Free

La Catedral

Text
Mark as finished
Font:Smaller АаLarger Aa

–Pero ¿adónde fue? ¿No la buscaron?

–Tu hermano se puso perdido. ¡Pobre Esteban! Algunas noches lo sorprendimos en ropas menores en el claustro alto, tieso como un poste, mirando al cielo fijamente con unos ojos que parecían de vidrio. No había que hablarle de buscar a la chica: se enfurecía. El escándalo estaba dado, y no quería agravarlo recogiéndola, haciendo entrar a una perdida en la Iglesia Primada, en la honrada casa de los Luna. Más de un año estuvimos en las Claverías como aplastados por este suceso. Parecía que todos llevábamos luto. ¡Ya ves: ocurrir esto en la catedral, aquí, donde pasan los años en santa tranquilidad, sin que nos digamos una palabra más alta que la otra…! Yo me acordé entonces de ti. Parecía imposible que de los Luna, tan tranquilos y formalotes, hubiese podido salir una muchacha con redaños bastantes para escapar a ese Madrid, donde nunca había estado, juntándose con su hombre, sin miedo a Dios y a las gentes. ¿A quién podía parecérsele la mosquita muerta? A su tío, a Gabriel, que iba para santo, y sin embargo, después de hacer la guerra como un lobo, rodaba por el mundo lo mismo que los gitanos.

Gabriel no protestó del concepto que la tía se forjaba de su pasado.

–Y después de la fuga, ¿qué ha sabido usted de la chica?

–Al principio, mucho; después, ni una palabra. Vivían en Madrid los dos juntos, recatándose de la gente, en santa tranquilidad, como si fuesen marido y mujer. Esto duró algún tiempo, y yo misma, al saber tales cosas, dudaba de mi malicia, pensando si el muy condenado se habría vuelto buena persona y acabaría casándose con Sagrario. Pero al año se terminó todo. Él estaba cansado y la familia intervino para que la calaverada no cortase el porvenir del muchacho. Hasta buscaron a la policía para que, amenazando a la chica, no molestase más al oficialete con sus terquedades de abandonada. Luego… nada sé de cierto. De vez en cuando me han dicho algo los que van a Madrid. La han visto algunos, pero mejor hubiese sido que no la vieran. Una vergüenza, Gabriel; una deshonra para vuestra familia, que es la mía. Esa infeliz es lo peor de lo peor. Me han dicho que ha estado muy enferma; creo que aún lo está; figúrate: ¡esa vida!, ¡y durante cinco años!, ¡lo que le habrá ocurrido a la infeliz…! ¡Y pensar que es la hija de mi hermana!

Hablaba la señora Tomasa con voz conmovida.

–Después, Gabriel, ya sabes lo que ocurrió aquí. Se murió tu pobre cuñada, no sabemos de qué. Fue cosa de pocos días; tal vez de vergüenza, pues murió diciendo que ella era la culpable de todo. La partía el corazón ver cómo había quedado tu hermano después del suceso. Siempre ha sido Esteban poco cosa, pero luego de lo de su hija quedó como imbécil… ¡Ay, muchacho! También me ha tocado algo a mí. Así como me ves, tan alegre, tan satisfecha de vivir, a ratos se me clava aquí en la frente el recuerdo de esa infeliz, y como mal y duermo peor, pensando que una criatura que al fin lleva mi sangre va perdida por el mundo, sirviendo de juguete a los hombres, sin que nadie la ampare, como si estuviera sola, como si no tuviese familia.

La señora Tomasa se pasó por los ojos la punta del delantal. Temblaba su voz, y por sus mejillas enjutas de vieja caían las lágrimas.

–Tía, usted es muy buena—dijo Gabriel—, pero debía preocuparse más de esa infeliz. Había que recogerla, que salvarla; traerla aquí.... Hay que ser misericordioso con las debilidades ajenas, y más aún cuando la víctima es carne nuestra.

–¡Ay, hijo! ¿A quién se lo dices? Mil veces he pensado en esto, pero me da miedo tu hermano. Es un pedazo de pan, pero se vuelve una fiera cuando le hablan de su hija. Aunque la encontrásemos y se la trajésemos, no querría admitirla. Se indigna como si le propusieran un sacrilegio. No podría sufrir con calma su presencia en la casa que fue de vuestros padres. Además, aunque no lo dice, teme el escándalo de todos los vecinos de las Claverías, que conocen lo ocurrido. Esto es lo más fácil de arreglar. Ya se cuidarán todos de no abrir la boca estando yo de por medio. Pero tu hermano me da miedo. No me atrevo.

