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Read the book: «Canas y barro», page 10

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Cañamél le miró de un modo que le hizo ponerse en guardia, con cierto miedo. Sí; seguramente era mentira. También creía él lo mismo. Esto les valía a Neleta y a Tonet; porque si él llegase a sospechar remotamente que pudieran ser ciertas las porquerías que aquellos canallas habían cantado la noche anterior, era hombre para retorcerle el pescuezo a ella y meterle un escopetazo a él entre ceja y ceja. ¿Qué se había figurado? El tío Paco era muy bueno, pero a pesar de su enfermedad, resultaba tan hombre como cualquiera cuando le tocaban lo suyo.

Y el tabernero, temblando de sorda cólera, se paseaba, como el caballo viejo y enfermo, pero de raza fuerte, que sabe encabritarse hasta el último momento, Tonet miraba con admiración al antiguo aventurero, que, en su enfermiza indolencia, panzudo y ablandado, encontraba aún la energía de sus tiempos de luchador libre de escrúpulos.

En el silencio de la habitación resonaba el eco lejano de los instrumentos de metal que recorrían el pueblo.

Cañamél volvió a hablar, y sus palabras fueron acompañadas por la música, cada vez máspróxima.

Sí; todo era mentira. Pero él no estaba allí para ser burla de la gente. Además, le cargaba ver a Tonet siempre en la taberna, tomándose con Neleta aquellas familiaridades de hermano. No quería en su casa más hermanazgos postizos: se acabó. Estaba de acuerdo con el tío Paloma. En adelante seguirían el negocio de la Sequiota los dos solos, y el abuelo ya se entendería con el nieto para que cobrase su parte. Tonet nada tenía que tratar con Cañamél. Si no estaba conforme, podía decirlo. Él era el amo de la Sequióta por el sorteo, pero el tío Paco retiraría sus redes y su capital, Tonet disgustaría a su abuelo, y ¡allí veríamos cómo se las arreglaba solo!

Tonet no protestó ni opuso resistencia. Lo que acordase su abuelo bien hecho estaba.

La música llegó enfrente de la taberna. Se detuvo, y su armónico estrépito hizo estremecer las paredes.

Cañamél levantó la voz para ser oído. Una vez resuelto lo del negocio, quedaba el hablar los dos, de hombre a hombre. Y él, con su autoridad de marido que no quiere que se le rían y de hombre que cuando era preciso sabía poner en la puerta a un parroquiano molesto, ordenaba a Tonet que no se acercase más por la taberna. ¿Lo entendía bien? ¡Se acabó la amistad! Era lo más acertado, para impedir murmuraciones y mentiras… La puerta de aquella casa debía de ser en adelante para el Cubano tan alta… tan alta como el Miguelete de Valencia.

Y mientras los trombones lanzaban sus rugidos a la puerta de la casa, Cañamél erguía su figura casi esférica sobre las puntas de los pies y elevaba el brazo al techo para expresar la altura enorme, inconmensurable, que en adelante había de separar al Cubano del tabernero y su mujer.

VII

Al pasar Tonet dos días  fuera de la taberna, se dio cuenta de lo mucho que amaba a  Neleta.

Tal vez influía en su  desesperación la pérdida del alegre bienestar que antes gozaba,  de aquella abundancia en la que se sumía como en  una ola de felicidad. Faltábale, a más de esto, el encanto de  los ocultos amores adivinados por todo el pueblo, la  malsana dicha de acariciar a su amante en pleno peligro, casi  en presencia del esposo y de los parroquianos, expuesto  a una sorpresa.

Arrojado de casa de  Cañamél, no sabía dónde ir. Probó a contraer amistades en las  otras tabernas del Palmar, míseras barracas sin más  fortuna que un tonelillo, donde sólo de tarde en tarde  entraban los que por deudas atrasadas no podían ir a casa de  Cañamél. Tonet huyó de estos sitios, como un  potentado que penetrase por error en un bodegón.

