El poder de la universidad en América Latina

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Estas tesis colocan en perspectiva el problema central de este ensayo: el de la relación entre las diversas fórmulas de legitimidad y representación de las universidades latinoamericanas a lo largo de su historia. Específicamente, se trata de explorar la manera en que se articula la legitimidad institucional con las representaciones sociales de las universidades latinoamericanas y su relación con la construcción del poder autónomo de dichas instituciones. La exploración del estudio se guía por las siguientes cuestiones: ¿cuál es la relación entre las concepciones de la universidad (historia, creencias, imágenes, representaciones) con la estructuración/organización de las prácticas institucionales? ¿De qué manera influyen esas concepciones en las relaciones políticas y sociales con sus entornos institucionales? ¿Cómo han cambiado históricamente dichas creencias, imágenes y representaciones sociales de la universidad, comparando las distintas “eras”, “etapas” o “ciclos” de las universidades latinoamericanas?

Estas cuestiones conducen hacia la definición de una perspectiva de análisis que combina un ejercicio de sociología histórica de las instituciones con un esfuerzo de identificación de las representaciones y las prácticas sociales y políticas de las universidades en sus diversos contextos sociales y territoriales. Este ejercicio implica una metodología comparativa que sea capaz de capturar las semejanzas, diferencias, tensiones, acuerdos y conflictos que acompañan la construcción social de la universidad en distintos territorios, contextos sociales y temporales. Para explorar esa perspectiva, es necesario revisar lo que varios autores han investigado en torno a las relaciones entre el Estado, la sociedad y las instituciones en diversos contextos, con el propósito de ofrecer un modelo de análisis adecuado para el estudio comparativo histórico y sociológico de las universidades públicas en América Latina en tres grandes “épocas”: la colonial (1538-1812), la republicana (1812-1918) y la moderna o autonómica (1918-1980). Estas tres épocas constituirán la base de algunas reflexiones finales centradas en la época contemporánea (1980-2015).

HISTORIA, SOCIOLOGÍA Y POLÍTICA

En el campo de las ciencias sociales, la cuestión de las fronteras disciplinarias es el núcleo de una constante búsqueda de espacios de autonomía, de encuentro y a veces de cooperación y fracturas entre las especialidades. Las tendencias hacia la hiperespecialización se encuentran en tensión con las afinidades hacia la generalización de métodos o enfoques. En particular, en los campos de la sociología, de la historia y de la ciencia política se advierten diversos ciclos de acercamiento y de alejamiento en objetos de estudio, metodologías, procedimientos de investigación, esquemas de análisis, fuentes y teorías.

Desde los años ochenta y noventa del siglo pasado se desarrolla un intenso debate académico e intelectual entre lo que puede denominarse la historia social, de un lado, y la sociología histórica, por el otro. El punto central del debate es la identificación de la influencia de los contextos sociales en la génesis y desarrollo de los acontecimientos históricos. La insatisfacción, por una parte, con el “historicismo”, del “sociologismo”, por otra, animan el desarrollo de nuevos enfoques capaces de dar cuenta de la complejidad de los fenómenos históricos en tanto fenómenos sociales, como acontecimientos y procesos que no pueden ser explicados sin la comprensión de los contextos políticos, económicos y sociales más amplios (Badie, 1992; Skocpol, 1984; Smith, 1991; Tilly, 1992).

Pero hay otro factor que también ayuda a alimentar las preocupaciones académicas e intelectuales del debate: el que se relaciona con la temporalidad del análisis histórico y sociológico contemporáneo. El reclamo académico hacia los recortes temporales concentrados en periodos cada vez más específicos había hecho perder de vista la cuestión del largo plazo, los procesos de larga duración en los que encuentra sentido el desarrollo de los fenómenos sociales (Braudel, 1970).1 Los impulsores de la historia social (posmarxistas como E. B. Thompson o E. Hobsbawn), de un lado, y por el otro los impulsores de la revisión de los clásicos de la teoría social como Durkheim, Weber o Marx (Skocpol, Mann, Smith) o de la ciencia política (Rueshemeyer, Przeworski), sentaron las bases de una revisión de las insuficiencias explicativas de la sociología o de la historia; la elaboración de una propuesta que acercara lo que a su juicio era la tesis principal del debate: la historia siempre es una historia social, mientras la sociología es siempre una sociología histórica (Delanty e Isin, 2003; Lawson, 2006; Przeworski et al., 2000; Rueshemeyer, Stephens y Stephens, 1992; San Pedro López, 2004; Skocpol, 2003).2

