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Read the book: «Canas y barro», page 13

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Arriba vio a Neleta tendida en el lecho, blanca, pálida, inmóvil, sin más vida que el brillo de sus ojos.

– ¡Tonet… Tonet! – dijo débilmente.

El amante adivinó en su voz y en su mirada todo lo que quería decirle. Era una orden, un mandato inflexible. La fiera resolución que tantas veces había asustado a Tonet volvía a reaparecer en plena debilidad, después de la crisis anonadadora. Neleta habló lentamente, con una voz débil como un suspiro lejano. Lo más difícil había pasado ya: ahora le tocaba a él. A ver si mostraba coraje.

La tía, temblando, con la cabeza perdida, sin darse cuenta de sus actos, presentaba a Tonet un envoltorio de ropas, dentro del cual se revolvía un pequeño ser, sucio, maloliente, con la carne amoratada.

Neleta, al ver próximo a ella al recién nacido, hizo un gesto de terror. ¡No quería verlo: temía mirarlo! Se tenía miedo a sí misma, segura de que si fijaba un instante la vista en él, renacería la madre y le faltaría valor para dejar que se lo llevasen.

– ¡Tonet… en seguida… emportatelo!

El Cubano dio sus instrucciones rápidamente a la vieja y bajó para despedirse de los labradores, que ya dormían.

Fuera de la taberna, por la parte del canal, la vieja le entregó el animado paquete a través de una ventana del piso bajo.

Cuando se cerró la ventana y Tonet quedó solo en la obscuridad de la noche, sintió que de golpe se desplomaba todo su valor. El lío de ropas y de carne blanducha que llevaba bajo su brazo le infundía miedo. Parecía que instantáneamente se había despertado en él una nerviosidad extraña que aguzaba sus sentidos. Oía todos los rumores del pueblo, hasta los más insignificantes, y le parecía que las estrellas tomaban un color rojo. El viento estremeció un olivo enano inmediato a la taberna, y el rumor de las hojas hizo correr a Tonet como si todo el pueblo despertase y se dirigiera hacia él preguntando qué llevaba bajo el brazo. Creyó que la Samaruca y sus parientes, alarmados por la ausencia de Neleta durante el día, rondaban la taberna como otras veces y que la feroz bruja iba a aparecer en la orilla del canal. ¡Qué escándalo si le sorprendían con aquel envoltorio…! ¡Qué desesperación la de Neleta…

Arrojó en el fondo de su barquito el paquete de ropas, del cual comenzó a salir un llanto desesperado, rabioso, y cogiendo la percha, pasó el canal con una velocidad loca. Perchaba furiosamente, como espoleado por los lloros del recién nacido, temiendo ver iluminadas las ventanas de las casas y que las sombras de los curiosos le preguntasen adónde iba.

Pronto dejó atrás las viviendas silenciosas del Palmar y salió a la Albufera.

La calma del lago, la penumbra de una noche tranquila y estrellada, pareció darle valor. Arriba el azul obscuro del cielo; abajo el azul blanquecino del agua, conmovido por estremecimientos misteriosos que hacían temblar en su fondo el reflejo de las estrellas. Chillaban los pájaros en los carrizales y susurraba el agua con el coleteo de los peces persiguiéndose. De vez en cuando confundíase con estos rumores el llanto rabioso del recién nacido.

Tonet, cansado por aquella noche de continuos viajes, seguía moviendo su percha, empujando el barquito hacia el Saler. Su cuerpo sentíase embrutecido por la fatiga; pero el pensamiento, despierto y aguzado por el peligro, funcionaba con más actividad aún que los brazos.

Ya estaba lejos del Palmar, pero aún le faltaba más de un ahora para llegar al Saler. De allí a la ciudad, otras dos horas largas de camino. Tonet miró al cielo: debían ser las tres. Antes de dos horas surgiría el alba y el sol estaría ya en el horizonte cuando llegase él a Valencia.

