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La Catedral

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VIII

En la mañana del Corpus, la primera persona que vio Gabriel al salir al claustro fue don Antolín, que repasaba sus talonarios, alineándolos sobre el borde de piedra de la balaustrada.

–Hoy es un gran día—dijo Luna queriendo halagar al Vara de plata—. Se prepara el gran ingreso: vendrán forasteros.

Don Antolín miró a Gabriel fijamente, como dudando de su sinceridad. Pero vio que no se burlaba, y contestó con cierta satisfacción:

–No se prepara mal la fiesta. Son muchos los que desean ver nuestros tesoros. ¡Ay, hijo! ¡Bien lo necesitamos! Tú, que te alegras de nuestro mal, puedes estar satisfecho. Vivimos en horrible estrechez. Nuestra fiesta del Corpus vale poco, comparada con la de otros tiempos, y sin embargo, ¡cuántas economías hay que hacer en la Obrería para pagar los cuatro ochavos que cueste este extraordinario!

Quedóse silencioso largo rato don Antolín, mirando fijamente a Luna, como si acabara de ocurrírsele una idea extraordinaria. Al principio fruncía el seno, cual si la repeliese, mas poco a poco su rostro fue aclarándose con una sonrisa maliciosa.

–A propósito, Gabriel—dijo con un acento meloso que tenía algo de agresivo—. Recuerdo que, cuando lo del Monumento de Semana Santa, me hablaste de que necesitas ganar dinero para tu hermano. Hoy tienes una ocasión: poca cosa será, pero algo es algo. ¿Quieres ser de los que llevan la carroza del Sacramento?

Gabriel fue a contestar con altivez al malicioso cura: adivinaba su intención de molestarle. Pero inmediatamente le tentó el deseo de vencer al Vara de plata aceptando su proposición. Quiso asombrarle accediendo a su disparatada idea. Además, pensó en que sería este sacrificio digno de la generosidad que con él tenía su hermano. Ya que no podía ayudarle con grandes auxilios de dinero, demostraría sus deseos de trabajar. Los escrúpulos de amor propio desvanecíanse en él ante la esperanza de llevar a casa un par de pesetas.

–Tú no querrás—siguió diciendo el sacerdote con acento burlón—. Eres demasiado «verde», y tu dignidad sufriría mucho paseando al Señor por las calles de Toledo.

–Pues se equivoca usted. Como querer, sí que quiero; pero el trabajo es demasiado pesado para un enfermo.

–Por esto que no quede—dijo don Antolín con resolución—. Lo menos serán diez dentro del carro, y los hay forzudos de verás. Tú irías para completar el número. Ya te recomendaría yo para que te guardasen ciertas consideraciones.

–Pues trato hecho, don Antolín. Cuente usted conmigo. Yo estoy para ganarme un jornal siempre que se presente.

Acababa de decidirle su deseo de salir de la catedral, de pasar, sin que nadie reparase en él, por las calles de Toledo, que no había visto desde que se encerró en el templo. Además, cosquilleaba fuertemente su vanidad la irónica situación que resultaba de ser él, con sus rotundas negaciones religiosas quien pasease ante la muchedumbre devota el Dios del catolicismo.

Este espectáculo le hacía sonreír. Casi era un símbolo. De seguro que el Vara de plata se regocijaba también, viendo en esto un pequeño triunfo de la religión, que obligaba a sus enemigos a llevarla en hombros. Pero él lo consideraba de distinto modo: dentro del carro eucarístico representaría la duda y la negación ocultas en el interior de un culto esplendoroso por su pompa exterior, pero vacío de fe y de ideales.

–Quedamos de acuerdo, don Antolín. Dentro de un rato bajaré a la catedral.

Se despidieron. Y Gabriel, después de digerir tranquilamente la leche que le sirvió su sobrina, bajó al templo, sin decir nada a la familia del trabajo que pensaba realizar. Temía la protesta de su hermano.

