Free

Germana

Text
iOSAndroidWindows Phone
Where should the link to the app be sent?
Do not close this window until you have entered the code on your mobile device
RetryLink sent

At the request of the copyright holder, this book is not available to be downloaded as a file.

However, you can read it in our mobile apps (even offline) and online on the LitRes website

Mark as finished
Font:Smaller АаLarger Aa

Hablando con sus correligionarios, se enteró de muchas cosas; supo que Corfú era un excelente país, una verdadera tierra de promisión en la que se vivía muy barato y en la que sería rico con 1.200 francos de renta. Se enteró también de que la justicia inglesa era severa, pero que con una buena lancha y dos remos se podía escapar a la persecución de la ley. Bastaba poner el pie en Turquía; el continente estaba a algunas millas de allí, ¡se le veía, se le tocaba casi! Supo, por fin, donde se podía adquirir arsénico a un precio módico.

Hacia los últimos días de julio, oyó afirmar a muchas personas que la joven condesa estaba en vías de curación. Se aseguró por sus propios ojos y vio que, efectivamente, estaría restablecida de un día a otro. Todas las noches al llevarle un vaso de agua azucarada podía observar, junto con el señor Le Bris, cómo disminuían la tos y la fiebre. Un día asistió al acto de desembalar una caja mucho mejor cerrada que la que él había traído de París. De ella vio salir un lindo aparato de cobre y de cristal, una pequeña máquina muy sencilla, y tan sugestiva, que al verla sentía uno no ser tísico. El doctor se apresuró a montarla, y dijo, mirándola con ternura: «¡He aquí, tal vez, la salvación de la condesa!»

Estas palabras fueron tanto más penosas para Mantoux, cuanto que acababa de echar el ojo a una pequeña propiedad, con sus árboles y su casa para el dueño, el nido que podía apetecer una familia honrada. Entonces se le ocurrió la idea de hacer añicos aquel aparato de destrucción que amenazaba su fortuna. Pero no tardó en comprender que le pondrían a la puerta y que no sólo perdería su pensión, sino también su sueldo. Resignose, pues, a ser un buen criado.

Por desgracia, sus camaradas hacían ya comentarios sobre el régimen vegetariano a que se había sometido. La señora de Villanera entró en alarma, se informó de todo y decidió que era un judío incorregible, relapso y todo lo demás por añadidura. Le preguntó si le convenía buscar una plaza en Corfú, o bien prefería regresar a Francia. El desgraciado gimió, pidió gracia y recurrió a la intervención caritativa de la buena Germana, pero la señora de Villanera se mostró inexorable. Todo lo que pudo obtener es que continuaría allí hasta la llegada de su substituto.

Le quedaba un mes por delante: he aquí cómo lo aprovechó. Compró algunos gramos de ácido arsenioso que guardó en su habitación. Cogió una pizca, la cantidad necesaria para matar a dos hombres, y la disolvió en un vaso de agua. Colocó el vaso en la alacena, sobre una tabla muy alta a la cual no se podía llegar sino subiéndose a una silla; y, sin perder tiempo, echó algunas gotas de aquel líquido envenenado en el agua de la enferma, después de prometerse repetir las operación todos los días, matar lentamente a su ama y merecer, a pesar del pequeño aparato, los beneficios de la señora Chermidy.

IX
CARTAS DE CHINA Y DE PARÍS

al señor Mateo Mantoux, en casa del señor conde de Villanera, Villa Dandolo, en Corfú

«Sin fecha.

