Read the book: «El artista en el laboratorio»
Director de la colección: Fernando Sapiña Coordinación: Soledad Rubio |
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© Del texto: Xavier Duran, 2008
© De la traducción: Coral Barrachina, 2008
© De la presente edición:
Càtedra de Divulgació de la Ciència, 2008
cdciencia@uv.es
Publicacions de la Universitat de València, 2008
publicacions@uv.es
Producción editorial: Maite Simón
Interior
Diseño: Inmaculada Mesa
Corrección: Pau Viciano
Cubierta
Diseño original: Enric Solbes
Grafismo: Celso Hernández de la Figuera
Realización de ePub: produccioneditorial.com
ISBN: xxx-xx-xxx-xxxx-x
PRÓLOGO
Ciencia y estética
El espejo es nuestro maestro.
LEONARDO DA VINCI
Hay pocas ocasiones de comprobar las conexiones entre los avances científicos y la evolución artística. Ciertamente, muchos de estos avances han surgido a lo largo del tiempo ligados a descubrimientos de orden material, físico o químico. Siempre me ha sorprendido la relación que la pintura a plein air y, de rebote, el impresionismo mantienen con la industrialización y comercialización del tubo de pintura que permite al artista trabajar fuera del taller y hacer una incursión directa en la naturaleza.
La evolución del arte tiene mucho que ver con el progreso de los descubrimientos científicos. Este desarrollo evolucionista y darwiniano aplicado a las artes es el que Xavier Duran refleja en este libro, que sintetiza de forma breve y demostrativa el viaje que la ciencia hace hacia el arte y que el arte hace hacia la ciencia, como una cinta de Moebius, que no tiene principio ni final.
El artista en el laboratorio es una crónica de esta evolución, un pasaje que une el sentido del arte a las inquietudes científicas de cada época y a cada pequeño descubrimiento. Gracias a estos hallazgos, el arte ha ido avanzando desde las cuevas de Altamira y Lascaux hasta nuestros días. Cada página del libro nos revela un secreto, un porqué, pero el hecho de desvelarlo y hacerlo asequible no reduce en ningún momento el hecho poético, al contrario, lo potencia y lo hace crecer en el contexto de la realidad de cada época.
La primera parte del libro, dedicada al color y la materia, constituye un laboratorio material de la historia del arte, donde se dan a conocer desde los métodos de la química más rudimentaria y sencilla hasta el origen mineral de los pigmentos, la teoría de los colores, el control de las materias, las leyes ópticas, las nuevas aportaciones de la química a la pintura, las nuevas técnicas de reproducción y, también, el advenimiento de las pinturas industriales y el avance en las radiografías que ha permitido descubrir los cuadros escondidos que hay en algunos cuadros famosos, así como las falsificaciones encubiertas.
La evolución de los materiales y de la ciencia que la acompaña demuestra que es un factor intrínseco para el progreso del arte y también del hombre y la humanidad. Sin el descubrimiento del aceite como aglutinante, nunca se habría pasado de la pintura al temple de huevo a otro tipo de pintura más luminosa, basada en capas superpuestas, como lo demuestra la pintura de los Arnolfini de Van Eyck.
Si el recorrido del libro evidencia que los materiales son básicos para establecer una gramática de la creación, la segunda parte se adentra precisamente en los sistemas de representación, en las diversas visiones del mundo que se encuentran en procesos más abstractos, como la geometría, la euclidiana y la no euclidiana, que promueve un matemático como Henri Poincaré, las proporciones áureas, la geometría del arte y la vida, el humanismo matemático, la deformación del espejo manierista, las proporciones armoniosas de Fibonnacci, las cámaras oscuras como precedente de las cámaras fotográficas, un orden en el espacio que es analizado desde los efectos de la geometría analítica de Descartes hasta las estructuras fractales que se esconden en los cuadros de Pollock.
No hay método o descubrimiento que no salga en este recorrido de Xavier Duran, que también estudia los tratados de anatomía, las vinculaciones entre el arte y la medicina, la nueva mirada que ha ofrecido el descubrimiento del microscopio, la relación entre las nuevas ciencias médicas, como el psicoanálisis y el surrealismo, sin olvidar la especial relación que algún artista excepcional como Salvador Dalí tuvo con la mecánica cuántica, la cuarta dimensión, la teoría de las catástrofes o el descubrimiento del ADN.