En el claustro bajo volvió a encontrarse con el Vara de plata. Hablaba con la jardinera, mostrándola escandalizado un haz de espigas con una cinta roja. Lo había recogido en la pila de agua bendita junto a la puerta de la Alegría. Todos los años, el día del Corpus, encontraba igual ofrenda en el mismo sitio. Un desconocido dedicaba a la iglesia el primer trigo del año.

–Debe ser un loco—decía el sacerdote—. ¿A qué conduce esto? ¿Qué significa este haz? ¡Si al menos fuese una carretada de gavillas, como en los buenos tiempos del diezmo…!

Y mientras arrojaba con desprecio las espigas en un arriate del jardín, Gabriel pensaba con admiración en la fuerza atávica que hacía resucitar en pleno templo católico la ofrenda gentílica, el homenaje a la Divinidad de los primeros frutos de la tierra fecundada por el verano.

El coro había terminado y comenzaba la misa cuando Gabriel entró en la catedral. La gente menuda comentaba a la puerta de la sacristía el gran incidente de la fiesta. Su Eminencia no había bajado al coro ni asistiría a la procesión. Decíase que estaba enfermo; pero los de la casa sonreían recordando que en la tarde anterior había ido de paseo hasta la ermita de la Virgen de la Vega. Era que no quería ver al cabildo. Estaba en un acceso de furor contra él, y demostraba su desprecio negándose a presidirlo en el coro.

Gabriel recorrió las naves. La concurrencia de fieles era mayor que otros días, pero aun así, la catedral parecía desierta. En el crucero, arrodilladas entre el coro y el altar mayor, veíanse varias monjas de almidonadas y picudas tocas cuidando de algunos grupos de niñas vestidas de negro, con lazos rojos o azules, según el colegio a que pertenecían. Unos cuantos militares de la Academia, gruesos y calvos, oían la misa de pie, apoyando el ros sobre el pecho de su guerrera. En esta concurrencia diseminada y distraída por la música, destacábanse las señoritas del Colegio de Doncellas Nobles, jóvenes apenas entradas en la pubertad o soberbias mujeres en toda la amplitud del desarrollo femenil, que miraban con ojos de brasa: todas con traje de seda negra, mantilla de blonda montada sobre la peineta y vistosos golpes de rosas, como damas aristocráticas de gracia manolesca escapadas de un cuadro de Goya.

Gabriel vio a su sobrino el Tato vestido con ropón de escarlata, como un noble florentino, dando golpes en las losas con la vara para asustar a los perros. Discutía con un grupo de pastores de la sierra: hombres negruzcos y retorcidos como sarmientos, con chaquetones pardos y abarcas y polainas; hembras con pañuelos rojos y faldas mugrientas y remendadas que pasaban de generación a generación. Habían bajado de las montañas para ver el Corpus de Toledo, y andaban por las naves de la catedral con el asombro en los ojos, asustados de sus propios pasos, temblando cada vez que rugía el órgano, como si temieran ser expulsados de aquel mágico palacio igual a los de los cuentos. Las mujeres señalaban con un dedo los ventanales de colores, los rosetones de las portadas, los guerreros dorados del reloj de la puerta de la Feria, las tuberías de los órganos, y quedaban inmóviles, con la boca abierta, en estúpida contemplación. El perrero, con sus vestiduras rojas, les parecía un príncipe, y turbados por el respeto, no lograban comprender sus palabras. Cuando el Tato amenazó con su bastón a un mastín que se pegaba a las piernas de sus amos, aquella gente sencilla se decidió a salir del templo antes que abandonar al fiel compañero de su vida selvática.

Gabriel miró por la verja del coro. La sillería alta y la baja estaban ocupadas. Era día de gran fiesta, y no sólo los canónigos y beneficiados estaban en sus asientos, sino los sacerdotes de la capilla de los Reyes y los prebendades de la capilla Mozárabe, las dos pequeñas iglesias que vivían aparte, con tradicional autonomía, dentro de la catedral de Toledo.