–Yo la ayudaré—dijo con firmeza Gabriel—. Busquemos a la chica, y una vez la tengamos, me encargaré yo de Esteban.

–Dificilillo es encontrarla. Hace tiempo que nada sé de ella. Sin duda los que la ven se privan de decirlo por no darnos disgusto. Pero yo averiguaré.... Veremos, Gabriel… pensaremos en ello.

–¿Y los canónigos? ¿Y el cardenal? ¿No se opondrán a que la pobre muchacha vuelva a las Claverías?

–¡Bah! La cosa ocurrió hace tiempo y pocos se acuerdan. Además, la muchacha podemos llevarla a un convento, para que esté recogidita y tranquila, sin escándalo de nadie.

–No; eso no, tía. Es un remedio cruel. No tenemos derecho para salvar a esa pobre a costa de su libertad.

–Dices bien—afirmó la vieja tras corta reflexión–. A mí, esto de los monjíos nunca me ha gustado gran cosa. ¿Dónde mejor que al lado de la familia, para convertirse con el buen ejemplo? La traeremos a casa, si está arrepentida y desea tranquilidad. A la primera que en las Claverías hable algo de ella, le arranco el moño. Mi yerno tal vez finja escandalizarse, pero ya le arreglaré yo la cuenta. Más valiera que no hiciese la vista gorda ante los paseos que Juanito, ese cadete sobrino de don Sebastián, da por el claustro cuando mi nieta se asoma a la puerta. El muy mentecato sueña nada menos que con emparentar con el cardenal y que su hija sea generala. Bien podía acordarse de la pobre Sagrario. En cuanto a don Sebastián, descansa, Gabriel. Nada dirá, si es que conseguimos traer a la chica. ¿Y por qué había de decir…? Hay que tener caridad con el semejante, y ellos más que nadie. Porque al fin, créeme, Gabriel… ¡hombres!, ¡nada más que hombres!

V

Las gentes de la Primada acogían con obstinado silencio la menor alusión al prelado reinante. Era costumbre tradicional en las Claverías: Gabriel recordaba haber visto lo mismo en su infancia.

Si se hablaba del arzobispo anterior, aquella gente, habituada a la murmuración, como todos los que viven en cierto aislamiento, soltaba la lengua comentando su historia y sus defectos. A prelado muerto no había que temerle. Además, era un halago indirecto al arzobispo vivo y sus favoritos hablar mal del difunto. Pero si en la conversación surgía el nombre de Su Eminencia reinante, todos callaban, llevándose la mano a la gorra para saludar, como si el príncipe de la Iglesia pudiese verlos desde el inmediato palacio.

Gabriel, oyendo a sus compañeros del claustro alto, recordaba el juicio funeral de los egipcios. En la Primada no se decía verdad sobre los prelados, ni osaba nadie publicar sus faltas, hasta que la muerte se apoderaba de ellos.

A lo más que se atrevían era a comentar las desavenencias entre los señores canónigos, a llevar la lista de los que se saludaban en el coro o se miraban entre versículo y antífona como perros rabiosos próximos a morderse, o a hablar con asombro de cierta polémica que el Doctoral y el Obrero sostenían en los papeles católicos de Madrid, durante tres años, sobre si el Diluvio fue universal o parcial, contestándose los artículos con cuatro meses de plazo.

En torno de Gabriel se había formado un grupo de amigos. Le buscaban, sentían la necesidad de su presencia, experimentaban esa atracción que, aun permaneciendo silenciosos, ejercen los que han nacido para pastores de hombres. Por las tardes se reunían en las habitaciones del campanero, saliendo, cuando el tiempo era bueno, a la galería de la portada del Perdón. Por las mañanas, la tertulia era en casa del zapatero que enseñaba los gigantones, un hombrecillo amarillento y enfermo, con eternos dolores de cabeza que le obligaban a llevar varios pañuelos arrollados a guisa de turbante.

