Read the book: «La señora Dalloway», page 3

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Dejó el bloc en la mesa del vestíbulo. Comenzó a subir despacio la escalera, como si hubiera salido de una fiesta en la que ahora este amigo, luego aquél, hubieran reflejado su propia cara, hubieran sido el eco de su voz; como si hubiera cerrado la puerta y hubiera salido y hubiera quedado sola, solitaria figura contra una noche terrible, o mejor, para ser exactos, contra la objetiva mirada de esta mañana de junio; esta mañana que tenía para algunos la suavidad del pétalo de rosa, según sabía y según sintió en el momento en que se detuvo junto a la ventana abierta en la escalera, cuyas cortinas ondeaban, dejando entrar los ladridos de los perros, dejando entrar, pensó, sintiéndose repentinamente marchita, avejentada, sin pecho, la barahúnda, el aliento y el florecer del día fuera de la casa, fuera de la ventana, fuera de su propio cuerpo y de su cerebro que ahora vacilaba, porque Lady Bruton, cuyos almuerzos, se decía, eran extraordinariamente divertidos, no la había invitado.

Como una monja retirándose, o como un niño explorando una torre, fue hasta el piso superior, se detuvo ante una ventana, se dirigió al baño. Allí estaba el linóleo verde y un grifo que goteaba. Había un vacío alrededor del corazón de la vida; una estancia de ático. Las mujeres deben despojarse de sus ricos atavíos. Al llegar el mediodía deben quitarse las ropas. Pinchó la almohadilla y dejó el amarillo sombrero con plumas sobre la cama. Las sábanas estaban limpias, tensamente estiradas en una ancha banda que iba de un lado al otro. Su cama se haría más y más estrecha. La vela se había consumido hasta su mitad, y Clarissa estaba profundamente inmersa en las Memorias del Barón Marbot. Hasta muy avanzada la noche había leído la retirada de Moscú. Debido a que la Cámara deliberaba hasta muy tarde, Richard había insistido en que Clarissa, después de su enfermedad, durmiera sin ser molestada.Y realmente ella prefería leer la retirada de Moscú. Richard lo sabía. Por esto el dormitorio era una estancia de ático; la cama, estrecha; y mientras yacía allí leyendo, ya que dormía mal, no podía apartar de sí una virginidad conservada a través de los partos, pegada a ella como una sábana. Bella en la adolescencia, llegó bruscamente el instante —por ejemplo, en el río, bajo los bosques de Clieveden— en que, en méritos de una contracción de este frío espíritu, Clarissa había frustrado a Richard.Y después en Constantinopla, y una y otra vez. Clarissa sabía qué era lo que le faltaba. No era belleza, no era inteligencia. Era algo central y penetrante; algo cálido que alteraba superficie y estremecía el frío contacto de hombre y mujer, o de mujeres juntas. Porque esto era algo que ella podía percibir oscuramente. Le dolía, sentía escrúpulos cuyo origen sólo Dios conocía, o, quizás, eso creía, enviados por la Naturaleza (siempre sabia); sin embargo, a veces no podía resistir el encanto de una mujer, no de una muchacha, de una mujer confesando, cual a menudo le confesaban, un mal paso, una locura. Y, tanto si se debía a piedad, o a la belleza de estas mujeres, o a que era mayor que ellas, o a una causa accidental, como un débil aroma o un violín en la casa contigua (tan extraño es el poder de los sonidos en ciertos momentos), Clarissa sentía sin lugar a dudas lo que los hombres sienten. Sólo por un instante; pero bastaba. Era una súbita revelación, un placer cual el del rubor que una intenta contener y que después, al extenderse, hace que una ceda a su expansión, y el rubor llega hasta el último confín, y allí queda temblando, y el mundo se acerca, pletórico de pasmoso significado, con la presión del éxtasis, rompiendo su fina piel y brotando, manando, con extraordinario alivio, sobre las grietas y las llagas. Entonces, durante este momento, Clarissa había visto una iluminación, una cerilla ardiendo en una planta de azafrán, un significado interior casi expresado. Pero la cercanía desaparecía; lo duro se suavizaba. Había terminado el momento. Contra tales momentos (también con mujeres), contrastaba (en el momento de dejar el sombrero) la cama, el Barón Marbot y la vela medio consumida. Mientras yacía despierta, el suelo gemía; la casa iluminada se oscurecía de repente, y si levantaba la cabeza podía oír el seco sonido de la manecilla de la puerta que Richard devolvía con la mayor suavidad posible a su posición originaria, y Richard subía la escalera en calcetines, y entonces, a menudo, ¡se le caía la botella de agua caliente y lanzaba una maldición! ¡Y cómo reía Clarissa!

