Adolfo Hitler

Text
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

15.

Hitler no se movió de Múnich porque presintió que era allí, y no en Berlín, donde estaba en juego el futuro de Alemania. No hay prueba alguna de que participara activamente en los desórdenes y luchas callejeras de abril y mayo de 1919, pero sí parece, según una orden de desmovilización de abril de 1919, que trabajaba como el representante de un grupo que colaboraba activamente con la revolución. Y es muy probable que ya ejerciese el cargo desde mediados de febrero y que entre las obligaciones a cumplir estuviera la cooperación estrecha con el partido socialista, repartiendo entre sus miembros material político de naturaleza educativa.

Existen pues, pruebas que confirman la presencia de nuestro hombre realizando por primera vez tareas políticas en trabajos ordenados por el régimen revolucionario de Béla Kun, el comunista húngaro cuyos efectivos fueron aplastados por el ejército regular y los Freikorps, unidades de combate que ya habían actuado en los siglos xvii y xviii y que en 1919 reaparecieron a raíz del armisticio. Nutridos por militares ultranacionalistas desmovilizados, jugaron un papel clave en el aplastamiento de los numerosos movimientos promovidos por los bolcheviques alemanes para hacerse con el poder. Jugaron esos cuerpos francos, inevitablemente, su papel en el enrevesado entramado de conspiraciones y luchas intestinas que llevaron a Hitler a declarar ante un Comité formado por oficiales del 2º regimiento de infantería, el mismo que juzgó y condenó a muerte a casi todos los revoltosos de izquierda que eran denunciados o capturados. Hitler tendría que haber declarado, también, sobre un asunto aún más embarazoso: su presencia permanente en las calles durante la dictadura comunista en la ciudad. En las elecciones que el concejo de soldados realizó, Hitler fue elegido segundo representante de su batallón. Eso demuestra, aunque él lo ocultara, que no dio un sólo paso para acabar con la insurrección comunista mientras ésta se mantuvo. Ya en el transcurso de los años 20, y también en la década de los 30, corrieron rumores de que Hitler, en los días que relato, simpatizaba con los rojos. Pero el asunto lo movieron periodistas de extrema izquierda que lo odiaban y le querían desprestigiar. Pero para esa época Hitler tenía cimentado un cierto prestigio y los cargos fueron archivados sin más. En un rabioso cambio de palabras, cuando defendía a un amigo en 1921, Hitler comentó: “aquellos días todo el mundo fue socialdemócrata en algún momento…”

Muchos luchadores de esos tiempos, a los que Hitler ya en el poder demostró plena confianza, ejercieron tareas llamativas en las filas de la extrema izquierda de entonces. Seep Dietrich (1892-1966), general de las Waffen-SS y persona de su círculo cercano, fue presidente de un consejo de soldados en 1918. También Julius Schreek (1898-1936) al que Hitler tenía en gran estima y que ejerció como su chofer de confianza y primer jefe que tuvieron las SS, militó brevemente en la Räterepublik comunista en los turbulentos meses que siguieron al armisticio.

Es evidente que Hitler deseó desde muy joven la desaparición de los Habsburgo y, posiblemente, también de todas las monarquías europeas, empleando la revolución como mazo destructor si era necesario. Pero de allí a pensar que lo quisiera hacer en colaboración con un movimiento de izquierda hay un trecho muy difícil de salvar. Nadie sabrá nunca, tampoco, cuando nació su rabioso antisemitismo patológico; pero tampoco sabremos de él otras muchas cosas tan oscuras, como oscura fue la dimensión y alcance de su mente criminal. Los que vivieron en su entorno eran, salvo alguna rara excepción, hombres tan brutales como brutal era el demoniaco Führer que los guio. Sin embargo, en su vida, y documentada en su libro dejó una pincelada, un trazo azul de humanidad en el estéril océano de su existencia, y ese trazo azul fue su madre y el apasionado amor que sintió por ella. Pero aquello fue solo un flash, un pequeño destello luminoso en la triste oscuridad de su existencia. Ese instante de su vida, para mí, anula cualquier intención de calificarlo como monstruo; fue un ser humano como todos nosotros, pero encarnó, como muchos antes lo han hecho desde el comienzo de los tiempos, el mal en mayúsculas, el mal en su totalidad. Su impronta de “hombre colosal” lo llevó por los caminos que su demonio le marcó.

