Identidad y disidencia en la cultura estadounidense

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El problema es que la historia de los Estados Unidos se ha narrado desde la perspectiva del presente en la que América y Norte se convertían en sinónimos, mientras que el Sur ha continuado mirando al pasado, y narrando y fabricando su historia desde la nostalgia y la memoria. Y esto ocurre a medida que la globalización aumenta, que las estrategias políticas de manipulación en el Sur, como las trabajadas por Richard Nixon con “The Southern Strategy” en su campaña del 1969, complican todo esto y diluyen cualquier intento de conseguir una sensación de integridad, de identidad no fragmentada. De hecho, Arthur Miller en su artículo “Sincerity Lacking”, publicado en 1967, demuestra tener pocas esperanzas en las nuevas generaciones del país, en la que llama “una era de abdicación”, de las que dice que no es que sufran de una falta de comunicación, “sino de la falta de un tipo de sinceridad tan impresionante que te deja sin respiración y, que de un golpe, los ha convertido en tarados morales” (<Sincerity Lacking>). Así el proceso avanza hacia lo que Richard C. Cobb denomina “una lobotomía cultural” (142), en la que los medios de comunicación tienen un gran impacto en el Sur. La escritora sureña Bobbie Ann Mason describe este cambio en el paisaje en su relato “Shiloh”:

Las parcelas se extienden a lo largo del Oeste de Kentucky como una marea negra… Leroy no consigue adivinar quién vive en todas esas casas nuevas. Los granjeros que se solían reunir alrededor de la plaza del juzgado en las tardes de los sábados para jugar a las damas y escupir el jugo del tabaco han desaparecido. Hacía años que Leroy no pensaba en los granjeros y habían desaparecido sin que él se diera cuenta. (5-6)

Las tradiciones se pierden. Los pasatiempos pasan de ser momentos de inclusión en la comunidad, a un mayor aislamiento provocado por una total entrega del tiempo y atención a las nuevas transmisiones y recursos mediáticos. El paso del tiempo obliga al Sur a volver a delinear su geografía humana y física, aunque las incursiones en la modernidad sean percibidas como impuestas e infecciosas. Parte de este cambio llega con el denominado “Sun Belt” y la expansión hacía el Oeste. El Sur comienza a convertirse en una mercancía que puede publicitarse y hacerse atractiva para el Norte. Zonas como California se convierten en destinos ideales de turismo y, es más, el pasado anteriormente rechazado por vergüenza y culpa se reescribe de forma parcial y resaltando las cualidades de un Sur puro e inocente, hasta el punto de conseguir venderlo como una pantalla o escenario en la que el visitante puede volcar sus fantasías y sumergirse en un mundo intacto al que poder volver cuando la nostalgia por un pasado que nunca vivieron les ataque. Y en este Sur sumergido en lo absurdo, Lewis P. Simpson acuña el término Postsureño, un Sur que deberá aceptar la intertextualidad, entendiendo el uso del término como la inclusión de elementos extraños, para poder prosperar en su afán de alcanzar una incorporación final en el discurso nacional.

A pesar de que el Sur aparece ante los ojos del lector contemporáneo bajo el efecto de pentimento3 (Willie Morris), en la que sólo podemos adivinar lo que fue, viendo trazos de lo que actualmente es, el discurso del autor sureño no es siempre pesimista. Incluso en la distopia de Cormac McCarthy The Road, padre e hijo buscan la esperanza en el Sur. Doris Betts explica en un artículo en el que habla sobre su proceso creativo que en la complejidad que requiere un intento de retratar el Sur actual, como en su novela Souls Raised From the Dead, “la esperanza puede ser susurrada tan suavemente que puede ocurrir que no todos los lectores se den cuenta de que hay ‘padres’ y ‘Padres´ en el párrafo final” (<Whispering>). La autora explica que siguen existiendo referentes y guías en el Sur, aunque, en la actualidad, sea difícil encontrarlos.

El Sur no ha desaparecido pero en el proceso de americanización sí se ha transformado y como dice Edward P. Jones: “El sur es la mejor mamá del mundo y la peor mamá del mundo” (viii). El sureño debe decidir “qué parte de su herencia debería descartar y a cuál debería aferrarse” (Boles, 542). Sin embargo, ésta será una hazaña complicada al tratarse de un lugar repleto de “fantasmas”. Binx Bolling, en la novela de Walker Percy The Moviegoer, viaja al Norte, siendo consciente de la opresiva presencia del pasado en el Sur. Pese a ello describe así las ciudades que encuentra en sus incursiones en el Norte: “un lugar peligroso [. . .] [donde se puede sentir] el viento de los espíritus, brotando excitado y con lamentos de alarma” (203). Por lo tanto, un hombre del Sur se siente más seguro rodeado de la inquietante presencia de los espectros del pasado, las memorias que avergüenzan, que en el temido Norte que produce terror al no poderse controlar.

