Marcas en la pared

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From the series: Narrativa #11
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¿O son los restos de otro exiliado? Una pequeña parte de un naufragio de un mundo olvidado.

Siento un escalofrío. Miro a mi alrededor. No sé si espero ver a alguien.

Pienso en las sombras sobre el horizonte, en los ojos mirándome fijamente. Contemplo cómo se acerca la bruma. Una gaviota chilla.

De repente, vuelo de nuevo. Miro hacia abajo y veo a un hombre sujetando un abrigo rojo. Echo un vistazo a la isla. Cuanto más alto vuelo, más puedo ver, pero también con menos detalle. ¿Es eso una roca o un hombre en las sombras de la pared del acantilado? ¿Una pendiente en la hierba o un cuerpo apretándose contra el suelo para no ser visto? No lo sé. Oscurece y la figura con el abrigo rojo en la orilla se desvanece con la bruma y la última luz.

2

Ya en la cueva, extiendo el abrigo sobre una roca. Me siento enfrente y pico algo de mi comida. No me he secado.

El abrigo parece parte de un uniforme. Rojo. Botones metálicos. No es de Bran. No es algo que llevaría uno de los míos. El uniforme de nuestros soldados era marrón.

Me hace recordar.

Recuerdo haber matado a un hombre. Un hombre que llevaba un abrigo como este, pero más sencillo, peor hecho. Recuerdo haber matado a varios, cuando era soldado y después de ello, pero recuerdo a este en particular. Habíamos rodeado una casa de un asentamiento calcinado. Si había ardido en algún enfrentamiento reciente o hacía décadas, eso ya no lo sé. Habíamos seguido a un pelotón enemigo que se había refugiado en las ruinas. Nuestras órdenes eran atacar la casa donde se escondían los soldados y matar a los ocupantes. No podíamos hacernos cargo de ningún prisionero. Nuestra caridad podía dedicarse a los refugiados, no al enemigo. Yo crucé la puerta principal, otros entraron por las ventanas, por los huecos en las paredes. No tenían ninguna posibilidad. El enemigo disparó tres tiros. Tres entre los siete que eran. Uno estaba demasiado asustado para disparar. Se quedó en un rincón, sujetando su rifle, estremecido ante los sonidos de los disparos. Nadie excepto yo pareció reparar en él. No le quité ojo durante los escasos segundos que duró el enfrentamiento. Cuando los otros estuvieron muertos, grité que dejasen de disparar. Me acerqué a él. Era un chiquillo. No lloraba. Se había colocado a cierta distancia de mí, temiendo un golpe. Clavó los ojos en mi barbilla. Mi arma lo apuntaba. Hice un movimiento rápido con la cabeza, indicándole que tenía que darse la vuelta. Vi cómo su respiración se calmaba y asintió. Lo entendió. Aquello se me quedó grabado y lo vi muchas otras veces después de esa. Le dije que se arrodillara. Con el arma apuntándole todavía a la cabeza, estiré la mano hacia su cinturón. Le quité el cuchillo. No se nos permitía malgastar balas. Si era posible, había que matar a la gente de otra forma. Enfundé mi pistola. Sujeté su frente con mi mano izquierda. Con el cuchillo en la derecha, dibujé una línea a través de su garganta. Lo hice rápido, pero sentí cómo se cortaba cada tendón, cada músculo. No hizo ningún sonido. Lo solté y se desplomó. El resto puede ser ligeramente distinto, pero recuerdo el gesto de asentir con la cabeza. El momento en el que el miedo se convirtió en aceptación. Me quedé con el cuchillo. Toda una eternidad después, sigo teniéndolo.

Esto ocurrió al principio de la guerra, que se alargaría otros once años. Al final, me convertí en el líder de toda la fuerza: mil hombres.

En gran medida, las guerras se resolvieron a golpes. Seguimos matándonos unos a otros, seguimos muriendo, hasta que nuestras poblaciones se redujeron a un nivel en el que la tierra pudo empezar a mantenernos a todos. Negociamos una paz cuyos términos garantizaban la sostenibilidad. Digo «negociamos»; fui yo quien negoció esa paz junto con mi homólogo del otro bando. Era una paz tensa y no sin tristeza, no sin consecuencias, pero paz al fin y al cabo. Duró hasta que me fui, y probablemente más tiempo.