Además, pensaba con terror en la larga marcha por la huerta de Ruzafa, vigilada siempre por la Guardia Civil; en la entrada en la ciudad bajo la mirada de los del resguardo de Consumos, que querrían examinar el paquete que llevaba bajo el brazo; en las gentes que se levantaban antes del amanecer y le encontrarían en el camino, reconociéndolo. ¡Y aquel llanto desesperado, escandaloso, que cada vez era más fuerte y constituía un peligro aun en medio de la soledad de la Albufera…!

Tonet veía ante él un camino interminable, infinito, y sentía que las fuerzas le abandonaban. Nunca llegaría a las calles de la ciudad, desiertas al amanecer, a los portales de las iglesias, donde se abandona a los niños como un fardo enojoso. Era fácil desde el Palmar, en la soledad silenciosa del dormitorio, decir: «Tonet, haz esto»; pero la realidad se encargaba después de ponerse delante con sus obstáculos infranqueables.

Aun en el mismo lago crecía por momentos el peligro. Otras veces podía navegarse de una orilla a otra sin encontrar a nadie; pero aquella noche la Albufera estaba poblada. En cada mata, en cada replaza, notábase el trabajo de hombres invisibles, los preparativos de la tirada.

Todo un pueblo iba y venía en la obscuridad sobre los negros barquitos. En el silencio de la Albufera, que transmitía los ruidos a prodigiosas distancias, sonaban los mazos clavando las estacas de los puestos de los cazadores, y como rojas estrellas brillaban a flor de agua los manojos de inflamadas hierbas, a cuya luz terminaban sus preparativos los barqueros. ¿Cómo seguir adelante, entre gentes que le conocían, acompañado por el lloro del recién nacido, lamento incomprensible en medio del lago?

cruzóse con una barca que pasó a larga distancia, pero al alcance de la voz. Sin duda se habían extrañado de aquel llanto.

– Compañero – gritó una voz lejana-, ¿qué portes ahí?

Tonet nada dijo, pero sus fuerzas le abandonaron para seguir el viaje, y se sentó en un extremo del barquito, soltando la percha. Quería permanecer allí, aunque le sorprendiese el amanecer. Tenía miedo a continuar, y se abandonaba, con el anonadamiento del rezagado que se arroja al suelo sabiendo que va a morir. Reconocíase impotente para cumplir su promesa. ¡Que le sorprendiesen, que todos se enteraran de lo ocurrido, que Neleta perdiese su herencia…! ¡Él no podía más!

Pero apenas hubo adoptado esta resolución desesperada, comenzó a marcarse en su cerebro una idea que parecía quemarle con su contacto. Primero fue un punto de fuego, después un ascua, luego una llamarada, hasta que por fin rompió como formidable incendio que hinchaba su cabeza, amenazándola como un estallido, mientras un sudor helado se esparcía por su frente como la respiración de este hervidero.

¿Para qué ir más lejos…? El deseo de Neleta era que desapareciese el testigo de su falta, para no perder una parte de la fortuna; abandonarlo, ya que con su presencia podía comprometer la tranquilidad de los dos; y para esto, ningún sitio como la Albufera, que había ocultado muchas veces a hombres buscados por la justicia, salvándolos de minuciosas persecuciones.

Temblaba al pensar que el lago no conservaría la existencia de aquel cuerpecillo débil y naciente; ¿pero acaso el pequeño tenía más asegurada la vida si lo abandonaba en cualquier callejón de la ciudad? «Los muertos no vuelven para comprometer a los vivos.» Y Tonet, al pensar esto, sentía resucitar en él la dureza de los viejos Palomas, la cruel frialdad de su abuelo, que veía morir sus hijos pequeños sin una lágrima, con el pensamiento egoísta de que la muerte es un bien en la familia del pobre, pues deja más pan para los que sobreviven.

En un momento de lucidez, Tonet se avergonzó de su maldad, de la indiferencia con que pensaba en la muerte del ser que estaba a sus pies y que callaba ahora, como fatigado por el llanto rabioso. Le había contemplado un instante, y sin embargo, su vista no le produjo ninguna emoción. Recordaba su rostro amoratado, el cráneo puntiagudo, los ojos saltones, la boca enorme, que se contraía, estirándose de oreja a oreja: una ridícula cabeza de sapo que le había dejado frío, sin que latiese en él el más débil sentimiento. ¡Y sin embargo, era su hijo…!

