Figuraciones contemporáneas de lo absoluto

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LA IDEA HERMENÉUTICA DIRECTRIZ DE LA FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU

Werner Becker

Justus Liebig-Universität Giessen

* Traducción de Manuel Jiménez Redondo.

Primero insertaré en un contexto más amplio lo que considero que es la idea principal de la Fenomenología del espíritu, y después entraré en la obra misma analizando lo que considero que es la idea hermenéutica directriz de la Fenomenología del espíritu y lo haré en discusión con uno de los capítulos centrales, el capítulo sobre la «certeza sensible», que utilizaré como ejemplo.

1

Para Hegel los conceptos de ciencia y de saber significan algo distinto de lo que hoy entendemos por ellos. Nosotros nos orientamos por la comprensión básica de la ciencia moderna, cuyas teorías presuponen una estructura legiforme de los objetos sobre los que versan. Donde más claramente se expresa esto es en el concepto de ley de las ciencias naturales. Conforme al concepto de ciencia que prevalece en ellas, el científico como persona pasa por completo a un segundo plano. Su papel se agota en dar el nombre a la teoría que ha sido él el primero en desarrollar. Ejemplos famosos de esto van desde Galileo hasta Einstein. Y prosiguen hoy en la serie de los premios Nobel.

En cambio, Hegel sostiene un concepto de saber y un concepto de ciencia en los que la teoría es fundamentalmente la teoría de una persona. En alemán es muy conocido, en relación con el carácter personal del saber, el concepto de formación (Bildung). La formación significaba en el siglo XIX el desarrollo de la propia persona en la ocupación en la ciencia y en la pelea por la verdad objetiva, es decir, por la verdad vinculante para todos. La ciencia objetiva habría de surgir, según esto, como producto de la formación personal. Este concepto de una unidad de la formación personal y la ciencia objetiva subyace todavía a la idea de universidad de Wilhelm von Humboldt, a esa idea con la que la universidad alemana se convirtió en un exitoso modelo de formación académica reconocido en todo el mundo.

Hoy la ciencia y la formación tienen muy poco que ver entre sí, se separan. Es cierto que utilizamos todavía imágenes que nos presentan el progreso de la ciencia como una serie ascendente de visiones personales del mundo. Y así se sigue citando a Isaac Newton, que se sentía «estar sobre hombros de gigantes». Con ello se estaba refiriendo a antecesores suyos como Copérnico, Kepler y Galileo. Sin embargo, hoy entendemos eso sólo en sentido metafórico. Pues conforme a la opinión dominante, lo personal nada tiene que buscar en el concepto de ciencia. Para asegurar la objetividad, lo personal queda expulsado de este concepto. Pero pagamos un alto precio por esta moderna orientación del concepto de ciencia debida a la comprensión que las ciencias tienen de lo que es una ley. El precio consiste en la devaluación del concepto de persona. Lo alto que es este precio nos lo aclara la Fenomenología del espíritu de Hegel.

2

El concepto de saber de Hegel es el concepto de formación (Bildung). Si desde el principio no se tiene en cuenta esto, se yerra en la autocomprensión de la Fenomenología del espíritu. La dialéctica del saber, que Hegel expone en esta obra, puede reducirse a una doble determinación: el saber como unidad tanto del saber personal como también del saber mediante conceptos universales, y ello en el modo de una igualdad de ambos. La temática que Hegel desarrolla sobre la base de esta concepción del saber puede resumirse en la siguiente pregunta: ¿puede el saber que fundamentalmente es saber personal, es decir, que es saber de una persona, elevarse al nivel de un saber universal con el que pudiesen estar de acuerdo todas las personas? La Fenomenología del espíritu quiere responder esta pregunta en sentido positivo. Ciertamente, Hegel define en esta obra un concepto de saber que está, sin duda, anticuado en lo que se refiere a contenidos de saber. Pero lo que él está tratando de subrayar es un lado de nuestro saber y de nuestro conocimiento que queda por lo general eliminado en la comprensión moderna de los científicos. Y, sin embargo, el filósofo y economista A. F. von Hayek, un científico al que seguramente no puede suponérsele ninguna simpatía por Hegel, llamó muchas veces la atención acerca de que nuestro conocimiento no consiste en aquello que está almacenado en las bibliotecas, en los libros y en los disquetes, sino en aquello que está contenido en la cabeza de los hombres. Según esto, parece que todavía tiene sentido entender el saber como unidad del saber personal y del saber universal. Y para entender esta tesis de Hegel, necesitamos primero dar una explicación del concepto de persona. Podrá verse entonces por qué Hegel pone en conexión el atributo de la absolutez (Absolutheit) con el concepto del hombre como persona.