Recuerdo haberme despedido de Bran. Poca gente nos acompañó a los soldados y a mí hasta la costa. Había algún que otro funcionario, el juez, mis vecinos y, por supuesto, el nuevo alguacil, mi sucesor y protegido, Abel. Mi amante también estaba allí, aunque para entonces ya no lo era.

El alguacil no me miró a los ojos. En lugar de eso, me miró por encima del hombro. Sus labios eran una línea fina. Recuerdo el tacto de su mano mientras estrechaba la mía. Era suave. El apretón, la piel. Sin duda, la mía también. La vida de un alguacil en nuestro puesto avanzado no era físicamente exigente. Hacía muchos años habíamos sido guerreros. Pero la paz nos había suavizado. Nos dio más tiempo para la contemplación, más tiempo para pensar en lo que habíamos hecho.

Imagino a la gente de tierra firme, aquellos a los que he dejado atrás. Están de pie en la playa pedregosa, al sol y observando el mar, las olas lamiendo sus pies. Me pregunto qué pueden estar pensando. Me pregunto, si pudiera ver más allá, si nos saludaríamos o si simplemente nos miraríamos en silencio. Pero nadie puede ver a tanta distancia. Pasé tres semanas en la balsa antes de tomar tierra.

Ya no soy capaz de describir a mucha de mi gente. Recuerdo cosas sobre ellos, pero sus figuras son borrones, imágenes que se desvanecen, fantasmas. Hablan, gesticulan, pero no puedo ver sus ojos.

A la mujer, en cambio, sí puedo recordarla. No era especialmente guapa. Tenía treinta y cinco años cuando me fui, pero parecía mayor. Creo que todos parecíamos mayores. Toda una vida trabajando en las cocinas, lavando y estando de pie durante doce horas al día la había envejecido. Tenía unas manos callosas y la piel apagada. Sus ojos, sin embargo, cuando te miraban, te atravesaban. No había manera de esconderse de ella. Tener a alguien que te conoce de verdad te hace sentir completo, da igual lo que sepa de ti, aunque sea algo muy oscuro.

Llevábamos doce años viéndonos. Pasábamos juntos la noche de los miércoles, su noche libre. Era casi el único momento en el que podíamos vernos. Yo trabajaba durante el día, ella acababa a las tantas. Durante todos esos años, solamente nos saltamos dos miércoles. La primera vez fue culpa mía, aunque no pude hacer nada para evitarlo. Estaba en una conferencia de paz con el líder de Axum —había muchos hombres con abrigos como este— concretando los detalles del Programa. La segunda vez fue por la muerte de su madre. Me dijo que necesitaba algo de tiempo a solas. No esperaba volver a verla. Pensé que lo que había hecho descartaría esa posibilidad. Pero a la semana siguiente, a las siete, a nuestra hora, alguien llamó a la puerta, y era ella. Noté que estaba triste y distante, pero verla de nuevo hizo que mi corazón pegara un brinco. No podía compartir esto con ella. No podía. ¿Cómo hacerlo? Se quedó en la entrada, no me miró y simplemente dijo: —No hablaremos de ella—. Asentí con la cabeza. Y no lo hicimos.

El nombre de la mujer era Tora. Vivía en un piso cerca de las cocinas. Era pequeño, con lo básico, pero siempre estaba limpio y tenía todo en su sitio. En su dormitorio había una cama, un armario de madera oscura y un tocador. No sé si limpiaba el piso cuando sabía que yo iba a venir o si siempre estaba así. Supongo que nunca lo sabré.

