Figuraciones contemporáneas de lo absoluto

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From the series: Oberta
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Lo que sí interesa a nuestros efectos es esta relación sin mezcla, porque es en el amor, en la confianza y en la comunidad de la totalidad de la vida individual en donde se sostiene esta relación que llamamos ahora matrimonio. Y nos va a interesar, de todas estas relaciones que ya están en la palabra matrimonio, la relación entre el hermano y la hermana –y no solamente la relación entre el marido y la esposa–. Porque la familia no sólo tiene propiedad. Una familia –según Hegel– no puede basarse en la propiedad, dado que la propiedad es persona universal y perdurable. Tiene necesidad de una posesión permanente y segura, de un patrimonio. Así que Hegel subraya –lo sostiene él, no sólo el título que les propongo– que sin patrimonio no hay matrimonio. No habla He-gel de una propiedad más o menos asentada y asegurada, sino de algo otro. Si nos fijamos en esta relación de la posesión permanente y segura llamada «patrimonio», será la relación del hermano y la hermana –y no sólo, insistimos, la relación entre marido y esposa– la que nos va a llevar en la dirección de lo que hemos de pensar hegelianamente. Se trata de una sangre que ha alcanzado en ellos la quietud y el equilibrio. Sería muy desatinado que hiciéramos una mera lectura antropológica de la propuesta de Hegel. Sería muy desatinado que hiciéramos una lectura sociológica de la propuesta hegeliana. Sería muy desatinado que hiciéramos una propuesta en términos psicológicos de Hegel o, dicho de otro modo, sería muy desatinado que de aquí se extrajeran meras consignas para la vida particular. Ésta es una posición ontológica, que no va a afectar simplemente a la vida particular, va a afectar a la forma de vivir.



El hermano abandona la eticidad inmediata elemental y, en rigor, negativa, de la familia, para adquirir y hacer surgir la eticidad de sí misma real. Esto es muy importante porque tiene que ver con una palabra fundamental de Hegel, Versöhnung, la «hermanación», la capacidad de hermanar, la verdadera reconciliación. No hemos de ignorar que fraternidad es un término revolucionario. No hemos de ignorar que la fraternidad es la pariente pobre de la revolución. No hemos de ignorar que la libertad y la igualdad que tanto nos conmueven –y con razón– encuentran su sentido radical en su imbricación con la fraternidad. No hemos de olvidar que en los textos de H. Nohl llega a citarse, al menos una vez, incluso como verbo, fraternisieren, fraternizar, como una acción.

Y no hemos de olvidar que Hegel y sus amigos del Stift de Tubinga plantaron no sólo el árbol de la libertad en el centro de la plaza, también plantaron árboles de la fraternidad en los linderos de caminos y de los pueblos, entre unos y otros. Y hay ahí una convocatoria y un grito revolucionario, que se decía en voz baja, porque era un grito peligroso: «Salut et fraternité», salud y fraternidad. Pero otra cosa es que hemos hecho de la palabra fraternidad, en su lectura tibia, la proclamación de una distancia respecto de una verdadera imbricación con los otros. En el corazón de esta palabra hay la voluntad de una comunidad donde poder ser libre y diferente; en el corazón de esta palabra hay un sueño hegeliano, que es «la diferencia en la libertad» (caracterización suya, por cierto: «Este ser otro sería la diferencia en la libertad» ). Y en esta dirección queremos avanzar, en reconciliar como hermanar frente a la unilateralidad.



LA PERMANENTE RECONCILIACIÓN



Cabe decir que la reconciliación como «hermanación» es el procedimiento, el método, el modo de proceder, hegeliano. Nunca olvidemos que en el párrafo séptimo del capítulo «El saber absoluto», que puede considerarse el texto central de la Fenomenología del espíritu,

se dice que hasta dicho momento ha habido mucha reconciliación, diferentes formas de reconciliación que operan además

de doble manera, a saber: la reconciliación de la forma y la reconciliación del contenido. En «La religión»,capítulo anterior al de «El saber absoluto», se daba la reconciliación del contenido, pero con una forma inadecuada porque se basa en la representación, mientras que en el resto de la Fenomenología del espíritu no se había hecho presente el contenido adecuado, aunque sí la forma, que es la del sí-mismo (Selbst). En dicho punto nos queda algo más que hacer.