»Tú no me conoces, y yo en cambio te conozco como si te hubiese inventado. Eres un antiguo pensionista del Gobierno en la escuela naval de Tolón; allí es donde te vi por primera vez. Más tarde te encontré en Corbeil; no era tu posición muy brillante y la policía tenía fijos los ojos en ti. Tuviste la suerte de caer sobre una estúpida parisiense que te procuró una buena colocación con la esperanza de una pensión. La señora de la calle del Circo y su camarera te tienen por un inocente; se dice que tus señores te distinguen con su confianza. Si la enferma que cuidas hubiera tomado soleta para el otro mundo, serías rico, considerado, y vivirías como un burgués allí donde mejor te pluguiese. Desgraciadamente no se ha decidido, y a ti no se te ha ocurrido hacer nada para decidirla. Peor para ti; seguirás llamándote Poca Suerte. El comisario de policía de Corbeil te busca. Está sobre tu pista. Si no tomas las medidas convenientes, darán contigo ahí. Por mi parte, yo que te escribo, te he encontrado. ¿Te gustaría ir a coger pimienta a Cayena? ¡Pues trabaja, holgazán! Tienes la fortuna en la mano tan cierto como me llamo… Pero no hay necesidad de que sepas mi nombre. No soy ni Rabichon, ni Lebrasseur, ni Chassepie. Abrigo la esperanza de que sabrás comprender lo que te conviene.

»Tu amigo

»X. Y. Z.»
La señora Chermidy al doctor Le Bris
«París, 13 de agosto de 1853.

»Llave de los corazones, mi estimado amigo, he aquí una grande y magnífica noticia. Mme. de Sevigné se la haría esperar durante dos páginas; yo voy más pronto al grano y se la espeto en seguida. ¡Soy viuda, amigo mío; viuda sin apelación; viuda en última instancia, como si el notario lo hubiese rubricado! He recibido la noticia oficial, el acta de defunción, el pésame del ministerio de Marina, el sable y las charreteras del difunto y una pensión de 750 francos para que pueda poner coche en los días de mi vejez. ¡Viuda, viuda, viuda! No hay palabra más bonita en la lengua francesa. Me he vestido de negro; me paseo a pie por las calles, y siento un gran deseo de detener a los transeúntes para hacerles saber que soy viuda.

»En esta ocasión he comprendido que no soy una mujer vulgar. Conozco más de una que habría llorado por debilidad humana y para darle una pequeña satisfacción a sus nervios; yo, he reído como una loca. Ya no hay Chermidy; Chermidy no existe, y tenemos derecho a decir ya el difunto Chermidy.

»Ya sabe usted, tumba de los secretos, que jamás quise a ese hombre. No era nada para mí. Llevaba su apellido, soportaba sus botaratadas; los dos o tres bofetones que me ha dado eran los únicos lazos que el amor había formado entre nosotros. El hombre que yo he amado, mi verdadero esposo, mi esposo ante Dios, no se ha llamado nunca Chermidy. Mi fortuna no procede de ese marinero; no le debo nada, y sería una hipócrita si lo llorase. ¿No asistió usted a nuestra última entrevista? ¿Se acuerda usted de la mueca conyugal que embellecía sus facciones? Si no hubiese estado usted presente, me habría jugado una mala partida: esos maridos marinos son capaces de todo. Las cartas me han anunciado repetidas veces que yo moriría de muerte violenta, y es que las cartas conocían al señor Chermidy. Tarde o temprano me habría retorcido el cuello, y hubiera bailado el día de mi entierro. Ahora soy yo la que río, la que bailo y dice tonterías; el mío es un caso de legítima defensa.

»¡Vamos, es una linda historia la de esa muerte! Nunca se ha visto objeto de china igual, y yo la conservaré en una rinconera. Todos mis amigos han venido a darme el pésame, poniendo cara de circunstancias; pero les he contado el suceso y les he hecho perder la gravedad en seguida. Hemos estado riendo a mandíbula batiente hasta las doce y media de la noche.

»Figúrese usted, mi querido doctor, que la Náyade había anclado delante de Ky-Tcheou. No he podido encontrar de ningún modo en el mapa donde cae eso, y estoy desesperada. Los geógrafos de hoy son seres muy incompletos. Ky-Tcheou debe estar al sur de la península de Corea, en el mar del Japón. He encontrado Kin-Tcheou, pero en la provincia de Ching-King, en el golfo de Leou-Toung, en el mar Amarillo. ¡Póngase usted en lugar de una pobre viuda que no sabe en qué latitud la han privado de su marido!