Pero el Sur no puede permanecer encerrado en la obsesión con su pasado. Uno de los personajes de Barry Hannah en su última colección de relatos Long, Last, Happy, “Out-Tell, the Teller”, afirma que “si te introduces en tu historia dorada, tan sólo caminarás dando vueltas en la parálisis de tener tus botas llenas de lodo” (435). Si el sureño se empecina en construir su identidad según los estereotipos y perpetuados en la historia se sentirá como explica el ilustre historiador sureño Noel Polk “más frecuentemente cancelado que afirmado [. . .] en un infinito desconcierto de resonancias y mitos cuyos orígenes ya no pueden ser localizados” (10).

El fecundo imaginario del Sur no debería alcanzar tal nivel de protagonismo en la identidad regional hasta el punto de bloquear la identidad del individuo contemporáneo, simplemente por un deseo de complacer al discurso mayoritario nacional (Egerton, 25). El sureño debe reapropiarse de los símbolos que los representan, para redefinirlos en un intento de ser fieles y justos con el pasado, conformes pero libres de complejos de inferioridad. Así podrán observar la producción constante de nuevos emblemas, contenedores de la reciente historia sin el lastre de las antiguas deshonras.

Igualmente, la tragedia de los recientes ataques terroristas del 11 de septiembre crearon de manera inmediata un sentimiento de unión que ha eclipsado las diferencias y discursos regionales (Moss, 234). Por lo tanto, la afirmación del Presidente Obama en su discurso de investidura de las elecciones del año 2012 contienen una verdad innegable pero que requiere un matiz; el Presidente declaró: “Esta noche, más de 200 años después de que la antigua colonia obtuviera el derecho a definir su propio destino, la tarea de perfeccionar nuestra unión da un paso al frente” (<Obama>). Resulta necesario añadir que la unión Norte/Sur contiene aún fracturas significativas y este residuo no beneficiará a ninguno de los elementos de la dualidad. El esfuerzo por preservar el folclore regional en el siglo XXI debería incorporar la coexistencia de la diversidad nacional, a través de una fluctuación de mutua retroalimentación ideológica y cultural. Si no se acepta este método, el Sur puede recaer en una “locura nostálgica” (Wills, <Dumb>); resurgiendo así los peores aspectos del Sur bajo una etiqueta de errónea dignidad territorial.

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1 Todas las traducciones han sido elaboradas por la autora de este artículo a no ser que se indique lo contrario.

2 Otro término utilizado para referirse al grupo de escritores llamados los Doce Agrarios, quienes publicaron una revista epónima desde 1922 hasta 1925. El grupo se creó entorno a la Universidad Vanderbilt, en Nashville, Tennessee.

3 En arte este término hace referencia a los rastros o vestigios que se pueden detectar en un cuadro de una pintura anterior que se encuentra bajo las capas de la más reciente.

Naturaleza y medio ambiente:

de la Escuela del río Hudson a Moby-Duck

Jesús Lerate de Castro

En todas las épocas y culturas, la naturaleza ha sido fuente inagotable de inspiración creativa. En el caso de Norteamérica, el interés por describir el entorno natural se evidencia ya en la tradición oral nativo-americana, donde se pueden encontrar abundantes referencias al paisaje, la flora y la fauna del continente americano. En el siglo XVI, los primeros exploradores europeos en llegar a América también incluyeron en sus escritos descripciones de la geografía del Nuevo Mundo y de sus pobladores indígenas. Y, asimismo, entre el siglo XVII y XVIII numerosos autores, entre los que se encuentran Mary Rowlandson, Cotton Mather y Hector St. John de Crèvecoeur, escribieron narrativas, tratados o textos epistolares detallando la topografía y etnografía americanas.