Todavía no ha acabado la Fenomenología del espíritu, ni siquiera con «La religión». Y es que en el seno de «El saber absoluto» se requiere que se efectúe una Versammlung, una Vereinigung, se precisa un recolectar, un recoleccionar, un unir la forma que no había encontrado su contenido con el contenido que no tenía forma adecuada. Y reconocer su mutua pertenencia. Y tal es efectivamente el modo de proceder del saber absoluto, la unificación de dos reconciliaciones (Ph.G. 425/10-18; 464). Por tanto, la Fenomenología del espíritu no se acaba con el espíritu, aunque se llame de esa manera.



Y si esto es así, lo que ahora nos importa es señalar que hay un modo de proceder que es el de reconciliar como hermanar frente a la unilateralidad. El hermano pasa de la ley divina, en cuya esfera vivía, a la ley humana. Y es necesario considerar con atención la figura singular de la hermana en la Fenomenología del espíritu. La esposa sigue siendo, quizá, la directora de la casa, la guardadora de la ley divina, pero el hermano y la hermana se sobreponen a su esencia natural. Se presentan en su significación ética como diversidades que dividen entre ambos las diferencias que la sustancia ética se da. Y aquí aparece en el texto de Hegel la figura de Antígona de Sófocles. Porque tras la muerte de un esposo, otro puede sustituirle, tras la muerte de un hijo, puede tener un segundo. Pero ya no puede esperar el nacimiento de un hermano. Será la justicia la que reduzca de nuevo a equilibrio a lo universal cuando éste se haga demasiado prepotente sobre lo singular. La armonía del mundo ético se tambalea. Familia y comunidad se oponen porque dos derechos diferentes se enfrentan. El resultado de este conflicto será la desaparición de sus esencias y de las conciencias de sí que las encarnan. Tanto la ley divina como le ley humana son vencidas por el destino, pero la verdad de este destino que encara la conciencia de sí es el hombre, el sí-mismo efectivo, que resurge escondido de esta tragedia. Para Antígona, las órdenes de Creonte son una violencia humana; para Creonte, el acto de Antígona es una desobediencia criminal. Por eso es preciso tomar conciencia de que la ley no es ajena y de que es para mí, que se agota en estar a mi servicio. Será precisa la unidad de la esencia y la potencia, es decir, del contenido ético de la individualidad que obra.



El derecho absoluto de la conciencia ética consiste, por tanto, en que la acción, la figura de su realidad, no sea sino aquello que esa conciencia sabe. Pero, entonces, la autoconciencia se convierte por la acción en culpa, pues la culpa es su obrar, el obrar de la autoconciencia, y el obrar su esencia más propia. La culpa (Schuld) adquiere también la significación del delito (Verbrechen): «La acción ética lleva en ella siempre el momento del delito» (Ph.G. 254/18-19; 276). La autoconciencia, al obrar, deviene culpable y criminal. Si estamos en la inmediatez natural, obrar es siempre infringir, es siempre escindir. La acción sabe, pues, más que el autor en tanto que el hecho consumado es la oposición superada del sí-mismo que sabe y de la realidad que se enfrenta a él, es el hecho el que pone en movimiento lo inmóvil, el que invierte el punto de vista de la conciencia y su consumación y el que expresa que aquello que es ético debe ser real, dado que la realidad del fin es el fin del obrar. El obrar es el que expresa cabalmente la unidad de la realidad y su sustancia. Y no se recuerda suficientemente como se merece la afirmación de Hegel según la cual el verdadero ser del hombre es su obrar. Cuando hablamos de la belleza, de dar belleza a la forma de vida, de dar belleza a nuestro obrar, hablamos de dar belleza al verdadero ser que es nuestro obrar. En otras palabras, la actividad o la efectividad del fin es el fin del obrar. Ya tuvimos ocasión de decir que vivimos en una sociedad donde hay mucha actividad y poca acción, ya tuvimos ocasión de decir que falta obrar.

 Todo se ha puesto perdido de actividades, hay que abrirse paso entre actividades para poder encaminarse, pero ¿dónde está la acción, el obrar del hombre? Porque tiene lugar un auténtico declinar de la sustancia ética y su transición a otra figura. Y dado que la conciencia ética se orienta hacia la ley de un modo esencialmente inmediato, la inmediatez tiene la contradictoria significación de ser la quietud inconsciente de la naturaleza y la inquieta quietud autoconsciente del espíritu.