Luna vio en medio del coro a su amigo el maestro de capilla, con sobrepelliz rizada, moviendo una pequeña batuta. En torno de él se agrupaban hasta una docena de músicos y cantores, cuyos sonidos y voces quedaban ahogados cada vez que desde lo alto los acompañaba el órgano. El sacerdote dirigía con un gesto de resignación, mientras la música perdíase, débil y anonadada, en la soledad de las naves gigantescas.

En el altar mayor, sobre su cuadrada carroza, estaba la famosa custodia ejecutada por el maestro Villalpando: un templete gótico, primorosamente calado, que brillaba con el temblor del oro a la luz de los cirios, y de labor tan sutil y aérea, que al menor movimiento estremecíase, meciendo sus remates como manojos de espigas.

Iban llegando a la catedral los invitados a la procesión: señores de la ciudad con traje negro; profesores de la Academia en traje de gala, con todas sus condecoraciones; oficiales de la Guardia civil con su uniforme que recordaba el de los soldados de principios de siglo. Por las naves avanzaban, contoneándose con ligeros saltitos, los niños vestidos de ángeles: unos ángeles a la Pompadour, con casaca de brocado, zapatos de tacón rojo, chorrera de blondas alas de latón colgadas de los omoplatos y una mitra con plumas sobre la peluca blanca. La Primada sacaba para la fiesta su vestuario tradicional. Los uniformes de gala de los servidores del templo eran todos del siglo XVIII, la última época de su prosperidad. Los dos hombres que habían de guiar la carroza iban con rizos empolvados y calzón y casaca negros, como los abates del último siglo; los pertigueros y varas de palo se adornaban con golillas almidonadas y pelucas; el brocado y el terciopelo cubría a toda la gente de las Claverías, que apenas podía comer. Hasta los acólitos llevaban dalmática de oro.

El altar mayor estaba adornado con los tapices del Tanto monta, los famosos paños de los Reyes Católicas, con emblemas y escudos, regalo de Cisneros a la catedral. El obispo auxiliar decía la misa, y él y sus diáconos ayudantes sudaban bajo las casullas y capas tradicionales, bordadas, recamadas, con gruesos y deslumbrantes realces, abrumadoras como armaduras antiguas.

Conmovíase la catedral con la proximidad de la procesión. Sonaban las puertas de las sacristías al abrirse y cerrarse con estrépito; iba la gente atareada de un lado a otro. En aquella vida reposada y monótona, el incidente anual de una procesión que había de recorrer varias calles causaba iguales trastornos y ocupaciones que una expedición aventurada a países lejanos.

 

Al terminar la misa, el órgano comenzó a rugir una marcha desordenada y ruidosa, algo así como una danza salvaje, mientras se ordenaba la procesión. Fuera de la catedral sonaban las campanas. La música de la Academia había cesado de tocar un pasodoble en la misma puerta Llana, y se oían las voces de mando de los oficiales y el choque unísono de las culatas al quedar inmóviles las compañías de cadetes.

Don Antolín, con su gran vara de plata y una capa pluvial de brocado blanco, iba de un lado a otro, reuniendo a los empleados del templo. Gabriel lo vio aproximarse sudoroso y congestionado.

–A tu puesto: ya es hora.

Y lo llevó al altar mayor, junto a la custodia. Gabriel y ocho hombres más se introdujeron dentro del armazón levantando un paño de los que cubrían sus costados. Habían de encorvarse dentro del artefacto. Su misión era empujarlo para que se deslizara sobre las ruedas ocultas. A ellos sólo les correspondía dar el impulso: fuera, los dos servidores de peluca blanca y traje negro eran los encargados de los timones delantero y trasero, guiando la carroza eucarística por las tortuosas calles. Gabriel fue colocado por sus compañeros en el centro. Él avisaría cuándo había que detenerse o emprender la marcha. La custodia monumental iba montada sobre una plataforma con un gran contrapeso; entre ésta y la carroza quedaba un palmo de espacio abierto, por donde asomaba Gabriel sus ojos, transmitiendo las indicaciones del timonel delantero.