A partir del reconocimiento de los vínculos entre historia y sociología, en su monumental obra The Sources of Social Power (4 vols., 1986-2013) Michael Mann construye un esquema teórico potente para examinar el proceso de construcción del poder social en distintas épocas de las sociedades antiguas y contemporáneas. El “modelo de organización del poder” es lo que denomina como IEMP (Ideological, Economics, Military and Political Power), una herramienta teórica y conceptual para analizar y comparar los distintos modos de interacción en la configuración del poder social en distintos contextos territoriales. Al igual que Elias, Mann reconoce el “carácter polimórfico de las fuentes del poder” (Elias, 2006: 109). Para el análisis de instituciones específicas como la universidad, resulta pertinente detenerse brevemente en dos fuentes principales del poder social: la ideológica y la política.

El poder ideológico “deriva de la necesidad humana de buscar un significado profundo a la vida, compartir normas y valores para participar en actividades estéticas y prácticas rituales”. El control de una ideología que combina significados profundos (ultimate meanings), valores, normas, estéticas y rituales conduce a un poder social general. La religión es un ejemplo clásico de ello, como después lo serán ideologías seculares como el liberalismo, el socialismo y el nacionalismo, “ideologías que entrarán en conflicto (grappling) con el significado de clase o nación” (Elias, 2006: 7).

El poder político, por su parte, deriva de la explotación del territorio y la necesidad de la regulación centralizada. “Poder político significa poder del Estado”, lo que significa que es “autoritario, dirigido e intencionado desde un centro” (Elias, 2006: 4).3 La configuración del poder político estatal implica la construcción de un “sistema de dominación” que asegure un esquema de gobernabilidad que combine equilibrios entre la efectividad, la eficacia y la legitimidad del Estado a través de instituciones que penetren en la sociedad y que permitan el gobierno en términos de decisiones, extracción y distribución de recursos, así como solución de conflictos.

El poder social es un poder colectivo organizado. La organización involucra distintos tipos de combinaciones: un poder “colectivo” y “distributivo”, que a su vez puede contener cuatro tipos de poderes: “extensivo”, “intensivo”, “autoritario” o “difuso” (Mann, 1993, vol. II: 6-7). Este esquema, con base en Mann (op. cit., vol. I), puede ser representado de la siguiente manera:

GRÁFICA 1. PODER SOCIAL COMO PODER COLECTIVO/DISTRIBUTIVO


FUENTE: elaboración propia a partir del esquema analítico de Mann, M. (1993), The Sources of Social Power, vol. I, Cambridge: Cambridge University Press.

Para Mann, las sociedades pueden ser definidas como “redes organizadas de poder”. Ese poder social puede ser colectivo (cooperativo) o distributivo. Colectivo en el sentido de que produce comportamientos cooperativos entre los miembros de redes sociales específicas. En palabras de Mann, “es el poder conjunto de los actores A y B cooperando para explotar la naturaleza o a otro actor C”. Y es distributivo cuando uno o algunos de los actores deben perder poder para que otros lo adquieran y, como consecuencia, aquéllos puedan fortalecer su propio poder (“El poder del actor A sobre el actor B; para que B adquiera mayor poder, A debe perder algo”). A su vez, Mann identifica cuatro tipos de poderes específicos que son el resultado del poder social colectivo o distributivo:

a] Poder extensivo: organización de un gran número de personas actuando sobre grandes territorios.

b] Poder intensivo: movilización de redes sociales con alto nivel de compromiso de los participantes.

c] Poder autoritario: compacta la voluntad a las órdenes o mandos de un actor específico (usualmente una colectividad), y la obediencia consciente de sus participantes.

d] Poder difuso: no es comandado directamente; en ocasiones es relativamente espontáneo, inconsciente y de estilo descentralizado.