A lo largo del siglo XX, el paralelismo entre arte y ciencia ha encontrado en el modelo maquinista la metáfora del progreso vital y científico. Sobre el antecedente de Leonardo, el arte ha pintado la industrialización, el ferrocarril, se ha maravillado frente a la máquina de vapor a punto de arrancar que inspiró a André Breton el modelo de belleza convulsa que quiso imponer al surrealismo. Un modelo maquinista que se desgrana por las principales corrientes pictóricas y escultóricas de las vanguardias, desde el futurismo y el cubismo hasta el suprematismo y el constructivismo ruso, que lo convierte en su utopía. Pero también la máquina como modelo erótico, que empieza en la literatura de finales del siglo XIX, con Roussel, Jarry, Lautréamont, Huysmans, y termina en el arte de la mano de Marcel Duchamp, Francis Picabia o Max Ernst. Arte y ciencia, hombre y máquina viven inmersos en la ironía del maquinismo humanista, máquinas negadas a su funcionamiento, máquinas solteras destinadas solamente a demostrar que el arte ha cambiado de patrón y que la naturaleza ha dejado de ser el modelo de belleza para dejar paso definitivamente al artificio.
Más allá del maridaje entre arte, ciencia y pensamiento, este libro muestra cómo el espíritu de descubrimiento es inherente al ser humano, a su evolución y a sus formas de expresión. Es un viaje de ida y vuelta desde la base de los conocimientos científicos, especialmente de orden físico, a la aplicación que han tenido en el arte y sus resultados artísticos y, al mismo tiempo, demuestra que el imaginario encuentra en la ciencia y sus hallazgos los instrumentos para hacer posibles nuevos lenguajes. La lectura de ocho cuadros de acuerdo con el espíritu demostrativo y divulgativo del libro sirve de epílogo, y cierra un proceso de síntesis que invita al lector a adentrarse en los secretos del laboratorio del artista y a correr millas por los pasillos invisibles de la ciencia, que de vez en cuando se han hecho realidad.
Es esta suma de realidades la que Xavier Duran nos ofrece en este libro, lleno de sugerencias y de un montón de conocimientos que nunca habríamos encontrado juntos en un mismo cajón: el de la ciencia y el arte.
PILAR PARCERISAS
¿Por qué queremos separar el conocimiento de la emoción?
JEAN-PIERRE LUMINET
Aunque la ciencia reposa firmemente en los datos empíricos, las buenas teorías requieren la misma clase de creatividad y saltos intuitivos que los artistas muestran en sus trabajos. En este sentido, los buenos científicos y los buenos artistas son muy parecidos, cada uno intentando interpretar el mundo y presentando sus modelos de realidad.
ROBERT D. HUERTA
INTRODUCCIÓN
Para muchos deben de ser como el agua y el aceite: inmiscibles. ¿Qué tendrán que ver arte y ciencia? El objetivo de este libro es mostrar que tienen mucho en común. No se trata de una historia del arte desde el punto de vista de la ciencia, sino de un intento de destacar numerosos casos de interrelación entre estas dos ramas de la cultura. Tampoco tiene como objetivo discutir superioridades de una sobre otra. Pretende ser un punto de encuentro, no de divergencia.
El tema puede sorprender por su amplitud y complejidad. Hojear libros como Explorando lo invisible. Arte, ciencia y lo espiritual, de Lynn Gamwell –entre otras cosas, encargada de la Galería de Arte de la Academia de Ciencias de Nueva York y profesora de ciencias en la Escuela de Artes Visuales de la misma ciudad– o La ciencia del arte y Visualizaciones, de Martin Kemp –profesor de historia del arte en la Universidad de Oxford– permite constatarlo. Por eso, una obra como ésta –y más siendo de divulgación– no puede pretender de ningún modo ser exhaustiva. Querer abarcarlo todo e incluir el máximo de referencias la habría convertido en un simple sumario detallado de las relaciones entre arte y ciencia. Habría impedido profundizar en algunos temas y habría hecho más complejo el intento de escribir una obra comprensible. Por eso, sólo quiere ofrecer unas pinceladas –nunca mejor dicho– sobre este tema.