»Sea lo que fuere, los magistrados de Ky-Tcheou o Kin-Tcheou, en la desembocadura del río Li-Kiang, habían maltratado a dos misioneros franceses. El mandarín gobernador, o padre de la ciudad, el poderoso Gu-Ly, consagraba todos sus ocios a hacerles jugarretas a los extranjeros. Existen tres factorías europeas en ese lugar de recreo. Un francés que compra seda, ejerce las funciones de agente consular. Tenía una bandera delante de su puerta y los misioneros se alojaban en su casa. Gu-Ly hizo prender a los dos sacerdotes acusándolos de predicar una religión extraña. Difícilmente se pudieron defender los sacerdotes mentados, puesto que a eso, a predicar la religión cristiana, habían ido. Fueron condenados, y corrió el rumor de que los habían matado. Debido a eso envió el almirante a la Náyade con la misión de enterarse de lo que ocurría.

»El comandante hizo ir a Gu-Ly a su presencia, ¿Se representa usted a mi marido frente a frente con el tal chino? Gu-Ly aseguró que los misioneros no tenían novedad, pero que habían infringido las leyes del país, y por lo tanto era preciso que sufriesen seis meses de cárcel. Mi marido quiso verlos y se le ofreció que se los enseñarían a través de las rejas. Aquella misma noche se trasladó a las puertas de la prisión con una compañía de desembarco. Vio a dos misioneros que gesticulaban en la ventana, el cónsul los reconoció y todo el mundo quedó satisfecho.

»Pero al día siguiente fueron a avisar al cónsul que los misioneros habían sido degollados ocho días antes de la llegada de la Náyade. Más de veinte testigos certificaron el hecho. Mi Chermidy volvió a endosarse el uniforme, desembarcó con sus hombres, fue de nuevo a la cárcel y derribó las puertas, sin hacer caso a los misioneros que le hacían señas con los brazos para que regresara al buque. Encontró en el calabozo dos figuras de cera, modeladas con una perfección chinesca; eran los dos misioneros que le habían enseñado el día anterior.

»Mi marido montó en cólera. No era de los que sufren que se les engañe; éste es un defecto que siempre ha tenido. Volvió a bordo y juró por lo más sagrado que bombardearía la ciudad, si los asesinos no eran castigados. El mandarín, temblando como una hoja, hizo acto de sumisión y condenó a los jueces a ser aserrados vivos. Mi marido no tuvo ninguna objeción que hacer.

 

»Pero la legislación del país permite a todo condenado a muerte buscar un substituto. Hay agencias especiales que, mediante cinco o seis mil francos y buenas promesas, deciden a un pobre diablo a dejarse cortar en dos. Los chinos de la clase baja, los que viven mezclados con los animales, no tienen gran apego a la vida. Y se comprende. ¡Para lo que hacen! No les cuesta, pues, gran trabajo, decidirse a dejar este mundo cuando se les ofrece mil piastras y tres días para comérselas. Mi marido aceptó a los substitutos, asistió al suplicio e hizo las paces con el ingenioso Gu-Ly, llegando en su clemencia hasta invitarle a comer al día siguiente con los magistrados que se habían hecho sustituir. Esto era obrar como buen diplomático, porque, después de todo, ¿qué es la diplomacia? El arte de perdonar las injurias tan pronto como han quedado vengadas.

»Gu-Ly y sus cómplices fueron a comer a bordo de la Náyade. Los postres fueron interrumpidos por un incendio magnífico; el navío ardía como una cerilla. Funcionaron las bombas oportunamente, se echaron las culpas sobre un pinche de cocina y se dieron excusas al venerable Gu-Ly.