Pero esta cuestión de amar (pensó, guardando la chaqueta), este enamorarse de mujeres. Por ejemplo, Sally Seton; su relación en los viejos tiempos con Sally Seton. ¿Acaso no había sido amor, a fin de cuentas?

Estaba sentada en el suelo —ésta era su primera impresión de Sally—, estaba sentada en el suelo con los brazos alrededor de las rodillas, fumando un cigarrillo. ¿Dónde pudo ocurrir? ¿En casa de los Manning? ¿De los Kinloch-Jones? En una fiesta (aun cuando no sabía con certeza dónde), ya que recordaba claramente haber preguntado al hombre en cuya compañía estaba: ¿Quién es ésta? Y él se lo dijo, y añadió que los padres de Sally no se llevaban bien (¡cuánto la escandalizó que los padres se pelearan!). Pero en el curso de la velada no pudo apartar la vista de Sally. Era una extraordinaria belleza, la clase de belleza que más admiraba Clarissa, morena, ojos grandes, con aquel aire que, por no tenerlo ella, siempre envidiaba, una especie de abandono, cual si fuera capaz de decir cualquier cosa, de hacer cualquier cosa, un aire mucho más frecuente en las extranjeras que en las inglesas. Sally siempre decía que por sus venas corría sangre francesa, que un antepasado suyo que había estado con María Antonieta y al que cortaron la cabeza, dejó un anillo con un rubí. Quizá fue aquel verano en que Sally se presentó en Bourton, para pasar unos días, y entró totalmente por sorpresa, sin un penique en el bolsillo, después de la cena, sobresaltando de tal manera a la pobre tía Helena que nunca la perdonó. En su casa se había producido una terrible pelea. Literalmente, no tenía ni un penique aquella noche en que recurrió a ellos; había empeñado un broche para ir a Bourton. Había ido allá en un brusco impulso, en un arrebato.Y estuvieron hablando hasta altas horas de la noche. Sally fue quien le hizo caer en la cuenta, por vez primera, de lo plácida y resguardada que era la vida en Bourton. Clarissa no sabía nada acerca de sexualidad, nada acerca de problemas sociales. En una ocasión vio a un viejo caer muerto en un campo; había visto vacas inmediatamente después de tener cría. Pero a tía Helena nunca le gustaron las discusiones, fueran del tema que fueren (cuando Sally le dio a Clarissa el William Morris, tuvo que forrarlo con papel color pardo). Hora tras hora estuvieron sentadas, hablando, en el dormitorio del último piso de la casa, hablando de la vida, de cómo iban a reformar el mundo. Querían fundar una sociedad que aboliera la propiedad privada, y realmente escribieron una carta, aunque no la mandaron. Las ideas eran de Sally, desde luego, pero muy pronto Clarissa quedó tan entusiasmada como la propia Sally, y leía a Platón en cama antes del desayuno, leía a Morris, leía a Shelley a todas horas.