Con todo y ello, se puede afirmar que hasta mediados del siglo XIX los americanos no empiezan a tomar conciencia de la belleza de su continente y a reivindicar su naturaleza como un tesoro a preservar. En este gradual proceso de concienciación conservacionista, que coincide con el desarrollo industrial de Estados Unidos, la Escuela pictórica del río Hudson, la filosofía transcendentalista y el escritor Henry David Thoreau jugaron un papel significativo que quisiera considerar en la primera parte este artículo. Reservaré la segunda parte de este trabajo para sugerir que el autor de Moby-Dick también merece ser tenido en cuenta como un pionero de la literatura medioambiental, y que su visión ética de la naturaleza encuentra su versión más contemporánea en Moby-Duck, el reciente libro de Donovan Hohn.

La Escuela del río Hudson

La Escuela del río Hudson, que surgió alrededor de la segunda década del siglo XIX y tuvo su apogeo entre 1840 y 1870, puede considerarse la primera gran escuela de pintura norteamericana.1 Estaba formada por un grupo heterogéneo de unos sesenta pintores que, adaptando la filosofía transcendentalista2 y las técnicas del paisajismo romántico europeo, supieron hacer de la naturaleza autóctona americana un instrumento de identidad cultural y nacional. Estos artistas, entre los que cabe mencionar a Thomas Cole, Asher Durand, Albert Bierstadt, Thomas Moran o Frederick Church, sentían una profunda reverencia por la belleza natural de América y entendían esa naturaleza salvaje como manifestación inefable del poder divino. De ahí que sus lienzos, a menudo de épicas proporciones, representen el paisaje americano como escenario edénico, sublime y lleno de armonía.

Sus composiciones se inspiran inicialmente en la exuberante naturaleza del valle del río Hudson y sus alrededores.3 No obstante, algunos miembros asociados a este movimiento recrearon posteriormente escenas de otras regiones geográficas del continente americano. Ahora bien, más allá de la topografía concreta representada, lo que distingue a los pintores de esta escuela es que “dieron un giro radical a la pintura paisajística, haciendo del paisaje ya no un fondo de la composición, sino convirtiéndolo en el auténtico motivo y protagonista del cuadro” (Fernández, 1). Conviene recordar, en este sentido que, hasta entonces, los pintores estadounidenses se habían dedicado casi exclusivamente a la pintura histórica y al retrato y, por tanto, los paisajes (cuando se incluían) ocupaban un lugar secundario en la composición.

Convertir el paisaje en motivo esencial de los lienzos no es una creación original de la Escuela del río Hudson. De hecho, este es el tema central del temprano paisajismo romántico europeo representado por Claude Lorrain, Caspar David Friedrich, John Constable o Joseph Turner, cuya influencia se deja notar en la obra de estos pintores americanos. Sin embargo, los artistas de esta escuela introducen un elemento ausente en el paisajismo europeo: la dimensión política. Como señala Isaiah Smithson, los lienzos de estos pintores enfatizan “los salvajes paisajes naturales de Norteamérica y la libertad política de Norteamérica asociada con esa naturaleza salvaje” (106).4 Esta ideologización del paisaje está íntimamente relacionada con el contexto histórico en el que surge este movimiento. El auge de la Escuela del río Hudson coincide cronológicamente con el anhelo de independizar la cultura americana de la larga influencia europea. Este sentimiento nacionalista que, a nivel literario, se canalizó a través de la pluma de escritores como Cooper, Emerson o Whitman, se tradujo, en términos pictóricos, en el deseo de celebrar patrióticamente la belleza de los paisajes del valle del Hudson, y hacer de su naturaleza salvaje una orgullosa seña de identidad nacional. Unido a este deseo, otro factor que propició el florecimiento de esta escuela paisajística fue la expansión industrial y demográfica que, a mediados del siglo XIX, iba ya devastando las tierras vírgenes americanas. Como observa Maldwyn Jones:

Entre 1815 y 1860, los Estados Unidos cambiaron más deprisa y completamente que en los dos siglos anteriores o en cualquier otro periodo posterior. La población continuó doblándose más o menos cada veinticinco años y en 1860 pasaba de los treinta y un millones y era superior a la del Reino Unido. Los límites del país se extendieron hasta el Pacífico, el área colonizada se duplicó y el número de estados aumentó de dieciocho a treinta y tres. Al mismo tiempo, una economía capitalista y comercial en rápido desarrollo reemplazó a la sociedad agraria más simplista de los tiempos de Jefferson. Hubo imponentes mejoras en el transporte y la comunicación, floreció el comercio exterior, las ciudades progresaron y la inmigración llegó a cotas nunca soñadas. (109)