Unas pinceladas, sin embargo, que consideramos suficientes para mostrar que arte y ciencia no son dos disciplinas alejadas y que no sólo se han interrelacionado a lo largo de la historia, sino que se han beneficiado mutuamente. La primer parte incide en los materiales. Así, el primer capítulo habla de la teoría de los colores, del origen de los diversos pigmentos y del trabajo conjunto que artesanos, químicos y artistas e incluso fisiólogos han desarrollado. Esta colaboración, en ocasiones accidental, ha facilitado los trabajos de los artistas, pero también ha ayudado a los científicos a realizar ciertos estudios. Y, como explicamos, los análisis permiten atribuir o descartar autorías y detectar falsificaciones. El segundo capítulo habla de otros materiales, como barro, vidrio y acero. Expone, por una parte, los conocimientos artísticos, históricos o antropológicos que nos pueden aportar los análisis de obras de arte. Por otra parte, destaca cómo nuevos materiales abrieron la vía a la creación de obras diferentes.
La segunda parte está dedicada a los procesos de creación y al análisis de obras y de corrientes. Quizás sea aquí donde se ve mejor la interrelación entre científicos y artistas, y que los beneficios son mutuos. La geometría como herramienta para plasmar escenas, los organismos vivos como inspiración, la industrialización y las máquinas como nuevos motivos en los cuadros y la cosmología y la nueva física como elementos creativos son temas que van desde la ciencia hacia el arte. Pero el dibujo riguroso y detallado de formas geométricas, de animales, del cuerpo humano, los juegos de perspectivas, las ilustraciones de máquinas y de procesos y la representación de observaciones astronómicas van claramente en el otro sentido y demuestran que los artistas han sido esenciales en el desarrollo y la difusión del conocimiento científico.
La influencia de algunas teorías o conceptos científicos en ciertos artistas o corrientes es evidente. En otros casos puede ser más discutible. Hemos intentado equilibrar los juicios y no extraer conclusiones demasiado aventuradas. También hemos tratado de ofrecer opiniones diversas en algunos casos. En todo caso, la influencia científica nunca debe entenderse como algo que rebaje el mérito de los artistas ni su capacidad creativa o su genialidad. Como decíamos antes, está muy lejos de nuestro propósito discutir ningún tipo de superioridad de la ciencia sobre el arte o a la inversa. Pero creemos que obviar la influencia mutua puede empobrecer algunos análisis, tanto desde un punto de vista como desde el otro.
El último capítulo es una visión general de ocho obras, de las cuales se hace una lectura científica, evidente en algunos casos y más escondida en otros.
Probablemente habrá personas que echen en falta muchos temas, referencias, personajes y ejemplos. No nos hemos adentrado demasiado, por ejemplo, en la aplicación de las tecnologías más modernas a la creación artística. Por una parte, porque el espacio es limitado y, por otra, porque en estos casos la influencia tecnológica es evidente y nosotros pretendíamos destacar aspectos más ocultos de la relación entre arte y ciencia. Pero que el lector piense en muchos otros temas que se podían haber incluido es bueno. Demostraría que la relación entre arte y ciencia es imposible de abarcar en su totalidad. Seguro que entre las virutas que hemos dejado caer al tallar la figura hay algunas que habrían merecido más atención. Pero, como sabemos, los restos siempre se pueden recoger para convertirlos en materia prima para otras obras.
PRIMERA PARTE
EL COLOR Y LA MATERIA
CAPÍTULO 1. LA BÚSQUEDA DEL COLOR
Sería absurdo que un hombre intentara explicar la ley de la percepción, de acuerdo con la cual se forman los diferentes colores, aunque la conociera, ya que no podría ofrecer un razonamiento preciso, ni siquiera una explicación tolerable o probable.
PLATÓN
Saltan electrones entre niveles:
cascadas de colores:
pintura.
Ya no naturaleza muerta,
paisaje ni figura:
pigmentos,
fotones.