»¿Encuentra usted el relato un poco largo? ¡Paciencia! todo se andará. El mandarín quiso devolverle su fineza y le invitó para el día siguiente a uno de esos banquetes en que triunfa la prodigalidad china. Nosotros somos unos pobres señores comparados con esos originales. Admiramos mucho al gentleman que gasta en un cubierto para él solo quinientos francos en el café de París: ¡los chinos hacen las cosas de otro modo! Anunciaron al comandante las salsas espolvoreadas con perlas finas, los nidos de golondrinas con lenguas de faisán, y la célebre tortilla de huevos de pavo real que se hace en la misma mesa matando a cada hembra para arrancarle su huevo. Mi Chermidy, simple como un remo, no adivinó que sería él quien pagaría el menú. Según los relatos oficiales, se relamía los labios y se prometía escuchar atentamente las comedias con que se acostumbra sazonar un festín chino.

»Desembarcó con el cónsul y cuatro hombres de escolta, bajo una lluvia persistente. Ya comprenderá usted que no olvidaría su uniforme de gala. Una diputación de magistrados lo recibió con toda la etiqueta de rigor. Supongo que quedaría satisfecho de la arenga. Si los chinos adoran la etiqueta, los marinos no la detestan. Se le izó sobre un caballejo. Desde aquí le veo trotando y dando tumbos. El animal (dicho sea sin equívoco) se hundía en el barro hasta los corvejones; las ciudades de China están empedradas con un afirmado de dos filas que las hace aptas a la vez para el tránsito rodado y para la navegación. Doce jóvenes vestidos de seda de color de rosa marchaban a sus lados, con una pluma de pavo real en la mano. Cantaban con su voz gangosa alabanzas en honor del grande, del poderoso, del invencible Chermidy, y agasajaban dulcemente a la montura con las barbas de sus plumas. Los pequeños le hacían cosquillas en las narices y los mayores le hurgaban en el interior de las orejas tan bien y tan largo tiempo, que el animal acabó por encabritarse. El caballero, torpe como un marino, cayó de espaldas. Los niños corrieron hacia él y le preguntaron todos a la vez si se había hecho daño, si tenía necesidad de algo, si quería agua para lavarse, y, sin dejar de hablar, sacaron sus cuchillos de los bolsillos y le cortaron el cuello sin ruido, sin escándalo, hasta que la cabeza quedó completamente separada del tronco.

»Es el cónsul el que ha contado esta historia. Me temo mucho que no hubiera podido hablar nunca más con nadie a no ser por el socorro de los cuatro marineros que le salvaron la vida y le condujeron a bordo. Me detengo aquí, porque la pieza pierde su interés desde el momento en que el héroe ha sido enterrado. Ya sabrá usted la continuación por los periódicos y por la carta adjunta que los oficiales de la Náyade se han tomado la molestia de enviarme. Lamento sinceramente la muerte del mandarín Gu-Ly. Si viviese aún, le aseguraría un plato de nidos de golondrinas para el resto de sus días. Desde que mi dicha depende de una doble viudez, me he prometido siempre partir un millón entre las almas caritativas que me librasen de mis enemigos. En un cajón de mi secreter había quinientos mil francos para ese mandarín que ya no existe.

»Tumba de los secretos, quemará usted mi carta, ¿no es verdad? Queme también los periódicos que hablan de este asunto. No es necesario que don Diego sepa que yo soy libre mientras él aún continúa encadenado. Evitemos a nuestros amigos disgustos demasiado crueles. Sobre todo, no le diga usted que el luto me embellece.

»Cuide bien a la persona a la cual se ha dedicado usted. Pase lo que pase, tendrá el mérito de haberla hecho vivir más de lo que era humanamente posible. Si le hubieran dicho antes de dejar París que iba a estar ausente siete u ocho meses, ¿comería tan buenas codornices? Cuando esté curada o le ocurra otra cosa, usted vendrá a París y entonces trataremos de buscarle una clientela, porque estoy segura de que sus enfermos, a excepción de mí, no le reconocerán.