 

Los artistas de la Escuela del río Hudson reaccionan ante este frenético expansionismo y evocan plásticamente la necesidad de preservar los bellos espacios naturales del aniquilador progreso industrial. Así, estos pintores suelen obviar en sus lienzos la presencia tecnológica de modernos medios de transportes de la época como el barco de vapor o el ferrocarril y representan el paisaje americano como un escenario idílico y pre-industrial. Ello se enfatiza, en gran medida, a través de la armoniosa conjunción de diferentes elementos naturales que incluyen, entre otros: extensos y difuminados cielos, escarpadas montañas, frondosos bosques y valles, así como lagos, cataratas o ríos. Por otra parte, a nivel técnico, la perspectiva elevada y panorámica de estos lienzos ayuda a magnificar la grandiosidad de la naturaleza americana y la dota de un halo de espiritualidad. Otra característica a destacar es el hecho de que estos paisajes no suelen incorporar figuras humanas y, si aparecen suelen ser comparativamente pequeñas para evocar la insignificancia del individuo frente a la naturaleza. En todo caso, si algún elemento figurativo tiene cabida en las composiciones paisajísticas de estos artistas, este es, generalmente, el nativo-americano, el primigenio habitante de las tierras salvajes americanas.5 En palabras de Thoreau: “El indio vive libre y sin obligaciones en la naturaleza. Es su habitante, no su huésped y posee su gracia y sencillez. Pero el hombre civilizado tiene los hábitos en su casa y su casa es su prisión” (The Journal, 253). Así pues, para resaltar la armónica integración del nativo-americano en la naturaleza circundante, algunos paisajes suelen reservarle un espacio, aunque sea reducido.

Pintores como Thomas Doughty (1793-1856) o William Henry Bartlett (1809-1854) fueron los primeros en celebrar las glorias paisajísticas del valle del Hudson, pero sería Thomas Cole (1801-1848) quien de forma más coherente articulara el sentimiento nacionalista de la época y el arte del paisaje. De ahí que, tradicionalmente, se le reconozca como fundador de la Escuela del río Hudson.


Thomas Cole, Distant View of the Niagara Falls

Británico de nacimiento, Thomas Cole emigró a Norteamérica a los 17 años, por lo que se lo considera un pintor plenamente norteamericano. En 1823 comienza sus estudios en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania y poco después, persuadido por su amigo el poeta romántico William Cullen Bryant, se traslada a vivir al valle del río Hudson. En este entorno natural pintará sus primeros paisajes que luego expondrá exitosamente en Filadelfia (1824) y Nueva York (1825). Thomas Cole se convierte, así, en un reconocido pintor casi de inmediato. Y esta fama que adquiere hace que, en torno a él, se congregue un grupo de paisajistas estadounidenses que luego llegarían a ser conocidos como la Escuela del río Hudson.

Thomas Cole deja patente la orgullosa admiración que siente por la belleza natural de Norteamérica no sólo en su obra sino también en su “Essay on American Scenery”, conferencia dictada en 1835 en el Liceo de Nueva York y publicada al año siguiente. En ella, Cole declara:

El ensayo, que aquí se presenta, es un mero esbozo de un tema casi ilimitado —el paisaje americano— y al elegir este tema el escritor ha depositado más confianza en su desbordante riqueza que en su propia capacidad para tratarlo en una manera merecedora de su inmensa importancia. Es un tema que para cada estadounidense debería ser de sumo interés, porque, tanto si contempla las aguas del Hudson confluyendo con el Atlántico, explora su naturaleza salvaje en el centro del continente, o permanece al margen en el distante Oregón, él se encuentra aún en medio del paisaje americano. Es su tierra —y su belleza, su magnificencia y su sublimidad— son suyas. ¡Qué indigno sería de su lugar de nacimiento si no se percatara de ello y dejase su corazón indiferente! (cit. Hart, 3)

Tras la muerte de Thomas Cole en 1848, artistas como Asher Durand, Albert Bierstadt, Thomas Moran o Frederick Church tomaron el relevo de la pintura paisajística americana dentro del estilo marcado por el fundador de la escuela pero, al mismo tiempo, introduciendo algunas innovaciones técnicas y temáticas.