Pasó los días vagando por  las afueras del pueblo. Cuando se cansaba, iba al Saler, al  Perelló, al puerto de Catarroja, a cualquier sitio, para  matar el tiempo. Él, tan perezoso, perchaba horas  enteras en su barquito para ver a un amigo, sin otro  propósito que fumar un cigarro con él.

La situación le obligaba a vivir en la barraca de su padre, examinando con cierta inquietud al tío Tóni, que alguna vez, en la fijeza de su mirada, parecía revelarle su conocimiento de todo lo ocurrido. Tonet cambió de conducta, a impulsos del tedio. Para vagar de un lado a otro de la Albufera como un animal enjaulado, mejor era prestar su ayuda al pobre padre. Y desde el día siguiente, con la pasajera furia de los perezosos cuando se deciden al trabajo, fue, como en otros tiempos, a arrancar barro de las acequias.

El tío Tóni demostró su gratitud por este arrepentimiento desarrugando el ceño y dirigiendo algunas palabras a su hijo.

Lo sabía todo. Las cosas ocurrían tal como él las anunciaba. Tonet no había procedido como un Paloma, y el padre sufrió mucho oyendo lo que se decía de él. Le hería dolorosamente ver a su hijo viviendo a costa del tabernero y robándole además la mujer.

– ¡Mentira… mentira! – contestaba el Cubano con la ansiedad del culpable. – ¡Son calumnies…!

Mejor: el tío Tóni celebraba que fuese así. Lo importante era haber salido del peligro. Ahora a trabajar, a ser hombre honrado, a ayudar al padre en la tarea de enterrar sus charcas. Cuando éstas se convirtiesen en campos y en el Palmar viesen al los Palomas recoger muchos sacos de arroz, ya encontraría Tonet una compañera.  Podría escoger entre todas las muchachas de los pueblos inmediatos. A un rico nadie le contesta negativamente.

Y Tonet, animado por las palabras de su padre, entregábase al trabajo con verdadera rabia. La pobre Borda se fatigaba a su lado más aún que yendo con el tío Tóni. El Cubano siempre creía que trabajaba poco; era exigente y brutal con la infeliz muchacha; la cargaba como si fuese una bestia, pero comenzaba él por dar ejemplo de fatiga. La pobre Borda, jadeante bajo el peso de las espuertas de tierra y el continuo manejo de la percha, sonreía alegre, y por la noche, cuando con los huesos doloridos preparaba la cena, miraba con agradecimiento a su Tonet, aquel hijo pródigo que tanto había hecho sufrir al padre, y ahora, con su buena conducta, daba un aire de serenidad y confianza al rostro del fuerte trabajador.

Pero en la voluntad del Cubano nunca soplaba el mismo viento. La conmovían furiosas ráfagas de actividad y reaparecía después la calma de una pereza dominadora y absoluta.

Al mes de este continuo trabajo, Tonet se cansó, como otras veces. Una gran parte de los campos estaba ya cubierta , pero quedaban profundos hoyos, que eran su desesperación: agujeros incegables, por los cuales parecían volver las derrotadas aguas, royendo lentamente la tierra acumulada a costa de inmensos trabajos. El Cubano sentía miedo y desaliento ante la magnitud de la empresa.

Acostumbrado a las abundancias de casa de Cañamél, rebelábase además pensando en los guisotes de la Borda, el vino escaso y flojo, la dura torta de maíz y las sardinas mohosas, único alimento de su padre.

La tranquilidad de su abuelo le indignaba. Seguía visitando la casa de Cañamél, como si nada hubiese ocurrido. Allí comía y cenaba, entendiéndose perfectamente con el tabernero, que parecía satisfecho de la actividad con que el viejo explotaba la Sequiota. ¡Y al nieto que lo partiera un rayo! ¡Sin decirle una palabra cuando lo veía por las noches en la barraca, como si no existiera, como si no fuese el verdadero dueño de la Sequióta!