Tonet, para explicarse esta frialdad, recordaba lo que muchas veces había oído a su abuelo. Sólo las madres sienten una ternura instintiva e inmensa por sus hijos desde el momento que nacen. Los padres no los aman en seguida: necesitan que transcurra el tiempo, y sólo cuando crece el pequeño se sienten unidos a él por un continuo contacto, con cariño reflexivo y grave.

Pensaba en la fortuna de Neleta, en la integridad de aquella herencia que consideraba como propia. Alterábanse sus duras entrañas de perezoso que ve resuelto para siempre el problema de la existencia, y su egoísmo se preguntaba si era prudente comprometer la buena fortuna de su vida por conservar un ser pequeño y feo, igual a todos los recién nacidos, y que no le causaba la más leve emoción.

Porque él desapareciese nada malo ocurriría a los padres; y si él vivía, tendrían que regalar a gentes odiadas la mitad del pan que se llevaban a la boca. Tonet, confundiendo la crueldad y el valor con esa ceguera propia de los criminales, se reprochaba su indecisión, que le tenía como clavado en la popa de la barca, dejando pasar el tiempo.

La obscuridad era cada vez más tenue. Se adivinaba la proximidad del día. Sobre el cielo gris del amanecer pasaban, como resbaladizas gotas de tinta, algunos grupos de aves. Lejos, por la parte del Saler, sonaban los primeros escopetazos. El pequeñuelo comenzó a llorar, martirizado por el hambre y el frío de la mañana.

– ¡Cubano…! ¿Eres tú?

Tonet creyó oír este llamamiento desde una barca lejana.

El miedo a ser reconocido le hizo ponerse de pie, empuñando la percha. En sus ojos lucía una punta de fuego, semejante a la que iluminaba algunas veces la verde mirada de Neleta.

Lanzó su barquito por dentro de los carrizales, siguiendo los tortuosos callejones de agua abiertos entre las cañas. Iba a la ventura, pasando de una mata a otra, sin saber ciertamente dónde se encontraba, redoblando sus esfuerzos como si alguien le persiguiese. La proa del barquito separaba los carrizos, rompiéndolos. Se abrían las altas hierbas para dar paso a la embarcación, y los locos impulsos de la percha la hacían deslizarse por sitios casi en seco, sobre las apretadas raíces de las cañas, que formaban espesas madejas.

Huía sin saber de quién, como si sus criminales pensamientos bogasen a su espalda persiguiéndolo. Se inclinó varias veces sobre el barquito, tendiendo una mano a aquel envoltorio de trapos del que salían furiosos chillidos, y la retiró inmediatamente. Pero al enredarse la barca en unas raíces, el miserable, como si quisiera aligerar la embarcación de un lastre inmenso, cogió el envoltorio y lo arrojó con fuerza, por encima de su cabeza, más allá de los carrizos que le rodeaban.

El paquete desapareció entre el crujido de las cañas. Los harapos se agitaron un instante en la penumbra del amanecer, como las alas de un pájaro blanco que cayese muerto en la misteriosa profundidad del carrizal.

Otra vez sintió el miserable la necesidad de huir, como si alguien fuese a sus alcances. Perchó como un desesperado a través del carrizal, hasta encontrar una vena de agua; la siguió en todas sus tortuosidades entre las altas matas, y al salir a la Albufera, con el barquito libre de todo peso, respiró, contemplando la faja azulada del amanecer.

Después se tendió en el fondo de la embarcación y durmió con sueño profundo y anonadador: el sueño de muerte que sobreviene tras las grandes crisis nerviosas y surge casi siempre a continuación de un crimen.

IX

El día comenzó con grandes contrariedades para el cazador confiado a la pericia de Sangonera.

Antes de amanecer, al clavar el puesto, el prudente burgués tuvo que implorar el auxilio de algunos barqueros, que rieron mucho viendo el nuevo oficio del vagabundo.