Y entonces se produce el paso a Roma porque la tragedia pasa a ser comedia. La esencia absoluta que se refleja a sí, precisamente aquella necesidad del destino vacío, no es otra cosa que el yo de la autoconciencia: el hombre descubre que está él mismo tras la máscara. Y nace el Estado de Derecho como momento que corresponde históricamente al Imperio romano y a su decadencia, al estoicismo y al derecho. Cabe decir, por tanto, que el derecho no agota la verdad de la ética. Apunta en una dirección adecuada, pero la ética apunta en la dirección de la justicia. El derecho compone bien, pero le faltan jugos. Cabe escuchar tras estas palabras el proceder de algo más que algunas etimologías, y liberar sentidos. Porque derecho tiene que ver con atrezzo, con aderezo. El derecho es también la capacidad de componer, como se compone una receta, como se compone una sociedad, como se compone una casa. Eso es también el derecho, atrezzo, capacidad de adiestrar y de ordenar. Pero justicia tiene que ver con ius, con jugo, con jugo. Cuando alguien adereza sin jugo, la cosa queda un poco acartonada. El derecho precisa del jugo de la justicia. Y en esa dirección apunta la ética: no sólo en la consumación del derecho, sino también en la justicia por venir. El derecho de la persona no se vincula a una existencia más rica ni más poderosa del individuo, ni tampoco a un espíritu vivo universal, sino más bien al puro uno de la realidad abstracta, a ese uno como autoconciencia en general. Derecho y derecho de propiedad son, para Hegel, expresiones idénticas.

 



Estamos por ello aún en los espacios del reparto, pero no de la distribución. La idea de distribución incluye una noción de justicia toda vez que tiene en cuenta una singularidad, la singularidad de una situación. ¿Es que es lo mismo repartir que distribuir? ¿Es lo mismo tomar parte que formar parte de lo común? Porque la noción de comunidad, que es la base de toda la comunicación, que está en el corazón de la fraternidad hegeliana, va en la dirección de formar parte de algo, no de tomar parte en ello. Y con esto, dado que el derecho como derecho de propiedad en Hegel no agota la dimensión de la justicia, nos encontramos con instituciones políticas que, en Roma, todavía se concentraban en una persona, en donde no había aún cohesión moral, en donde la voluntad del emperador estaba por encima de todo y la igualdad bajo ella. Y hemos de recordar al respecto algo bien importante. No se trata de sustituir sin más la voluntad del emperador por la voluntad del pueblo. No se agota ahí aquello a lo que Hegel apunta. Todo consiste en que ese lugar no esté ocupado por una voluntad. Esto nos llama en la dirección de una comunidad que va mucho más allá de la forma bajo la que nosotros mismos nos hemos configurado. Y entonces ya no vale decir que Hegel tiene una idea impositiva. Se trata de ver, más bien, hasta qué punto no somos sino nosotros quienes la hacemos realidad, toda vez que hay caminos que en Hegel apuntan en la dirección de una comunidad en donde cabe ser singular en el seno de lo común, en el seno de una comunidad que aún, tal vez, está por venir: la comunidad de los seres libres, diversos, razonables.



En todo caso, si nosotros estamos en este singular que sólo es verdadero como pluralidad universal de la singularidad, y si separado de ésta el sí-mismo solitario es de hecho el sí-mismo irreal carente de fuerza, ocurre que el señor del mundo tiene la conciencia real de lo que es, de la potencia universal de la realidad en la violencia destructora que ejerce contra el sí-mismo de sus súbditos enfrentados a él. Ocurre que esta validez universal de la autoconciencia es la realidad para ella extraña, que esta validez es la realidad universal del sí-mismo. Pero ocurre también de un modo inmediato la inversión, la pérdida de su esencia. Por tanto, cada estadio del desarrollo de la libertad tendrá su propio derecho. La historia del espíritu es su acción, pues el espíritu no es más que lo que hace y su acción es, en cuanto espíritu, hacerse objeto de su conciencia, aprehenderse a sí mismo explicitándose. Es la superación de la eticidad natural hacia la unidad absoluta, es decir, hacia la vida política de un pueblo.