Dos años después de empezar la relación, le pregunté si quería mudarse conmigo y hacerlo oficial. Dijo que no. Al principio no entendí por qué. Dijo que era innecesario. No volví a preguntárselo y acabé entendiendo a qué se refería. Teníamos todo lo que necesitábamos y todo lo que queríamos. Cualquier otra cosa habría roto el equilibrio. Era una mujer sensata, una cualidad que yo admiraba. Ella siempre me mantuvo a cierta distancia, pero tal vez las difíciles circunstancias de nuestra época hacían que muy poca gente fuera capaz de sentir profundamente.

Cuando estábamos en la cama, solía cerrar los ojos y morderse el labio inferior. La última vez yo también cerré los míos porque no podía soportar mirarla, no podía soportar mirar. Había un abismo entre nosotros.

No sabía con seguridad si sería la última vez, pero el juicio no había ido bien y no esperaba que me fuera favorable. Al final, no fue una pena de muerte sino algo peor. Era un exilio de por vida, una muerte en vida. Una vida en la muerte.

Y para entonces, ella ya no estaba del todo conmigo.

Supongo que no me ejecutaron debido a mi reputación y, tal vez, debido a una sensación de complicidad. Cuando me fui, alejándome de la playa con la barca, clavé los ojos en ellos deseando que me miraran. Muy pocos lo hicieron. Una pequeña victoria.

Mi relación con Tora, aunque los ciudadanos no la desaprobaban, se consideraba algo poco convencional. Pero no causaba muchos problemas. El resto de mi vida era convencional. Cumplía con mis deberes de forma rigurosa, mantenía el contacto con mis tenientes, lucía mis medallas en los aniversarios de batallas clave y durante el acuerdo de paz, y durante doce años vi a la misma mujer a la misma hora y en el mismo lugar. Tenía rutina.

Cultivaba la actitud distante que la gente percibía. Era necesario, dado el papel que tenía que desempeñar. Incluso cuando me presenté al puesto de alguacil gracias al Programa, esa gran idea, y conseguí convencer a tres cuartos de la población para que me respaldaran, sabía que no era a mí a quien estaban votando, que no era a mí a quien seguían. Era el orden que podía traer, la promesa del final de una matanza innecesaria.

Nunca fui un hombre del pueblo. Incluso con Abel, la persona con la que más tiempo pasaba, mantenía las distancias. Aunque creo que él lo prefería así. Tampoco es que él fuera muy jovial. Fui a su casa alguna que otra vez para quedar con él, pero no muchas. Le presenté a Tora. Caminábamos por las cocinas, Tora estaba fuera, sentada al sol. Fue al principio de nuestra relación. Me acerqué a ella y la besé. No sabía muy bien qué hacer con Abel mirando, lo admito. Ella me apartó un poco. Le presenté a Abel y seguimos nuestro camino.

 

Una vez, después de esto, me preguntó si quería llevar a alguien cuando fuera a visitarlo. Dije que no. No volvimos a mencionarla.

Aquel día en la playa, la besé de nuevo. Todo el mundo miraba. No hubo ningún ruido, ninguna falta de respeto. Simplemente miraron. Mi marcha fue un asunto silencioso. Todos querían que me fuera, pero todos sabían el papel que ellos mismos habían desempeñado en aquello. Porque la mayoría se quedó en sus casas, se quedó en la ciudad, mientras metían en un barco al antiguo alguacil con las provisiones y las herramientas más básicas.

La besé. Esta vez no me apartó. Sigo agradeciéndoselo.

A cerca de media milla de la costa, me volví para mirarlos por última vez. Dos de ellos, Abel y Tora, se habían ido. Se habían girado el uno hacia el otro. Puede que estuvieran hablando. Todavía me pregunto qué estarían diciendo.

Cuando la besé, sentí el olor del jabón fuerte que usaban en los platos. Puedo olerlo ahora.

Me pregunto si los ciudadanos me reconocerían. Llevo barba y el cabello largo. Me corto el pelo de vez en cuando, pero es imposible conseguir un afeitado apurado usando solo un cuchillo. Mi piel tiene un color más oscuro, como la isla, y estoy delgado. Aunque como con regularidad, no es el tipo de comida que pone carne en los huesos. En Bran, estaba pálido debido a mi vida sedentaria y tenía un ligero sobrepeso, un hombre fofo con una vida fácil. A pesar de no tener mucha comida, solía llenar mucho. Ahora, sin embargo, tengo unos hombros más anchos, las piernas fuertes y no me sobra peso. En general, soy un hombre en mejor forma.

