas piezas similares del momento, esta obra presenta un conducto en el torso que comunica con la llaga del costado, por el que se introducía una calabaza comunicada con la herida que se llenaba de vino con el objeto de simular una sangración en el momento mismo del Descendimiento, abundando de esta manera en el realismo del acto religioso[26]. Esa misma obsesión de los agentes implicados en lograr que los Cristos articulados se comportasen como un cuerpo muerto explica que las imágenes de los siglos XIV y XV posean articulaciones en otras partes del cuerpo además de los hombros; a saber en el cuello, dedos, caderas, rodillas o tobillos, por no hablar de su fascinante carácter polimatérico.

En su magnífico trabajo dedicado a la morfología de estas esculturas móviles, Ruth Fernández González[27] distingue hasta seis sistemas diferentes de articulación en los hombros presentes en piezas de los siglos XVI, XVII y XVIII, demostrando la profunda investigación en materia de rudimentos técnicos apropiados, desarrollada por los artistas especializados en su hechura. En concreto, distingue los sistemas de goznes metálicos, las articulaciones de “galleta” —que parten del tórax u hombro, del brazo o en su modalidad de galleta/rótula metálica—, rótulas metálicas, articulaciones de “fosa y bola”, de sistema simple con goma interna y, por último, de bisagras axilares[28]. (figs. 5-6)


Fig. 5. Dispositivos de movimientos de un Crucificado articulado. Siglo XVI.


Fig. 6. Articulaciones con bisagras axilares en un Crucificado. Siglo XVIII.

En otro orden de cosas, no podemos olvidar el peso específico ejercido por las cofradías de la Soledad en la popularización de la Depositio en la cultura religiosa de los Siglos de Oro, al convertirla como novedad respecto a los tiempos precedentes en el verdadero preludio del rito procesional. Acogidas generalmente bajo el patrocinio de la órdenes Agustina y Carmelitana, solían ser las hermandades soleanas las que protagonizaban, cada Viernes Santo, en las grandes poblaciones, la puesta en escena del ciclo de la Aflicción. Terminados los Oficios del Viernes Santo con la Adoratio Crucis y verificada la Depositio y Sepelio del cuerpo de Cristo, todo se hallaba dispuesto para la Estación de Penitencia por las calles del lugar, ya fuese con los dos pasos acostumbrados del Santo Sepulcro y la Virgen de la Soledad, o con el concurso de otros misterios narrativos (Descendimiento) y/o alegóricos (Triunfo de la Cruz o Triunfo de la Muerte), que las corporaciones más poderosas solían integrar en sus cortejos a modo de discurso catequético dedicado a las Postrimerías y el Ciclo de la Aflicción.

Una de las piezas postridentinas más sobresalientes de este género pasa por ser el Crucificado articulado que el escultor Diego de Vega ejecutase, en 1578, para la Archicofradía de la Soledad y Santo Sepulcro, erigida en la parroquia de Santa Ana de Archidona, ya documentada en 1530 con el título de Cofradía de la Madre de Dios[29]. (Fig. 7) Al efecto, el 17 de marzo de 1578, varios hermanos de la misma, desplazados expresamente a Antequera, convinieron con el artista la ejecución de un encargo múltiple que contemplaba los efectos necesarios para el rito del Desenclavamiento y Deposición, al incluir, además de las andas procesionales y las imágenes del Cristo y la Virgen, la propia urna sepulcral y una Cruz erigida sobre un montículo esculpido[30]


Fig. 7. Diego de Vega. Cristo. 1578. Parroquia de Santa Ana. Archidona (Málaga). Es una de las más bellas realizaciones de Cristo articulado de la escultura procesional.

Con todo, ya a principios del Seiscientos, las autoridades eclesiásticas más sensibilizadas con el rigorismo postridentino se propusieron cortar de raíz algunas prácticas con imágenes móviles, permitiendo las de mayor arraigo colectivo y/o las más “inofensivas”, en cuanto menos extrañas o irreverentes. Así lo intentó, al menos, aunque infructuosamente, el cardenal-arzobispo de Sevilla, Fernando Niño de Guevara en sus Constituciones Sinodales de 1604[31].

Al unísono de tales disposiciones, algunos autómatas medievales vieron inutilizados sus dispositivos de movimientos, tal vez por considerarse demasiado “espontáneos”, propiciándose su “reeducación” barroca mediante nuevos atavíos y funciones ceremoniales. Del mismo modo, se intentó conferir una presentación iconográfica estable a determinadas piezas que el capricho y la ocurrencia de sus mentores había dotado de particulares aptitudes mutantes. Hasta tal punto fue así, que les era muy fácil desbordar el colmo transformista al poseer varios juegos de manos o, peor todavía, hasta dos rostros acoplados en una cabeza bifaz giratoria sobre un solo cuerpo. En este sentido, el encargo que el vecino de la localidad onubense de Niebla, Juan Domínguez, encomendaba, en 1578, al escultor Gaspar del Águila de una Virgen de la Soledad, “la qual imagen a de tener dos cabesas: la una por de tristeza y la otra a de ser para de alegría, de tal manera que se puedan quitar y poner en la dicha imagen”, se incluye, de pleno derecho, en la antología del disparate y entre los hitos más descabellados de la perversión barroca[32].

No obstante, fue también el espíritu barroco el encargado de imprimir a la Depositio un empaque dramatúrgico tal que, a la postre, se revelaría decisivo para procurar su pervivencia hasta nuestros días. Y ello fue, sencillamente, por la habilidad con que la religiosidad barroca supo yuxtaponer la liturgia del Viernes Santo con la paraliturgia de la Depositio, convirtiendo ambas secuencias dramáticas en un continuum, cual venía sucediendo, desde el siglo X, con las celebraciones del Domingo de Ramos. La fusión fue tan exitosa que pretender “extirpar” la segunda parte de la primera se habría convertido en una empresa muy difícil, por no decir imposible, por cuanto ambas se celebraban en el interior del templo casi como una unidad argumental, perfectamente diferenciada —y, recordemos, durante siglos autónoma por sí misma como epílogo de la propia liturgia del segundo día del Triduo Sacro— de la parte “pública” significada por la procesión.