El pueblo, esta expresión tan manipulada, tan pisoteada, tan esgrimida como bandera para hacer valer la diferencia, esgrimida para no reconocer lo común, usurpada por quienes se atribuyen y se apropian el discurso del pueblo, por quienes dicen hablar en nombre del pueblo, es para Hegel el espíritu en su racionalidad sustancial y en su realidad inmediata y, por tanto, el poder absoluto sobre la tierra. Cuando se habla de Declaración Universal de los Derechos Humanos, son los pueblos quienes la firman. Como consecuencia de ello, un Estado tiene frente a otro una independencia soberana. Pero es aquí donde Hegel pasa a ser aún más grande. Señala que así como el individuo no es una persona real sin la relación con las otras personas, así tampoco el Estado es sin la relación con otros Estados (Ph.R. §331, Anm.). Esta necesidad de reconocimiento es clave para Hegel, pero no para los griegos. No lo es para la democracia ateniense, esta forma antigua de dichosa y bella libertad que todavía no ha hecho esta trayectoria de fraternización. No lo es para esa forma en la que se desdoblan, por un lado, lo universal y, por el otro, lo singular. No lo es para los griegos, que obedecen a lo universal porque no hay para ellos un absoluto ser dentro de sí, porque la unidad sustancial de lo finito y lo infinito se tiene ahí sólo como un fundamento misterioso. Si nos detenemos a pensar en esto, veremos que no es suficiente la belleza, que si ésta no va vinculada a la verdad del obrar no es belleza concreta. Veremos que sólo ha de ser bella, en última instancia, la forma de vivir de alguien en su obrar para que así esa belleza sea concretamente la belleza en el ámbito de una comunidad. Veremos que lo que tenemos que lograr de verdad es que nuestra forma de vivir tenga esa belleza a través de nuestro obrar. Y no de nuestro obrar aislado, sino de nuestro obrar fraternal con otros en el seno de la reconciliación, en el seno de una comunidad. Porque sólo así –a decir de Hegel– seremos concretamente seres singulares y libres, es decir, aquellos que viven por mor de la justicia.



MIEMBROS DE UNA COMUNIDAD



En tal caso, no es suficiente con alcanzar la templanza y la claridad en la belleza, bajo una eticidad libre y alegre, porque la decisión última de la voluntad no corresponde a la subjetividad de la autoconciencia. Esa decisión está depositada afuera y alto. No se admite en su libertad la particularidad propia de la necesidad, sino que se la relega a una suerte de esclavos. Por ello, queda aún un camino por hacer: el camino de la reconciliación, el sí de la reconciliación, en el que los dos yo –sean ley humana y ley divina, sean comunidad e individualidad, sean un pueblo u otro– hacen dejación de su ser contrapuesto.

Porque Hegel ha dicho, de modo enigmático y extraordinario, que la fuerza del espíritu es tan grande como su exteriorización (Äusserung), que incluso «se atreve a desplegarse y a perderse» en otra forma (Ph.G. 14/12-14; 11). Este «despojarse de la forma de sí mismo es la más alta libertad y seguridad de sí mismo» (Ph.G. 432/36-37; 472). De este modo el espíritu se ofrece «bajo la forma del libre acaecer contingente» (Ph.G. 433/6-7; 472).



Y entonces ya no se trata de que el espíritu está en la conciencia. Se trata de que el espíritu se presenta como conciencia, pues Hegel ha dicho una y otra vez que la Fenomenología del espíritu no está escrita al dictado del espíritu, de un Absoluto –es lo Absoluto, no el Absoluto–. El espíritu está como conciencia y conciencia no es, en la Fenomenología del espíritu, sino Bewusstsein, una relación entre el ser y el saber. La fenomenología del espíritu ofrece las formas bajo las que aparecen las relaciones entre el ser y el saber: es lo sabido del ser. También en nuestro lenguaje ordinario decimos que tener conciencia de algo es saber lo que algo es. Pero la conciencia no es ningún ámbito psicológico ni interiorista para Hegel. Es y dice los modos bajo los que las relaciones entre el ser y el saber se han presentado a lo largo de la historia. El único método –así lo señala Hegel en la «Introducción» de la Fenomenología del espíritu– es el fenomenológico, que es la exposición o presentación –Darstellung– del saber tal y como se manifiesta (Ph.G. 55/30; 54). Y el saber se manifiesta siempre en su relación con el ser, nunca aisladamente. Saber es siempre saber algo y ser algo es siempre ser sabido. Si estas relaciones entre el ser y el saber se presentan así, el sí que hemos de dar es el sí de la reconciliación. Y si el espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento, esa dejación y ese desprendimiento son activos. Adopta la forma del libre acaecer contingente, mira cara a cara a lo negativo, permanece cerca de ello y todo esto es la fuerza mágica que hace que lo negativo vuelva al ser.