Tal vez desearan que muriera de camino aquí. No hay culpables si un hombre se ahoga solo a millas de ninguna parte. Pero no lo hice. Sobreviví. Bebí rocío y agua de lluvia. Comí algas. Atrapé algún que otro pez. Una vez encontré uno muerto en la superficie de ese océano estéril. Llegué a la isla y he conseguido subsistir. Solo. Imagino a gente. Imagino a otros. Caras de otros. Voces. Pero sé que no son reales. Sé que no están vivos.

Y ahora este abrigo. Lo han llevado hace poco. La comida y el combustible tendrán que esperar hoy. Tengo que dar una vuelta por la isla. Tengo que comprobar si sigo estando solo.

Llevo mucho rato sentado en la cueva, y para cuando salgo ya es por la tarde. Tras cerca de una hora de caminata, los acantilados aparecen ante mí. Podrían verse desde más lejos, pero habría que rodear un risco. Es una vista impresionante, al menos según los estándares de esta isla. Son grandes, grises y se vienen abajo, como el monumento en ruinas de un líder olvidado. Aunque su declive representa la cuenta atrás de mi tiempo aquí, me siento intimidado, no agitado, cuando estoy cerca de ellos. El mar que rodea los acantilados está contaminado por el barro y siempre está revuelto. A veces creo que parece sangre.

La marea está baja hoy. El mar ha retrocedido dejando una larga franja de playa gris. Aquí, las mareas son extremas. En unas pocas horas, las olas estarán golpeando los acantilados desde abajo, y la lluvia lo hará con más suavidad desde arriba. Más allá, a lo largo de la orilla, veo un objeto mucho más claro, tanto que es casi blanco. Una roca quizá. Pero es distinto a cualquier cosa que haya visto en la isla hasta ahora.

Comienzo a descender a la playa.

Unos minutos después, estoy más cerca y tengo los ojos clavados en el objeto. Aminoro, me detengo. Ahora ya sé lo que es. Ahora solo puedo oír el viento. El viento y las olas. Todo se ha ralentizado. Se ha detenido. Tomo aire, algo que parece llevarme minutos. Cojo una piedra y reemprendo la marcha. Corro hacia el montículo. Paro otra vez. Corro. Me desvío hacia unas rocas y me agacho tras ellas, mis ojos siguen fijos en él. Mi respiración se ha acelerado. Suena como cuando he estado cortando leña. No se mueve.

Observo durante minutos. La lluvia cae en franjas a lo largo de la playa. La noto caer por mis ojos y por la parte de atrás de mi cuello. Es intensa y a veces él desaparece detrás de las cortinas de agua. Tengo que limpiarme la lluvia de los ojos para poder ver bien.

Es la primera persona que veo desde hace una década. Es grande, parece repleto de grasa. No es un obrero. Su cara mira hacia otro lado. Está echado sobre su estómago, los pies vueltos el uno hacia el otro, las palmas hacia arriba. No tiene pelo. Una ballena blanca, y posiblemente una ballena blanca muerta.

El abrigo tiene que ser suyo.

Durante los últimos diez años solo he visto sombras. Esto es distinto, es sólido, nada que ver con un espejismo. Pestañeo, mantengo los ojos cerrados unos segundos. Cada vez que los abro, él sigue ahí.

Salgo despacio de detrás de las rocas. Abro la boca para hablar. No me salen las palabras. Es como si hubiera olvidado cómo hacerlo. Lo intento de nuevo. Esta vez es una exhalación, poco más fuerte que el sonido del viento. Trago y lo intento una vez más. Al final, la palabra sale: —Hola—. Es un susurro, un graznido. Otra vez. La palabra no es más que un gruñido. Sigue sin sonar como la palabra que sé que es. No se mueve. Ahora estoy a tres metros de él. Camino en círculo a su alrededor, manteniendo la misma distancia, mi mano sigue agarrando la piedra. Un perro con su presa. Solo puedo ver una parte de su cara. No tiene barba, pero sí unos grandes carrillos y papada. Tiene los ojos cerrados. Sé por su cara que no está muerto.