DAVID JOU
LOS COLORES DE LAS CAVERNAS
Un hombre, un bisonte, un rinoceronte, un pájaro, un caballo... La llamada Escena de los Pozos, de la cueva de Lascaux, en Perigord, es un buen muestrario de animales, todos ellos personajes de una escena de caza con un simbolismo que se presta a diversas interpretaciones. Fue pintada durante el magdaleniense, última cultura del paleolítico superior. El artista que hace unos 15.000 años elaboró esta escena es uno de los pintores con la obra conocida más perdurable. Al margen de la acogida que tuviera entre sus contemporáneos, hay pocos artistas preciados –si bien, en este caso, anónimo– que hayan tardado tanto en ser descubiertos, ni muchas obras más antiguas que mantengan el favor de crítica y público.
La cueva de Lascaux se denominó «la Capilla Sixtina del arte prehistórico» –cosa que también se ha dicho de las cuevas de Altamira, en Cantabria–. Es curioso que en ambos casos las pinturas rupestres fueran descubiertas por niños. En el caso de Altamira, los ojos de los adultos habían estado ignorando durante once años el tesoro que guardaba aquella cueva descubierta por un cazador en 1868. El propietario de las tierras en que se encontraba, Marcelino Sanz de Sautuola, realizó diversas incursiones para estudiar qué señales habían dejado los humanos que miles de años antes la habían habitado. Pero tuvo que ser su hija María, de ocho años, quien en 1879 levantara la cabeza y anunciara con un grito a su padre que en el techo había toros. Como comprobó enseguida aquel aristócrata y estudioso, en realidad eran bisontes, dibujados con trazos firmes y pintados después de ocre y negro.
Por lo que respecta a Lascaux, fueron tres niños que buscaban refugio de una tormenta los que la descubrieron en 1940. Así, abrieron la puerta a una de las galerías de arte más preciadas del mundo. Y más vulnerables, porque hacia los años sesenta se constató que las pinturas de Lascaux se degradaban con rapidez a causa del dióxido de carbono expirado por los numerosos visitantes y de la luz eléctrica que permitía contemplar las pinturas. Lo que se había mantenido durante miles de años se estaba destruyendo en un par de décadas. El arte prehistórico es perdurable mientras ignoramos su existen-cia. ¡Y, lamentablemente, una vez descubierto debe preservarse de las miradas! Por suerte, la técnica ha permitido crear una réplica de las cuevas, abierta a unos visitantes que tienen que conformarse con el sucedáneo.
El sur de Francia, muy cerca de los Pirineos, ocultaba una sorpresa aún más impactante. En 1994 Jean-Marie Chauvet descubrió la cueva que lleva su nombre. La cueva de Chauvet tiene unas pinturas con 30.000 años de antigüedad, con un inmenso friso lleno de animales: leones, rinocerontes, bisontes, mamuts y un ciervo.
Las pinturas de Lascaux nos ilustran sobre la destreza de aquellos artistas primitivos, que con medios limitados crearon obras impresionantes. Pero también nos instruyen sobre un tipo de química rudimentaria y sencilla, que tenía como objetivo obtener colores para pintar en las paredes.
La datación de las pinturas prehistóricas se puede hacer de diferentes maneras. La mayoría de los métodos son indirectos: no se data la pintura, sino su entorno. Se pueden recoger objetos que se asocien con el momento en el que se debió de pintar la obra. Pueden ser utensilios domésticos, herramientas, objetos simbólicos o restos animales o humanos. Estos últimos, al ser orgánicos, pueden datarse por el método del carbono-14. Y muchos utensilios, si están hechos de materia orgánica –como madera– o contienen restos –si han servido para cocinar, por ejemplo– también son susceptibles de que se les aplique este método.
El método del carbono-14 es muy popular, o al menos su nombre. Pero, ¿en qué consiste? El método toma el nombre de uno de los isótopos del carbono. Y puesto que los isótopos serán personajes recurrentes en esta historia de los colores, mejor será que nos detengamos en ellos. Cada elemento químico tiene, en su núcleo atómico, un número determinado de protones –partículas eléctricamente positivas–. La cantidad que tiene es lo que se denomina número atómico y es característico de cada elemento: el hidrógeno tiene un protón, el helio dos, el litio tres... Es una especie de número de carné de identidad químico, personal e intransferible. No hay hidrógeno con dos protones ni helio con uno o tres.