16.

La impresión que dejó, desde muy joven, indica que sentía un asco soberano por el trabajo tal como lo entiende la gente normal. Ese miedo permanente a ganarse el pan con su sudor pudo solucionarlo cuando fue admitido en el ejército, que le dio alimento, ropa y seguridad durante cuatro largos años. ¿Qué se jugó su vida durante ese tiempo? Desde luego, pero lo hizo con el entusiasmo, la fe y la determinación del que quiere triunfar cueste lo que cueste. Fue apreciado por sus superiores, pero su excentricidad y su poco apego a la camaradería con el resto de la tropa le restaron puntos. Se sentaba en un rincón del refugio con las manos sobre el rostro, sin hablar con nadie, y se ponía a meditar. Estaba totalmente convencido de que Alemania no podría triunfar. Los grandes cañones y el coraje de sus soldados nada harían contra los judíos y los marxistas, enemigos invisibles, traidores emboscados que, en el corazón de Alemania y lo muy lejos del frente, minaban traidoramente el esfuerzo de los ejércitos y pisoteaban sin pudor la sangre derramada. Nadie, nunca, lo vio recibir una carta o un paquete durante los cuatro años que estuvo en las trincheras.

“Renegábamos de él y no lo aguantábamos. Como un mirlo blanco entre nosotros, no unía su voz a la nuestra para maldecir la guerra.”Heiden: Der Fuehrer, p.74. Alan Bullock. Ibid. p. 30

Vivió la guerra como un asunto personal, fundiéndose con los éxitos y fracasos de la lucha. No era este, seguramente, el mejor camino para acercarse a unos hombres que continuamente despotricaban del frente, del barro, del rancho, de los mandos superiores y de todo lo que se podía despotricar; pero podemos extraer de este bosquejo a Hitler, un soldado sin tacha: era un valiente entre los más valientes y un hombre que tenía un sentido diáfano de lo que era su deber.

Además, nadie iba a cambiar, tampoco, su idea de que la suya era la raza superior, la estirpe nacida para mandar. Una vez finalizada la guerra, el trabajo en sentido lato, su fantasma personal, reapareció. Esquivó el licenciamiento con quien sabe qué argumentos, porque no iba a luchar por el pan de cada día como lo hacemos los demás. Buscó fórmulas para lograrlo, y una de ellas pudo ser ese extemporáneo y discreto ingreso en los revolucionarios concejos de soldados, organizaciones marxistas contrarias a su acendrado nacionalismo y a sus todavía inmaduras ideas sobre el camino que tenía que tomar… pero disponían de vituallas. Es posible que también viera en la socialdemocracia, aquellos confusos días, un mal, sin duda soportable cercanos al dictador ante la constante amenaza judeo-bolchevique que le asqueó durante toda su vida. Como político esa fue para él una preocupación fundamental hasta que la guerra estalló. No me canso de recordar que el movimiento nazi estuvo cribado de hombres que coquetearon con la extrema izquierda hasta que el putsch de Múnich, y su fracaso, les fijó otros derroteros. En 1919 Múnich estaba patas arriba y todavía las tropas del ejército regular y las de los Freikorps se lo pensaban para dar el golpe de gracia a los comunistas de Bela Kun. Uno de esos nazis futuros que anduvo flirteando descaradamente con la extrema izquierda, atraído por las ideas del “nacional bolchevismo” hasta que conoció a Hitler y cayó bajo su hechizo, fue Joseph Goebbels (1897-1945), para mí el modelo más depurado de esa tendencia extremista, un hombre, sin duda singular, que posteriormente sería indiscutible as del temible quinteto de ases y que más a mano tuvo siempre el dictador a la hora de cometer sus desafueros. También sabemos que hubo una permanente hostilidad hacia Hitler en la Räterepublik, justificada sin duda ninguna por su manifiesta ambigüedad en aquellos complicados tiempos en los que el temor a equivocarse estaba siempre presente en los muchos actores envueltos en el drama. Esto que escribo parece confirmarlo una historia que corrió como la pólvora y que involucraba a Hitler; una historia compatible con el caos, la suspicacia y el miedo, sobre todo en las filas rojas, aunque admitiendo que nunca nadie la pudo certificar: subido a un parapeto, un Hitler novato, queriendo definirse animó a su batallón para que se abstuviese de participar en el combate que se avecinaba entre el Freikorps y los comunistas: “nosotros no somos una guardia revolucionaria de los judíos que han venido aquí”.