Me pongo en cuclillas y observo su rostro de cerca. Respira. Su cuerpo sube cada pocos segundos y sus labios se abren cuando exhala. Parece estar en paz. Un hombre dormitando en una playa.

Sus gordos dedos descansan sobre la arena. Gusanos blancos en barro negro. Está cubierto de gotas de agua, de lluvia o de mar. Relucen con la última luz.

Me incorporo, me acerco a él y lo empujo con el pie en la zona de las costillas. No se mueve. Me inclino y lo sacudo bruscamente por el hombro. Está frío como una piedra. Sus párpados se abren. Tiene los ojos rojos, sus iris son oscuros, casi negros. Durante unos segundos, no se mueve. De pronto, se asusta, se revuelve, intenta apartarse de mí usando sus brazos para moverse. No puede levantarse. Su respiración se acelera. Alzo las manos para mostrarle que no supongo ninguna amenaza y doy un paso atrás. No digo nada. En vez de eso, vuelvo a ponerme en cuclillas para no estar por encima de él. Eso parece calmarlo un poco y su respiración se vuelve más regular. Nos miramos. Sigo viendo solamente la mitad de su cara.

Unos instantes después, lo digo otra vez: —Hola—. Ahora puedo reconocer la palabra, pero siento la lengua espesa en mi boca. Él no responde. Me presento. No sé qué decir, si mi título o mi nombre de nacimiento. Decido usar ambos. —Soy Bran. Alguacil. Vivo aquí—.

Me doy cuenta de que hablo en ráfagas cortas. Tengo que acostumbrarme a hablar. Sus ojos no me transmiten nada. No estoy seguro ni de si me ha oído. Lo intento de nuevo. —¿De dónde eres? ¿Axum?—. Es más una afirmación que una pregunta.

Aún nada. —Estás a salvo. Habla—.

El hombre cierra los ojos. Puede que esté conmocionado. No tengo ni idea de lo que tiene que haber padecido. Le pongo mi abrigo encima para mantenerlo caliente. Mientras me inclino y me acerco, capto su aroma. Huele a mar. Pero no el olor agradable.

No tenemos mucho tiempo. La marea está baja, pero quedan pocas horas para que vuelva a subir y si nos pilla aquí nos ahogaremos los dos. Y la luz se está apagando. Puedo dejar que duerma un poco antes de que nos pongamos en marcha y volvamos por donde he venido. Hay una zona más alta y accesible a media milla de allí. Sé, con toda probabilidad, que tendré que medio cargar con él por lo débil que parece. Me dirijo a la zona alta y me llevo la bolsa, de forma que no tenga que cargar con nada más cuando vuelva.

Cuando lo hago ya está oscuro. Lo encuentro en la misma postura. Vuelvo a despertarlo. —Te vas a ahogar aquí—. Aunque no responde, parece entenderlo y trata de levantarse. Coloco mi mano debajo de sus brazos y lo levanto. Tropieza conmigo, no tiene fuerza en las piernas. Me recuerda a una larva blanca, alguien cuyo único propósito en la vida es comer. Ignoro mi disgusto, pongo su brazo sobre mis hombros y mi brazo bajo el suyo. Así, caminamos despacio por la playa. En un momento dado, sonrío para mí mismo pensando en la pinta que tenemos. Para cualquier criatura que vuele sobre nosotros, o que nos mire desde el risco de hierba, o apretada contra el barro negro de los acantilados, tenemos que hacer una pareja muy extraña. Uno alto y fibroso, curtido y bronceado, medio cargando con el otro, un hombre abotargado y que trastabilla, en la oscuridad, pálido como la lluvia.

Ahora llueve con fuerza. Hay algo de luz de luna detrás de las nubes, pero es débil.