»El señor duque de La Tour de Embleuse, que me hace algunos días el honor de comer en mi casa, me ha rogado que buscase otro criado para su hija. Yo había tomado apresuradamente mis informes sobre el primero que le envié, pero después me han dicho que es un sujeto de malos antecedentes. Echelo usted lo más pronto posible, o quédeselo bajo su responsabilidad hasta la llegada del substituto.

»Adiós, llave de los corazones. El mío le está abierto desde hace mucho tiempo, y si no es usted el mejor de mis amigos, no es mía la culpa. Consérveme mi marido y mi hijo y seré siempre completamente suya.

»Honorina.»

Los oficiales de la «Náyade» a la señora Chermidy

«Hong-Kong, 2 de abril 1853.

»Señora: Los oficiales y los alumnos embarcados a bordo de la Náyade cumplimos un penoso deber al unir nuestro pesar al dolor bien legítimo que le causará la pérdida del comandante Chermidy.

»Una odiosa conspiración ha robado a Francia uno de sus oficiales más honorables y más experimentados: a usted, señora, un marido, del cual todos habíamos podido apreciar la bondad y la dulzura; a nosotros un jefe, o mejor dicho, un compañero, que tenía a honor descargarnos del peso del servicio, reservándose la parte más pesada.

»Al enviarle las insignias de su grado, que había conquistado tan laboriosamente, lamentamos, señora, no poder unir la condecoración de los valientes que merecía desde hace mucho tiempo, tanto por la duración como por la importancia de sus servicios, y que le esperaba sin duda, después de una campaña que tendremos que terminar sin él.

»Es un débil consuelo, señora, en un dolor como el suyo, el placer de la venganza. No obstante, nos sentimos orgullosos de poder decir a usted que hemos hecho gloriosos funerales a nuestro bravo comandante.

»Cuando el señor cónsul y los cuatro marineros que habían presenciado el crimen nos trajeron la noticia a bordo, el más antiguo de los tenientes de navío, que había sucedido al excelente oficial que habíamos perdido, hizo evacuar las personas y las mercaderías de las factorías europeas, y comenzamos un fuego graneado contra la ciudad que la convirtió en cenizas en menos de dos días. Gu-Ly y sus compañeros creyeron encontrar un refugio seguro en la fortaleza. La compañía de desembarco, a las órdenes de uno de los nuestros, los sitió durante una semana con dos cañones que habíamos llevado a tierra. La conducta de nuestros hombres fue admirable; vengaron cumplidamente a su comandante. La Náyade no izó el pabellón imperial hasta después de haber castigado implacablemente al mandarín gobernador y a todos los que se habían reunido alrededor de su persona. A la hora en que le escribimos, señora, ya no existe la ciudad llamada Ky-Tcheou; no queda en su lugar más que un montón de cenizas que podría ser llamado la tumba del comandante Chermidy.

»Reciba usted, señora, el homenaje de los sentimientos de la más profunda simpatía, y reconózcanos como sus más humildes y fieles servidores. (Siguen las firmas.

X
LA CRISIS

La época más dichosa en la vida de una joven es el año que precede a su matrimonio. Toda mujer que quiera pasar revista a sus recuerdos se acordará con un sentimiento de pesar de aquel invierno bendito entre todos, en que su elección ya estaba hecha, pero ignorada de los demás. Una multitud de pretendientes tímidos e indecisos se mostraban obsequiosos a su alrededor, se disputaban su ramo o su abanico y la envolvían en una atmósfera de amor, que ella respiraba con embriaguez. Ella ya había distinguido entre todos al hombre del cual quería ser, pero no le había prometido nada y experimentaba una cierta alegría en tratarle como a los demás y en ocultarle su preferencia. Se divertía en hacerle dudar de su dicha, en llevarle de la esperanza al temor, en someterle todos los días a una prueba. Pero en el fondo de su corazón, le inmolaba todos su rivales y depositaba a sus pies todos los homenajes que fingía acoger. Se prometía recompensar espléndidamente tanta perseverancia y resignación, y sobre todo saboreaba el placer, eminentemente femenino, de mandar a todos y de no obedecer más que a uno solo.