La fuerza de Sally, sus dones, su personalidad eran pasmosas. Por ejemplo, estaba lo que hacía con las flores. En Bourton siempre tenían pequeños y rígidos jarrones a lo largo de la mesa. Pues Sally salió, cogió malvas, dalias —todo género de flores que jamás habían sido vistas juntas—, les cortó la cabeza, y las arrojó a unos cuencos con agua, donde quedaron flotando. El efecto fue extraordinario, al entrar a cenar, al ocaso. (Desde luego, tía Helena consideró cruel tratar así a las flores.) Después Sally olvidó la esponja, y corrió por el pasillo desnuda.Y aquella lúgubre y vieja criada, Ellen Atkins, anduvo quejándose: ¿Y si algún caballero la hubiera visto, qué? Sally, realmente, escandalizaba. Era desaliñada, decía papá.

Lo raro ahora, al recordarlo, era la pureza, la integridad, de sus sentimientos, hacia Sally. No eran como los sentimientos hacia un hombre. Se trataba de un sentimiento completamente desinteresado, y además tenía una característica especial que sólo puede darse entre mujeres, entre mujeres recién salidas de la adolescencia. Era un sentimiento protector, por parte de Clarissa; nacía de cierta sensación de estar las dos acordes, aliadas, del presentimiento de que algo forzosamente las separaría (siempre que hablaban de matrimonio, lo hacían como si se tratara de una catástrofe, lo cual conducía a aquella actitud de caballeroso paladín, a aquel sentimiento de protección, más fuerte en Clarissa que en Sally). En aquellos días, Sally se comportaba como una total insensata; por alarde, hacia las cosas más idiotas: recorría en bicicleta el parapeto que limitaba la terraza; fumaba cigarros. Absurda, era muy absurda. Pero su encanto resultaba avasallador, al menos para Clarissa, y recordaba los momentos en que, de pie en su dormitorio, en el último piso de la casa, con la botella de agua caliente en las manos, decía en voz alta: “Sally está bajo este techo... ¡Está bajo este techo!”

No, ahora las palabras no significaban nada para ella. Ni siquiera podía percibir el eco de su antigua emoción. Pero recordaba los escalofríos de excitación, y el peinarse en una especie de éxtasis (ahora la vieja sensación comenzó a regresar a ella, en el momento en que se quitaba las horquillas del pelo y las dejaba en la mesa tocador para arreglarse el peinado), con las cornejas ascendiendo y descendiendo en la luz rosada del atardecer, y bajar la escalera, y al cruzar la sala, sentir que si muriera ahora, seria sumamente feliz. Este era su sentimiento, el sentimiento de Otelo, y lo sentía, estaba convencida de ello, con tanta fuerza como Shakespeare quiso que Otelo lo sintiera, ¡todo porque había bajado a cenar, con un vestido blanco, para encontrarse con Sally Seton!

Ella iba vestida de tul color rosado, ¿era posible? De todos modos, parecía todo luz, todo esplendor, como un pájaro o como un levísimo plumón que, llevado por el viento, se posa un instante en una zarza. Pero nada hay tan raro, cuando se está enamorada (¿y qué era aquello sino amor?), como la total indiferencia de los demás. La tía Helena desapareció después de la cena; papá leía el periódico. Peter Walsh quizás estuviera allí, y la vieja señorita Cummings; Joseph Breitkopf sí estaba, sin la menor duda, ya que iba todos los veranos, pobre viejo, para pasar allí semanas y semanas, y fingía enseñar alemán a Clarissa, aunque en realidad se dedicaba a tocar el piano y a cantar obras de Brahms con muy poca voz.