Estas fuentes y poderes, señalados en el modelo IEMP de Mann (1993, vol. II: 37-38), se desarrollaron en la Edad Media y ayudaron a formar el modelo de dominación política europeo de la época. Pero con el ascenso del poder ideológico del liberalismo y del capitalismo, el “discurso de la alfabetización” se colocó en el centro de las fuentes del poder social y disolvieron el viejo orden feudal a través de nueve medios principales: las iglesias, el ejército, la administración estatal, el comercio, la profesión de abogado, las universidades, los libros, los periódicos y los centros de opinión pública.

Vale la pena resaltar aquellos medios que se relacionaron directamente con el poder de la educación superior en el periodo que va de la segunda mitad del siglo XVIII a los comienzos del siglo XX: las iglesias, la profesión de abogado, las propias universidades y los centros de “discusión discursiva”. El monopolio de las escuelas por parte de la Iglesia católica había sido uno de los centros neurálgicos de su poder ideológico en la construcción de los grandes imperios de la era medieval. La evangelización, la formación de niños y jóvenes que nutrían las distintas órdenes religiosas, la producción de escribanos, letrados y clérigos que alimentaban ocasionalmente la administración civil, explica en gran parte el fortalecimiento de la legitimidad del orden medieval europeo. Pero también la profesión de abogado expandió el discurso de las leyes y de su importancia para la vida económica, social y política de los nuevos Estados nacionales. El conocimiento especializado de las leyes, los decretos, los reglamentos, los procedimientos, la defensa de los intereses de los afectados, la protección contra los excesos de la autoridad y los incidentes de la diplomacia internacional o local fueron prácticas que fortalecieron el “legalismo” formal de los intercambios que surgieron con la transición del orden monárquico-religioso medieval y la construcción de las bases institucionales del capitalismo liberal.

 

Por su parte, las universidades desarrolladas por las iglesias, a través de la expedición de bulas papales, o por el Estado, mediante la promulgación de decretos reales, suministraron adultos jóvenes para otorgar los grados de bachiller, de maestro o de doctor, licencias para enseñar o ejercer la profesión de abogado, que se expandieron durante los siglos XIV al XVIII; así, se convirtieron en “los principales centros de formación del discurso alfabetizador de nivel superior” (Mann, 1993, vol. II: 38). Por último, Mann señala que los “centros de discusión discursiva” (producción de opinión pública) también se volvieron fuentes importantes de producción de relatos públicos crecientemente informados, donde el debate, los intercambios de ideas y posiciones, la discusión, los pleitos, las disputas, ayudaron a construir la esfera pública, intelectual, propia de la era del Estado, así como del capitalismo liberal. Academias, libros, periódicos, clubes, tabernas, salones y cafés se expandieron por las grandes ciudades europeas y posteriormente coloniales en el Nuevo Mundo, donde jugarían un papel importante tanto en la configuración de las ideas, los intereses, como en los valores públicos y privados en el nuevo orden emergente.

Estos medios “imprimieron capitalismo” a la vida social, a sus prácticas y representaciones; fueron un conjunto de instrumentos, espacios e ideologías que ayudaron a crear los potentes nacionalismos del siglo XIX, las “comunidades imaginadas” a las que se refiere Anderson (1983) en su obra clásica. Esos conjuntos de espacios e ideas configuraron de manera eficaz las diversas representaciones sociales en torno a realidades prácticas y experiencias institucionales de muy diverso tipo, desde las estrictamente políticas (la idea de la democracias como representación organizada de los diversos intereses societales a través de partidos políticos, diputados y parlamentos) hasta las estrictamente sociales (la idea meritocrática de la educación como mecanismo de movilidad social ascendente). Más adelante volveremos a esta cuestión.