El abuelo y Cañamél se entendían para explotar, y sufrirían un chasco. Tal vez toda la indignación del tabernero no había tenido otro fin que quitarle de en medio para que las ganancias fuesen mayores. Y con esa codicia rural, feroz y sin entrañas, que no reconoce afectos ni familia en asuntos de dinero, Tonet abordó al tío Paloma una noche en que se embarcaba para ir al redolí. Él era el dueño de la Sequiota, el verdadero dueño, y hacía mucho tiempo que no veía un céntimo. Ya sabía que la pesca no era tan excelente como otros años, pero se hacía negocio, y el abuelo y el tío Paco buenos duros se metían en la faja. Lo sabía por los compradores de anguilas. ¡A ver…! Él quería cuentas claras: que le diesen lo suyo, o de lo contrario se quedaría con el redolí, buscando socios menos rapaces.

El tío Paloma, con la autoridad despótica que creía tener de derecho sobre toda su familia, se consideró en los primeros instantes obligado a abrirle la cabeza a su nieto con el extremo de la percha. Pero pensó en los negros que el Cubano había muerto allí lejos, y ¡recordóns! a un hombre así no se le pega aunque sea de la familia. Además, la amenaza de recobrar el redolí le infundía espanto.

El tío Paloma se encastilló en la moral. Si no le daba dinero era porque conocía su carácter, y el dinero, en manos de jóvenes, es la perdición. Se lo bebería, iría a jugárselo con los pillos que manejaban la baraja a la sombra de cualquier barraca del Saler; prefería guardarlo él, y así prestaba un favor a Tonet. Al fin, cuando él muriese, ¿para quién sería lo suyo más que para el nieto…?

Pero Tonet no se ablandaba con esperanzas. Quería lo suyo, o volvía a apoderarse del redolí. Y tras penosos regateos, que duraron más de tres días, el barquero se decidió una tarde a escarbar su faja, sacando con gesto doloroso un cartucho de duros. Podía tomarlo…! ¡Judío…! ¡Mal corazón…! Cuando lo hubiese gastado en pocos días, que volviese por más. No debía tener escrúpulos. ¡A reventar al abuelo! Ya veía claro cuál era su porvenir en plena ancianidad: ¡trabajar como un esclavo, para que el señor se diese la gran vida…! Y se alejó de Tonet, como si perdiese para siempre el escaso afecto que aún sentía por él.

El Cubano, al verse con dinero, no volvió por la barraca de su padre. Quiso entretener su ociosidad con la caza, haciendo una vida de hombre de guerra, sacando su comida de la pólvora, y comenzó por comprar una escopeta algo mejor que las armas venerables que se guardaban en su casa. Sangonera, que había sido despedido de casa Cañamél al día siguiente de la expulsión de Tonet, rondaba en torno de éste viéndole ocioso y disgustado de la vida laboriosa que llevaba en la barraca de su padre.

El Cubano se asoció al vagabundo. Era un buen compañero, del que podía sacar cierto partido. Tenía una vivienda que, aunque peor que una perrera, podía servirles de refugio.

Tonet sería el cazador y Sangonera el perro. Todo pertenecería a los dos por igual: la comida y el vino. ¿Estaba conforme el vagabundo? Sangonera se mostró alegre. Él también contribuiría al mantenimiento común. Tenía unas manos de oro para sacar los mornells de los canales y apoderarse de la pesca, volviendo otra vez las redes al agua. No era cual ciertos rateros sin escrúpulos, que, como decían los pescadores del Palmar, no sólo robaban el alma, sino que se llevaban el cuerpo, o sea los bolsones de malla. Tonet buscaría la carne y él el pescado. Trato hecho.

Desde entonces, sólo de tarde en tarde vieron en el pueblo al nieto del tío Paloma con la escopeta al hombro, silbando cómicamente a Sangonera, que marchaba tras de sus pasos con la cabeza baja, mirando astutamente a todos lados por si había algo aprovechable al alcance de sus zarpas.