Cuando hablamos de «persona», nos estamos refiriendo al individuo particular, al individuo que es llamado por su nombre propio personal y al que ese nombre personal se refiere. En mi caso, se trata del referente del nombre «Werner Becker». Con todo, el concepto de persona contiene algo más que aquello que se expresa en el quedar la persona nombrada por el nombre propio. Pues al emplear el nombre propio, se parte de una suposición antropológica: de la autoimagen que cada hombre tiene de su individualidad impermutable. Cada uno de nosotros se entiende a sí mismo, en su más íntima autoimagen personal, como una persona única y que no tiene par, como un individuo humano que no puede repetirse. Cada uno sabe con certeza que él, mientras viva, no puede escapar de la jaula de su propio ser personal. En cambio, todo lo que sabemos decir acerca de nuestra igualdad como ejemplares de nuestra especie es saber hipotético, aun cuando (o precisamente cuando) se trate de hipótesis o de supuestos tomados del ámbito de nuestra experiencia cotidiana no comprobada de manera científica. Ciertamente, se mezclan sin cesar nuestras certezas personales con nuestro saber, y se mezclan como si fuesen dos cosas de la misma especie. Mas la costumbre de mezclar ambos tipos de saber no debe impedir, sobre todo a los filósofos, el establecer la diferencia lógica entre el ser personal del hombre y su autocomprensión como un ejemplar de la misma especie igual a todos los demás de esa especie.

Hegel, al poner en juego la singularidad del ser persona, define el concepto de sujeto de la filosofía moderna de manera más exacta que sus importantes predecesores. Ya la certeza cartesiana del ego cogitans representa la autocerteza de cada cual como persona, y, en lo que se refiere a contenido, también Hobbes, con su concepción de individuos aislados unos de otros en el estado de naturaleza, estaba ya pensando también en la singularización personal de cada cual respecto a todos los demás.

Ambos –Descartes y Hobbes– están atribuyendo al carácter personal del ser humano una importancia axiomática: Descartes en relación con la posibilidad de conocer el mundo externo, y Hobbes en lo que respecta a la explicación de la sociedad humana.

No obstante, diríase que, desde el principio, un velo de falta de claridad envuelve este concepto determinante de subjetividad humana. Por un lado, ninguno de los dos –ni Descartes ni Hobbes– explicitó esta importancia axiomática del sujeto como persona en términos de una absolutez por detrás de la cual ya no se puede pasar, de una absolutez que justifica los préstamos que ella, para expresarse, toma del lenguaje sacro, es decir, de aquel lenguaje que administra los predicados y atributos de lo divino. Pues sólo los predicados y atributos de lo divino vienen definidos por esa singularidad y unicidad que resultan irrepetibles. Por otro lado, ni Descartes ni Hobbes se aclaran acerca de cómo han de entenderse sus conceptos fundamentales de subjetividad humana: si hay que entenderla en el sentido de un concepto de sujeto en el que cada individuo particular es un ejemplar de la especie humana; o si, en cambio, hay que entender esa subjetividad en el sentido conforme al que el individuo particular es una persona que no tiene igual.