Todas estas afirmaciones sobre sus actividades, especialmente las tareas que cumplió para el ejército aquellas primeras semanas de 1919, evitó durante algún tiempo todavía su licenciamiento; pero finalmente éste hubo de llegar. El Cabo de lanceros abandonó su estatus militar e en mayo de 1919 junto con el resto de la guarnición, que era lo que él quería evitar, y con ello apareció nuevamente el desempleo y la posibilidad de repetir en Múnich la Viena de sus más negros sueños. Pese a sus circunstancias, y a su carácter indolente, consiguió un trabajo en la oficina de prensa del departamento político de la comandancia militar del VII distrito, donde también estaba Ernst Roehm, hombre de confianza del general Franz Ritter von Epp, un héroe de guerra condecorado con la medalla Pour le mérite, la más codiciada de las condecoraciones militares y fundador de los Freikorps que aplastaron en Baviera a las fuerzas comunistas y a sus infaltables compañeros de viaje. Ritter von Epp se destacó posteriormente, de nuevo al lado de Hitler, en sus comienzos políticos y militarmente fue un factor importante en el camino de los nazis hacia el Poder. Está claro que también Ritter von Epp influyó para que Hitler fuera empleado como oficial de instrucción y con eso Hitler ya tuvo en sus manos un instrumento idóneo para proyectar su imagen e inyectar en la mente de sus hombres sus ideas sobre cómo evitar el contagio de toda esa ralea de judíos emboscados, socialistas ambiciosos, pacifistas sin beneficio y demócratas del montón. Fue allí donde Hitler hizo gala por primera vez de su olfato político. Fue siendo oficial de instrucción, como ya antes comenté, que se le ordenó investigar al DAP (Partido de Obreros Alemanes) al que el ejército vigilaba. En escena apareció entonces el que sería —según afirma alguno de sus biógrafos— la “partera” de la carrera política del futuro canciller. Parece que ese hombre tuvo la máxima responsabilidad en su arranque inicial. Se llamaba Karl Mayr (1883-1945) y el ejército había dejado en sus manos la organización de unos cursos antibolcheviques, tarea que había culminado con inusitada brillantez.

 

Karl Mayr fue el primero que vio en Hitler cualidades políticas fuera de lo común. Mayr actuó activamente desde el principio, primero a las órdenes de Wolgang Kapp (1858-1922) y del general Walther von Luttwitz (1859-1942) en el abortado putsch de Berlín del 13 de marzo de 1920 y posteriormente, sin titubeos, con la temida extrema derecha contrarrevolucionaria, con la que logró un importante nexo de unión y desarrolló valiosas actividades. Cambió sorpresivamente de bando, sin justificarse, y se convirtió en despiadado crítico de Hitler y en el artífice de la organización paramilitar de la izquierda socialdemócrata. Se fue a Francia en 1933 por precaución, pero los nazis no olvidaron nunca su “cambio de chaqueta” y finalmente lograron cazarlo. Murió encerrado en el temible campo de exterminio de Buchenwald, en 1945, poco antes de que la guerra finalizara.