Era el más pobre de las Claverías. No tenía empleo y enseñaba los gigantones sin retribución alguna, con la esperanza de conseguir la primera plaza que vacase, y agradeciendo mucho a los señores del cabildo que le diesen casa gratuita, en consideración a que su mujer era hija de un antiguo servidor de la catedral. El hedor del engrudo y de la suela húmeda infestaba su casa con el ambiente agrio de la miseria. Una fecundidad desesperante agravaba esta pobreza. La mujer, flácida, triste y con grandes ojos amarillentos, presentaba todos los años un chiquitín agarrado a sus ubres desmayadas. Por el claustro se deslizaban a lo largo de las paredes, con la melancolía del hambre, varios chicuelos de cabeza enorme y delgado cuello, siempre enfermos y sin llegar nunca a morirse, afligidos por extrañas dolencias de la anemia, por bultos que surgían y desaparecían en la cara, y costras asquerosas que cubrían sus manos.

Trabajaba el zapatero para las tiendas de la ciudad, sin adelantar gran cosa. Desde que salía el sol sonaba su martillo en el silencio del claustro. Esta manifestación única del trabajo profano atraía a todos los desocupados a la habitación mísera y maloliente. Mariano, el Tato y un pertiguero que también vivía en el claustro eran los que con más frecuencia encontraba Gabriel sentados en las desvencijadas silletas del zapatero, tan bajas, que podían tocar con las manos el suelo de ladrillos rojos y polvorientos.

Muchas veces, el campanero corría a la torre para hacer los toques ordinarios, pero su sitio vacío lo ocupaba un viejo manchador del órgano y gentes de la sacristía, que subían atraídas por lo que se hablaba de esta reunión entre el personal menudo de la Primada. El objeto de la tertulia era oír a Gabriel. El revolucionario quería callar y escuchaba distraídamente las murmuraciones sobre la vida del culto; pero sus amigos deseaban saber cosas de aquellas tierras que había corrido, con una curiosidad de seres encerrados y aislados del mundo. Al oírle describir la hermosura de París o la grandeza de Londres, abrían sus ojos como niños que escuchan un cuento fantástico.

 

El zapatero, con la cabeza baja, sin dejar su trabajo, seguía atentamente la relación de tantas maravillas. Todos convenían en lo mismo cuando callaba Gabriel. Aquellas ciudades eran más hermosas que Madrid. ¡Y mire usted que Madrid…! Hasta la zapatera, de pie en un rincón, olvidando la enfermiza prole, escuchaba a Luna con asombro, animándose su rostro con una pálida sonrisa, asomando la mujer al través de la bestia resignada de la miseria cuando Luna describía el lujo de las grandes damas en el extranjero.

Todos los siervos del templo sentían removerse sus espíritus endurecidos e insensibles como la piedra de los muros ante estas evocaciones de un mundo lejano que jamás habían de ver. Los esplendores de la civilización moderna les conmovían más sinceramente que las bellezas del cielo descritas en los sermones. En el ambiente agrio y polvoriento de la casucha, veían desarrollarse con los ojos de la imaginación ciudades fantásticas, y preguntaban candidamente sobre los alimentos y costumbres de las gentes de por allá, como si los creyesen seres de distinta especie.

Por las tardes, a la hora del coro, cuando trabajaba solo el zapaterillo, Gabriel, cansado de la monotonía silenciosa de las Claverías, bajaba al templo.

Su hermano, con manteo de lana, golilla blanca y vara larga, como un alguacil antiguo, estaba de centinela en el crucero, para evitar que los curiosos pasasen entre el coro y el altar mayor.

Dos cartelones de oro viejo, con letras góticas adosadas a las pilastras, anunciaban que estaba excomulgado quien hablase en alta voz o hiciese señas en el templo. Pero esta amenaza de siglos anteriores no impresionaba a las escasas gentes que acudían a las vísperas y charlaban tras una pilastra con los servidores de la catedral. La luz de la tarde, filtrándose por los ventanales, extendía sobre el pavimento grandes manchas tornasoladas. Los sacerdotes, al pisar esta alfombra de luz, aparecían verdes o rojos, según el color de las vidrieras. En el coro cantaban los canónigos para ellos mismos en la triste soledad del templo. Sonaban como detonaciones los golpes de las cancelas al cerrarse, dejando paso a algún clérigo retrasado. En lo alto del coro gangueaba el órgano de vez en cuando, intercalándose en el canto llano; pero sonaba perezosamente, con desmayo, por pura obligación, y parecía lamentarse de su esfuerzo en la penumbra solitaria.