Con la presteza de la costumbre, clavaron tres estacas en el fondo fangoso de la Albufera y colocaron, apoyado en ellas, el enorme tanque que había de servir de refugio al cazador. Después rodearon de cañas el puesto, para engañar a las aves y que se acercaran confiadas, creyendo que era un pedazo de carrizal en medio del agua. Para ayudar a este engaño, en torno del puesto flotaban los bots: unas cuantas docenas de patos y fúlicas esculpidos en corcho, que, con las ondulaciones del lago, movíanse a flor de agua. De lejos causaban la impresión de una manada de pájaros nadando tranquilamente cerca de las cañas.

Sangonera, satisfecho de haberse librado de todo trabajo, invitó al amo a ocupar el puesto. Él se alejaría en el barquito a cierta distancia para no espantar la caza, y cuando llevase muertas varias fúlicaS, no tenía más que gritar, e iría a recogerlas sobre el agua.

– ¡Vaya…! fñóna sbrt, don Joaquín!

El vagabundo hablaba con tanta humildad y mostraba tales deseos de ser útil, que el bondadoso cazador sintió desvanecerse su enfado por las torpezas anteriores. Estaba bien; él le llamaría tan pronto como tumbase un pájaro. Para no aburrirse durante la espera, podía ir dando alguna mojada en los guisos de sus provisiones. La señora le había pertrechado con tanta abundancia como si fuese a dar la vuelta al mundo.

Y señalaba tres enormes pucheros cuidadosamente tapados, a más de abundantes panes, una cesta de fruta y una gran bota de vino. El hocico de Sangonera tembló de emoción viendo confiado a su prudencia aquel tesoro que venía tentándole en la proa desde la noche anterior.

No le había engañado Tonet al hablar de lo bien que se trataba el parroquiano. ¡Gracias, don Joaquín! Ya que era tan bueno y le invitaba a mojar, se permitiría alguna ligera sucaeta, para entretener el tiempo. Una mojadita nada más.

Y alejándose del puesto, se situó al alcance de la voz del cazador, encogiéndose después en el fondo del barquito.

Había amanecido y los escopetazos sonaban en toda la Albufera, agrandados por el eco del lago. Apenas si se veían sobre el cielo gris las bandas de pájaros, que levantaban el vuelo espantados por el estruendo de las descargas. Bastaba que en su veloz aleteo descendiesen un poco, buscando el agua, para que inmediatamente una nube de plomo cayese sobre ellos.

Al quedar don Joaquín solo en su puesto, no pudo evitar una emoción semejante al miedo. Se veía aislado en medio de la Albufera, dentro de un pesado cubo, sin otro sostén que unas estacas, y temía moverse, con la sospecha de que todo aquel catafalco acuático viniera abajo, sepultándolo en el fango. El agua, con suaves ondulaciones, venía a chocar en el borde de madera, a la altura de la barba del cazador, y su continuo chap-chap le causaba escalofríos. Si aquello se hundía, – pensaba don Joaquín-, por pronto que llegase el barquero ya estaría en el fondo con todo el peso de la escopeta, los cartuchos y aquellas botas enormes, que le causaban insoportable picazón, hundidas en la paja de arroz de que estaba atiborrado el cubo. Le ardían las piernas, mientras sus manos estaban ateridas por el fresco del amanecer y el frío glacial de la escopeta. ¿Y esto era divertirse…? Comenzaba a encontrar pocos lances a un placer tan costoso.

¿Y los pájaros? ¿Dónde estaban aquellas aves que sus amigos cazaban a docenas? Hubo un momento en que se revolvió impetuosamente en su asiento giratorio, llevándose a la cara la escopeta con trémula emoción.

¡Ya estaban allí…! Nadaban descuidadamente en torno del puesto. Mientras él reflexionaba, casi adormecido por el fresco del amanecer, habían llegado a docenas, huyendo de los lejanos escopetazos, y nadaban junto a él con la confianza del que encuentra un buen refugio. No tenía más que tirar a ciegas… ¡Caza segura! Pero al ir a hacer fuego, reconoció los bots, toda la banda de pájaros de corcho que había olvidado por la falta de costumbre, y bajó la escopeta, mirando en torno, con el temor de encontrar en la soledad los ojos burlones de sus amigos.