Pero en 1919 las cosas, para él, andaban de otra manera y su influencia dentro de la Reichswehr estaba muy por encima de su grado militar. Organizó, dotado de importantes recursos monetarios, una red de testaferros o informantes cuya tarea era organizar cursos para la formación de unidades de oficiales y soldados seleccionados para lo que consideraba entonces el “pensamiento político correcto”. También se le dotó de los medios necesarios para confeccionar publicaciones y organizar grupos dentro de la línea conservadora que el ejército perseguía. Es posible que en el desarrollo de esas actividades conociera a Hitler en 1919, cuando éste realizaba indagaciones sobre la participación subversiva de su batallón durante la Räterepublik. Lo cierto es que Mayr detectó en Hitler el potencial necesario para servir a sus objetivos, aunque, como escribió años después, la primera impresión que tuvo de él fue la de “un perro apaleado buscando amo.” Karl Mayr lo llevó a las reuniones en el club de oficiales nacionalistas radicales fundado por Ernst Roehm. Ya este hombre, buscando siempre integrar a los novatos en el movimiento nacionalista, había estado en el primer mitin de masas del DAP en el que Hitler había hablado en octubre de 1919, poco antes de su ingreso en esa organización. Fue ese año el que fechó el nacimiento de una relación entre Ernst Roehm y Hitler, relación que llegó a ser íntima y fructífera durante años, hasta que el 2 de julio de 1934, brutalmente, dos SS, obedeciendo órdenes de Hitler acabaron con la vida del militar que durante años había sido el alma de las S.A.

Hitler también fue destinado a los cursos de instrucción antibolchevique que se dieron en la universidad de Múnich entre el 5 y el 22 de junio de 1919. Eran clases de formación política directa y para él fueron una importante fuente de conocimientos. Uno de los ponentes, Gottfried Feder, muy tenido en cuenta como economista entre los pangermanistas, iba a tener su papel durante la primera etapa de los nazis. Lo corrobora Hitler en Mein Kampf:

“Al principio no había podido yo distinguir con la claridad deseada la diferencia existente entre el capital propiamente dicho, resultado del trabajo productivo, y aquel capital cuya existencia y naturaleza descansan exclusivamente en la especulación. Me hacía falta, pues, una sugestión especial que aún no había llegado hasta mí. “Esta sugestión la recibí al fin, y muy amplia gracias a uno de los varios conferenciantes que actuaron en ese ya mencionado curso del Regimiento de Infantería: Gottfried Feder. Mi lucha. Ibib. P.123

Fue en esa época cuando Hitler empezó a dar sus pasos más concretos en su camino hacia el poder absoluto que un día alcanzaría. Discutiendo acaloradamente con un grupo de alumnos sobre el tema judío, en un descanso entre clases, Karl Alexander von Müller, profesor de historia que pasaba muy cerca de ellos, se fijó atentamente en el que hablaba y le impresionó su gesticulación, su apasionamiento y el tono gutural de su voz. Más tarde se lo comentó a Mayr, diciéndole que tenía en ese grupo de alumnos a un potencial orador, y se lo señaló. El militar identificó a Hitler y no olvidó lo que le había dicho el profesor.

“Cierto día tomé parte en una discusión, refutando a uno de los concurrentes que se creyó obligado a argumentar largamente a favor de los judíos. La gran mayoría de los miembros del curso presentes en el aprobó mi punto de vista. El resultado fue que unos días después se me destinó a un regimiento de la guarnición de Múnich con el carácter de ·oficial instructor” Mi lucha. Ibid. p. 125.

Obedeciendo órdenes de Rudolf Beyschlag (1891-1961), comandante de la unidad instructora Hitler partió a cumplir ese trabajo, con una veintena más de compañeros, en el campamento que la Reichswehr utilizaba en Lechfeld, muy cerca de Augsburgo. Los potenciales destinatarios de la instrucción escasamente podían ofrecer confianza, dada su refractaria actitud política y el hecho cierto de que muchos entre ellos habían sido liberados de los campos para prisioneros de guerra poco tiempo atrás. Los instructores iban a bregar mucho para lograr meter en aquellas rebeldes seseras espartaquistas los rudimentos fundamentales de los principios nacionalistas antibolcheviques. Lo que los alumnos no sabían era que esos instructores habían sufrido en sus carnes, anteriormente, el mismo lavado cerebral que ahora ellos iban a imponer.