Pasaban semanas enteras en la Dehesa, haciendo una vida de hombres primitivos. Tonet, en medio de su tranquila existencia en el Palmar, había pensado muchas veces con melancolía en sus años de guerra, en la libertad sin límites y llena de peligros del guerrillero, que teniendo la muerte ante los ojos, no ve obstáculos ni barreras, y carabina en mano, cumple sus deseos sin reconocer otra ley que la de la necesidad.

Los hábitos contraídos en sus años de vida belicosa en plena selva los resucitaba ahora en la Dehesa, a cuatro pasos de poblaciones donde existían leyes y autoridad; con ramaje seco fabricábanse chozas él y su compañero en cualquier rincón de la arboleda. Cuando tenían hambre, mataban un par de conejos o palomas salvajes de las que revoloteaban entre los pinos; y si necesitaban dinero para vino y cartuchos, Tonet se echaba la escopeta a la cara y en una mañana lograba formar un racimo de piezas, que el vagabundo vendía en el Saler o en el puerto de Catarroja, volviendo con un pellejo que ocultaba en los matorrales.

La escopeta de Tonet sonando con insolencia por toda la Dehesa fue un reto para los guardas, que hubieron de abandonar su tranquila vida de solitarios.

Sangonera estaba al acecho como un perro mientras cazaba Tonet, y al ver con su aguda mirada de vagabundo la aproximación de los enemigos, silbaba a su compañero para ocultarse. Varias veces se encontró el nieto del tío Paloma frente a frente con los perseguidores y sostuvo gallardamente su voluntad de vivir en la Dehesa.

Un día disparó un guarda contra él; pero momentos después como amenazadora respuesta, oyó el silbido de una bala junto a su cabeza. Con el antiguo guerrillero no valían indicaciones. Era un perdido que no temía ni a Dios ni al diablo. Tiraba tan bien como su abuelo, y cuando enviaba la bala cerca, era porque sólo quería hacer una advertencia. Para acabar con él era preciso matarle. Los guardas, que tenían numerosa familia en sus chozas, acabaron por transigir mudamente con el insolente cazador, y cuando sonaba el estampido de su escopeta fingían oír mal, corriendo siempre en dirección opuesta.

Sangonera, aporreado y despedido de todas partes, sentíase fuerte y orgulloso bajo la protección de Tonet, y cuando entraba en el Saler miraba con insolencia a todos, como un perrillo ladrador que cuenta con el amparo del amo. A cambio de esta protección afinaba sus condiciones de vigilante, y si de tarde en tarde alguna pareja de la Guardia civil venía de la huerta de Ruzafa, Sangonera la adivinaba antes de verla, como si la husmease.

– ¡Els tricornios! – decía a su compañero. – ¡Ya están ahí!

Los días en que se veían por las inmediaciones de la Dehesa correajes amarillos y tricornios charolados, Tonet y Sangonera se refugiaban en la Albufera. Metidos en uno de los barquitos del tío Paloma, iban de mata en mata disparando sobre las aves, que recogía el vagabundo, habituado a meterse en agua hasta la barba en pleno invierno.

Las noches de tempestad, obscuras y lluviosas, que esperaba el tío Paloma como una bendición, por ser las de las grandes pescas, las pasaban Tonet y Sangonera metidos en la barraca de éste, refugiados en un rincón, pues el agua entraba a chorros por los desgarrones de la cubierta.

Tonet estaba a dos pasos de su padre, pero evitaba verle, temiendo su mirada severa y triste. La Borda venía cautelosamente a cambiar la ropa de Tonet, a prestar esos cuidados de que sólo es capaz una mujer. La pobre muchacha, fatigada del trabajo del día, remendaba los harapos a la luz de un farol, cerca de los dos vagabundos, sin dirigirles una palabra de reproche, osando únicamente alguna mirada a su hermano con expresión de pena.

Cuando los dos compañeros pasaban la noche solos, hablaban, sin dejar de beber, de sus pensamientos más íntimos. Tonet, habituado por el ejemplo de Sangonera a una continua embriaguez, no pudo resistir el peso de su secreto, y comunicó al camarada sus amores con Neleta.