Este período triunfal había faltado en la vida de Germana. El año que precedió a su matrimonio había sido el más triste y el más miserable de su pobre juventud. Pero el año que siguió la indemnizó en parte. Vivía en Corfú en un círculo de admiradores apasionados. Todos los que la rodeaban, viejos y jóvenes, experimentaban por ella un sentimiento muy parecido al amor. Llevaba impreso sobre su hermosa frente ese signo de melancolía que demuestra que una mujer no es dichosa. Es un atractivo que pocos hombres resisten. Los más atrevidos temen ofrecerse a la que parece no carecer de nada, pero la tristeza enardece a los tímidos. No faltaban, ciertamente, médicos a aquella alma afligida. El joven Dandolo, uno de los hombres más brillantes de las siete islas, la asediaba con sus cuidados, la deslumbraba con su talento y le imponía su amistad soberbia con la autoridad del que siempre ha triunfado. Gastón de Vitré paseaba alrededor de ella una solicitud inquieta. El hermoso joven se sentía nacer a una nueva vida. No había cambiado nada en sus costumbres, y sus ocupaciones y sus placeres marchaban al mismo paso que antes, pero cuando leía cerca de su madre, veía más allá de las páginas del libro; se detenía como deslumbrado en medio de la lectura; se sumía en un ensueño a propósito de un verso que jamás le había impresionado. El beso de despedida que daba por las noches a la señora de Vitré quemaba la frente de su madre. Cuando rezaba, de rodillas, con la cabeza apoyada contra la cama, veía pasar entre sus ojos y sus párpados imágenes extrañas.

No dormía toda la noche de un tirón, como antes; su sueño era entrecortado. Se levantaba antes del amanecer y corría por el campo con una impaciencia febril. La escopeta le pesaba menos sobre el hombro; sus pies casi no pisaban la hierba seca. Cuando se embarcaba, se internaba más que nunca en el mar y sus brazos robustos encontraban un placer en impulsar los remos; cualquiera que fuese el objeto de su visita, un encanto invisible lo atraía siempre cerca de Germana, lo mismo por tierra que por mar; se volvía hacia ella como la brújula a la estrella, sin tener conciencia del poder que lo atraía. Era acogido amistosamente, se tenía placer al verle y a él no se le ocultaba. No obstante, siempre mostraba prisa de partir y no entraba más que un momento, pretextando que su madre lo esperaba, pero es lo cierto que a la caída del sol aun estaba sentado al lado de la querida enferma, y se extrañaba de que los días fuesen tan cortos en el mes de agosto.

El señor Stevens, hombre de peso y de gravedad, marcaba el paso detrás del sillón de Germana como un regimiento de infantería; tenía para ella esas atenciones reflexivas y serenas que constituyen la fuerza de los hombres de cincuenta años. Le llevaba bombones, le contaba cuentos y le prodigaba esas pequeñas atenciones a las que una mujer no se muestra nunca insensible. Germana no despreciaba aquella buena amistad, paternal en la forma, menos paternal no obstante que la del doctor Delviniotis. Recompensaba también con una dulce mirada al capitán Bretignières, aquel excelente hombre al que no faltaba más que una pluma en el sombrero. Se regocijaba al verle correr a su alrededor con todo el estruendo de una fantasía árabe. Tenía una amistad bien tierna por el doctor; el señor Le Bris, acostumbrado a hacer una corte inocente a sus enfermas, no sabía con precisión el sentimiento que experimentaba por la joven condesa de Villanera. Esta cambiaba a ojos vistas y aquella belleza renaciente podía derribar en un instante la frágil barrera que separa la amistad del amor.

 

Todos estos sentimientos mal definidos y más difíciles de nombrar que de describir constituían la alegría de la casa y la dicha de Germana. Encontraba una gran diferencia entre su último invierno de París y su primer verano de Corfú. La villa y el jardín respiraban alegría, esperanza y amor. No se oían más que palabras de cordialidad y francas carcajadas. Los huéspedes rivalizaban en ingenio y en buen humor, y Germana se sentía renacer al dulce calor de todos aquellos corazones devotos que latían por ella. Si algunas veces atizaba el fuego por una inocente coquetería, es porque quería asegurar la conquista de su marido.