Todo lo anterior era como un paisaje de fondo para Sally. Estaba de pie, junto al hogar, hablando con aquella voz tan hermosa que cuanto decía sonaba como una caricia, y se dirigía a papá, que había comenzado a sentirse atraído un tanto en contra de su voluntad (nunca pudo olvidar que, después de prestar uno de sus libros a Sally, lo encontró empapado en la terraza), cuando de repente Sally dijo: ¡Qué vergüenza estar sentados dentro!, y todos salieron a la terraza y pasearon arriba y abajo. Peter Walsh y Joseph Breitkopf siguieron hablando de Wagner. Clarissa y Sally les seguían, un poco rezagadas. Entonces se produjo el momento más exquisito de la vida de Clarissa, al pasar junto a una hornacina de piedra con flores. Sally se detuvo; cogió una flor; besó a Clarissa en los labios. ¡Fue como si el mundo entero se pusiera cabeza abajo! Los otros habían desaparecido; estaba a solas con Sally.Y tuvo la impresión de que le hubieran hecho un regalo, envuelto, y que le hubieran dicho que lo guardara sin mirarlo, un diamante, algo infinitamente precioso, envuelto, que mientras hablaban (arriba y abajo, arriba y abajo) desenvolvió, o cuyo envoltorio fue traspasado por el esplendor, la revelación, el sentimiento religioso, hasta que el viejo Joseph y Peter Walsh aparecieron frente a ellas.

—¿Contemplando las estrellas? —dijo Peter.

¡Fue como darse de cara contra una pared de granito en la oscuridad! ¡Fue vergonzoso! ¡Fue horrible!

No por ella. Sólo sintió que Sally era ahora maltratada, sintió la hostilidad de Peter, sus celos, su decisión de entrometerse en la camaradería de ellas dos. Vio todo lo anterior como se ve un paisaje a la luz de un relámpago. Y Sally (¡jamás la admiró tanto!) siguió valerosamente invicta. Rió. Invitó al viejo Joseph a que le dijera el nombre de las estrellas, y él lo hizo con toda seriedad. Sally quedó allí, en pie, prestando atención. Oyó los nombres de las estrellas.

¡Qué horror!, se dijo Clarissa, como si hubiera sabido en todo momento que algo interrumpiría, amargaría, su instante de felicidad.

Sin embargo fue mucho lo que después llegó a deberle a Peter Walsh. Siempre que pensaba en él recordaba sus peleas suscitadas por cualquier causa, quizá motivadas por lo mucho que Clarissa deseaba la buena opinión de Peter. Le debía palabras como sentimental, civilizado. Todos los días de Clarissa comenzaban como si Peter fuera su guardián. Un libro era sentimental; una actitud ante la vida era sentimental. Sentimental, quizá Clarissa fuera sentimental por pensar en el pasado. ¿Qué pensaría Peter, se preguntó Clarissa, cuando regresara?

¿Qué había envejecido? ¿Lo diría, o acaso Clarissa vería, cuando Peter regresara, que pensaba que había envejecido? Era cierto. Desde su enfermedad se había quedado con el cabello casi blanco. Al dejar el broche sobre la mesa, sintió un súbito espasmo, como si, mientras meditaba, las heladas garras hubieran tenido ocasión de clavarse en ella. Todavía no era vieja. Acababa de entrar en su quincuagésimo segundo año. Le quedaban meses y meses de aquel año, intactos. ¡Junio, julio, agosto! Todos ellos casi enteros, y, como si quisiera atrapar la gota que cae, Clarissa (acercándose a la mesa de vestirse) se sumió en el mismísimo corazón del momento, lo dejó clavado, allí, el momento de esta mañana de junio en la que había la presión de todas las otras mañanas, viendo el espejo, la mesilla, y todos los frascos, concentrando todo su ser en un punto (mientras miraba el espejo), viendo la delicada cara rosada de la mujer que aquella misma noche daría una fiesta, de Clarissa Dalloway, de sí misma.

¡Cuántos millones de veces había visto su rostro y siempre con la misma imperceptible contracción! Oprimía los labios, cuando se miraba al espejo. Lo hacía para dar a su cara aquella forma puntiaguda. Así era ella: puntiaguda, aguzada, definida. Así era ella, cuando un esfuerzo, una invitación a ser ella misma, juntaba las diferentes partes sólo ella sabía cuán diferentes, cuán incompatibles, y quedaban componiendo ante el mundo un centro, un diamante, una mujer que estaba sentada en su sala de estar y constituía un punto de convergencia, un esplendor sin duda en algunas vidas aburridas, quizás un refugio para los solitarios; había ayudado a ser siempre la misma, no mostrar jamás ni un signo de sus otras facetas, deficiencias, celos, vanidades, sospechas, cual ésta de Lady Brunton que no la había invitado a almorzar; lo cual, pensó (peinándose por fin), ¡era de una bajeza sin nombre! Bueno, ¿y dónde estaba el vestido?