Rudolf Beyschlag escogió a Hitler para asumir con él la parte del león en la tarea. Y no se equivocó, pues el escogido se entregó con total pasión a su labor y descubrió, no sin sorprenderse, que con su verbo apasionado lograba que vibrara la fibra de aquellos hombres toscos y descreídos, en su mayoría resentidos y sin instrucción. Se dio cuenta entonces, definitivamente, que tenía la facilidad de palabra y la forma de expresarse capaces de sacar a aquellos bestias de su indiferencia y su cinismo. Ahora estaba, definitivamente, seguro de su talento y de cómo utilizarlo. Lleno de euforia comprobó que era “capaz de hablar”.

“Empecé con el mayor entusiasmo y amor. Porque de pronto se me presentaba la oportunidad de hablar ante un público mayor; y lo que siempre había supuesto por pura intuición, sin saberlo seguro, quedó ratificado entonces, era capaz de “hablar… Y podía ufanarme de cierto éxito: en el curso de mis lecciones conduje a muchos centenares de camaradas, a miles en realidad, a su pueblo y a su patria. “Nacionalicé a la tropa… ”Ian Kershaw. Ibid. P.142

Los informes posteriores corroboran lo que él dice: Hitler fue, sin duda, la estrella de aquellas jornadas. Hans Knoden, artillero en el frente, afirmó, en su momento, que captó en Hitler su habilidad oratoria, excelente y apasionada, capaz de hipnotizar a la totalidad de su auditorio.

Pero la sustancia base de su discurso y donde mejor explayaba toda su demagogia y su odio era cuando hablaba de los judíos. Esa terrible obsesión lo llevaba al paroxismo y eso se detecta fácilmente en casi todos sus discursos. Los improperios, las injurias soeces y los escupitajos verbales lanzados contra ellos eran descomunales, atroces. Para él, todo nacionalsocialista que presumiera de tal tenía que ser rabiosamente antisemita. Proponía ahorcarlos, antes de que fuera tarde, para evitar la contaminación del hombre ario, dado el peligro que se cernía sobre éste. Y, visto con realismo, tampoco lo tenía muy difícil. El antisemitismo era general en Múnich y casi total en Alemania entera. Cualquier comentario contrario a ellos, hecho en la calle aquellos días y todos los días, hasta que Hitler expiró, generalmente contaba con la aprobación de los oyentes. La gente de a pie hablaba de los futuros pogromos como quien habla de cambiarse la camisa y, estaba totalmente convencida de que los males de Alemania desaparecerían cuando se hubiera echado del país a todos los semitas.

Adolf Gemlich, un antiguo participante en uno de aquellos cursos a los que asistía Hitler escribió a Mayr, en septiembre de 1919, solicitándole su opinión sobre la cuestión judía. Mayr pidió a Hitler, a quien consideraba experto en el tema, que contestara la misiva. Su primera observación, contundente, advierte que el antisemitismo no debe basarse en emociones sino en hechos, el primero de los cuales, advierte, es que el judaísmo es una raza, no una religión, como muchos creen. El valioso papel con la respuesta a Gemlich se conserva, y es el primer escrito conocido de Hitler, sobre el problema. Sólo reproduzco los dos párrafos finales de ese papel, que tomo de una de mis fuentes de consulta:

“…El antisemitismo emotivo producía pogromos; el antisemitismo basado en la razón debía conducir, sin embargo, a la supresión sistemática de los derechos de los judíos.” “Su objetivo final —concluía—, debe ser invariablemente la eliminación completa de los judíos”. Ian Kershaw. Ibid. p. 143.

¡Y Karl Mayr la aprobó, sin sonrojarse ni poner reparos!

Fue estando todavía bajo la influencia de este instructor que Hitler recibió, el 12 de septiembre de 1919, la ya comentada orden de investigar a Anton Drexler (1884-1942) y a su grupo, e informar sobre una asamblea del Partido de los Trabajadores Alemanes (DAP), fundado por el mencionado Drexler con Gottfried Feder (1883-1941) y otras personas, convencidos como estaban de que era necesaria la existencia de un Partido Obrero Alemán, una organización política de tendencia nacionalista.

You have finished the free preview. Would you like to read more?