Los recuerdos penosos de su matrimonio se iban poco a poco borrando de su memoria. Había olvidado la lúgubre ceremonia de Santo Tomás de Aquino y se consideraba como una prometida que espera el momento de ir a la iglesia. No pensaba ya en la señora Chermidy y no experimentaba aquel frío interior que da el temor de una rival. Su marido se le aparecía como un hombre nuevo; ella se creía también ser una mujer nueva, acabada de nacer. ¿Acaso escapar a una muerte cierta, no es nacer una segunda vez? Hacía remontar su nacimiento a la primavera y se decía sonriendo: «Soy una niña de cuatro meses.» La vieja condesa la confirmaba en aquella idea tomándola en brazos como a una criatura.

Lo que le hubiera podido llamar a la realidad era la presencia del marqués. Era difícil olvidar que aquel niño tenía una madre y que aquella madre podía venir un día u otro a reclamar la dicha que le habían tomado. Pero Germana se había acostumbrado a mirar al pequeño Gómez como a su hijo. El amor maternal es de tal modo innato en las mujeres, que se desarrolla en ellas mucho antes que el matrimonio. Por eso se ve a niñas de dos años ofrecer el pecho a sus muñecas. El marqués de los Montes de Hierro era la muñeca de Germana. Se olvidaba de sí misma para ocuparse de su hijo. Había acabado por encontrarle hermoso, lo que prueba que tenía un verdadero corazón de madre. Don Diego la miraba con complacencia cuando estrechaba entre sus brazos a aquel pequeño gnomo bronceado. Y se regocijaba al observar que la mueca hereditaria de los Villanera no daba miedo a su mujer.

Todas las noches, a las nueve, los señores y los criados se reunían en el salón para rezar en común. La vieja condesa se mostraba muy apegada a esta costumbre religiosa y aristocrática. Ella misma leía las oraciones en latín. Los domésticos griegos se asociaban devotamente a la plegaria común, a pesar del cisma que divide a los cristianos de Occidente. Mateo Mantoux se arrodillaba en un rincón, desde el cual podía ver sin ser visto, y desde allí trataba de leer en la cara de Germana los estragos del arsénico.

No había dejado ni sola vez de envenenar el vaso de agua azucarada que llevaba todas las noches a Germana. Esperaba que el arsénico a pequeñas dosis aceleraría los progresos de la enfermedad, sin dejar trazas visibles. Este es un prejuicio extendido entre las clases ignorantes. Mateo Mantoux, con razón llamado Poca Suerte, no podía saber que el veneno mata de una vez a las gentes, o no les hace nada. Creía que aquellos miligramos de ácido arsenioso ingeridos diariamente se unían en el cuerpo hasta formar gramos; y es que no contaba con el trabajo infatigable de la naturaleza que repara incesantemente todos los desórdenes interiores. Si hubiese tomado una lección más detallada de toxicología o se hubiera acordado del ejemplo de Mitrídates, hubiera comprendido que los envenenamientos microscópicos producen unos efectos muy distintos de los que él esperaba. Pero Mateo Mantoux no había leído la historia.

Lo que aun le habría extrañado más es saber que el arsénico a pequeñas dosis es un remedio contra la tuberculosis. No la cura siempre, pero por lo menos procura un verdadero alivio al enfermo. Las moléculas del veneno van a quemarse en los pulmones al contacto del aire exterior y producen una respiración ficticia. Siempre es algo respirar con más facilidad, y Germana había podido notarlo. Además, el arsénico rebaja la fiebre, abre el apetito, facilita el sueño, restablece las carnes y no perjudica el efecto de los otros medicamentos, ayudándolos algunas veces.