Gabriel no acababa de dar la vuelta a la catedral sin que se le uniera su sobrino el perrero, abandonando su conversación con los monaguillos o con el mozo de recados de la secretaría del cabildo, que tenía su asiento fijo en la puerta de la Sala Capitular.

A Luna le divertían las picardías del Tato, la confianza y el descuido con que iba por el templo, como si el haber nacido en él le privase de todo sometimiento de respeto. La entrada de un perro en las naves le producía alborozo.

–Tío—decía a Luna—, va usted a ver cómo me abro de capa.

Y tirando de los extremos de la chaqueta, avanzaba hacia el can con contoneos y saltos de lidiador. El animal, conociéndole de antiguo, buscaba su salida por la puerta más inmediata, pero el Tato le cortaba el paso, lo acosaba nave adentro fingiendo perseguirlo, lo lidiaba de capilla en capilla, hasta que, acorralándolo, podía largarle unas cuantas patadas. Los ladridos lastimeros alteraban el canto de los canónigos, y el Tato reía, mientras que allá, en la reja del coro, torcía el gesto el buen Esteban, amenazándole con la vara de palo.

–Tío—dijo una tarde el travieso perrero—, usted que cree conocer bien la catedral, ¿a que no ha visto las cosas «alegres» que tiene?

Guiñaba los ojos y acompañaba este gesto con un ademán obsceno para indicar que eran algo más que «alegres» las tales cosas.

–A mí—continuó—me interesan las bromas que se permitían los antiguos; no hay una que se me escape. Venga usted, tío, y se divertirá un rato. Usted, como todos los que creen conocer la catedral, habrá pasado muchas veces junto a esas cosas sin verlas.

El Tato, siguiendo el coro por su parte exterior, condujo a Gabriel al testero, enfrente de la puerta del Perdón. Bajo el medallón grandioso que sirve de respaldo al Monte Tabor, obra de Berruguete, se abre la capillita de la Virgen de la Estrella.

–Fíjese usted en esa imagen, tío. ¿Hay una igual en todo el mundo? Es una gachí, una chavala que volvería locos a los hombres si parpadease.

Para Gabriel, no era esto un descubrimiento. Desde pequeño conocía aquella imagen de mujer hermosa y sensual, con sonrisa mundana, el cuerpo inclinado, la cadera saliente, y en los ojos una expresión de alegría retozona, como si fuese a bailar.

El niño, en sus brazos, también reía, y echaba mano al rebocillo de la hermosa como si quisiera descubrirla el pecho. La imagen, de piedra pintada, estofada y dorada, tiene un manto azul sembrado de estrellas de oro, que es lo que la da el título de Virgen de la Estrella.

–Usted que ha leído tanto, tío, tal vez no sepa la historia de esta capilla, mucho más antigua que la catedral. Aquí tenían los laneros, cardadores y tejedores de Toledo su patrona antes de que se construyera el templo, y únicamente cedieron el terreno con la condición de que serían dueños absolutos de la capilla y harían en ella lo que les viniese en gana, así como en todo el pedazo de la catedral hasta las pilastras inmediatas. ¡Los líos que trajo esto! En los días que hacían fiesta a la Virgen, no reparaban que los canónigos estuviesen en el coro, y con rabeles, tiorbas y desaforados cantos turbaban los oficios. Si los canónigos les pedían silencio, contestaban que los obligados a callar eran los del coro, pues ellos estaban en su casa, mucho más antigua que la catedral. ¿Sabe usted esto, tío?

–Sí; ahora lo recuerdo. El arzobispo Valero Losa les puso pleito a principios del siglo XVIII. Mira su tumba al pie del altar. Perdió el pleito, murió del disgusto, y mandó que lo enterrasen aquí para que le pisaran los insolentes laneros después de muerto, ya que lo habían vencido en vida. La soberbia de estos príncipes eclesiásticos les impulsaba a la más orgullosa modestia.... Pero ¿todo esto es lo que me querías enseñar?

–Cosas mejores verá usted. Digamos adiós a la Virgen. Pero ¡fíjese usted! ¡Qué cara! Tiene los ojos adormilaos. La gran jembra. Yo me paso las horas mirándola. Es mi novia… ¡Las noches que sueño con ella…!

Avanzaron algunos pasos hacia la puerta grande de la catedral, para abarcar mejor con la vista todo el testero exterior del coro. Sobre los tres huecos o capillas que lo perforan corre una faja de relieves antiguos, obra de un obscuro imaginero medioeval, representando las escenas de la Creación. Gabriel reconocía sus esculturas groseras como contemporáneas de la puerta del Reloj y de las primeras obras de la catedral.