Volvió a esperar. ¿Contra qué demonios tiraban aquellos cazadores, cuyas escopetas no cesaban de conmover la calma del lago…? Poco después de salir el sol, don Joaquín pudo disparar por fin su arma virgen. Pasaron tres pájaros casi a flor de agua. El novel cazador hizo fuego temblando. Le parecían aquellas aves enormes, monstruosas, verdaderas águilas, agigantadas por la emoción. El primer tiro sirvió para que avivasen aún más el vuelo; pero inmediatamente partió el segundo, y una fúlica, plegando las alas, cayó después de varias volteretas, quedando inmóvil sobre el agua.

Don Joaquín se levantó con tal ímpetu, que hizo temblar el puesto. En aquel instante se consideraba superior a todos los hombres: admirábase a sí mismo, adivinando en él una fiereza de héroe que nunca había sospechado.

– ¡Sangonera!… ¡Barquero! – gritó con voz trémula de emoción. – ¡Una…! ¡Ya’n tenim una!

Le contestó un gruñido casi ininteligible: una boca llena, atascada, que apenas abría paso a las palabras…

¡Estaba bien! Ya iría a recogerlas cuando fuesen más.

El cazador, satisfecho de su hazaña, volvió a ocultarse tras la cortina de carrizos, seguro de que se bastaba él solo para acabar con los pájaros del lago. Toda la mañana la pasó disparando, sintiendo cada vez con más intensidad la embriaguez de la pólvora, el placer de la destrucción. Tiraba y tiraba sin fijarse en distancias, saludando con la escopeta a todos los pájaros que pasaban ante su vista, aunque volasen cerca de las nubes. ¡Cristo! ¡Sí que era divertido aquello! Y en estas descargas a ciegas, alguna vez tocaba su plomo a infelices pájaros, que caían por obra de la fatalidad víctima de una mano torpe, después de haber escapado ilesos de los cazadores más hábiles.

Mientras tanto, Sangonera permanecía invisible en el fondo de la barca. ¡Qué día, redéu! El arzobispo de Valencia no estaría mejor en su palacio que él en el barquito, sentado sobre la paja, con una pataca de pan en la mano y oprimiendo un puchero entre las piernas. ¡Que no le hablasen a él de las abundancias de casa de Cañamél! ¡Miseria y presunción que únicamente podían deslumbrar a los pobres! ¡Los señores de la ciudad eran los que se trataban bien…!

Había comenzado por pasar revista a los tres pucheros, cuidadosamente tapados con gruesas telas amarradas a la boca. ¿Cuál sería el primero…? Escogió a la ventura, y abriendo uno, se dilató su hocico voluptuosamente con el perfume del bacalao con tomate. Aquello era guisar. El bacalao estaba deshecho entre la pasta roja del tomate, tan suave, tan apetitoso, que al tragar Sangonera el primer bocado creyó que le bajaba por la garganta un néctar más dulce que el líquido de las vinajeras que tanto le tentaba en sus tiempos de sacristán. ¡Con aquello se quedaba! No había por qué pasar adelante. Quiso respetar el misterio de los otros dos pucheros; no desvanecer las ilusiones que despertaban sus bocas cerradas, tras las cuales presentía grandes sorpresas. ¡Ahora a lo que estábamos! Y metiendo entre sus piernas el oloroso puchero, comenzó a tragar con sabia calma, como quien tiene todo el día por delante y sabe que no puede faltarle ocupación. Mojaba lentamente, pero con tal pericia, que al introducir en el perol su mano armada de un pedazo de pan, bajaba considerablemente el nivel. El enorme bocado ocupaba su boca, hinchándole los carrillos. Trabajaban las mandíbulas con la fuerza y la regularidad de una rueda de molino, y mientras tanto, sus ojos fijos en el puchero exploraban las profundidades, calculando los viajes que aún tendría que realizar la mano para trasladarlo todo a su boca.