Por eso, el tránsito que hemos hecho aquí de la familia a la sociedad civil por el principio de esta personalidad hace que la familia se divida en una multitud de familias que se comportan unas con respecto a otras como personas concretas y, por tanto, de un modo que es aún exterior e independiente. Hemos de caminar en esta acción recíproca no sólo para resolver satisfactoriamente las necesidades, sino para encontrar la mutua implicación de lo singular dentro de esta totalidad que llamamos «comunidad».



A ello responde el que aprendamos tanto con la elocuente estructura de los Principios fundamentales de filosofía del derecho, pues coincide con la posición que en esta ocasión buscamos subrayar. Esta obra tiene tres partes: derecho abstracto, moralidad y eticidad. Parecería entonces que si nos quedamos en el derecho abstracto, devenimos personas, somos personas. Y hay muchos que hablan con emoción de esta abstracción: todos somos personas. Bastaría con recordar el ejemplo de la inmigración para mostrar las limitaciones de esta posición. «Todos somos personas, ellos también son personas», se dice. Y reconocemos sus derechos abstractos como personas: «Ellos también tienen derechos». Los derechos humanos han de fortalecerse y de reescribirse incluyendo algunos aspectos que alcancen también a la capacidad de movilidad o a los derechos que tienen que ver más directamente con este nuevo rostro de la inmigración. «Ellos, los inmigrantes, son también seres humanos, son también personas...», se suele decir, con estupor para nosotros, como si tuvieran derechos a pesar de ser diferentes cuando los tienen precisamente por serlo. El derecho a la diferencia no ha de suponer una diferencia de derechos. Pero ahí no acaba el derecho –ni siquiera los Principios fundamentales de filosofía del derecho– porque después se accede a la moralidad. Y en la moralidad ya no sólo somos personas: somos sujetos, sujetos de pleno derecho. Es ahí donde se da la relación del yo al tú, del tú al yo. Es ahí donde podemos darnos formas de amor interpersonales, intersubjetivas, pero insuficientes. No basta con ser sujetos ni personas. Lo que nos queda es ser miembros de pleno derecho en una comunidad. Y esto es la eticidad, el espacio en el que somos miembros activos de una comunidad –y no sólo personas o sujetos del derecho o de moralidad–. Aquí es donde, por ejemplo, con la inmigración no caben posiciones tibias. Ser miembros de pleno derecho es tener capacidad de exigir y de tener educación, sanidad, participación en las decisiones, elecciones o votaciones y con esto la cosa se pone más complicada. Y más adecuada. Reconocer al otro como persona no exige un alto precio; como sujeto, puede resultar pesado; pero como miembro es la consideración digna, la de ser libre y justo en una comunidad.



Hegel nos propone que seamos miembros de una comunidad, que seamos hermanos y hermanas, que digamos el sí de la reconciliación. Si un hombre muere, la familia permanece –dice Hegel–. Pero en tanto ella es una persona pura, es también una propiedad, es decir, en tanto que persona pura no muere. Y tal es la clave –a su juicio– de que se pueda testar cuando alguien muere. Esta ambigüedad del matrimonio como voluntad que es el reconocimiento total de un viviente vivo por otro, se mueve aún en la ambigüedad de la naturaleza. Ni el matrimonio ni el individuo son sólo un momento. Sólo son uno en el seno de una familia, sólo se es alguien en la comunidad.



Sí se puede, por tanto, testar, de ahí que el matrimonio se presente como reconocimiento total de un viviente, vivo, por otro. Así se ofrece la ambigüedad de naturaleza y voluntad. En el matrimonio, el individuo sólo es un momento, sólo es uno con la familia. Únicamente el Estado será «la realización efectiva de la idea ética» (Ph.R. §257) y el individuo sólo tiene objetividad, verdad y ética, si forma parte de él. La unión como tal es ella misma el fin y el contenido verdadero y la determinación de los individuos es llevar una vida universal. Por eso, como subrayaremos, la verdadera subjetivación es el proceso de devenir miembro.