Sus vestidos de noche colgaban en el armario. Clarissa hundió la mano en aquella suavidad, descolgó cuidadosamente el vestido verde y lo llevó a la ventana. Estaba rasgado. Alguien le había pisado el borde de la falda. En la fiesta de la embajada había notado que el vestido cedía en la parte de los pliegues. A la luz artificial el verde brillaba, pero ahora, al sol, perdía su color. Lo arreglaría ella misma. Las criadas tenían demasiado trabajo. Se lo pondría esta noche. Cogería las sedas, las tijeras, el ¿qué? el dedal, naturalmente, y bajaría a la sala de estar, porque también tenía que escribir, y vigilar para que todo estuviera más o menos en orden.

Es raro, pensó deteniéndose en lo alto de la escalera y reuniendo aquella forma de diamante, aquella persona unida, es raro el modo en que la dueña de una casa conoce el instante por el que la casa pasa, su humor del momento. Leves sonidos se elevaban en espiral por el hueco de la escalera: el murmullo de un paño mojado, un martilleo, golpes con la mano, cierta sonoridad cuando la puerta principal se abría, tintineo de la plata sobre una bandeja. Plata limpia para la fiesta. Todo era para la fiesta.

(Y Lucy, entrando en la sala con la bandeja en las manos, puso los gigantescos candelabros en la repisa del hogar, con la urna de plata en medio, y orientó el delfín de cristal hacia el reloj. Acudirían; estarían en pie; hablarían en el tono pulido que Lucy sabía imitar, las damas y los caballeros. Y, de entre todos, su ama era la más bella; ama de plata, de lencería, de porcelana; y el sol, la plata, las puertas desmontadas, los empleados de Rumpelmayer, todo le daba la sensación, mientras dejaba la daga de cortar papel en la mesa con incrustaciones, de algo logrado. ¡Miren! ¡Miren!, dijo, dirigiéndose a sus viejas amigas de la panadería, en donde trabajó por vez primera en su vida, en Caterham, mientras se contemplaba disimuladamente en el espejo. Lucy era Lady Ángela atendiendo a la Princesa Mary, en el instante en que entró la señora Dalloway.)

—¡Oh, Lucy —dijo Clarissa—, qué divina quedó la plata!

—¿Les gustó la comedia de anoche? —dijo, mientras volvía a poner en postura vertical el delfín. “Tuvieron que irse antes de que terminara”dijo.“¡Tenían que estar devuelta a las diez!” dijo. “No saben cómo termina” dijo. “Es un poco duro realmente”, dijo (sus sirvientas podían llegar más tarde, si pedían permiso). “Qué lástima” dijo, cogiendo el almohadón raído que estaba en medio del sofá, y poniéndolo en manos de Lucy, y dándole un leve empujón, y gritando: ¡Lléveselo! ¡Déselo a la señora Walker de mi parte! ¡Lléveselo!

Y Lucy se detuvo en la puerta de la sala, sosteniendo el almohadón, y preguntó muy tímidamente, poniéndose ligeramente colorada, si podía ayudarla quizás a remendar la rotura del vestido.

—Muchas gracias, Lucy, oh, muchas gracias —contestó la señora Dalloway.Y gracias, gracias, siguió diciendo (sentándose en el sofá con el vestido sobre las rodillas, con las tijeras y las sedas), gracias, gracias, siguió diciendo, agradecida en términos generales a sus sirvientas por ayudarla a ser así, a ser como deseaba, dulce y generosa. Las sirvientas le tenían simpatía. Y luego este vestido, ¿dónde estaba la rotura? y ahora tenía que enhebrar la aguja. Era uno de sus vestidos favoritos, hecho por Sally Parker, casi el último que confeccionó, porque Sally se había retirado, vivía en Ealing, y si tengo un momento, pensó Clarissa (pero ya no volvería a tener un momento), iré a verla a Ealing. Sí, porque era todo un personaje, pensó Clarissa, una verdadera artista. Un poco excéntricos, sí, eran sus pensamientos, pero sus vestidos nunca fueron raros. Una podía llevarlos en Hatfield; en el Palacio de Buckingham. Los había llevado en Hatfield; en el Palacio de Buckingham.