El señor Le Bris había pensado muchas veces en tratar a Germana por este método, pero un escrúpulo bien natural le detenía. No estaba seguro de salvar a la enferma y aquel diablo de arsénico le recordaba a la señora Chermidy. Mateo Mantoux, médico menos timorato, aceleró los efectos del yodo y la curación de Germana.

Germana llevaba ya un mes del tratamiento por el yodo. El doctor asistía todas las mañanas a la inspiración, y muchas veces le acompañaba el señor Delviniotis. Este tratamiento no es infalible, pero es suave y fácil. Una corriente de aire caliente disuelve lentamente un centigramo de yodo y lo hace penetrar en los pulmones sin esfuerzo ni dolor alguno. El yodo puro no embriaga a los enfermos como la tintura, no provoca la tos, no produce estomatitis. Su único defecto es dejar en la boca un ligero sabor a herrumbre, al cual el enfermo no tarda en acostumbrarse. Los señores Le Bris y Delviniotis acostumbraron suavemente a Germana a este medicamento nuevo. En su impaciencia por curar hubiera querido arrancarse su mal a viva fuerza; pero ellos no le permitían más que una inspiración diaria y aun muy corta: tres minutos, cuatro a lo más. Con el tiempo aumentaron la dosis y a medida que la curación avanzaba llegaron a darle hasta dos centigramos diarios.

El estado de la enferma mejoraba con una rapidez increíble, gracias a la discreta colaboración de Mateo Mantoux. Un desconocido que hubiese estado por primera vez en la villa Dandolo no habría sospechado que allí hubiese una tísica. A fines de agosto, Germana estaba fresca como una rosa y redonda como una fruta. En aquel hermoso jardín donde la Naturaleza había acumulado todas sus maravillas, el sol no alumbraba nada más brillante que aquella mujer completamente nueva, por decirlo así, que salía de la enfermedad como una joya de su estuche. No sólo los colores de la juventud florecían en su rostro, sino que la salud metamorfoseaba cada día las formas de su cuerpo. Las dulces oleadas de una sangre generosa henchían lentamente su piel rosada y transparente; todos los resortes de la vida, relajados por tres años de dolor, recobraban su tensión con una alegría visible.

Los testigos de aquella transformación bendecían la ciencia como se bendice a Dios. Pero el más dichoso de todos era quizás el doctor Le Bris. La curación de Germana podía parecer a los demás una esperanza; sólo para él era una certidumbre. Al auscultar a su querida enferma, comprobaba todos los días la disminución del mal; veía la curación en sus efectos y en sus causas; medía como con un compás el terreno que había ganado a la muerte. La auscultación, método admirable que la ciencia moderna debe al genio de Hipócrates, permite al médico leer en el cuerpo del enfermo como en un libro abierto. Los resortes invisibles que se agitan en nosotros producen en su marcha regular un ruido tan constante como el movimiento de un péndulo. El oído del médico, cuando está acostumbrado a percibir esa harmonía de la salud, reconoce por signos ciertos el más pequeño desorden interior. La enfermedad tiene su lenguaje claro y preciso para el observador inteligente que asiste a los progresos de la vida o de la muerte. Un sonido mate designa al médico las partes del pulmón donde el aire ya no penetra; un estertor particular le indica las cavernas invasoras que caracterizan el último período de la tuberculosis. El señor Le Bris reconoció bien pronto que las partes impermeables al aire se circunscribían de día en día; que el estertor se extinguía poco a poco; que el aire entraba suavemente en las células vivificadas que envolvían las cavernas cicatrizadas. Había dibujado, para la vieja condesa, el plano exacto de los estragos que la enfermedad había hecho en el pecho de la joven. Todas las mañanas trazaba con lápiz un nuevo contorno que atestiguaba el progreso cotidiano de la curación. Balzac ha descrito el caso de un individuo, en su novela La piel de zapa, cuya vida, figurada por un cuero que él corta a medida de sus deseos y necesidades, se va limitando cada día. El caso de Germana era al revés.