De vez en cuando arrancábase de esta contemplación. ¡Cristo! El hombre honrado y trabajador no debe olvidar sus obligaciones en medio del placer. Miraba fuera de la barca, y al ver aproximarse los pájaros, lanzaba su aviso:

– ¡Don Joaquín! ¡Per la part del Palmar… Don Joaquín! ¡Per la part del Saler!

Después de avisar al cazador por dónde venían las aves, sentíase fatigado de tanto trabajo y daba un fuerte tentón a la bota de vino, reanudando el mudo diálogo con el puchero.

Llevaba el amo derribadas unas tres fUlicas, cuando Sangonera dejó a un lado el perol casi vacío. En el fondo, adheridas a las paredes de barro, quedaban unas cuantas hilachas. El vagabundo sintió el llamamiento de su conciencia. ¿Qué iba a quedar para el amo si se lo comía todo? Debía contentarse con una mojadita nada más.

Y guardando el puchero bajo la proa cuidadosamente tapado, su curiosidad le impulsó a abrir el segundo.

¡Redéu, que sorpresa! Lomo de cerdo, longanizas, embutido del mejor; todo frío, pero con un tufillo de grasa que conmovió al vagabundo. ¡Cuánto tiempo hacía que su estómago, habituado a la carne blanca e insípida de las anguilas, no había sentido el peso de las cosas buenas que se fabrican tierra adentro…! Sangonera se reprochó como una falta de respeto al amo despreciar el segundo puchero. Sería tanto como manifestar que él, hambriento vagabundo, no se enternecía ante las buenas cosas que guisaban en casa de don Joaquín. Por una mojada más o bmenos no iba a enfadarse el cazador.

Y otra vez volvió a acomodarse en el fondo de la barca, con las piernas cruzadas y el puchero entre ellas.

Sangonera se estremecía voluptuosamente al tragar los bocados; cerraba los ojos para apreciar mejor su lento descenso al estómago. ¡Qué día, Señor, qué gran día…!

Parecíale que mascaba por primera vez en toda la mañana. Ahora miraba con desprecio el primer puchero, metido bajo la proa. Aquel guiso era bueno como entretenimiento, para engañar el estómago y divertir las mandíbulas. Lo bueno era esto: las morcillas, la longaniza, el lomo apetitoso que se deshacía entre los dientes, dejando tal sabor, que la boca buscaba otro pedazo, y otro después, sin tener nunca bastante.

Al ver la facilidad con que se vaciaba el segundo puchero, Sangonera sentía afán por servir al amo, cumpliendo minuciosamente sus obligaciones; y siempre con las mandíbulas ocupadas, miraba a todos lados, lanzando unos gritos que parecían mugidos:

– ¡Per la part del Saler…! ¡Per la part del Palmar!

Para que no se formase un tapón en su garganta, apenas si dejaba quieta la bota. Bebía y bebía de aquel vino, mucho mejor que el de Neleta; y el rojo líquido parecía excitar su apetito, abriendo nuevas simas en el estómago sin fondo. Sus ojos brillaban con el fuego de una embriaguez feliz; su cara, en fuerza de colorearse, tomaba un tinte violáceo, y los eructos ruidosos le conmovían de pies a cabeza. Con sonrisa placentera se golpeaba el hinchado vientre.

– ¿Qué tal? ¿Cóm va aixó? – preguntaba a su estómago, como si fuese un amigo, dándole palmadas.

Y su embriaguez era más dulce que nunca: una embriaguez de hombre bien comido que bebe en plena digestión; no la borrachera triste y lóbrega que le acometía en su miseria cuando arrojaba copas y copas en el estómago vacío, encontrando en las riberas del lago gentes que le convidaban siempre a beber, pero nadie que le ofreciera un pedazo de pan.

Sumíase en su borrachera sonriente, sin dejar por esto de comer. La Albufera la veía de color de rosa. El cielo, de un azul luminoso, parecía rasgarse con una sonrisa igual a aquella que le acarició una noche en el camino de la Dehesa. únicamente veía negro, con la lobreguez de una tumba vacía, el puchero que guardaba entre las piernas. Se lo había comido todo. Ni restos quedaban del embutido.