Las aportaciones de Mann representan una de las salidas teóricas que asumen el carácter esencialmente complementario de la sociología y la historia en el análisis de los fenómenos sociales. Pero antes de él, y de las corrientes, enfoques y autores que configuran el mapa contemporáneo de la sociología histórica, el debate entre historiadores y sociólogos se había convertido en un “diálogo de sordos”, como lo calificó Peter Burke (1987). El estudio de las estructuras de la acción social, de sus formas organizativas y de sus actores principales, propio de la sociología de la primera mitad del siglo XX, se había mantenido distante o francamente opuesto al estudio de las sociedades humanas, de sus diferencias y proceso de cambio, propio de los historiadores.

Sin embargo, esa distinción tiene un origen decimonónico, que se prolongó hasta entrado el siglo XX. El surgimiento de la “historia social” en el campo de los historiadores (distinta de la historia política o de la historia del Estado predominante durante varios años), y de la “sociología histórica” en el campo de los sociólogos (diferente a las tendencias funcionalistas y estructuralistas predominantes en la disciplina durante un largo periodo), posibilitaron un acercamiento intelectual, teórica y académicamente productivo desde los años cincuenta del siglo pasado, a través de las aportaciones y reclamos intelectuales de las obras de historiadores como Fernand Braudel o de sociólogos como Norbert Elias. Estos autores reivindicaron la importancia de los clásicos en el estudio de los fenómenos de las estructuras y los procesos de cambio social, que permitieron un acercamiento entre la historia social como “historia de la sociedad” y de la sociología como el estudio comparativo entre distintas experiencias de estructuración y gestión del cambio en la vida social (Burke, 1987: 130-132).

Por su parte, Philip Abrams señala en un texto clásico que “toda exploración sociológica es necesariamente histórica”, puesto que “el mundo social es esencialmente histórico” (1982: 2-3). Distingue tres grandes tipos de sociología histórica: 1] como “proceso de cambio social” (Durkheim, Marx, Weber); 2] como esfuerzo de identificación de “leyes tendenciales” (Spencer, Comte), y 3] como “microhistorias”, es decir, relaciones entre estructuras y acciones que no ocurren con el establecimiento de sociedades completas o grandes civilizaciones, sino que se desarrollan lenta y cotidianamente “en prisiones, fábricas y escuelas, en familias, empresas y amistades” (Abrams, 1982: 6). Esta última aseveración, que se relaciona con las “microhistorias”, encuentra sentido en el estudio de las universidades como espacios institucionalizados donde se desarrollan saberes y poderes específicos en sociedades locales concretas.

Desde esta perspectiva, la microhistoria de las universidades es una labor intelectual y académica que descansa en el supuesto general de que toda historia institucional es también una historia social. Esa historicidad implica el análisis de estructuras, actores y relaciones; la identificación de ciertas creencias, valores y normas; la determinación de “reglas del juego”, la influencia de ciertos modelos de esquemas de organización y cooperación; la identificación de los puntos de conflicto, de pequeñas historias individuales y de grandes procesos de cambio en los contextos institucionales. Esta perspectiva social, compleja y multidimensional, fue reconocida desde la monumental obra coordinada por Walter Rüegg, A History of the University in Europe, publicada originalmente en 1992.

En esa obra seminal, las fuentes del poder social de la universidad fueron examinadas a partir de cuatro grandes dimensiones de análisis, que podrían desarrollar una perspectiva comparativa de la historia social de las universidades europeas: 1] “Temas y patrones” (mitologías, expectativas sociales, diversidad institucional de las universidades); 2] “Estructuras” (relaciones con la autoridad, gestión y recursos, profesorado); 3] ”Estudiantes” (procesos de admisión, vida estudiantil, trayectorias de los egresados universitarios, movilidad), y 4] “Aprendizajes” (organización del conocimiento, escuelas, facultades y colegios, métodos de enseñanza, áreas disciplinarias, modelos universitarios). Estas cuatro grandes dimensiones posibilitan una aproximación sólida a los esfuerzos comprensivos por relacionar las historias de universidades específicas con el desarrollo de procesos universitarios más amplios. Después de todo, como señala el propio Rüegg (2003: xxviii), la comprensión del desarrollo de las universidades, en tanto “muy compleja institucional social”, requiere de cuando en cuando “ser sometida a un análisis fundamental” (un examen sistemático) “del todo y de las partes que la integran”.