La paz envolvió a Clarissa, la calma, la satisfacción, mientras la aguja, juntando suavemente la seda de elegante caída, unía los verdes pliegues y los cosía, muy lentamente, a la cintura. De la misma manera en los días de verano las olas se juntan, se abalanzan y caen; se juntan y caen; y el mundo entero parece decir esto es todo con más y más gravedad, hasta que incluso el corazón en el cuerpo que yace al sol en la playa también dice esto es todo. No temas más, dice el corazón. No temas más, dice el corazón, confiando su carga a algún mar que suspira colectivamente por todas las penas, y renueva, comienza, junta, deja caer.Y sólo el cuerpo presta atención a la abeja que pasa; la ola rompiendo; el perro ladrando, ladrando y ladrando a lo lejos.

—¡El timbre de la puerta principal! —exclamó Clarissa, deteniendo la aguja.Y, alertada, escuchó.

—La señora Dalloway me recibirá —dijo en el vestíbulo el hombre de mediana edad—. Sí, sí, a mí me recibirá —repitió, mientras con benevolencia echaba a Lucy a un lado, y muy de prisa, corriendo, empezaba a subir la escalera. —Sí, sí, sí —murmuraba mientras subía corriendo la escalera—. Me recibirá. Después de haber pasado cinco años en la India, Clarissa me recibirá.

—¿Quién puede...? ¿Quién puede...? —preguntó Clarissa. (Lo dijo pensando que era indignante que la interrumpieran a las once de la mañana del día en que daba una fiesta.) Había oído pasos en la escalera. Oyó una mano en la puerta. Intentó ocultar el vestido, como una virgen protegiendo la castidad, resguardando su intimidad. Ahora la manecilla de bronce giró. Ahora la puerta se abrió, y entró... ¡durante un segundo no pudo recordar cómo se llamaba!, tan sorprendida quedó al verle, tan contenta, tan intimidada, ¡tan profundamente sorprendida de que Peter Walsh la visitara inesperadamente aquella mañana! (No había leído su carta.)

—¿Qué tal, cómo estás? —dijo Peter Walsh, temblando fuertemente, cogiendo las dos manos de Clarissa, besándole a ambas. Ha envejecido, pensó Peter Walsh sentándose. No le diré nada, pensó, porque ha envejecido. Me está mirando, pensó, bruscamente dominado por la timidez, a pesar de que le había besado las manos. Se metió la mano en el bolsillo, sacó una navaja grande y la abrió a medias.

Exactamente igual, pensó Clarissa; el mismo extraño aspecto; el mismo traje a cuadros; su cara parece un poco alterada, un poco más delgada, un poco más seca quizá, pero tiene un aspecto magnífico, y es el mismo de entonces.

—¡Qué maravilloso volverte a ver! —exclamó. Peter abrió del todo la navaja. Muy propio de él, pensó Clarissa.

Anoche llegó a la ciudad, dijo él; hubiera debido irse al campo inmediatamente; ¿y qué novedades había?, ¿cómo estaban todos?, ¿Richard?, ¿Elizabeth?

—¿Qué significa esto? —dijo, indicando con el navaja el vestido verde.

Va muy bien vestido, pensó Clarissa; sin embargo, siempre me critica.