Quedó como aterrado un momento por su voracidad. Pero después su apetito le dio risa, y para pasar la amargura de la falta, empinó la bota largo rato.

Reía a carcajadas pensando en lo que dirían en el Palmar al conocer su hazaña, y con el deseo de completarla probando todos los víveres de don Joaquín, destapó el tercer puchero.

¡Redieu! Dos capones atascados entre las paredes de barro, con la piel dorada y chorreando grasa: dos adorables criaturas del Señor, sin cabeza, con los muslos unidos al cuerpo por varias vueltas de tostado bramante y la pechuga saliente y blanca como la de una señorita.

¡Si no metía mano a aquello no era hombre! ¡Aunque don Joaquín le soltase un escopetazo…! ¡Cuánto tiempo que no probaba tales golosinas! No había comido carne desde la época en que servía de perro a Tonet y cazaban por bravura en la Dehesa. Pero pensando en la carne estoposa y áspera de los pájaros del lago, amontonábase el placer con que devoraba las blancas fibras de los capones, la piel dorada, que crujía entre sus dientes mientras chorreaba la grasa por la comisura de sus labios.

Comía como un autómata, con la voluntad tenaz de tragar y tragar, mirando ansiosamente lo que quedaba en el fondo del puchero, como si estuviera empeñado en una apuesta.

De vez en cuando sentía arrebatos infantiles: deseos de ebrio, de alborotar y hacer jugarretas. Cogía manzanas del cesto de la fruta y las arrojaba contra los pájaros que volaban lejos, como si pudiera alcanzarlos.

Sentía hacia don Joaquín una gran ternura por la felicidad que le había proporcionado; deseaba tenerle cerca para abrazarlo; le hablaba de tú con tranquila insolencia; y sin que se viera un ave en el horizonte, bramaba con mugido interminable:

– ¡Chimo! ¡Chimo…! ¡Tira… que t’entren!

En vano se revolvía el cazador mirando a todas partes. No se veía un pájaro. ¿Qué quería aquel loco? Lo que debía hacer era aproximarse para recoger las fúlicas muertas que flotaban en torno del puesto. Pero Sangonera volvía a encogerse en la barca sin obedecer el mandato.

¡Tiempo quedaba! ¡Ya iría después! ¡Que matase mucho era su deseo…! En su afán de probarlo todo, destapaba ahora las botellas, gustando tan pronto el ron como la absenta pura, mientras la Albufera comenzaba a obscurecerse para él en pleno sol y sus piernas parecían clavarse en las tablas de la barca, sin fuerzas para moverse.

A mediodía, don Joaquín, hambriento y deseoso de salir de aquel cubo que le obligaba a permanecer inmóvil, llamó al barquero. En vano sonaba su voz en el silencio.

– ¡Sangonera…! ¡Sangonera!

El vagabundo, con la cabeza por encima de la borda, le miraba fijamente, repitiendo que iba en seguida, pero continuaba inmóvil, como si no lo llamasen a él. Cuando el cazador, rojo de tanto gritar, le amenazaba con un escopetazo, hizo un esfuerzo, se puso en pie tambaleando, buscó la percha por toda la barca teniéndola junto a sus manos, y por fin comenzó a aproximarse lentamente.

Al saltar don Joaquín al barquito pudo estirar sus piernas, entumecidas por tantas horas de espera. El barquero, por su mandato, comenzó a recoger los pájaros muertos; pero lo hacía a tientas, como si no los viese, echando el cuerpo fuera con tanto ímpetu, que varias veces hubiese caído al agua a no sostenerlo el amo.

– ¡Malaít! – exclamaba el cazador. – ¿Es que estás borracho?

Pronto tuvo la explicación examinando sus provisiones ante la mirada estúpida de Sangonera. ¡Los pucheros vacíos; la bota arrugada y mustia, las botellas abiertas; de pan sólo algunos mendrugos, y la cesta de la fruta podía volcarse sobre el lago sin miedo a que cayera nada!