Me resigno a una noche de frío y humedad. Sin fuego, sin comida caliente, es simplemente cuestión de esperar a que deje de llover, a que amanezca.

Me arrastro por el último tramo del acantilado y camino cien metros tierra adentro hasta una zona de hierba con el hombre aferrado aún a mí. Lo dejo caer. Ahora parece dormido o inconsciente. Mi sujeción es mala sobre su piel mojada. Cae en un charco y su cara aterriza en el agua, el barro salpica su mejilla. Un ojo y parte de su boca están bajo el agua. Farfulla, intenta moverse, pero no consigue desplazar su cuerpo. Lo observo atragantarse. Respiro con pesadez por el esfuerzo. Deja escapar un grito, un gorgoteo. O sea que no es mudo. Lo cojo del brazo y le doy la vuelta. —Construiré un refugio —le digo. —Tengo comida. Descansaremos—. Me mira sin ninguna expresión.

Paso la noche tiritando, abrazándome a mí mismo, y duermo poco. El hombre está sentado frente a mí, recostado contra una roca. Parece no importarle el frío y me mira inexpresivo. Cuando despierto, después de un sueño de apenas unos pocos minutos, él sigue mirándome con sus ojos negros e imperturbables. Está oscuro, pero estoy lo suficientemente cerca para verle los ojos. También puedo olerlo. No es algo a lo que esté acostumbrado, al olor de otro ser humano. El olor de la hierba húmeda, del barro, de los pájaros podridos, de los pinos del bosque, el olor a veces frío y húmedo del humo de la turba: a estos sí estoy acostumbrado, estos se han vuelto míos, se han convertido en mi olor, el olor del hombre de una isla. Pero el suyo, un olor penetrante a océano en descomposición, a piel mojada, casi dulce pero desagradable, me es ajeno.

A medida que amanece y su rostro se vuelve nítido, tengo la sensación de reconocerlo. Busco en mis recuerdos. No puedo ubicarlo.

—Hola —intento de nuevo. Mi voz regresa. —Soy Bran. Vivo en esta isla. ¿Cómo te llamas?—. Sigue mirándome, pero no dice nada.

—¿Quién eres? ¿Cómo has llegado hasta aquí?—. Me siento cada vez más molesto con ese silencio.

—¿Qué eres? ¿Axumita? ¿Qué eras allí? —vuelvo a preguntar. Suspiro al ver que vuelve a no responder y mira la entrada de la tienda de campaña.

—Lo has pasado mal. Lo entiendo. No hace falta que hables ahora—. Estoy molesto, pero tengo un deber para con este hombre. Está en mi isla. Es responsabilidad mía. —Hay una cueva al otro lado de la isla. Es ahí donde vivo. Es cálida. Puedo encender un fuego y cocinar. Debemos irnos ahora. Tardaremos horas en llegar hasta allí—. Sé que será un viaje de vuelta complicado. Ahora tengo que cargar con todo mi equipo y, como veo que no está más fuerte que ayer, también tengo que llevarlo a él.

Me pongo de pie y empiezo a recoger la lona. Él no se mueve y lo arrastro como si no estuviera allí. Me echo la bolsa a los hombros, me pongo detrás de él y, sin mediar palabra, lo levanto por las axilas. Es un peso muerto y cuando se pone de pie se tambalea, vacilante. Lo sujeto por el brazo. —¿Puedes andar?—. Intenta caminar, da unos pocos pasos, pero sus piernas tiemblan y lo cojo por el brazo de nuevo.

De esta forma, emprendemos la marcha despacio hacia la cueva, parando cada pocos minutos para descansar. Yo también estoy cansado, apenas he comido en los últimos dos días. Para cuando llegamos, ya es primera hora de la tarde. Tendré que pasar sin ir a recoger combustible. Cuento con unas pocas reservas, pero no durarán mucho.

Ya en la cueva, lo miro de nuevo. Rebusco en mis recuerdos. No consigo encontrar nada. Preparo el fuego, lo llevo a mi cama, cojo mi equipo de pesca y me marcho por el camino cerrando la puerta tras de mí.