–Vea usted. En los primeros medallones, Adán y Eva van desnudos como gusanos. Pero el Señor los arroja del Paraíso. Tienen que vestirse para ir por el mundo, y mire lo que hacen apenas se ven con ropas. Fíjese en el quinto medallón, a nuestra derecha. ¡Qué buen humor tendría el tío que hizo eso!

Gabriel miró por primera vez con atención aquellos relieves olvidados. Era el naturalismo simple de la Edad Media; la confianza con que los artistas representaban sus concepciones profanas en aquella época de idealidad; el deseo de perpetuar el triunfo de la carne en cualquier rincón ignorado de los monumentos místicos, para testificar que la vida no había muerto. Eva estaba caída entre los árboles, con sus ropas en desorden, y Adán sobre ella, con un gesto de locura sexual, la cogía los brazos para dominarla, y pegaba la boca a su pecho con tal avidez, que lo mismo podía besar que morder.

El Tato sentíase orgulloso ante la sorpresa de su tío.

–¡Eh!, ¿qué tal? Eso lo he descubierto rodando por la iglesia. Los señores canónigos cantan todos los días al otro lado de esa pared, sin sospechar que sobre sus cabezas hay tales alegrías. ¿Y las vidrieras, tío? Fíjese usted bien. Al principio ciegan tantos colores, se confunden las figuras, el plomo corta los monigotes y no se adivina nada. Pero yo he pasado tardes enteras estudiándolas, y me las sé al dedillo. Son historias, cosas de su época que pintaron ahí los vidrieros, y cuyo intríngulis se ha perdido, sin que haya cristiano que pueda pillarlo.

Y señalaba los ventanales de la segunda nave, por los que se filtraba la luz de la tarde con un tono acaramelado.

–Mire usted allí—prosiguió el perrero—. Un señor con capa roja y espada sube por una escalera de cuerda. En la ventana le espera una monja. Parece cosa del Don Juan Tenorio que representan por Todos Santos. Más allá, esos dos que están en la cama y gente que llama a la puerta. Deben ser los mismos pájaros y la familia que los sorprende. Y en la otra vidriera, fíjese usted bien: gachos en pelota, prójimas sin más vestidura que la mata de pelo; cosas, en fin, de los tiempos en que la gente no tenía vergüenza y andaba con la cara en alto… y la otra cara al aire.

Gabriel sonreía ante las necedades que los caprichos del arte antiguo inspiraban al perrero.

–Pues en el coro, tío, también hay algo que ver. Vamos allá: ya acaban los oficios y salen los canónigos.

Luna sentía el anonadamiento de la admiración siempre que entraba en el coro. Aquella sillería alta, obra en un lado de Felipe de Borgoña y en otro de Berruguete, le embriagaba con su profusión de mármoles, jaspes y dorados, estatuas y medallones. Era el espíritu de Miguel Ángel que resurgía en la catedral toledana.

El perrero examinaba la sillería baja, huroneando en los relieves góticos los descubrimientos realizados por su malsana curiosidad. Esta primera sillería a ras de tierra, donde se sentaban los clérigos de categoría más ínfima, era anterior en medio siglo a la sillería alta; pero en estos cincuenta años dio el arte el gran salto desde el gótico rígido y duro a las suavidades y el buen gusto del Renacimiento. La había tallado Maestre Rodrigo en la época que la España cristiana, conmovida de entusiasmo, asistía a los últimos esfuerzos de los Reyes Católicos para completar la Reconquista. En los respaldos y en los tableros de los frisos, cincuenta y cuatro cuadros tallados reproducían los principales incidentes de la conquista de Granada.

El Tato no miraba estos planos de roble y nogal con tropeles de jinetes y racimos de soldados escalando los muros de las ciudades moras. Le interesaban más los brazos de las sillas, los pasamanos de las escaleras que conducen a la sillería alta, los salientes que separan los asientos y sirven para reclinar la cabeza, cubiertos de animales y seres grotescos: perros, monos, aves, frailes y pajecillos, todos en posturas difíciles, rarísimas y obscenas. Cerdos y ranas se acoplaban en monstruosos ayuntamientos; los monos, con gesto innoble, se retorcían en lúbricos espasmos, y pajecillos entrelazados en posición contraria hundían la cabeza en la cruz de las calzas del compañero. Era un mundo de caricaturas de la lujuria, de gestos simiescos y estremecimientos satiríacos, en el que asomaba la pasión carnal con la mueca de la animalidad más grotesca.