Mi tesis es que la Fenomenología del espíritu de Hegel es el desarrollo, aún no superado, de aquel programa que aparece en la escena del espíritu europeo con el tema básico de la filosofía moderna del sujeto, con el ser personal del hombre. A diferencia de lo que sucede con sus predecesores, sobre todo con Kant, los representantes del Idealismo alemán, es decir, tanto Hegel como Fichte y Schelling, emplean una terminología que designa la subjetividad personal con ayuda de categorías sacras. Habitualmente se suele acusar a los filósofos del Idealismo alemán de recaer por detrás del pensamiento ilustrado. Sin embargo, voy a valorar esta transferencia de predicados sacros a la persona precisamente como un proceso racional en la filosofía moderna de la subjetividad. Para entender esto hay que aclararse acerca de en qué radica el significado de tales predicados y atributos.

Permítanme que haga un breve recorrido por la historia de las religiones. En todas las culturas, el lenguaje de las religiones y los mitos documenta ese tipo de lenguaje que pertenece a la designación de una personalidad única e irrepetible. Se trata de un lenguaje de propiedades superlativas: dioses, semidioses y héroes son caracterizados en todas partes (tanto positiva como negativamente) mediante predicados que hacen referencia a una grandeza insuperable, superlativa. En cambio, los hombres mortales mismos permanecieron en todas las épocas limitados a papeles caracterizados por la sustituibilidad y la intercambiabilidad individuales, papeles que les quedaban atribuidos desde su nacimiento en un orden social casi siempre estratificado jerárquicamente. La idea de un reconocimiento social del hombre como persona aparece por primera vez en la historia de la cultura mediante el cristianismo. El apóstol Pablo, que probablemente es el verdadero fundador teológico de la fe cristiana, ponía al individuo particular, con independencia de su sexo y de su posición en la jerarquía social, en el centro de su doctrina de la redención por Jesucristo. Con esa idea, el cristianismo legitimó la aceptación de paganos o judíos en la comunidad cristiana. En vez de dirigirse a los miembros del pueblo de Israel, la promesa divina lo hacía ahora a cada individuo como persona. Este giro de un reconocimiento de cada uno como persona explica por qué el cristianismo pudo difundirse primero como una religión europea y después también como una religión universal. En la Baja Edad Media, es decir, desde los siglos XII y XIII, encontramos en los países europeos indicaciones de un cambio hacia una época de reconocimiento mundano de la persona. En esos siglos fue cambiando el referente del nombre en dirección hacia el nombre propio personal. Pero el punto de ruptura más importante en lo que respecta al reconocimiento social de la persona sólo tuvo lugar en la cultura europea mediante la Reforma en el siglo XVI. Se produjo a consecuencia de la nueva doctrina sobre las relaciones de los cristianos con Dios. Ambos reformadores, Martín Lutero y Juan Calvino, coincidieron en la tesis del «sacerdocio de cada creyente». De esta manera, la clásica relación con Dios, en la que el atributo de santidad se refería hasta entonces solamente a la Iglesia y a su sacerdocio, se transformó en una relación individual personal de cada creyente.

 

Desde entonces, el superlativismo de lo sacro pertenece en la cultura europea a ese auto-cerciorarse de cada uno como persona y que cada uno realiza en su propio lenguaje privado. Son razones primariamente contingentes las que nos llevan a no hacer por lo general confesión pública de nuestra autocomprensión superlativista. Nuestro sentido de la realidad, en el que hemos sido educados y que nos viene acreditado por la experiencia, nos impide plantear pretensiones de atención a nuestra individualidad que se correspondan con esa comprensión de que cada cual se expresa a sí mismo en su propio lenguaje privado. Pues nosotros tendríamos que reclamar una desmesurada proporción de atención por parte de los otros, aun a sabiendas de que en el contexto de la masa de los hombres no podría nunca concedérsenos esa atención. Porque sabemos también que cada uno de nosotros, en especial bajo las actuales condiciones de igualdad democrática, podría plantear la pretensión de una igual, inaudita y peculiar atención por parte de los otros. Y también en la filosofía se paga tributo a esta situación. En la filosofía analítica del lenguaje, en conexión con Wittgenstein, es predominante la tesis que rechaza la posibilidad de un lenguaje personal privado. Pero este argumento contra el lenguaje privado se basa solamente en una definición del concepto de lenguaje conforme a criterios de los lenguajes de las ciencias. En los lenguajes de las ciencias el superlativismo de la singularidad personal no tiene, efectivamente, lugar alguno. En cambio, incluso el actual lenguaje de nuestras constituciones políticas demuestra en sus conceptos fundamentales (como son los conceptos relativos a la dignidad humana y a los derechos fundamentales invulnerables e intangibles de la persona) que ese lenguaje parte de un pluralismo de sujetos jurídicos personales a los que se atribuyen predicados sacros.