El vagabundo intentó protestar en el primer momento. Aquello estaba mal hecho. «No desearás la mujer de tu prójimo.» Pero a continuación, llevado del agradecimiento a Tonet, encontró excusas y justificaciones para la falta, con su burda casuística de antiguo sacristán. La verdad era que tenían cierto derecho para quererse. De haberse conocido después de casada Neleta, sus relaciones resultarían un enorme pecado. Pero se trataban desde niños, habían sido novios, y la culpa era de Cañamél, por meterse donde nadie le llamaba, turbando sus relaciones.

Bien merecía lo ocurrido. Y recordando las veces que el gordinflón le arrojó de la taberna, reía satisfecho de su infortunio conyugal y se daba por vengado.

Después, cuando no quedaba vino en la bota y comenzaba a languidecer el farolillo, Sangonera, con los ojos cerrados por la embriaguez, hablaba desordenadamente de sus creencias.

Tonet, acostumbrado a esta charla, dormitaba sin oírle, mientras la montera de paja de la barraca se conmovía con los empujones del vendaval, dejando filtrar la lluvia.

Sangonera no se cansaba de hablar. ¿Porqué era desgraciado él? ¡Por qué sufría Tonet, ensimismado y aburrido desde que no podía aproximarse a Neleta…! Porque en el mundo todo era injusticia; porque la gente, dominada por el dinero, se empeñaba en vivir al revés de como Dios manda.

Y aproximándose al oído de Tonet, le despertaba, hablando con voz misteriosa de la próxima realización de sus esperanzas. Los buenos tiempos se acercaban. «Él» estaba ya en el mundo. Lo había visto, como veía ahora a Tonet, y le había tocado a él, pobre pecador, con su mano de una divina frialdad. Y por décima vez relataba su encuentro misterioso en la orilla de la Albufera. Volvía del Saler con un paquete de cartuchos para Tonet, y en el camino que bordea el lago había sentido una profunda emoción, como si se aproximase algo que paralizaba sus fuerzas. Las piernas se le doblaron y cayó al suelo, deseando dormir, anularse, no despertar más.

– Era que estabes borracho – decía Tonet al llegar a este punto.

Pero Sangonera protestaba. No, no estaba ebrio. Aquel día bebió poco. La prueba era que permaneció despierto a pesar de que el cuerpo se negaba a obedecerle.

Terminaba la tarde; la Albufera tenía un color morado; a lo lejos, en las montañas, se enrojecía el cielo con oleadas de sangre, y sobre este fondo, avanzando por el camino, vio Sangonera un hombre que se detuvo al llegar junto a él.

El vagabundo se estremecía al recordarlo. La mirada dulce y triste, la barba partida, la cabellera larga. ¿Cómo iba vestido? Sólo recordaba una envoltura blanca, algo así como túnica o blusa muy larga, y a la espalda, como abrumado por su peso, un enorme armatoste que Sangonera no podía definir. Tal vez era el instrumento de un nuevo suplicio, con el cual se redimirían los hombres… Se inclinó sobre él, y toda la luz del crepúsculo pareció concentrarse en sus ojos. Tendió una mano y rozó con sus dedos la frente de Sangonera, con un contacto frío que le estremeció desde la raíz del cabello hasta los talones. Murmuró con voz dulce unas palabras armoniosas y extrañas, que el vagabundo no pudo comprender, y se alejó sonriendo, mientras él, a impulsos de la emoción, caía en un profundo sueño, para despertar horas después en la obscuridad de la noche.

No le había visto más, pero era Él, estaba seguro. Volvía al mundo para salvar su obra, comprometida por los hombres; iba otra vez en busca de los pobres, de los sencillos, de los míseros pescadores de las lagunas. Sangonera debía ser uno de los elegidos: por algo le había tocado con su mano. Y el vagabundo anunciaba con el fervor de la fe el propósito de abandonar a su compañero apenas se presentase de nuevo el dulce aparecido.