–¡Atención…! ¡Marchen!—dijo Gabriel, obedeciendo a una señal exterior.

Y el carro sagrado comenzó a moverse con lentitud por el plano inclinado de madera que cubría los peldaños del altar mayor. Al pasar la verja hubo que detenerse. La gente se arrodillaba, y abriendo paso en ella don Antolín y sus varas de palo, avanzaban los canónigos con sus largas vestiduras rojas, el obispo auxiliar con mitra dorada, y las dignidades con mitras blancas de lino sin adorno alguno. Se arrodillaron todos ante la custodia, calló el órgano, y acompañados por el carraspeo de un trombón, entonaron un cántico adorando el Sacramento. El incienso se elevaba en nubecillas azules en torno de la custodia, velando el brillo del oro. Cuando cesó el cántico, volvió a sonar el órgano y la carroza púsose de nuevo en marcha. Temblaba toda ella desde la base a la cúspide, y el movimiento hacía sonar como un cascabeleo de plata las campanillas pendientes de sus adornos góticos. Gabriel caminaba agarrado a una traviesa del carro, con la vista fija en los timoneles, sintiendo en sus piernas el roce dé los que empujaban aquel artefacto semejante a los carros de los ídolos indostánicos.

Al salir de la catedral por la puerta Llana—la única del templo que está al nivel de la calle—, Gabriel pudo abarcar con su vista toda la procesión. Veía los jinetes de la Guardia civil rompiendo la marcha, los timbaleros de la ciudad vestidos de rojo, y las cruces de las parroquias agrupadas sin orden en torno de la manga de la catedral, enorme, pesadísima, como un globo cubierto de figuras bordadas. Después todo el centro de la calle libre, flanqueado por dos filas de clérigos y militares con cirios; los diáconos con incensarios, asistidos por los ángeles rococós que llevaban las navetas del asiático perfume, y los canónigos con sus capas históricas de gran valor. A espaldas del Sacramento se agrupaban las autoridades, y el batallón de los cadetes cerraba la marcha, fusil al brazo, al aire las rapadas cabezas, meciéndose al compás de la marcha.

Gabriel aspiraba con delicia el aire de la vía pública. Él, que había visto las mayores capitales de Europa, admiraba las calles de aquella ciudad antigua después de su largo encierro en la catedral. Le parecían populosas, y hasta experimentaba ese mareo que las grandes agitaciones modernas causan en los habituados a una vida sedentaria.

Los balcones mostrábanse colgados con antiguos tapices y mantones de Manila; las calles estaban entoldadas, con el pavimento cubierto por una capa de arena para que la carroza eucarística pudiera deslizarse sobre los agudos guijarros.

En las cuestas, la custodia avanzaba trabajosamente. Sudaban, jadeantes, los hombres ocultos en el carro. Gabriel tosía, con el espinazo dolorido por el encierro en la movible mazmorra, y la majestad de la marcha turbábase con las voces de mando del canónigo Obrero, que, con vestiduras rojas y una vara en la mano, dirigía la procesión, reprendiendo muchas veces, por sus movimientos desordenados, a los timoneles y a los que impulsaban el catafalco.

Aparte de estas penalidades, Gabriel estaba satisfecho de su escapatoria extraordinaria a través de la ciudad. Reía pensando en lo que hubiera dicho la muchedumbre arrodillada con veneración, de conocer al que asomaba sus ojos por debajo de la custodia. Aquellos oficiales de calzón blanco y peto rojo, que con la espada al costado y el bicornio sobre el muslo escoltaban a Dios, tenían sin duda noticias de su existencia; alguno habría oído hablar de él, y tal vez guardaba su nombre en la memoria como el de un enemigo de la sociedad. ¡Y el réprobo repelido por todos, refugiado en un hueco de la catedral, como las aves aventureras que anidaban en sus bóvedas, era el que guiaba el paso de Dios por las calles de la religiosa ciudad…!