Vuelvo a Hegel y a la filosofía del Idealismo alemán. Mi idea es que esta filosofía, con su terminología sacra del Yo absoluto, representa un último paso, totalmente consecuente, hacia la santificación de la persona secular. Pues, de hecho, puede afirmarse, en un sentido que va más allá de lo metafórico, que el individuo como persona queda elevado al rango de una divinidad mortal. Y recuerden ustedes que ya Hobbes transfirió el concepto de Dios mortal al Estado, es decir, a una entidad compuesta de hombres.

3

Ahora voy a pasar a referirme al capítulo inicial de la Fenomenología del espíritu, que lleva por título «La certeza sensible, el esto y el querer decir», para mostrar con este ejemplo cómo Hegel desarrolla la dialéctica de la persona como una dialéctica del Yo absoluto. Para poder entrar en esto tengo que rogarles a ustedes que se sumerjan conmigo de forma un poco más intensiva en el curso del pensamiento de Hegel en dicho capítulo. Pero espero que después de sumergirnos podamos sacar y mantener la cabeza fuera del agua y que no nos hundamos juntos en el mar de las tinieblas dialécticas de Hegel.

En ese capítulo primero, Hegel trata la percepción sensible como caso de una dialéctica entre la certeza personal del aquí y el ahora, por un lado, y sus expresiones lingüísticas, por otro. El capítulo es interpretado a menudo como la versión dialéctica que da Hegel del empirismo de los sense data (datos de los sentidos), es decir, de ese empirismo que defendieron Locke, Hume y más tarde también algunos filósofos del Círculo de Viena, como, por ejemplo, Neurath. Pero los ejemplos de Hegel, «el querer referirse a esta casa y sólo a esta casa, y a ese árbol y sólo a ese árbol», dejan claro que lo que a él le interesa es la percepción sensible del mundo externo en un sentido concreto, es decir, en el sentido de la percepción sensible que una persona particular tiene de los objetos concretos del mundo externo.

Hegel está subrayando con ello una circunstancia que hoy ya no valoramos con la importancia que tiene, a saber: la circunstancia de que cada individuo particular, cada uno de nosotros, en su vigilia, vive constantemente en un mundo de percepciones e impresiones personales que le pertenecen sólo a él: mi percepción del mundo es exclusivamente mi percepción personal, la percepción de Werner Becker. Y aun a pesar de la posibilidad de entablar con cualquier otro un intercambio lingüístico acerca de ello, esa percepción seguirá siendo hasta el final de mi vida mi percepción enteramente personal del mundo. Contra el hecho de que se trata de mi visión personal del mundo es irrelevante la objeción de si en esta visión personal mía del mundo (y, correspondientemente, en la visión del mundo de cualquier otra persona) se trata de un verdadero saber que sea demostrable, es decir, de un saber de una calidad examinada y comprobada científicamente. En lo que respecta al papel y a la importancia de la persona, los poetas son mejores instancias de apelación que los filósofos, y ésta es la razón por la que voy a reproducir una cita de H. Heine, quien en sus Imágenes de viaje, al visitar un campo de batalla italiano de la época de las guerras napoleónicas, prorrumpe en esta queja: «¡Ah! Cada pulgada que la humanidad avanza, cuesta ríos de sangre. ¿Y no es eso algo demasiado caro? ¿No es la vida del individuo quizá tan valiosa como la de toda la especie? Pues cada individuo particular es ya todo un mundo que con él nace y con él muere, bajo cada piedra sepulcral yace toda una historia universal».[1]

En cambio, hoy nos hemos acostumbrado en filosofía a hablar sólo de saber cuando ese saber tiene el carácter de una teoría científica. Pero no cabe duda de que la mayor parte de nuestro saber cotidiano consiste todavía en ideas y convicciones personales que no resistirían los estrictos procedimientos de comprobación de las teorías científicas.