Sabemos ya entonces con Hegel que cada estadio del desarrollo de la idea de libertad tiene su propio derecho (Ph.R. §30). Sabemos ya, por tanto, con Hegel, que la historia del espíritu es su acción, pues el espíritu no es más que lo que hace, y su acción es hacerse, en cuanto espíritu, objeto de su conciencia, aprehenderse a sí mismo explicitándose (Ph.R. §343). Así que la superación de la eticidad natural hacia la unidad absoluta es la vida política de un pueblo: «El pueblo, en cuanto Estado, es el espíritu en su racionalidad sustancial y en su realidad inmediata y por lo tanto el poder absoluto sobre la tierra. Como consecuencia de ello, un Estado tiene frente a otro una independencia soberana » (Ph.R. §331). Podrían de aquí extraerse algunas consideraciones políticas en esta entronización del pueblo como espíritu en su racionalidad sustancial, podrían hacerse discursos fáciles sobre esta independencia soberana del pueblo como realidad inmediata, racionalidad sustancial, pero si no hay reconciliación y reconocimiento, no hay nada concreto. Así como «el individuo no es una persona real sin la relación con otras personas» (Ph.R. §71), así tampoco el Estado es un individuo sin relación con otros Estados, ni es propiamente algo concreto. El Estado, en tanto que soberanía ética absoluta, es sólo la vida ética verdadera del singular. Lo que nos importa en el espíritu es la verdadera reconciliación que despliega al Estado como imagen y efectiva realidad de la razón.

 



Por eso, la unidad de la individualidad y de lo universal adopta estas dos formas: la forma antigua, la bella libertad dichosa de los griegos, y la forma moderna que reposa en un carácter más elevado e ignorado por los antiguos. La forma antigua de esta individualidad o bella libertad dichosa es la democracia ateniense. La unidad de la individualidad y de lo universal se opera en los individuos mismos que se desdoblan en una parte universal y en otra singular. El griego obedece a lo universal. Es curioso y significativo que Hegel diga «obedece a lo universal»,y ésta es su acción, por convicción o no, y esto no es lo determinante. Que la convicción, a decir de Hegel, sea decisiva para los alemanes es algo que le parece muy bien, pero para los griegos, subraya, no lo es. Lo que es decisivo es que obedezcan.



Ya dijimos que, para los griegos, fuera de la comunidad o se era esclavo, carente de comunidad y de sus derechos, o se era idiota. Idiotes es exactamente un ser aislado, individual, que no tiene ninguna conciencia por lo social, por lo político, por lo público. Al que le ocurre esto es literalmente un idiota. Y Hegel nos propone que no seamos idiotas, ni esclavos. Nos recuerda que sólo encontraremos nuestra singularidad a través de la particularidad en el seno de lo común. Porque ser sólo individuo es una abstracción que nos deja simplemente en el ámbito de las personas, pero ser alguien singular en el seno de lo común nos hace éticamente decisivos. El individuo sólo tiene objetividad, verdad y ética si forma parte de esta comunidad. La unión es el fin y el contenido verdadero. Y la determinación de los individuos es llevar una vida universal. Ese proceso de subjetivación que la filosofía contemporánea defiende frente a la subjetividad no es sino el proceso de devenir miembro activo y de pleno derecho de una comunidad. Y en estas configuraciones de nuestro tiempo cabe preguntarse dónde está lo común, dónde está la comunidad, dónde están los hombres libres y singulares que luchan por la justicia.





 «La actividad del separar es la fuerza y la labor del entendimiento, de la más grande y maravillosa de las potencias o, mejor dicho, de la potencia absoluta», G. W. F. Hegel: Phänomenologie des Geistes, Gesammelte Werke (Hrsg. von W. Bonsiepen und R. Heede), Hamburgo, Felix Meiner, 1980, Bd. 9, Vorrede, p. 27, líneas 18-20. Hay versión castellana: Fenomenología del espíritu, trad. cast. de W. Roces, México, FCE, 1966 (1973), «Prólogo», p. 23 (a partir de ahora, Ph.G.,más página y línea del original alemán, seguida, tras punto y coma, de la página de la traducción castellana). Tal es, en realidad, «la potencia portentosa de lo negativo» (Ph.G. 27/24; 23).



 A ello nos referimos con anterioridad (Ph.G. 262/25; 392).



 M. Heidegger: «Hegel und die Griechen», Wegmarken,Fráncfort del Meno, Vittorio Klostermann, 1967, p. 438. Hay versión castellana: «Hegel y los griegos», Hitos, trad. cast. de A. Leyte y H. Cortés, Madrid, Alianza Editorial, 2000, p. 354.



 Ibíd., p. 428 (trad. cast., p. 346).



 Ibíd., p. 434 (trad. cast., p. 350).



 J. Taminiaux: La nostalgie de la Grèce à l’aube de l’idéalisme all