–Mire usted, tío. Como gracioso, éste es el más notable.

Y el Tato enseñaba a Gabriel la figurilla rechoncha de un fraile predicando con enormes orejas de burro.

Cuando salieron del coro, Gabriel vio cerca del gran fresco de San Cristóbal al maestro de capilla. Acababa de cerrar una puertecilla inmediata al coloso, que conduce por una escalera de caracol al archivo de música. El artista llevaba bajo el brazo un gran libro con tapas polvorientas, que mostró a Gabriel.

–Me lo llevo arriba. Ya oirá usted algo: vale la pena.

Y pasando su vista del libróte a la puertecilla inmediata, exclamó:

–¡Ay, ese archivo, Gabriel, qué pena da! Cada vez que lo visito salgo triste. Por ahí han pasado los bárbaros. Todos los libros de música tienen páginas arrancadas, recortes allí donde existía una letra pintada, una viñeta, algo bonito. La vieja música duerme bajo el polvo. Los señores canónigos no la quieren, no la entienden, ni son capaces de dedicar unas cuantas pesetas para que se oiga en las grandes fiestas. Les basta para salir del paso con cualquier pedazo rossiniano; y en cuanto al órgano, lo único que les importa es que toque lento, muy lento. Cuanta más lentitud, más religiosidad, aunque el organista toque una habanera.

Seguía mirando la puertecilla del archivo con ojos melancólicos, como si fuese a llorar sobre la ruina de la música.

–Y ahí dentro, Gabriel, hay obras notabilísimas que no deben morir mientras en el mundo exista el arte. Nosotros en música profana no somos gran cosa, pero crea usted que España ha sido algo en autores religiosos.... Esto se sobrentiende que es si realmente existe música profana y música religiosa, que lo dudo; para mí, sólo hay música, y no sé cuál será el guapo que marque la separación, detallando dónde acaba la una y empieza la otra.... Tras esa pared del San Cristóbal duermen mutilados, con mortaja de polvo, los grandes músicos españoles. Mejor es que duerman. ¡Para oír lo que se canta en este coro! Ahí está Cristóbal Morales, que hace tres siglos fue maestro de capilla en esta catedral y veinte años antes que Palestrina comenzó la reforma de la música. En Roma compartió la gloria con el famoso maestro. Su retrato está en el Vaticano, y sus Lamentaciones, sus motetes, su Magnificat, duermen aquí olvidados hace siglos. Ahí Victoria… ¿Lo conoce usted? Otro de la misma época. Los contemporáneos envidiosos le llamaban «el mono de Palestrina», tomando todas sus obras por imitaciones, después de su larga estancia en Roma; pero crea usted que en vez de plagiar al italiano tal vez lo superó. Aquí está Rivera, un maestro toledano del que nadie se acuerda, y tiene en el archivo un volumen entero de Misas; y Romero de Ávila, el que mejor estudió el canto mozárabe; y Ramos de Pareja, un músico nada menos que del siglo XV, que escribió en Bolonia su libro De música Tractatus, y destruyó el sistema anticuado de Guido de Arezzo, descubriendo el «temperamento de los sonidos»; y el monje Ureña, que añade la nota si a la escala; y Javier García, que en el siglo pasado reformaba la música, encaminándola hacia Italia (¡Dios le perdone!), sendero trillado del que aún no hemos salido; y Nebra, el gran organista de Carlos III, un señor que un siglo antes de nacer Wagner empleaba ya en España la disonancia musical. Al escribir el Réquiem para los funerales de doña Bárbara de Braganza, presintiendo la extrañeza de instrumentistas y cantantes ante su música revolucionaria, puso en el margen de las particellas: «Se advierte que este papel no está equivocado.» Su Letanía fue tan célebre, que estaba prohibido copiarla, bajo pena de excomunión; pero trabajo inútil, pues hoy a quien excomulgarían es al que se acordase de ella. Crea usted, Gabriel, que ese archivo es un panteón de grandes hombres, pero panteón al fin, en el que nadie resucita.