CONJETURAS, SOSPECHAS, HIPÓTESIS

El objeto de estudio de este ensayo son las universidades públicas latinoamericanas. En esta primera fase, se indagará en torno a las trayectorias socioinstitucionales de las tres primeras universidades hispanoamericanas de la región, tratando de identificar en sus orígenes los distintos “modelos” de construcción de su poder institucional. Para ello, se exploran las siguientes conjeturas iniciales:

1] Es posible distinguir tres grandes ciclos, periodos o etapas de las universidades latinoamericanas: a] el periodo colonial (siglos XVI-XVIII); b] el republicano (siglo XIX), y c] el moderno (siglo XX) (Rodríguez, 2006; Tünermann, 1991).4 El primero inicia con la fundación de la Universidad de Santo Domingo (1538) y termina con la creación de la Universidad de León en Nicaragua, en 1812, en el contexto del inicio de los procesos de independencia en la región (cfr. Anexo I). El segundo empieza con la causa independentista (1810-1812), se desarrolla a lo largo del convulsivo siglo XIX en la región y se extiende hasta el movimiento de la reforma universitaria de Córdoba, Argentina, en 1918 (cfr. Anexo II). El tercer periodo de las universidades es el que arranca con los “efectos continentales” de la reforma universitaria de 1918 y las luchas por las reformas autonómicas universitarias en la región en el contexto más amplio de la consolidación de los regímenes nacional-populares, y se prolonga hasta finales del siglo XX con la gran crisis económica y las subsecuentes “reformas estructurales” (fundamentalmente reformas de mercado) y las reformas democratizadoras de los regímenes políticos latinoamericanos. La expresión de estas reformas en el campo de la educación superior se caracteriza fundamentalmente por la relocalización del poder institucional de las universidades públicas derivada, de un lado, por la veloz diversificación y diferenciación de los sistemas nacionales de educación superior (privatización, expansión de la oferta no universitaria, reconfiguración de las propias universidades públicas); del otro, por la transformación de las relaciones de las universidades con el Estado y el mercado (Altbatch, Resenberg y Rumbley, 2010; Levy, 1995).

2] Durante el primer ciclo de construcción de las universidades (mediados del siglo XVI a inicios del XIX, es decir, de la creación de las primeras universidades a los movimientos nacionales de independencia), el poder institucional descansaba primordialmente en el papel político-administrativo de la corona y de la Iglesia católica, pero también de las distintas órdenes religiosas y de los poderes civiles locales. Desde sus inicios, se trata de un poder “compartido” y negociado entre autoridades eclesiásticas, órdenes religiosas y autoridades reales, laicas o civiles. La formación de “un clero universitario” o de un incipiente funcionariado civil descansaba tanto en la formación de saberes prácticos (trivium) como saberes teóricos (cuadrivium).5 Las materias del trivium “buscaban hacer al hombre bien razonado”; las del cuadrivium, “hacer sabio al hombre”. Unas se concentraban en el conocimiento “de las voces y los nombres de las cosas” (la “natura de las cosas”); el otro, en el desarrollo de las cosas mismas.6

El trivium aglutinaba la organización de la enseñanza del derecho, la filosofía y la teología, y la medicina, una formación básica general, que era requisito para el cuadrivium, que a su vez incluía el conocimiento de los siguientes grandes campos del saber: astronomía y matemáticas, música, historia natural, geografía y cartografía, minería y metalurgia. Ésa fue la base organizativa y académica de la creación de las primeras 20 universidades coloniales en la región, una organización claramente influida por el modelo de la Universidad de Salamanca (Rodríguez, 1977).