Don Joaquín sintió deseos de levantar la culata de su escopeta sobre el barquero; pero pasado este impulso, quedóse contemplándolo con asombro. ¿Aquel destrozo lo había hecho él solo…? ¡Vaya un modo de dar mojaditas que tenía el bigardo! ¿Dónde se había metido tanta cosa…? ¿Podía caber en estómago humano … ?

Pero Sangonera, oyendo al enfurecido cazador, que le llamaba pillo y sinvergüenza, sólo sabía contestar con voz quejumbrosa:

– ¡Ay, don Joaquín…! ¡Estic mal! ¡molt mal…!

Sí que se sentía mal. No había más que ver su cara amarillenta, sus ojos que en vano pugnaban por abrirse, sus piernas que no podían sostenerse erguidas.

Enfurecido el cazador, iba a golpear a Sangonera, cuando éste se desplomó en el fondo del barquito, clavándose las uñas en la faja como si quisiera abrirse el vientre. Encorvábase hecho una pelota, con dolorosas convulsiones que crispaban su cara, dando a los ojos una vidriosa opacidad.

Gemía y al mismo tiempo arqueábase con profundas convulsiones, pugnando por arrojar del cuerpo el prodigioso atracón, que parecía asfixiarle con su peso.

El cazador no sabía qué hacer, y otra vez encontraba enojoso su viaje a la Albufera. Tras media hora de juramentos, cuando ya se creía condenado a coger la percha y emprender por sí mismo la marcha hacia el Saler, se apiadaron de sus gritos unos labradores de los que cazaban sueltos por el lago.

Reconocieron a Sangonera y adivinaron su mal. Era un atracón de muerte: aquel vagabundo debía acabar así.

Movidos por esa fraternidad de las gentes del campo, que les impulsa a prestar ayuda hasta a los más humildes, cargaron a Sangonera en su barca para llevarlo al Palmar, mientras uno de ellos se quedaba con el cazador, satisfecho de servirle de barquero a cambio de disparar su escopeta.

A media tarde vieron las mujeres del Palmar caer al vagabundo a la orilla del canal, con la inercia de un fardo.

– ¡Pillo…! ¡Alguna borrachera! – gritaban todas.

Pero los buenos hombres que hacian la caridad de llevar lo en alto como un muerto hasta su mísera barraca movían la cabeza tristemente. No era sólo embriaguez, y si el vago escapaba de aquella, bien podía decirse que su carne era de perro. Relataban aquel atragantamiento portentoso que le ponía a morir, y las gentes del Palmar reían asombradas, sin ocultar al mismo tiempo su satisfacción, contentas de que uno de los suyos demostrase tan inmenso estómago.

¡Pobre Sangonera! La noticia de su enfermedad circuló por todo el pueblo, y las mujeres fueron en grupos hasta la puerta de la barraca, asomándose a este antro del que todos huían antes. Sangonera, tendido en la paja, con los ojos vidriosos fijos en el techo y la cara de color de cera, se estremecía, rugiendo de dolor, como si le desgarraran las entrañas. Expelía en torno de él nauseabundos arroyos de líquidos y alimentos a medio masticar.

– ¿Cóm estás, Sangonera? – preguntaban desde la puerta.

Y el enfermo contestaba con un gruñido doloroso, cambiando de posición para volver la espalda, molestado por el desfile de todo el pueblo.

Otras mujeres más animosas entraban, arrodillándose junto a él, y le tentaban el abdomen, queriendo saber dónde le dolía. Discutían entre ellas sobre los medicamentos más apropiados, recordando los que habían surtido efecto en sus familias. Después buscaban a ciertas viejas acreditadas por sus remedios, que gozaban de mayor respeto que el pobre médico del Palmar. Llegaban unas con cataplasmas de hierbas guardadas misteriosamente en sus barracas; presentábanse otras con un puchero de agua caliente, queriendo que el enfermo se lo tragase de golpe.

Age restriction:
12+
Release date on Litres:
30 August 2016
Volume:
280 p. 1 illustration
Copyright holder:
Public Domain