Pues bien, la percepción sensible del mundo externo se articula para Hegel como una conciencia de dos lenguajes contrapuestos: el lenguaje singular-personal de la certeza sensible y el lenguaje universal de la igualdad conceptual que da expresión a esa certeza sensible. Y a pesar de su contraposición, Hegel insiste, sin embargo, en una unidad dialéctica de ambos lenguajes. Y en modo alguno está defendiendo con ello la posición de un lenguaje exclusivamente personal en oposición a la cual pudiera hacerse valer el argumento de Wittgenstein contra la posibilidad de un lenguaje privado personal.

El papel que la persona desempeña en el concepto de saber de la Fenomenología del espíritu está configurado de forma ambigua. Por un lado, se trata para Hegel de la percepción personal del mundo por parte de cada individuo particular. Por el otro, He-gel califica a la vez esta percepción personal del mundo de cada individuo particular como

un saber sin determinaciones, como un saber vacío. ¿Por qué? Según Hegel, la opinión de que la certeza sensible sería «el conocimiento más rico, lo cual querría decir: el conocimiento más concreto», se revela como un engaño. Y así dice:

Pero esta certeza acaba mostrándose a sí misma como la verdad más abstracta y más pobre. Pues de aquello que sabe, lo único que ella sabe decir es que es; y su verdad contiene solamente ese ser de la cosa. Y la conciencia, por su parte, en esa certeza es sólo como puro yo; o yo soy en ese saber como puro éste y el objeto sólo como puro esto.[2]

Como abstracción vacía, el puro yo y el puro esto se transformarían el uno en el otro, serían idénticos, una idea de Hegel que, con toda razón, suele considerarse como lo específico del concepto de mediación dialéctica que es central en Hegel. Pero se trata de un giro altamente curioso del pensamiento de Hegel en este capítulo; y digo curioso porque la afirmación de Hegel de que la certeza sensible se queda en el puro «ser de la cosa», carente de toda determinación, no es algo que pueda entenderse. Si, por referirme al ejemplo de Hegel, percibo «esta casa» o «aquel árbol», es claro que no tiene sentido ninguno decir que yo sólo percibo la pura existencia, o el puro «ser» de la casa o del árbol, carente de toda determinación. Más bien me veré obligado a concretizar la descripción lingüística de mi percepción de esta casa o de aquel árbol si surgiesen problemas en relación con la adecuada certeza de lo visto; problemas, por ejemplo, de que no estoy seguro de si lo que veo es una casa o un cobertizo, un árbol o una torre.

Sí me parece que hay que estar de acuerdo con la contrapuesta exposición de ese concepto de experiencia, es decir, me parece que hay que estar de acuerdo con esa determinación conforme a la que yo me aseguro de mi percepción personal de una casa o de un árbol con ayuda de expresiones lingüísticas universales. En esa exposición de la percepción sensible Hegel se refiere a la contraposición entre la certeza personal y los términos universales del lenguaje, por medio de los cuales una persona expresa su percepción. Sin embargo, no se puede estar de acuerdo con Hegel en la conclusión que él saca de la exposición del concepto de percepción. Pues normalmente no se afirma que la determinidad concreta de aquella casa que vemos allí desaparezca porque sean necesarias expresiones lingüísticas universales para volverse uno consciente de ella. Y tampoco se puede estar de acuerdo con Hegel en que mediante esa articulación lingüística pudiera perderse la propia certeza personal de ver «esta casa» o «aquel árbol de allí».