 

Luego añadió, bajando la voz:

–La Iglesia ha sido siempre poco amante de la música. Para comprenderla y sentirla hay que nacer artista, y ya sabe usted lo que son todos estos señores que cobran por cantar en el coro… sin saber música. Cuando le veo a usted, Gabriel, sonreír ante las cosas religiosas, adivino en su gesto lo mucho que se calla, y le doy la razón. Yo he tenido curiosidad por saber la historia de la música en la Iglesia; he seguido paso a paso el largo calvario del arte infeliz, llevando a cuestas la cruz del culto al través de los siglos. Usted habrá oído hablar muchas veces de música religiosa, como si fuese una cosa aparte, creada por la Iglesia. Pues bien, es una mentira: la música religiosa no existe.

El perrero se había alejado al oír que el maestro de capilla, de infatigable locuacidad cuando hablaba de su arte, acometía el tema de la música. Él tenía formada su opinión sobre don Luis, y la decía a todos en el claustro alto. Era un guillati, que sólo sabía tocar tristezas en su armónium, sin que se le ocurriera alegrar a los pobres de las Claverías con algo bailable, como le pedía la sobrina del Vara de plata.

El sacerdote y Gabriel pasearon hablando por las silenciosas naves. No se veían más personas que un grupo de gente de la casa en la puerta de la sacristía y dos mujeres arrodilladas ante la reja del altar mayor rezando en voz alta. Comenzaba a extenderse por la catedral la penumbra de las rápidas tardes de invierno. Los primeros murciélagos descendían de las bóvedas, revoloteando entre el bosque de columnas.

–La música eclesiástica—dijo el artista—es una verdadera anarquía. En la Iglesia todo es anárquico. Crea usted que de la unidad del culto católico en toda la tierra hay mucho que decir. El cristianismo, al formarse como religión, no inventó ni una mala melopea. Toma a los judíos sus cánticos y el modo de cantarlos: una música primitiva y bárbara, que si se conociera ahora, nos taladraría los oídos. Fuera de Palestina, allí donde no había judíos, los primeros poetas cristianos, San Ambrosio, Prudencio y otros, adaptaron sus nuevos himnos y los salmos a las canciones populares que estaban en boga en el mundo romano, o sea a la música griega. Parece que esto de «música griega» signifique una gran cosa, ¿verdad, Gabriel? Los griegos fueron tan grandes en las artes plásticas y en la poesía, que todo lo que lleva su nombre parece envuelto en un ambiente de belleza indiscutible. Pues no señor; la tal música griega debía ser una cencerrada. La marcha de las artes no ha sido paralela en la vida de la humanidad. Cuando la escultura tenía un Fidias y había llegado a la cumbre, la pintura no pasaba de ese carácter casi rudimentario que aún puede apreciarse en Pompeya y la música era un balbuceo infantil. La escritura no podía perpetuar la música; eran tantos los «modos», musicales como los pueblos, y casi toda ella quedaba al arbitrio del ejecutante. No pudiendo fijarse en el pergamino lo que cantaban bocas e instrumentos, el progreso era, pues, imposible. Por esto ha habido un Renacimiento para la escultura, para la pintura y la arquitectura, y al resurgir de nuevo las artes después de la Edad Media, encontraron la música en la misma infancia que la habían dejado al abandonar el mundo antiguo.

Gabriel asentía con movimientos de cabeza a las palabras del maestro de capilla.

–Ésta fue la primitiva música cristiana—continuó don Luis—. Confiados a la tradición y transmitiéndose de oído, los cantos religiosos se desfiguraban y corrompían. En cada iglesia se cantaba de distinto modo. La música religiosa era un galimatías. Los místicos tendían a la unidad rígida, al hieratismo, y San Gregorio publicó en el siglo VI su Antifonario, un centón de todas las melodías litúrgicas, purificándolas según su criterio. Fue una mezcla de dos elementos: el griego, pero oriental y floreado, algo así como la malagueña actual, y el romano, grave y rudo. Las notas se expresaban con letras, se seguían los tonos frigio, lidio, etc., y continuaba el laberinto de la música griega, aunque muy movida, con fioritudes, suspiros y aspiraciones. El centón se perdió, y mucho lo lamentan los que quieren volver a lo antiguo, creyéndolo lo mejor. A juzgar por los fragmentos que quedan, si ahora se ejecutase la tal música nada tendría de religiosa, tal como se entiende hoy la religiosidad en el arte, pues sería un canto como el de los moros, o los chinos, o algunos griegos cismáticos que aún persisten en las liturgias antiguas. El arpa era el instrumento del templo hasta que apareció el órgano en el siglo x, un instrumento tosco y bárbaro que había que tocar a puñetazos, y al que le daban aire con odres hinchados. Guido de Arezzo hizo un arreglo musical sobre la base del centón; un arreglo nada más, y esto bastó para que le colgasen al benedictino la invención del pentagrama. Siguió usando las letras de Boecio y San Gregorio como notas, y sólo las puso en dos líneas con tres colores distintos. Continuaba el embrollo anárquico. Aprender música malamente costaba entonces doce años, y no se lograba que cantores de ciudades distintas entendiesen el mismo papel. San Bernardo, seco y austero como su tiempo, encontró absurdo este canto, por ser poco grave.