Pero Tonet protestaba con mal humor viendo interrumpido su sueño, y le amenazaba con voz fosca. ¿Quería callar? Le había dicho muchas veces que aquello no era más que un sueño de borracho. De estar «claro» y «en seco», que es como debía cumplir sus encargos, hubiese visto que el hombre misterioso era cierto italiano vagabundo que pasó dos días en el Palmar afilando cuchillos y tijeras, y llevaba a la espalda la rueda de su oficio.

Enmudecía Sangonera por miedo a la mano de su protector, pero su fe se escandalizaba, rebelándose en silencio contra las vulgares explicaciones de Tonet… ¡Volvería a verle! Tenía la certeza de oír de nuevo su lenguaje dulce y extraño, de sentir en su frente la mano helada, de ver su sonrisa suave. únicamente le entristecía la posibilidad de que el encuentro se repitiera al terminar la tarde, cuando él hubiese apagado muchas veces su sed y viera paralizadas las piernas.

Así pasaban el invierno los dos compañeros: Sangonera acariciando las más extravagantes esperanzas; Tonet pensando en Neleta, a la que no veía nunca, pues el joven, en sus raros viajes al Palmar, se detenía en la plaza de la Iglesia, no osando aproximarse a la casa de Cañamél.

Esta ausencia, prolongándose meses y meses, hacía crecer en su memoria el recuerdo de la pasada felicidad, agrandándola con engañosa desproporción. La imagen de Neleta llenaba sus ojos. La veía en la selva, donde se perdieron de niños; en el lago, donde se entregaron rodeados del dulce misterio de la noche. No podía moverse en el círculo de agua y fango donde se desarrollaba su vida, sin tropezar con algo que se la recordase. Aguijoneado por la abstinencia y enrudecido por el vigor de su vida errante, dormía Tonet muchas noches con sueño agitado, y Sangonera le oía llamar a Neleta con el rugido del macho inquieto.

Un día, Tonet, arrastrado por esta pasión que le enloquecía, sintió la necesidad de verla. Cañamél, cada vez más enfermo, había ido a la ciudad. El Cubano entró resueltamente en la taberna a mediodía, cuando todos los parroquianos estaban en sus casas y podía encontrar a Neleta sola tras el mostrador.

La tabernera, al verle en la puerta, dio un grito, como si se presentara un resucitado. Un relámpago de alegría pasó por sus ojos; pero inmediatamente se entenebrecieron, como si la razón reapareciese en ella y bajó la cabeza con gesto huraño e inabordable.

– ¡Vesten, vesten…! – murmuró. – ¿Es que vols pédrem?

¡Perderla él…! Y esta suposición le causó tal pena, que no osó protestar. Instintivamente retrocedió, y por pronto que quiso arrepentirse de su debilidad, ya estaba en la plaza, lejos de la taberna.

No intentó volver. Cuando pensaba ir a ella, a impulsos de su contenida pasión, bastaba el recuerdo de aquel gesto para que inmediatamente le dominara una gran frialdad. Todo estaba acabado entre los dos. Cañamél, de quien se burlaba en otro tiempo, era un obstáculo insuperable.

El odio que sentía hacia el marido le hacía ir en busca de su abuelo, creyendo que cuanto realizara contra éste era en perjuicio del esposo de Neleta. ¡Dinero! ¡quería dinero! ¡Se enriquecían con la Sequióta, y a él, que era el amo, lo olvidaban! Estas demandas producían entre abuelo y nieto y discusiones y enfados, que milagrosamente no acababan a golpes en la orilla del canal. Los barqueros viejos se asombraban ante la paciencia que mostraba el tío Paloma para convencer a su nieto. El año era malo; la Sequíota no daba el resultado que esperaban; además, Cañamél estaba enfermo y se mostraba intratable. El mismo tío Paloma deseaba en ciertos momentos que acabase el año y viniera nuevo sorteo, para enviar al diablo un negocio que tantos disgustos le proporcionaba. Su antiguo sistema era el bueno: que cada uno pescase para él; ¡compañías, ni con la mujer…!