Mi mente deambula mientras pesco. Casi se me escapa uno de los peces. Me descubro a mí mismo inventando historias que puedan explicar la presencia de este hombre. Un embajador de Axum enviado para restablecer el contacto con Bran. Un refugiado. Un hombre de una parte del mundo aún sin descubrir, un lugar perdido hace siglos, al que no han llegado nuestras guerras, nuestras hambrunas, nuestros climas destructivos. Un lugar de dragones y reyes legendarios. Ha caminado desde el fondo del océano, medio hombre, medio pez. Enterrado en el barro durante siglos, liberado ahora por las olas, traído de vuelta a la vida por las tibias lluvias. Mi imaginación no conoce límites. Un asesino. Un hombre de quién sabe dónde guiado por la venganza, la codicia y la sed de sangre. Un hombre en silencio, conspirando incluso ahora para arrebatarme mi isla. O, como yo, un exiliado, un visionario, un líder caído en desgracia por culpa de sentimientos cambiantes, desterrado para probar suerte en alta mar. Más el ofendido que el ofensor. Dejo que mi cabeza deambule demasiado.

 

Teniendo en cuenta su tamaño, el abrigo y la blandura de su carne, lo más probable es que sea una persona de alto rango en Axum.

Y tal vez también sea un criminal. Aunque yo, legalmente, lo soy.

Pienso en él en la cueva y me pregunto qué estará haciendo. Doy la espalda al acantilado. Empiezo a sentir sus ojos mirándome desde el risco. Echo un vistazo rápido a mi alrededor. No hay nada que ver.

Y entonces lo sé.

Y entonces sé quién es. Me viene a la cabeza. Han pasado unos veinte años desde la última vez que lo vi y ha cambiado mucho, y no he podido verlo con claridad hasta esta mañana. Por eso me ha costado tanto. Pego un brinco, me giro como si fuera a echar a correr hacia él, pero vuelvo a tomar asiento. No tengo por qué dejar que se dé cuenta de que ya sé quién es. Necesito ver si puedo descubrir sus intenciones, ver si puedo hacerlo hablar.

Se llama Andalus. Era gobernante de Axum. Cierto, un personaje de alto rango. Es el hombre con el que cerré la paz entre nuestros territorios, el hombre junto al que formulé el Programa, aunque la mayor parte de él fuera idea mía. Me sorprende que esté aquí. Me sorprende mucho. Es un mal presagio en potencia. Tendré que averiguar su historia, hacer lo que sea para mantener en secreto que conozco su identidad y esperar que no me reconozca.

Pesco un segundo pez. Los dos son pequeños pero suficientes para una noche. En la cueva, los cocino con varias raíces que coloco cerca del fuego. La parte exterior de la raíz queda chamuscada pero el interior se mantiene tierno. No sé qué es, pero sabe a boniato. Cuando le doy la comida la devora con hambre, rápido. Es el movimiento más rápido que le he visto hacer desde que lo encontré. Me sorprende que no se queme la boca. Acaba antes que yo y le doy un poco de lo mío. Mientras come, lo observo y los recuerdos vuelven a mí. Debajo de esa mole, en algún lugar dentro de esa larva gorda, está mi enemigo, un enemigo que se convirtió en mi amigo, o algo parecido. Bajo esa apariencia cambiada existe una conexión con lo que soy, con lo que fui.

Nos lo comemos todo y para cuando hemos acabado ha anochecido y nos ponemos cómodos para pasar nuestra segunda noche.

Él sigue dormido cuando salgo de la cueva a la mañana siguiente. Está tendido de lado, hecho un ovillo como un bebé. Me preocupa que mi rutina se haya trastocado. Si pretendo alimentarlo, tendré que recoger más combustible y recoger o conseguir más comida. Tendré que trabajar más rápido. Me llevo mi ropa cuando salgo a nadar y voy directo a los lechos de turba.