Era un hombre refractario al arte. Quería las iglesias desmanteladas, sin adornos arquitectónicos, y en música le parecía la mejor la más lenta. Él fue el padre del canto llano, el que afirmó que la música es tanto más religiosa cuanto más pausada. Pero en el siglo XIII, los cristianos encontraron aburridísimo este canto. Las catedrales eran el punto de distracción, el teatro, el centro de vida en aquella época. Al templo se iba a orar un poco a Dios y a divertirse, olvidando las guerras, violencias y tropelías del exterior. Otra vez entró la música popular en la Iglesia, y se entonaron en las catedrales las canciones en boga, que casi siempre eran obscenas. El pueblo tomó parte en la música religiosa, cantando en diversas tesituras, cada cual como mejor le parecía, siendo estos los primeros intentos del canto polifónico o de voces concertadas. La religión era entonces alegre, popular, democrática, como diría usted, Gabriel; aún no había Inquisición ni sospechas de herejía que agriasen el ánimo con el fanatismo y el miedo. Los instrumentos groseros de aire y de cuerda que entretenían a los artesanos en las ciudades y a los labriegos en las siegas entraron en el templo, y el órgano fue acompañado por violas, violines, trompetas, gaitas, flautas, guitarras y tiorbas. El canto llano era el litúrgico en casi toda Europa, pero los fieles lo despreciaban por incomprensible y alternábanlo con canciones. En las grandes fiestas se entonaban himnos religiosos, adaptándolos a la música de las melodías populares que estaban en boga, tales como La canción del hombre armado; Morenica, dame un beso; No sé qué me bulle; Duélete de mí, señora; Mal haya quien vos casó, y otras del mismo estilo… ¿Y Roma?, preguntará usted; y la Iglesia, ¿qué decía ante tal desorden…? La Iglesia vivió sin criterio artístico; no lo tuvo jamás. No pudo crear una arquitectura propiamente hierática, como otras religiones, ni una pintura ni una escultura que fuesen obra suya, y menos una música. Fue adaptándose al medio, fue aceptando y apropiándose, con una absorbencia falta de originalidad, lo que no era obra suya, sino del humano progreso. El estilo grecorromano, el bizantino, el gótico, el Renacimiento, todos entraron en sus construcciones; pero el arte cristiano puro y original no existe, no existió nunca. En música, mucho hablar de «gravedad», de «unción», de «tradiciones gregorianas», palabras huecas, sin sentido exacto, vaguedades que ocultan la falta de criterio artístico. ¿Cuáles son los linderos de lo religioso y lo profano? Desde el siglo XVI al XVIII estuvieron los críticos cuestionando sobre esto, y la Iglesia les dejó hablar, aceptándolo todo sin criterio. De vez en cuando, Roma se hacía oír con alguna bula papal de la que nadie hacía caso, pues el Pontífice no podía decir: lo religioso en arte es esto, y lo profano lo otro. Recibió Palestrina el encargo de reformar la música eclesiástica: el Papa mostrábase dispuesto a no dejar más que el canto llano o a suprimirlo también si era necesario. La misa del papa Marcelo y otras melodías fueron el resultado de esta orientación, pero no se adelantó gran cosa. Fue preciso, para que la música se purificara dentro del templo, que comenzase el gran movimiento musical en el mundo profano con el italiano Monteverde, con el francés Rameau y los alemanes Sebastián Bach y Haendel. ¡Qué época tan grandiosa, amigo Gabriel! ¡Qué tíos los que vienen detrás, Gluck, Haydn, Mozart, Mehul, Boieldieu, y sobre todos, nuestro buen amigo Beethoven…!