A más de mediodía volvió la custodia a la Primada. Gabriel, al pasar junto a la puerta del Mollete, vio adornados los muros exteriores con los famosos tapices. Terminados los cánticos de despedida, los sacerdotes se despojaban rápidamente de sus vestiduras, buscando la puerta a la desbandada, sin saludarse. Iban a comer más tarde que de costumbre; aquel día extraordinario turbaba su existencia. La iglesia, tan ruidosa e iluminada durante la mañana, despoblábase rápidamente, cayendo en el silencio y la penumbra.

Esteban se indignó al ver salir a Gabriel de la carroza eucarística.

–Te vas a matar: eso no es para ti. ¿Qué capricho ha sido el tuyo?

Gabriel reía. Sí, era un capricho, pero no se arrepentía de él. Había dado un paseo por la ciudad sin ser visto, y su hermano tendría para atender dos días a su manutención. Él deseaba trabajar, no serle gravoso.

El Vara de palo se enternecía.

–Pero borrego, ¿te pido algo? ¿Necesito yo otra cosa sino que vivas tranquilo y te mejores?

Y como si quisiera corresponder a este sacrificio con otro que agradase a su hermano, al subir a las Claverías no puso la cara torva y habló a su hija durante la comida.

Por la tarde, el claustro alto quedó casi desierto. Don Antolín bajó apresuradamente con los talonarios, regocijándose al saber que eran muchos los forasteros que le aguardaban. El Tato y el campanero se deslizaron furtivamente por la escalera de la torre vestidos con sus mejores ropas. Iban a los toros. Sagrario, obligada al reposo para santificar la fiesta, había pasado a la casa del zapatero. Mientras él enseñaba los gigantones a criadas, soldados de la Academia y parditos del campo, la sobrina de Luna ayudaba a remendar la ropa a aquella pobre mujer abrumada por la miseria y el exceso de hijos.

Cuando el maestro de capilla y el Vara de palo bajaron al coro, Gabriel salió al claustro. Sólo vio en él a un cadete que paseaba con la mano en la empuñadura del sable, poniéndolo casi horizontal, como las rabitiesas tizonas de otros tiempos. Luna le reconoció por sus anchos pantalones y su talle de avispa, que hacía afirmar al Tato que el tal cadete usaba corsé. Era Juanito, el sobrino del cardenal. Con frecuencia paseaba por el claustro esperando una ocasión para hablar con Leocadia, la hermosa hija del sacristán de la Virgen. De los padres no había nada que temer; pero el futuro guerrero tenía cierto respeto a la abuela Tomasa, que veía con malos ojos estas relaciones y amenazaba con hacérselas saber a su tío el cardenal.

Gabriel había hablado varias veces con el cadete. Cuando el muchacho le encontraba en el claustro, pegábase a él buscando conversación, para justificar con estas pláticas su presencia en las Claverías. Luna se asombró al verle allí en tarde de fiestas.

–Pero ¿no va usted a los toros?—le preguntó—. Todos los de la Academia deben estar en la plaza.

Juanito sonreía, acariciándose el bigote. Era su gesto favorito, y levantaba con satisfacción la manga, adornada con galones de sargento. No era un cadete cualquiera: era un «galonista», y esto, aunque fuese poca cosa para el que sueña con el generalato, siempre resultaba un paso adelante… No, no iba a los toros; era un aficionado de verdad, pero se sacrificaba por hablar toda una tarde con la novia a la puerta de su casa, en el silencio de las Claverías. La abuela había bajado al jardín, y el Azul de la Virgen no tardaría en salir, dejándole el campo libre, como si no se enterase de nada. ¡La gran tarde, amigo Gabriel! Él tenía ocupaciones más serias e importantes que las de los novatos de la Academia, que pasaban los domingos en los cafés o paseando como unos bobos. Su novia se la envidiaban todos en el Alcázar: hasta los profesores.