El que Hegel pretenda aun así que la dialéctica de la certeza sensible desemboque en la identidad de un yo carente de determinaciones y de un saber en torno a un «ser de la cosa» vacío y carente de determinaciones tiene que ver con la finalidad que Hegel persigue en la Fenomenología del espíritu. Según él, por la vía que conduce desde el primer nivel de la conciencia, es decir, desde el nivel de la certeza sensible, del que hemos estado hablando, hasta los niveles superiores de la autoconciencia y de la razón, ha de quedar puesta en concordancia la formación personal del individuo particular con el saber universal de las ciencias. Como resultado de esa dialéctica ha de quedar a la vista al final un saber absoluto, que trae las distintas etapas de la dialéctica del saber personal y el saber universal a un concepto comprehensivo que las engloba a todas. Pues si nos quedásemos en la contraposición entre lo personal y lo universal, y, dentro del marco de la certeza sensible, en la contraposición entre el objeto al que concretamente nos estamos refiriendo y su expresión lingüística universal, no sería posible un progreso de una etapa a la otra. Sólo una identidad de los polos contrapuestos puede hacer posible tal progreso y puede mantenerlo en marcha. Por eso, para Hegel es tan importante la afirmación de que en la contraposición entre lo personal y lo universal, como se demuestra en el ejemplo de la certeza sensible, queden fundidos lo uno con lo otro al llevarlos a sus extremos, acabando por convertirse en idénticos. Y con ello hemos topado con la importante figura dialéctica de la identidad de los opuestos, una identidad que en la Fenomenología del espíritu constituye el gozne de los tránsitos de una etapa a otra del saber. La idea directriz es siempre la generación de la identidad de una conciencia unitaria personal, mediante la que habría de quedar suprimida y superada la evidencia original de la pluralidad de personas.

 

Y en esta idea desempeña un papel decisivo el lenguaje sacro de la elevación superlativista aplicada a la definición de la persona única-singular. Quizá la crítica a He-gel pudiese encontrar aquí uno de sus puntos de ataque más fuertes, pues de ninguna manera resulta obligatorio aceptar que el pluralismo de las personas desaparezca porque cada particular haya de expresar en un lenguaje privado superlativista ese encontrarse como consistiendo en una singularidad que no puede tener par. Sin embargo, voy a concentrarme en la explicación de la tesis dialéctica de la identidad de los opuestos, porque esa tesis tiene una fundamental importancia metodológica en la argumentación de Hegel; y es que sólo mediante ella puede Hegel garantizar que el concepto de formación personal, cuya primera etapa la constituye la certeza sensible, se refiere en todos los tránsitos y pasos siguientes a un sujeto unitario e idéntico.

De esta forma, ya la dialéctica de la primera etapa de la Fenomenología del espíritu, la etapa de la certeza sensible, cuida de que la determinación personal del espíritu en el curso ulterior de su despliegue dialéctico durante las distintas figuras de la conciencia pueda tener sólo como protagonista el singular monoteísta de nuestra tradición religiosa cristiana. Ciertamente, la escisión entre la persona una y la pluralidad de personas es algo que emerge una y otra vez en el contexto de las siguientes figuras del saber. Pero la argumentación dialéctica vuelve a tener una y otra vez como resultado el que la pluralidad de personas resulte ser un engaño y el que la identidad de la persona unitaria se revele como la «verdad».

Con esta referencia al singular monoteísta de la tradición cristiana hemos dado con el punto que, a mi juicio, contiene la explicación de por qué la teoría de Hegel de la conciencia personal pretende siempre, en su núcleo, ser una teoría de una superpersona idéntica unitaria. O considerando las cosas desde el lado opuesto: de por qué la teoría de He-gel busca alejar de la dialéctica de formación personal y saber universal el pluralismo de las personas.

Recuerdo una vez más lo que ya he dicho: que la introducción de la persona en la antropología cultural de los europeos justifica, de hecho, por razones de la singularidad de la persona, la transferencia de atributos sacros al hombre mortal. Tales atributos se expresan en todas las culturas religiosas en lenguajes superlativistas. Los dioses son seres supraterrenos de una grandeza y un poder sobrehumanos. Pero la atribución de esa singularidad sacra está también permitida en las culturas del politeísmo. Los dioses de la antigüedad griega y romana eran todos (cada uno para sí solo) personas únicas y sin par: Zeus y Júpiter existían en cada caso sólo en una figura singular única, y lo mismo Hera, Apolo, Afrodita y Venus.