Pero en el mismo núcleo hay unas partículas eléctricamente neutras llamadas, lógicamente, neutrones. La suma de protones y neutrones da lo que conocemos como peso atómico. Los elementos pueden tener una cantidad variable de neutrones, y aquí sí que puede haber coincidencias. Y esto es lo que da lugar a los isótopos. Así, el hidrógeno, normalmente, no tiene ningún neutrón. Pero cuando tiene uno, lo que también es posible, lo llamamos deuterio. Y si tiene dos, tritio. El número atómico –el elemento químico– es el mismo, pero el peso atómico varía. No deja de ser hidrógeno, si bien en formas un poco más pesadas y con algunas propiedades ligeramente diferentes. Sin embargo, siempre ocuparán el primer lugar de la tabla periódica de los elementos, el reservado para el hidrógeno. Y por eso, porque están en el mismo lugar, se denominan isótopos –del griego, ísos, ‘mismo’, y tópos, ‘lugar’–.
El carbono, el elemento en el que se basa la vida en la Tierra, tiene tres isótopos. Uno es el carbono-12 –la cifra indica el peso atómico–, que tiene seis protones y seis neutrones. Otro tipo de carbono tiene siete neutrones: es el carbono-13. Y un tercero tiene ocho neutrones y se denomina carbono-14. Éste último es radiactivo y, por eso, se va desintegrando lentamente. Su vida media –el tiempo que su concentración tarda en reducirse a la mitad– es de 5.730 años.
El carbono en la atmósfera terrestre es una mezcla que tiene una cantidad constante de los tres isótopos. Por tanto, todos los seres vivos que participan del ciclo del carbono –es decir, absolutamente todos– incorporan este elemento en una proporción exactamente igual. En otras palabras: todos los seres vivos del planeta tenemos la misma cantidad de carbono-14 en relación al carbono-12 y 13.
Cuando un ser vivo muere, deja de capturar carbono del entorno. Y, por tanto, ya no asimila más carbono-14. Tampoco, evidentemente, carbono-12 ni 13. Pero mientras estos dos son isótopos estables, el carbono 14 va desintegrándose a su ritmo lento. El resultado es que cada vez la materia orgánica muerta contiene menos proporción de carbono-14. A alguien se le ocurrió que, conociendo el ritmo de desintegración, el porcentaje de carbono-14 podría servir de calendario. Cualquier residuo orgánico tendrá menos carbono-14 –en relación a los otros dos isótopos– cuanto más tiempo haga que murió el organismo del que procede. Por tanto, una herramienta de madera tendrá una proporción de carbono-14 que empezó a disminuir el día que cortaron el árbol del que la obtuvieron.
Así pues, la datación por carbono-14 sirve para establecer la edad de ciertos elementos que acompañan a las pinturas y, por extensión, la edad de éstas. Eso implica, en primer lugar, razonar muy bien que aquellos utensilios y las pinturas son de la misma época. Y, por otra, aplicar con cuidado la datación por el método del carbono-14. Es cierto que en determinadas circunstancias algunos restos pueden haber asimilado aún una cierta cantidad de este isótopo radiactivo. Y que el ritmo de desintegración puede presentar cierto desajuste respecto a los años naturales. Por eso, cuanto más antiguos son los restos, más margen de error puede haber. Pero tras cinco décadas de aplicación, estas desviaciones han sido bien estudiadas y establecidas. Hoy en día el método del carbono-14, bien aplicado, tiene en cuenta las correcciones necesarias y un margen de error pequeño. Otra cosa es que algunas dataciones no gusten a determinadas personas porque no concuerdan con sus teorías o creencias. Y, naturalmente, la ciencia siempre está abierta a mejoras en sus métodos de trabajo y a considerar las dudas razonables.
La datación de las pinturas se pueden basar en hallazgos arqueológicos o paleontológicos. Los objetos asociados con las pinturas pueden datarse de acuerdo con su estilo o material y los arqueólogos pueden atribuirles una antigüedad determinada.