–¿Y cuándo es el casamiento?—dijo alegremente Gabriel.

El «galonista» contestó con expresión de hombre importante. Había que hacer antes muchas cosas: convencer a su tío, lo que no era fácil, y seguir los impulsos de su buena estrella, hasta llegar a cierta altura. Él estaba reservado para grandes cosas. Era asunto de pocos años.

–Yo, amigo Luna, soy de la madera de los generales jóvenes. Es la buena sombra de la familia. Mi tío cuenta que, siendo monaguillo, tenía la certeza de llegar a cardenal; y ha llegado. Yo ascenderé muy aprisa. Además, ya sabe usted que un arzobispo de Toledo no es cualquier cosa, y que el tío tiene relaciones en palacio y manda en el Ministerio de la Guerra lo mismo que si fuese un general. ¡Como que es más militar que cura! Para probarlo, ahí está lo único que ha escrito: una plegaria a la Virgen, para que la reciten los soldados antes de entrar en fuego.

–Y usted, Juanito, ¿siente realmente la vocación militar?

–Mucho. Desde que supe leer y abrir libros, quise ser igual a los grandes capitanes que veía en las láminas, erguidos sobre el caballo, con la espada en la mano, arrogantes y hermosos. Crea usted que en esta carrera nadie entra sin vocación. En los seminarios hay encerrados muchos contra su voluntad, pero a nadie lo dedican a militar por la fuerza: el que viene a la Academia es porque le sale de dentro.

¿Y todos están tan seguros del éxito como usted?

–¡Oh, todos!—dijo sonriendo el sobrino del cardenal—. Sólo que la inmensa mayoría no tiene las mismas probabilidades de hacer carrera. Pero con tantos como somos, no hay ni uno que piense en la posibilidad de quedarse vegetando de capitán en un regimiento de reserva, o morir de viejo llegando, cuando más, a comandante. Todos vemos primeramente la juventud realzada por el uniforme, por las aventuras (porque ya sabe usted que las mujeres se pirran por nosotros), por la alegría de vivir, querido y respetado en todas ocasiones, un palmo por encima del paisano; después, cuando se aproxima la vejez y engorda uno y empieza a quedarse calvo, la faja de general, la política, y ¡quién sabe si la cartera de Guerra! Éste es el pensamiento de todos. No hay quien no crea que en el porvenir le aguarda una faja, y no tendrá más que descolgarla para ponérsela en la cintura. Yo sé ciertamente que me espera. Los demás se lo imaginan… y así vamos viviendo.

Gabriel sonreía oyendo al cadete.

–Son ustedes unos engañados, lo mismo que esos pobres muchachos que entran en el Seminario creyendo que les espera la mitra o una gran prebenda al otro lado de la puerta. Es la seducción que aún ejercen después de muertas las grandes cosas que fueron. Vamos a ver… aparte del resultado material de la carrera, ¿por qué son ustedes militares…?

–¡Por la gloria!—dijo el cadete campanudamente, recordando las arengas del coronel-director de la Academia—. ¡Por la patria, cuya defensa nos está confiada! ¡Por el honor de nuestra bandera!