Asher Durand empezó su carrera artística como grabador, luego se hizo retratista y, tras conocer la obra de Thomas Cole, decidió introducirse en el paisaje. Defensor del método de pintar directamente en el entorno natural, sus cuadros se caracterizan por el depurado detallismo con que plasma bosques, árboles, ramas u hojas, y por proporcionar en el espectador la sensación de encontrarse dentro de la misma naturaleza. Composiciones como The Beeches, In the Woods o A Creek in the Woods son buenos ejemplos de esta técnica paisajista de Durand. Sin embargo, su lienzo más famoso y emblemático es Kindred Spirits donde muestra a su colega Thomas Cole y al poeta William Cullen Bryant contemplando un hermoso paisaje en las Montañas Catskills.6 Esta bucólica composición, tributo a Thomas Cole tras su muerte, sugiere la afinidad entre ambos artistas románticos y, por extensión, la íntima conexión espiritual existente entre el hombre y la naturaleza.


Asher Durand, Kindred Spirits

Albert Bierstadt es otro importante paisajista de la Escuela del río Hudson. Este pintor estadounidense de ascendencia alemana comenzó a pintar de forma autodidacta escenas naturales de Nueva Inglaterra y la parte norte del estado de Nueva York. Sin embargo fue en los paisajes del Lejano Oeste americano donde encontró su verdadera inspiración artística. Algunos de sus cuadros más conocidos sobre esta temática son Storm in the Rocky Mountains, Sierra Nevada o Looking Down Yosemite Valley. En ellos, Bierstadt enfatiza la sublime majestuosidad del paisaje montañoso de esta región, envolviéndolo con elementos lumínicos y atmosféricos como nubes, brumas o tormentas que evidencian la influencia de Claude Lorrain y Joseph Turner.


Albert Bierstadt, Looking Down Yosemite Valley

Otro artista asociado al movimiento paisajístico del río Hudson pero que, como Albert Bierstadt, se especializa en el paisaje montañoso del Oeste americano es Thomas Moran. Por ello, hay críticos de arte que prefieren incluir a estos pintores en la llamada Escuela de las Montañas Rocosas. El interés de Moran por las tierras del salvaje Oeste se remonta a 1871 cuando participó en una expedición topográfica a Yellowstone dirigida por Ferdinad Hayden, el entonces director del Servicio Geológico de los Estados Unidos. En esta expedición, Moran documentó la poderosa belleza natural de esta remota región caracterizada por sus montañas, lagos y géiseres. Los bocetos realizados durante este viaje le sirvieron de material para numerosas composiciones, entre ellas, The Great Canyon of Yellowstone, que fue expuesto en el Capitolio y posteriormente adquirido por el Congreso de los Estados Unidos. Los dibujos y lienzos de Moran fueron ampliamente reproducidos en litografías e influyeron decisivamente para que Yellowstone se convirtiera en el primer parque nacional de Estados Unidos en 1872.


Thomas Moran, The Great Canyon of Yellowstone

La iniciativa conservacionista de Yellowstone propició que, posteriormente, otras zonas se declararan parques nacionales como sucedió con Yosemite Valley, en California (1890); Mount Rainer, en Washington (1899); Mesa Verde, en Colorado (1906); Glacier, en Montana (1910) o Grand Canyon, en Arizona (1919).

Frederic Church representa de algún modo la culminación de la Escuela del río Hudson. Posee el amor por el paisaje de Thomas Cole, el lirismo romántico de Asher Durand y la grandilocuencia de Albert Bierstadt o Thomas Moran. Este pintor fue discípulo de Thomas Cole y hereda su estilo paisajístico, como evidencia en sus composiciones sobre las cataratas del Niágara [Niagara (1857) o Niagara Falls, from the American Side (1867)]. Sin embargo, temáticamente, la topografía del valle del río Hudson pronto se le quedó pequeña y Church buscó escenarios más exóticos para sus paisajes. A ello contribuyó grandemente el científico y explorador alemán Alexander von Humbolt que, en su libro Kosmos (publicado en inglés en 1849), animaba a los pintores a viajar a aquellas tierras que presentaran la mayor variedad botánica y geológica. Church siguió la recomendación de Humbolt y realizó dos viajes a Sudamérica (el primero a Colombia en 1853 y el segundo a Ecuador en 1857). Fruto de su estancia allí, pintaría The Heart of the Andes (1859), su cuadro de temática tropical más famoso. En su denodada búsqueda de nuevos y sugerentes paisajes, Church también viajó al Ártico y plasmó la belleza de su gélido paisaje en cuadros como Icebergs (1861) y Aurora Borealis (1865).