Un ejemplo de la asociación basada en la paleontología lo tenemos en la Cova Fosca, en Ares del Maestrat, en la que hay unas pinturas de gran valor que indican el inicio del arte prehistórico en el País Valenciano. Hasta ahora se creía que tenían unos 6.000 años de antigüedad. Pero un equipo de la Universidad Jaume I de Castellón, dirigido por Carme Olària, encontró, en julio de 2003, el esqueleto de un niño que tenía entre ocho y diez años y al que bautizaron con el nombre de Anuc. De entrada, Anuc podía haber muerto hace unos 9.000 años, ya que los sedimentos en los que se habían encontrado los restos tenían esta antigüedad. Pero el análisis por el método del carbono-14 lo hizo más antiguo: había muerto hace unos 12.000 años, en el período conocido como epipaleolítico inicial. De esta forma, se retrasaba la fecha en la que empezó a habitarse esta zona y, lógicamente, también la fecha en la que el hombre primitivo empezó a decorar las cuevas con sentido artístico.
Pero las dataciones también pueden hacerse de manera directa. Básicamente, las pinturas se obtenían a partir de minerales. Para que se cogieran bien a la pared alguien debió de descubrir que se podían utilizar grasas o extractos vegetales. La extracción de esta fracción orgánica se puede datar también con el sistema del carbono-14. Evidentemente, ha sido necesario esperar a métodos que permitieran realizar los análisis con cantidades minúsculas de materia. Unas cantidades que también nos permiten conocer su composición y saber así de dónde sacaban las pinturas los hombres primitivos. Se han descubierto aglutinantes como la clara de huevo, la cera de abeja o la grasa animal.
Esto último ha permitido dar un paso más en la sofisticación de los estudios. El análisis del adn –la sustancia portadora del mensaje genético– ha permitido identificar de qué animales se extraía esta grasa. El proceso consiste en comparar este adn con el de animales que pudieran haber sido utilizados para obtener la grasa. Aunque no haya una coincidencia absoluta, esto nos puede permitir contar con una buena aproximación. Así, se ha sabido que en la pintura que hay en el dolmen de Pedra Coberta, en Galicia, se utilizó un aglutinante orgánico procedente de un mamífero del orden de los artiodáctilos –al que pertenecen, entre otros, los bóvidos–. Todos estos datos ayudan a conocer mejor no sólo las pinturas y su proceso de realización, sino también la cultura de los pueblos o las especies que había en ese lugar y en esa época.
La paleta de los artistas prehistóricos era limitada. Vemos una gran utilización del negro, quizás porque el carbón era fácil de obtener. También hay rojo, tal vez buscado con avidez por el simbolismo de su identificación con la sangre. Y también hay amarillos. Todos los colores procedían de compuestos que se encontraban al alcance, si bien algunos revelaban cierta inventiva. Así, el blanco procedía de una arcilla blanca, como el caolín, pero también de huesos calcinados y macerados. El rojo provenía de la hematita, que es trióxido de hierro (Fe2O3). Si este mismo compuesto está hidratado (Fe2O3·H2O), se denomina goethita y da color amarillo. El óxido de manganeso (MnO2) daba negro. Algunos minerales, como los que tienen silicato de aluminio (AlSiO4) daban verdes. En algún momento se empezó a hacer mezclas, para obtener otras tonalidades. Y junto con el líquido o la grasa necesarios para extender y mantener el pigmento, el uso del agua de las cavernas para disolver los materiales favoreció la fijación a las paredes. Esta agua es rica en carbonato de calcio, que habría formado unos cristales que potenciaban la adherencia de las pinturas. Los pigmentos eran muy valorados y las excavaciones realizadas en Lascaux muestran que aquellas personas eran capaces de recorrer hasta cuarenta quilómetros para ir a buscar las materias primas necesarias para obtenerlos.
Estos hombres primitivos eran ingeniosos y tenían sentido artístico, pero al principio aún no hacían transformaciones químicas. Trituraban materiales, los mezclaban, probaban nuevos productos. Pasados unos miles de años, los pintores aprendieron procesos sencillos pero que significaban un gran paso adelante. Así lo demuestra el estudio de las pinturas de la cueva de Troubal, de nuevo en el sur de Francia. Los materiales son los mismos que en las otras cuevas, pero los análisis muestran que fueron calentados para obtener un color diferente. Así, la goethita, si se calienta a unos 250 o 300 grados, se deshidrata y se transforma en hematita. Por tanto, en lugar de amarillo proporciona rojo. Es una técnica que más adelante utilizarían los romanos, que con la goethita obtendrían una variada gama de colores.