–¡La gloria!—dijo Gabriel irónicamente—. Conozco eso. Muchas veces, viéndoles a ustedes tan jóvenes, tan inexpertos, tan llenos de vanas esperanzas, he rehecho en mi interior lo que bien podría llamarse la psicología del cadete. Adivino lo que ustedes han pensado antes de entrar en la Academia y preveo la desilusión amarga y aplastante que les aguarda a la salida. Los relatos de guerras y la marcialidad artística del uniforme han seducido su niñez. Después las lecturas belicosas de una poesía irresistible: Bonaparte, con su banderita, pasando el puente de Arcole entre las nubes de metralla, grande como un dios; luego, nuestros generales de ir por casa: Espartero en Luchana, O'Donnell en África, y sobre todos, Prim, el caudillo casi legendario, guiando con su sable los batallones en Castillejos: «Yo quiero ser lo mismo—dicen los muchachos—; adonde llega un hombre, bien puede alcanzar otro.» El entusiasmo se toma por predestinación, y cada uno se cree fabricado por Dios para ser un caudillo famoso. Mientras se vive aquí en Toledo, se sueña con la gloria, con empresas arriesgadas, con batallas gigantescas y triunfos ruidosos. Pero cuando con las dos estrellas en la manga se va a un regimiento, lo primero que sale a recibirles en la puerta del cuartel, casi antes que el saludo del centinela, es la realidad fea y antipática. El que soñaba con cubrirse de gloria y ser caudillo famoso antes de los treinta años, no pensando más que en combinaciones estratégicas y originales fortificaciones, tiene que ocuparse del lavado y adecentamiento de unos cuantos mozos cerriles que llegan del campo oliendo a excesiva salud; probar el rancho, hablar de calzoncillos y camisas y calcular la duración de borceguíes y alpargatas. El que nunca entró en la cocina de su casa y fue cuidado minuciosamente por su mamá, despreciando como cosas de mujeres todo lo que no fuese dar voces de mando y alinear soldados, lo primero con que tropieza en el ejército es con la necesidad de ser cocinero, sastre, zapatero, etcétera, aguantando muchas veces repulsas de sus superiores porque no demuestra pericia en estas faenas.

 

–Es verdad—dijo riendo Juanito—; pero sin eso no puede haber ejército, y el ejército es necesario.

–No discutamos si es necesario o no. Yo quiero decir únicamente que ustedes (y si usted no, porque entra con buen pie, sus compañeros) son unos engañados, que se preparan sin saberlo el fracaso de la vida, lo mismo que esos otros jóvenes que, más pobres o menos enérgicos, corren a entrar en la Iglesia. La Iglesia terminó porque ya no hay fe; la gloria militar ha acabado para siempre en España porque no hay guerras de conquista, y nuestro carácter de potencia batalladora se perdió, afortunadamente, hace siglos. Si tenemos aún alguna guerra, es civil o colonial; guerras que podríamos llamar zompas, sin brillo y sin provecho, en las que mueren los hombres tan bien como en las Termopilas o en Austerlitz, pues sólo una vez se pierde la vida, pero sin el consuelo de la fama y de la admiración pública, sin la aureola de eso que llaman gloria. Han nacido ustedes demasiado tarde. El brillo de otros siglos les atrae con su espejismo, pero llegan con retraso al llamamiento. Ustedes son los guerreros de un pueblo que forzosamente ha de vivir en paz; como los seminaristas son los futuros sacerdotes de un país en el que ya no se hacen milagros, ni hay fe, sino rutina y pereza de pensamiento.

–Pero si ya no hemos de tener guerras exteriores, si acabaron las conquistas, servimos, al menos, para defender la integridad del suelo español, para guardar la casa. ¿Es que usted cree—añadió amoscado el cadete—que no somos capaces de morir por la patria?

–No lo dudo; es para lo único que servimos los españoles: para morir muy heroicamente, pero morir al fin. Nuestra historia hace dos siglos no contiene más que muertes heroicas. «Gloriosa derrota de tal parte.» «Heroico desastre de tal otra.» Por tierra y por mar hemos causado estupefacción en el mundo, arrojándonos con los ojos cerrados en el peligro, presentando la cabeza sin huir, con el estoicismo del chino. Pero las naciones no son grandes por su desprecio a la muerte, sino por su habilidad para conservar la vida. Los polacos fueron terror de los turcos y unos de los mejores soldados de Europa, y Polonia hace tiempo que no existe.... Si una gran potencia europea pudiera invadirnos (fíjese usted en que digo «pudiera», pues en estos asuntos no es lo mismo querer que poder), desde aquí sé yo lo que ocurriría. Los españoles sabrían morir, pero tenga usted la seguridad de que los invasores no necesitarían más allá de dos batallas campales para acabar con todos nuestros medios de guerra. Y esto que puede deshacerse en un par de días, ¡cuántos sacrificios cuesta al país…!