Aquí está, remendando un vestido; remendando un vestido, como de costumbre, pensó Peter Walsh; aquí ha estado sentada todo el tiempo que yo he estado en la India; remendando el vestido; entreteniéndose; yendo a fiestas; corriendo a la Cámara y regresando y todo lo demás, pensó, mientras iba irritándose más y más, agitándose más y más, porque nada hay en el mundo tan malo para algunas mujeres como el matrimonio, pensó y la política; y tener un marido conservador, como el admirable Richard. Así es, así es, pensó, cerrando el cuchillo con un seco sonido.

—Richard está muy bien —dijo Clarissa—. Richard está en un comité.

Abrió las tijeras y le preguntó si le molestaba que terminara de hacer lo que estaba haciendo con el vestido, ya que aquella noche daba una fiesta.

—¡A la que no te invitaré, mi querido Peter! Pero fue delicioso oírle decir aquello: ¡mi querido Peter!

En realidad, todo era delicioso: la plata, las sillas... ¡todo era tan delicioso!

¿Y por qué no iba a invitarle a la fiesta?, preguntó.

Desde luego, pensó Clarissa, ¡es encantador! ¡Totalmente encantador! Ahora recuerdo lo dificilísimo que fue tomar la decisión. ¿Y por qué tomé la decisión de no casarme con él, aquel verano?, se preguntó.

—¡Es extraordinario que hayas venido esta mañana! —gritó Clarissa, poniendo las manos una encima de la otra sobre el vestido.

—¿Recuerdas cómo batían las persianas, en Bourton? —Efectivamente, batían.

Y recordó desayunar solo, muy intimidado, con el padre

de Clarissa; y el padre había muerto; y Peter Walsh no había escrito a Clarissa. Pero la verdad era que nunca se había llevado bien con el viejo Parry, aquel viejo y flojo quejumbroso, el padre de Clarissa, Justin Parry.

—A menudo deseo haberme llevado mejor con tu padre —dijo.

—Papá nunca tuvo simpatía hacia ninguno de mis... de nuestros amigos.

Y de buena gana se hubiera Clarissa mordido la lengua por haber recordado con estas palabras a Peter Walsh el que se hubiera querido casar con ella.

Desde luego, quise hacerlo, pensó Peter Walsh; casi me destrozó el corazón, pensó; y quedó dominado por su propia pena, que se alzó como una luna que se contempla desde una terraza, horriblemente hermosa en la luz del día naufragante. Jamás he sido tan desdichado, pensó.Y, como si de veras estuviera sentado en la terraza, se inclinó un poco hacia Clarissa; adelantó la mano; la levantó; la dejó caer. Allí arriba, sobre ellos, colgaba aquella luna. También Clarissa parecía estar sentada con él en la terraza, a la luz de la luna.

—Ahora es de Herbert —dijo Clarissa. Ahora nunca voy allí.

Entonces, tal como ocurre en una terraza a la luz de la luna, cuando una persona comienza a sentirse avergonzada de estar ya aburrida, y sin embargo la otra está sentada en silencio, muy tranquila, mirando con tristeza la luna, y la primera prefiere no hablar, mueve el pie, se aclara la garganta, advierte la existencia de una voluta de hierro en la pata de una mesa, toca una hoja, pero no dice nada, así se comportó Peter Walsh ahora. Sí, porque, ¿a santo de qué regresar al pasado?, pensó. ¿Por qué inducirle a volver a pensar en el pasado? ¿Por qué hacerle sufrir, después de haberle torturado de manera tan infernal? ¿Por qué?

—¿Recuerdas el lago? —preguntó Clarissa. Lo dijo en voz brusca, bajo el peso de una emoción que le atenazaba el corazón, que daba rigidez a los músculos de la garganta, y que contrajo sus labios en un espasmo al pronunciar la palabra lago. Sí, porque era una niña que arrojaba pan a los patos, entre sus padres, y al mismo tiempo una mujer mayor que acudía al lado de sus padres, que estaban en pie junto al lago, y ella iba con su vida en brazos, vida que, a medida que se acercaba a sus padres, crecía más y más en sus brazos, hasta llegar a ser una vida entera, una vida completa, que puso ante ellos, diciendo: ¡Esto es lo que he hecho con mi vida! ¡Esto! ¿Y qué había hecho con ella? ¿Realmente, qué? Sentada allí, cosiendo, esta mañana, en compañía de Peter Walsh.