3] No existe una idea clara, común y compartida sobre la universidad. Sus imágenes y representaciones sociales son esencialmente ambiguas. A lo largo de la historia de las universidades latinoamericanas, encontramos múltiples significados de lo que es la universidad, sus representaciones, prácticas e imágenes son diversas, contradictorias y complejas. En el caso de las universidades coloniales, se desarrolla un sentido institucional bifronte: de un lado, al conformar el eje central de las tareas evangelizadoras de las diversas órdenes religiosas que acompañaban a los conquistadores militares (dominicos, franciscanos, luego jesuitas), las primeras universidades fueron instrumentos de legitimación de un discurso centrado en la conversión al catolicismo como un proceso civilizatorio de los indios; del otro lado, razones prácticas convirtieron a las primeras universidades en centros de formación civil, intelectual y política que representaron con diversa intensidad un mecanismo de construcción, de legitimación de estatus, prestigio y poder para criollos y españoles peninsulares.

 

4] Los cambios contextuales y discursivos acerca de la universidad explican el predominio de cierto lenguaje público respecto a la imagen y representaciones mismas de la universidad. Las ideas, los intereses y actores de cada ciclo histórico ayudan a comprender la emergencia de nuevas percepciones y representaciones de la universidad en la vida social y política. El poder de las letras y el poder de las armas, o el poder de la pluma y el poder de la espada, eran dos formas de dominación que expandieron el Imperio español en las nuevas tierras descubiertas inicialmente por Colón en La Española, por Cortés en el territorio de lo que después se convertiría en la Nueva España, o por Pizarro en el Perú. En la etapa de la conquista y colonización, posteriormente con la legitimación del nuevo orden social, surgieron los relatos de conversión de los naturales hacia un orden simbólico superior, mezcla de “superioridad moral y fervor divino” de los conquistadores y primeros colonizadores, dirigida a transformar las prácticas politeístas de incas o mexicas hacia representaciones monoteístas, que implicaron una ruptura violenta con el pasado, o pasados, de las representaciones simbólicas de los indios.7 Pero ello no era posible sin dos elementos centrales de cualquier forma de dominación política: la derrota militar y el sojuzgamiento de los vencidos, así como el poblamiento o repoblamiento acelerado de los nuevos territorios.8

5] El eje principal del desarrollo de la universidad es la construcción de su poder autónomo, entendido como el reconocimiento de la autoridad de la universidad en la formación y distribución del conocimiento en la vida social, económica y política. Esa autoridad es esencialmente autoorganizada –autopoiética en el sentido luhmanniano–, pero negociada y reconocida por el Estado. Dicho eje es producto de la combinación de cuatro fuentes centrales de su legitimidad institucional: la legitimidad simbólica, la social, la histórica y la política, que se corresponden con cuatro tipos de poderes específicos: el intelectual, el social, el histórico y el político.

GRÁFICA 2. PODER AUTÓNOMO DE LA UNIVERSIDAD


El concepto de legitimidad corresponde aquí al clásico sentido weberiano, el que corresponde a la legitimidad como parte de las relaciones entre poder y dominación. La legitimidad es la creencia de un orden que se considera correcto, un orden de lealtades, obediencia y mando, donde la autoridad es la expresión legítima de un poder legalmente reconocido (Weber, 1964). En el caso de la educación superior, las universidades constituyen figuras institucionales que desde su fundación expresan relaciones de poder y autoridad en contextos sociales específicos y generales. Ser miembro de la universidad como estudiante, profesor o funcionario representa una distinción y un reconocimiento que diferencia a sus miembros del resto de los individuos –los “no universitarios”–, y proporciona los beneficios de valores como el prestigio o la reputación, que luego se formalizan en licencias para ejercer profesiones o grados de acceso a los puestos públicos.