Cuando Tonet conseguía arrancar algunos duros a su abuelo, silbaba alegremente a Sangonera, y de taberna en taberna iban hasta Valencia, pasando varios días de crápula en los bodegones de los arrabales, hasta que la ligereza de los bolsillos les obligaba a volver a la Albufera.

En las conversaciones con su abuelo se había enterado de la enfermedad de Cañamél. En el Palmar no se hablaba de otra cosa, por ser el tabernero la primera persona del pueblo, ya que casi todos, en los momentos de apuro, solicitaban sus favores. Cañamél se agravaba en sus dolencias: no era aprensión, como todos creían al principio. Su salud estaba quebrantada; pero al verle cada vez más grueso, más hinchado, desbordando grasa, la gente declaraba con gravedad que iba a morir de exceso de salud y buena vida.

Cada vez se quejaba más, sin poder precisar dónde estaba su mal. El reúma traidor, producto de aquella tierra pantanosa, ayudado por una vida de inmovilidad, se paseaba por su corpachón, jugando al escondite, perseguido por las cataplasmas y los remedios caseros, que nunca podían alcanzarle en su loca carrera. El tabernero se quejaba por la mañana de la cabeza y a la tarde del vientre o de la hinchazón de las extremidades. Las noches eran terribles, y más de una vez saltaba del lecho y abría la ventana en pleno invierno, afirmando que se ahogaba en la habitación, no encontrando en ella aire para sus pulmones.

Hubo un momento en que creyó haber desenmascarado su enfermedad. ¡Ya la tenía! ¡Y conocía el nombre de la pícara! Cuando comía mucho, era mayor la dificultad en la respiración y sentía violentas náuseas. Su enfermedad estaba en el estómago. Y comenzó a medicinarse, reconociendo que el tío Paloma era un sabio. Lo que él tenía era exceso de comodidades, como decía el barquero; la enfermedad de comer demasiado y beber bien. La abundancia era su enemigo.

La Samaruca, su terrible cuñada, se había aproximado a él desde que expulsó a Tonet de la taberna. Al fin, como afirmaba ella con fiereza de arpía, su cuñado había tenido vergüenza una vez.

Salía a su encuentro cuando Cañamél paseaba por el pueblo, le llamaba fuera de la taberna – pues no se atrevía a presentarse ante Neleta dentro de su casa, segura de que la pondría en la puerta-, y en estas entrevistas se enteraba con exagerado interés de la salud del cuñado, lamentando sus locuras. Debía haber permanecido solo después de la pérdida de «la difunta». Había querido hacer el chaval casándose con una muchacha, y todo lo tenía: disgustos y falta de salud. Aquella imprudencia le salía al exterior, y gracias que no le costase la vida.

Cuando Cañamél le habló de la enfermedad del estómago, la maliciosa comadre fijó en él una mirada de asombro, como si por su pensamiento pasase una idea que a ella misma la asustaba. ¿Era realmente en el estómago donde tenía el mal…? ¿No le habrían dado algo, para acabar con él? Y el tabernero, en los malignos ojos de la mala vieja vio una sospecha tan clara, tan odiosa contra Neleta, que se enfureció, faltando poco para que la pegase.

¡Arre allá, mala bestia! Ya lo decía la pobre difunta, que temía a su hermana más que al demonio. Y volvió la espalda a la Samaruca, proponiéndose no verla más.

¡Sospechar tales horrores de Neleta…! Nunca se había mostrado su mujer tan buena y solícita con él. Si algo de rencor quedaba en el tío Paco de la época en que Tonet se hacía dueño de la taberna con el apoyo silencioso de su mujer, había desaparecido ante la conducta de Neleta, que olvidaba todos los asuntos del establecimiento para pensar sólo en su marido.

Dudaba ella del saber de aquel médico casi ambulante – triste jornalero de la ciencia que llegaba dos veces por semana al Palmar, aconsejando la quinina a todo pasto, como si no conociera otro medicamento-, y arrollando la creciente pereza de su marido, le vestía como un pequeño, colocándole cada prenda entre quejidos y protestas de reumático, y lo llevaba a Valencia para que le examinasen los médicos de fama. Ella hablaba por él, aconsejándole como una madre para que hiciese todo cuanto le mandaban aquellos señores.