Pues bien, Hegel no veía ningún problema en servirse del lenguaje sacro de las religiones en relación con la concepción de la persona singular. Sin embargo, en la interpretación de los elementos contrapuestos a la que me he referido, sólo se dejó guiar por el prejuicio básico de la cultura cristiana. Porque, como es sabido, los atributos de la singularidad sacra sólo pueden utilizarse en el cristianismo conforme al modelo monoteísta. Y Hegel se orienta por el modelo cristiano al tratar de suprimir y superar la pluralidad de las personas en favor de la identidad «monoteísta» de una persona global.

Esto explica, a mi juicio, por qué para Hegel ya el propio resultado de la dialéctica de la certeza sensible acaba apuntando a un sujeto personal unitario. Con ello He-gel está tomando una grave decisión que determina en adelante el entero desenvolvimiento de la exposición en la Fenomenología del espíritu. Se trata de la decisión contra el pluralismo de las personas y en favor de la construcción de una única persona colectiva cuyo saber, al final del texto, en una especie de himno, se celebra como saber absoluto. He-gel piensa indudablemente en la humanidad como aquella persona colectiva que, como final que corona a la Fenomenología del espíritu, ha de aparecer como portador subjetivo del saber absoluto.

Y con esto llego al final: desde que Descartes descubrió la conciencia personal en forma de la autocerteza del ego cogitans, la relación entre la experiencia que la persona tiene del mundo y el conocimiento del mundo que tiene la ciencia figura en el orden del día de la filosofía europea. Sin duda alguna, Hegel hace en la Fenomenología del espíritu una de las contribuciones más importantes que se han hecho a ese tema. Es él quien por primera vez en la historia de la filosofía moderna arroja luz sobre la fundamental contraposición entre el concepto de persona y los conceptos metodológicos fundamentales de la ciencia, un punto que había permanecido oscuro desde Descartes y Hobbes hasta Kant. Pero además Hegel introduce, junto con Fichte y Schelling, el lenguaje sacro de lo superlativo como lenguaje de la persona, un aspecto de su filosofía del espíritu que no hace sino aumentar la contraposición entre el concepto de persona y el concepto de las ciencias, por lo menos conforme a la concepción que actualmente se tiene de ambas cosas. Pese a lo cual, Hegel podría servirnos hoy como modelo para buscar una conexión entre la visión del mundo de la persona, mediante la renovación del ideal de formación personal, y la visión del mundo de las ciencias. Pues esta problemática sigue en pie como conflicto fundamental de la conciencia moderna. Y por lo que yo veo, los filósofos no se ocupan de esta problemática central de la cultura europea. Hacemos como si una especie de división del trabajo fuese ya la solución del problema: unos construyen y confían, como éticos o como filósofos políticos, unilateralmente en el concepto de persona, hablan de la dignidad humana, de los derechos del hombre y de su importancia para nuestras constituciones democráticas actuales; pero ya no se preguntan por la relación entre el lenguaje de la persona y los lenguajes de las ciencias. Otros se ocupan, de forma igualmente unilateral, de la filosofía de la mente y operan en su mayor parte como representantes del concepto materialista de sujeto de las neurociencias, traicionando así el concepto de persona del que dependen tanto el ethos de la Ilustración europea como también los conceptos jurídicos fundamentales de una constitución de-mocrático-liberal. Por eso, el intento de Hegel de pensar conjuntamente la visión que del mundo tiene la persona y la visión que las ciencias tienen del mundo representa para nosotros un modelo que se comporta como una especie de bloque errático en el panorama filosófico actual. Ese intento de Hegel sigue esperando a que pensadores filosóficos se atrevan a salvar nuevamente la sima entre ambas columnas de la conciencia cultural de la modernidad europea, a salvar la sima que se produce entre lo personal y lo científico.

[1] H. Heine: «Reisebilder», Heines Werke, parte 8, cap. XXX, p. 64.

[2] G. W. F. Hegel: Fenomenología del espíritu, trad. cast. de Manuel Jiménez Redondo, Valencia, Pre-textos, 2006, p. 197.

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