Miró a Peter Walsh; su mirada, pasando a través de aquel tiempo y de aquella emoción, le alcanzó dubitativa se posó llorosa en él, se alzó y se alejó en un revoloteo, cual un pájaro que toca una rama y se alza y se aleja revoloteando. Con gran sencillez, se secó los ojos.

—Sí —dijo Peter—. Sí, sí, sí dijo, como si Clarissa sacara a la superficie algo que causaba verdadero dolor a medida que ascendía. ¡Basta, basta!, deseaba gritar Peter. Porque no era viejo; su vida no había terminado; no, ni mucho menos. Hacía poco que había cumplido los cincuenta. ¿Se lo digo o no?, pensó. De buena gana se desahogaría contándoselo todo. Pero es demasiado fría, pensó; cosiendo, con sus tijeras; Daisy parecía vulgar, al lado de Clarissa.Y pensaría que soy un fracasado, y es cierto que lo soy según ellos, pensó; según los Dalloway. No tenía la menor duda al respecto; era un fracasado, al lado de todo aquello —la mesa con incrustaciones, el ornamental cortapapeles, el delfín y los candelabros, la tapicería de las sillas y los viejos y valiosos grabados ingleses a todo color—, ¡era un fracasado! Detesto la presuntuosa complacencia de todo esto, pensó; es cosa de Richard, no de Clarissa; pero Clarissa se casó con él. (En este instante Lucy entró en la estancia con plata, más plata, pero su aspecto era encantador, esbelto y grácil, pensó Peter, cuando se inclinó para dejar la plata.) ¡Y así han vivido constantemente!, pensó, semana tras semana; la vida de Clarissa; en tanto que yo, pensó; e inmediatamente todo pareció irradiar de él: viajes, cabalgadas, peleas, aventuras, partidas de bridge, amores, ¡trabajo, trabajo, trabajo!, y sacó la navaja sin el menor disimulo, la vieja navaja con cachas de cuerno que Clarissa podía jurar había tenido en el curso de aquellos treinta años, y crispó sobre él la mano.

Qué costumbre tan extraordinaria, pensó Clarissa; siempre jugando con un cuchillo.Y siempre, también, haciéndola sentirse una frívola, de mente vacía, una simple charlatana atolondrada. Pero también yo tengo la culpa, pensó, y, cogiendo la aguja, llamó, como una reina cuyos guardianes se han dormido y la han dejado sin protección (había quedado sorprendida por aquella visita, visita que la había alterado), de manera que cualquiera puede acercarse y mirarla, mientras yace con las zarzas meciéndose sobre su cuerpo, llamó en su ayuda a las cosas que hacía, las cosas que le gustaban, su marido, Elizabeth, ella misma, cosas que ahora Peter apenas conocía, para que acudieran todas a ella y derrotaran al enemigo.

—Bien, ¿y qué has hecho en estos años? —dijo. De igual manera, antes de que la batalla comience, los caballos patean el suelo, alzan la cabeza, reluce la luz en sus ijares, curvan el cuello. De la misma manera, Peter Walsh y Clarissa, sentados el uno al lado del otro en el sofá azul, se desafiaban. En el interior de Peter Walsh, piafaban y se alzaban sus poderes.

Procedentes de distintas zonas, reunió toda suerte de cosas: alabanzas, su carrera en Oxford, su matrimonio del que Clarissa nada sabía, lo que había amado, y el haber llevado a cabo su tarea.

—¡Millones de cosas! —exclamó. Y, estimulado por aquel conjunto de poderes que ahora embestían en todas direcciones y le daban la sensación terrorífica, y al mismo tiempo extremadamente excitante, de ser transportado en volandas sobre los hombros de gente a la que él no podía ver, se llevó las manos a la frente.

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