Hacia el sexto milenio antes de Cristo se decoraron obras cerámicas con arcillas rojas –contenían hierro– que habían sido calentadas para transformarlas en negras. Aquí sí que hay una reacción química. La hematita, de fórmula Fe2O3, se transformaba en magnetita oscura, de fórmula FeO·Fe2O3, o en heroinita (FeO·Al2O3).
El estudio de los pigmentos también sirve para conocer detalles sobre la creación de las pinturas. Así, en la ya citada Escena del pozo, en Lascaux, se ha observado que las capas de color son de grosores diferentes en el caso del rinoceronte y en el del resto de animales –hombre incluido–. Las diferencias son de poco más de una décima de milímetro. También hay alguna diferencia estructural si los pigmentos se miran al microscopio. Esto indica que la pintura con la que se dibujó el rinoceronte no se preparó ni se aplicó al mismo tiempo que el resto del conjunto y que este animal se incorporó más tarde.
El paso de los siglos había proporcionado una paleta más amplia, que se iría haciendo más grande y diversa. Las obras se enriquecían con nuevos colores. Pero, ¿qué es, exactamente, el color? ¿Qué hace que unos objetos sean amarillos y otros verdes o rojos? ¿Y que tengan diversas tonalidades?
LOS SECRETOS DEL ARCOIRIS
Como dice el investigador y ensayista Robert Ornstein: «No existe el color en la naturaleza, ni el sonido ni el olor; sólo hay movimientos de ondas y moléculas». Quizás la frase desencante a muchos románticos. Quizás hagan como el poeta John Keats (1795-1821), que en 1819 se lamentaba de que Isaac Newton (1642-1727) hubiera eliminado una cierta magia al explicar el fenómeno del arco iris –si bien ya había sido descrito antes por René Descartes (1596-1650)–. En todo caso, el lamento del poeta sirve para ilustrar que las explicaciones científicas no siempre son bien recibidas por los que prefieren apreciar simplemente los efectos, sin conocer sus causas. Escribía Keats en «Lamia»:
¿Acaso no vuelan todos los encantos
al mero toque de la fría filosofía?
Una vez había en el cielo un arco iris tremendo;
conocemos su trama, su textura; está indicada
en el insulso catálogo de las cosas comunes.
La Filosofía cercenará las alas de un Ángel,
conquistará todos los misterios con la regla y la línea,
vaciará el aire de fantasmas y la mina de gnomos...
destejerá un arco iris.
Bien diferente era lo que había escrito en 1744 el poeta inglés Mark Akenside (1721-1770) en su poema didáctico «Los placeres de la imaginación», donde empieza diciendo:
Ni jamás
los matices teñidos de primavera del arco iris que se licúa
para mí brillaron tan placenteros como cuando por primera vez
la mano de la ciencia señaló el camino
aunque que los rayos de sol que fulguran desde el oeste
caen sobre la nube acuosa, cuyo sombrío velo
envuelve el oriente, y este aguacero goteante,
abriéndose paso a través de todas las cristalinas convexidades
de las gotas de rocío que se agrupan y se oponen a su trayectoria.
Y que prosigue describiendo de manera poética el fenómeno físico que se produce al incidir la luz en las gotas de la lluvia.
Volvamos a Keats. El 20 de diciembre de 1817, el pintor de escenas heroicas Benjamín Robert Haydon (1786-1846) ofreció una cena a Keats y a los también poetas William Wordsworth (1770-1850) y Charles Lamb (1775-1834) –éste último también era ensayista y crítico–. El pintor explica que Lamb se puso muy alegre e ingenioso y que, en un momento dado, empezó «a lanzar injurias contra mí por haber incluido a Newton en mi cuadro» –se refiere a La entrada de Cristo en Jerusalén–. Según Lamb, Newton era «un tipo que no cree en nada que no esté tan claro como los tres lados de un triángulo».