–Entonces—dijo irónicamente el cadete—, habrá que suprimir el ejército y dejar indefensa la nación.

–Hoy por hoy, no hay que esperar que esto ocurra. Mientras Europa esté armada y hasta la más pequeña nación tenga un ejército, España lo tendrá también. No es ella quien va a dar el ejemplo, ni este ejemplo serviría de nada. Es como si para remediar la injusticia social iniciase el sacrificio uno que sólo tuviese unos cuantos miles de pesetas, renunciando a ellas....

Tras un largo silencio, Gabriel habló con dulzura, en vista del gesto irónico y casi agresivo del cadete.

–A usted le duelen indudablemente mis afirmaciones. Crea usted que lo siento, pues no me gusta herir las creencias de nadie, y más aquellas que forman el ideal de nuestra vida. Pero la verdad es la verdad. A usted no le importa nada la cuestión social, ¿no es cierto? Ni la conoce, ni le habrá preocupado un solo instante. Lo mismo les ocurrirá a todos sus compañeros de profesión, y sin embargo, lo que ustedes sufren en su prestigio, en su amor a la patria y a su bandera, no tiene otra causa que el desarreglo social que hoy impera en el mundo. La riqueza lo es todo; el capital es el señor de la tierra. La ciencia rige a la humanidad como sucesora de la fe, pero los ricos se han apoderado de sus descubrimientos y los monopolizan para perpetuar su tiranía. En el mundo económico se han hecho dueños de las máquinas y demás progresos, empleándolos como cadenas para esclavizar al obrero, obligándolo a un exceso de producción y limitando su jornal a lo estrictamente necesario. En la vida de las naciones ocurre lo mismo. Hoy la guerra no es más que una aplicación de la ciencia. Los pueblos más ricos se han apoderado de los mayores adelantos del arte de exterminar; tienen rebaños de acorazados, miles de cañones monstruosos, pueden mantener millones de hombres sobre las armas, con todos los perfeccionamientos modernos, sin que se quebrante su fortuna. A los pueblos pobres sólo les queda el recurso de callar o indignarse inútilmente, como lo hacen los desheredados ante los detentadores de la propiedad. El pueblo más cobarde del globo, o el más sedentario, puede ser guerrero invencible o conquistador glorioso si tiene dinero. El valor caballeresco terminó con la invención de la pólvora, y la fiereza de raza ha muerto para siempre con el advenimiento del industrialismo. Si resucitase el Cid, estaría en presidio, se habría dedicado a ladrón de carreteras, no pudiendo acoplarse a las desigualdades e injusticias de la vida moderna. Si el Gran Capitán fuese ahora ministro de la Guerra, veríamos cómo se las arreglaba, aun con este presupuesto militar que agobia a la nación, para poner sus tercios en condiciones de sostener de nuevo una batalla en Italia. Es el dinero, ¡el maldito dinero! quien mata la parte más hermosa del soldado, el valor personal, la iniciativa, la originalidad, así como anula al obrero, convirtiendo su existencia en un infierno.

El cadete escuchaba con atención a Gabriel, comprendiendo por primera vez que en las grandes potencias militares había algo más que las aficiones belicosas del monarca y el valor de los ejércitos. Veía de repente la riqueza como base y resorte de todas las empresas guerreras.

–Entonces—dijo con expresión pensativa—, si los extranjeros dejan de atacarnos, no es porque nos tengan miedo…