Cuando Tora vino a mí aquella tarde de miércoles después de la muerte de su madre, supe que duraríamos. Y lo hicimos; casi hasta el final. Mientras la abrazaba –ella no me abrazó a mí– tuve que respirar hondo varias veces para intentar no emitir ningún sonido. No sé si ella se dio cuenta. Lo sabía porque si una relación puede sobrevivir a eso, puede sobrevivir a casi todo. No pensé en preguntarle si quería acompañarme en mi exilio. Sospecho que Abel lo hubiera vetado, pero no le hubiera hecho esa pregunta. Hasta donde yo sabía cuando abandoné el asentamiento, estaría muerto en cuestión de días. No, no quería a Tora a mi lado. Me pregunto qué habría dicho, pero en realidad lo más probable es que hubiera respondido que no. Se había apartado, aunque sospecho que aún sentía algo por mí. No me arrepiento. Si hubiera estado aquí, las provisiones tendrían que haberse dividido entre dos, haciendo más breve nuestro tiempo juntos. Y si hubiéramos tenido un hijo habría sido todavía más breve. Habría llegado un momento en el que, de haber sido un patriarca con una mujer satisfecha y varios hijos, el nacimiento de otro más habría reducido nuestro tiempo a horas. Puede que tal vez, aunque esto es matemáticamente imposible, un nacimiento hubiera hecho que el tiempo fuera hacia atrás y estaríamos ya muertos. No habríamos existido nunca.

Este hombre reducirá mi tiempo en la isla, pero al menos se acabará aquí. Al menos solo es una variable.

De vuelta en la cueva, descubro que no se ha movido.

Me dirijo a él. —¿Estás listo para decirme por qué estás aquí?—. Tiene los ojos abiertos, pero no pestañea. No ha dado señales de haberme reconocido. —Voy a necesitar ayuda para recoger comida y combustible—. No responde. Estoy empezando a perder la paciencia, pero le daré algo más de tiempo. Después de todo, es un invitado. Y un conocido. Durante la guerra, y después de ella, la gente de Bran mantuvimos un espíritu de generosidad, aunque durante la época del Programa tuvimos pocas oportunidades para demostrarlo.

A pesar de tener poca comida, siempre abastecimos a los refugiados que seguían llegando durante la guerra y después de ella. Allí donde pudimos, acogimos en nuestra sociedad a los que estaban sanos, los introdujimos en el sistema de racionamiento. Al pueblo no se le permitía tener comida en sus casas, la cocina comunitaria permitía reducir los despilfarros. Así que hacíamos cola junto a estos refugiados, estas personas que no nos habían dado nada, y comían lo mismo que el resto, lo mismo que aquellos que estaban sanos al menos.

Decido volver a la playa a pescar en vez de ir a recoger brotes de hierba y raíces. El pescado hará que Andalus recupere su fuerza más rápido.

Machaco las semillas y las cuezo hasta conseguir una especie de gachas. Es menos apetitoso que el pescado, pero si tengo la intención de aprovechar cada momento en la isla necesito una dieta equilibrada. Así es como cuido de mí mismo. Me temo que no tendré tiempo suficiente para recoger semillas si tengo que pescar el doble de peces. Si me quedo atrás y no consigo reunir comida suficiente, perderé fuerza y me iré debilitando aún más rápido, y puede que no sea capaz de salir de esa espiral. El equilibrio se iría al garete.

He conseguido ahumar pescado, pero con la humedad resulta difícil almacenar comida y los gusanos y los insectos parecen capaces de encontrar todo lo que dejo fuera. También he intentado comerme estos gusanos, pero son repugnantes y prefiero la comida que tanto los atrae.

Podría mantener un fuego vivo en la cueva. Con el tiempo, la humedad de las paredes desaparecería y el ambiente sería seco, pero conseguir esto agotaría muy rápido mis reservas de combustible.

Esta vez capturo cuatro peces pequeños. Son los que solía comer cuando era joven, pero tienen un sabor más amargo y un poco fuerte. Los considero de la especie «tres» porque son la tercera variedad que capturé. El tema de los nombres se lo dejo a otros. Reviso mis redes de cangrejos, colocadas cerca de allí. Una de ellas alberga un par de cangrejos y los saco con cuidado.