La respuesta era siempre la misma. No tenía másque un reúma, pero un reúma fuerte, que no se localizaba en parte alguna, que dominaba todo el organismo, como resultado de su juventud agitada de vagabundo y de la vida perezosa y sedentaria que llevaba ahora. Debía agitarse, trabajar, hacer mucho ejercicio y, sobre todo, privarse de excesos. Nada de beber, pues se adivinaba en él la profesión de tabernero aficionado a trincar con los parroquianos. Nada de otros abusos. Y los médicos bajaban la voz, completando con guiños significativos sus recomendaciones, que no osaban formular claramente en presencia de una mujer.

Volvían a la Albufera animados por repentina energía después de oír a los médicos. Él estaba dispuesto a todo: quería agitarse, para echar lejos aquella grasa que envolvía su cuerpo, abrumando sus pulmones; iría a los baños que le recomendaban; obedecería a Neleta, que sabía más que él y asombraba con su desparpajo a aquellos señores tan graves. Pero apenas entraba en la taberna, toda su voluntad se desplomaba; se sentía agarrado por la voluptuosidad de la inercia no atreviéndose a mover un brazo más que a costa de quejidos y supremos esfuerzos.

Pasaba los días junto a la chimenea, mirando el fuego con la cabeza vacía, bebiendo copas a instancias de los amigos. ¡Por una más no iba a morir! Y si Neleta le miraba severamente, riñéndole como a un niño, el hombretón se excusaba con humildad. Él no podía despreciar a los parroquianos; había que atenderlos; el negocio era antes que la salud.

En este desaliento, con la voluntad muerta y el cuerpo agarrotado por el dolor, su instinto carnal parecía crecer, aguzándose de tal modo, que le atormentaba a todas horas con pinchazos de fuego. Experimentaba cierto alivio buscando a Neleta. Era un latigazo que conmovía su ser y tras el cual los nervios parecían calmarse.

Ella le reñía. ¡Se estaba matando! ¡Debía recordar los consejos de los médicos! Pero el tío Paco excusábase lo mismo que al beber una copa. ¡Por una vez más no iba a morir! Y ella cedía con resignación, brillando en sus ojos de gata una chispa de maligno misterio, como si en el fondo de su ser sintiera un goce extraño por este amor de enfermo que aceleraba el fin de una vida.

Cañamél gemía, dominado por el carnal instinto. Era su única diversión, su constante pensamiento en medio de la dolorosa inmovilidad del reúma. Por la noche se ahogaba al tenderse en el lecho; tenía que esperar el amanecer sentado en un sillón de cuerda junto a la ventana, con doloroso resuello de asmático. De día sentíase mejor, y cuando se cansaba de tostar sus piernas ante el fuego, entrábase con paso vacilante en las habitaciones interiores.

– ¡Neleta…! ¡Neleta! – gritaba con voz ansiosa, en la que su mujer adivinaba una súplica.

Y Neleta iba allá con gesto resignado, abandonando el mostrador a su tía, permaneciendo oculta más de una hora, mientras sonreían los parroquianos, enterados de todo por su vida casi en común con los taberneros.

El tío Paloma, que así como se aproximaba el término de la explotación del redolí era menos respetuoso con su consocio, decía que Cañamél y su mujer se perseguían en la taberna como los perros en plena calle.

La Samaruca afirmaba que estaban asesinando a su cuñado. La tal Neleta era una criminal y su tía una bruja. Entre las dos habían dado algo al tío Paco que le trastornaba el juicio: tal vez los «polvos seguidores» que sabían fabricar ciertas mujeres para vencer el desvío de los hombres. Así andaba el pobre, rabioso tras ella, sin apagar nunca su sed, perdiendo cada día un nuevo jirón de salud. ¡Y no había justicia en la tierra para castigar este crimen…!