La descripción y el análisis del poder institucional de la universidad conducen a la combinación de los cuatro grandes tipos de legitimidad señalados arriba. Vale la pena señalar que la intensidad de cada tipo de legitimidad supone la consideración de que su existencia no suele ser dicotómica (legitimidad/ilegitimidad), sino que existe como un continuum, como una cuestión de grado (más o menos legitimidad), sus combinaciones pueden ser múltiples y en no pocas ocasiones difusas, ambiguas y contradictorias.

La legitimidad académica: la fuerza del poder intelectual. La primera (legitimidad simbólica o intelectual) tiene que ver con las relaciones entre poder y conocimiento que organizan las primeras universidades, específicamente, con las tradiciones de distinción y prestigio asociadas a los “derechos de precedencia” a los que hace referencia, por ejemplo, Norbert Elias (1982). Esos derechos “tienen una extraordinaria importancia para su identidad institucional y la salvaguardia de su espacio político y social”. Dicha legitimidad incluye la pertenencia a ciertos colegios, escuelas y facultades que rivalizan con las universidades medievales y, sobre todo, monárquicas. Los espacios citados desarrollan un “lenguaje específico” que cohesiona a estudiantes y profesores, que permite sentar las bases de su reproducción e influencia en la vida política y social.

Podría decirse que los colegios promueven una imagen, una representación colectiva de su forma de estar y de ser vistos por el mundo circundante […] A través de sus ceremonias, protocolo, atuendo y modo de vida, los colegiales crearon una imagen pública de sí mismos, “ser colegial”, de forma similar a como cada monarquía generaba la suya propia (Carabias, 2000: 121).

Borlas de distintos colores, títulos, diplomas, sellos, togas, birretes, banderas e himnos forman parte de los instrumentos que a lo largo de su historia institucional las universidades van usando para acentuar los derechos de pertenencia de sus comunidades, también legitiman los saberes de sus miembros, imprimen un sentido de cohesión e identidad a sus miembros que los distinguen de los estratos sociales no universitarios.

En la América colonial (1492-1810), el reconocimiento de la autoridad del saber se expresó a través de las funciones intelectuales que se desarrollaron en las academias, los colegios y las universidades que se fundaron inicialmente en Santo Domingo, México y Perú. El papel general de “analistas simbólicos” de los intelectuales de cada época “exige una especial atención de los contextos culturales y de los recursos simbólicos y sistemas conceptuales disponibles” (Myers, 2013: 31). Para el caso de las colonias hispanoamericanas, esos intelectuales desarrollaron labores de difusión y traducción de textos clásicos del latín, el griego y el castellano, organizaron y formaron claustros y seminarios, bibliotecas y aulas.9 Las universidades y las imprentas llegaron de la mano de los primeros intelectuales de la colonia (Bartolomé de Las Casas, Garcilazo de la Vega o, para el caso de lusoamérica, José de Acosta o Antonio Vieira). La formación de las élites letradas en las academias y universidades, las formas de organización del conocimiento (trivium, cuadrivium), la relación de los intelectuales con los poderes eclesiásticos y seculares de su época configuraron las bases de la legitimidad política, social, histórica y propiamente intelectual (simbólica/académica) de las primeras universidades de la región (Mazín, 2013; Rose, 2013; Brunner y Flisfich, 2014).

La legitimidad política: el reconocimiento de la autoridad de la universidad como poder legítimo. La construcción del poder autónomo de la universidad implica también el reconocimiento del papel e importancia de las universidades por parte de los poderes externos a la institución. La fundación, expansión y consolidación de las universidades tiene que ver con su capacidad de ser valorada como una institución importante en la formación de las élites dirigentes, políticas e intelectuales de cada sociedad. El análisis de las distintas formas de autoridad, de su locus institucional, y de las relaciones que guardan las universidades con los poderes internos y externos, configura el núcleo central del reconocimiento político, público, del poder institucional universitario (Weber, 1991; Bowen y Tobin, 2015; Clark, 1992).10