Read the book: «La señora Dalloway», page 2

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Probablemente se trata de la Reina, pensó la señora Dalloway, saliendo de la florería Mulberry con sus flores: la Reina.Y durante un segundo adoptó un aire de gran dignidad, allí, en pie ante la florería, al sol, mientras el automóvil pasaba despacio, como un caballo al paso, con las cortinillas corridas. La Reina camino de algún hospital, la Reina yendo a la inauguración de algún bazar, pensó Clarissa.

El tránsito era terriblemente denso, teniendo en cuenta la hora. ¿Lords, Ascot, Hurlingham?, se preguntó Clarissa, porque la calle estaba obstruida. Los individuos de la clase media británica, sentados unos junto a otros en lo alto de los autobuses con sus paquetes y sus paraguas, sí, e incluso con pieles, en semejante día, eran, pensó, más ridículos, más diferentes a todo de lo que cabía imaginar; y la mismísima Reina detenida; la Reina sin poder seguir su camino. Clarissa estaba detenida a un lado de Brook Street; Sir John Buckhurst, el viejo juez, estaba al otro lado, con el automóvil en medio, entre los dos (Sir John había aplicado la Ley durante muchos años, y le gustaban las mujeres bien vestidas), cuando el chófer, inclinándose muy levemente, dijo o mostró algo al guardia, que saludó y alzó el brazo y efectuó un brusco movimiento lateral de la cabeza, con lo que echó el autobús a un lado, y el automóvil siguió adelante. Despacio y muy silenciosamente, prosiguió su camino.

Clarissa procuró adivinar; Clarissa lo sabía de cierto, desde luego; había visto algo blanco, mágico, circular, en la mano del lacayo, un disco con un nombre inscrito en él —¿el de la Reina, el del Príncipe de Gales, el del Primer Ministro?—, que, en méritos de su propio lustre, se abría camino abrasador (Clarissa veía cómo el automóvil se empequeñecía y desaparecía), para relumbrar entre candelabros, destellantes estrellas, pechos envarados por las hojas de roble, Hugh Whitbread y sus colegas, los caballeros de Inglaterra, aquella noche en el Palacio de Buckingham.Y Clarissa también daba una fiesta. Se irguio un poco; así estaría de pie en lo alto de la escalinata.

El automóvil se había ido, pero había dejado una leve estela que pasaba por las guanterías, las sombrererías, las sastrerías, a ambos lados de Bond Street. Durante treinta segundos todas las cabezas estuvieron inclinadas a un mismo lado, hacia la calle. Las señoras, en trance de escoger un par de guantes —¿por encima o por debajo del codo, de color limón o gris pálido?—, se interrumpieron; y, cuando la frase estuvo terminada, algo había cambiado. Algo tan leve, en algunos casos concretos, que no había instrumento de precisión, incluso capaz de poder transmitir conmociones ocurridas en China, capaz de registrar sus vibraciones; algo que, sin embargo, era en su plenitud un tanto formidable, y, en su capacidad de llamar la atención, eficacísimo; por cuanto, en todas las sombrererías y las sastrerías, los desconocidos se miraron entre sí, y pensaron en los muertos, en la bandera, en el Imperio. En una taberna de una calleja lateral, un hombre de las colonias insultó a la Casa de Windsor, y esto motivó palabras gruesas, ruptura de jarras de cerveza y un general altercado, que provocó extraños ecos a lo lejos, en los oídos de las muchachas que compraban blanca ropa interior, adornada con puro hilo blanco, para su boda. Sí, ya que la superficial agitación producida por el paso del automóvil, arañó, al hundirse, algo muy profundo.

Después de deslizarse por Piccadilly, el automóvil entró en St. James’s Street. Hombres altos, hombres de robusta constitución, hombres bien vestidos, con sus chaqués, sus blancas pecheras y su cabello peinado hacia atrás, hombres que, por razones de difícil determinación, se hallaban en pie en el ventanal de White’s, las manos detrás de los faldones del chaqué, miraron hacia fuera, e instintivamente se dieron cuenta de que la grandeza pasaba por la calle, y la pálida luz de la inmortal presencia los envolvió como había envuelto a Clarissa Dalloway. Inmediatamente se irguieron todavía más, y quitaron las manos de debajo de los faldones de los chaqués, y parecieron dispuestos a servir a la Monarquía, en la misma boca del cañón, caso de ser necesario, tal como sus antepasados habían hecho. Los blancos bustos y las pequeñas mesas al fondo, cubiertas con números del Tatler y botellas de soda, parecieron dar su aprobación; parecieron reflejar el ondulante trigo y las casas solariegas de Inglaterra; y parecieron devolver el débil murmullo de las ruedas del motor del automóvil, como una rumorosa galería devuelve una sola voz ampliada y con sonoridad multiplicada por el poderío de toda una catedral. Envuelta en su chal, con sus flores en la acera Moll Prat deseó buena suerte al querido muchacho (era el Príncipe de Gales, sin duda alguna), y de buena gana hubiera arrojado el precio de una cerveza —un ramillete de rosas— a la calzada de St. James’s Street, sencillamente impulsada por la alegría y el desprecio a la pobreza, si no hubiera visto que el guardia la estaba mirando, con lo que evitó la manifestación de lealtad de una vieja irlandesa. Los centinelas de St. James’s saludaron, y el policía de Queen Alexandra dio su aprobación.

Entre tanto, una pequeña multitud se había reunido ante el Palacio de Buckingham. Distraídos pero pletóricos de confianza, todos pobres, esperaban; miraban el Palacio, con la bandera ondeando; miraban a Victoria hinchada en lo alto de su montículo, admirando el caer del agua, los geranios; de entre los automóviles que pasaban por el Mall se fijaban en uno o en otro; prodigaban en vano su emoción a simples ciudadanos que habían salido a dar, un paseo en coche; reservaban su tributo, en espera de la ocasión adecuada, al paso de este o aquel automóvil; y dejaban en todo instante que el rumor se acumulara en sus venas y tensara los nervios de sus muslos, al pensar en la posibilidad de que la Realeza los mirara; la Reina haciendo una reverencia; el Príncipe saludando; al pensar en la celestial vida concedida por la divinidad a los reyes; en los cortesanos y las profundas reverencias; en la antigua casa de muñecas de la Reina; en la Princesa Mary casada con un inglés, y en el Príncipe... ¡ah!, ¡el Príncipe!, quien, según decían, se parecía pasmosamente al viejo Rey Eduardo, aunque era mucho más delgado. El Príncipe vivía en St. James’s pero podía muy bien ir a visitar a su madre por la mañana.

Esto dijo Sarah Bletchley con su hijo pequeño en brazos, moviendo la punta del pie arriba y abajo, como si estuviera ante el fuego del hogar en su casa de Pimlico, aunque con la vista fija en el Mall, mientras la mirada de Emily Coates apuntaba a las ventanas del Palacio, y pensaba en las doncellas, las innumerables doncellas, en los dormitorios, los innumerables dormitorios. Un anciano caballero con un terrier de Aberdeen, y hombres sin ocupación, engrosaron la multitud. El menudo señor Bowley, que se alojaba en el Albany, y que tenía tapadas con cera las más profundas fuentes de la vida, aun cuando podía destaparlas súbitamente, de manera incongruente y sentimental, ante hechos como éste: mujeres pobres en espera de ver pasar a la Reina, mujeres pobres, simpáticos niñitos, huérfanos, viudas, la guerrano, no... tenía lágrimas en los ojos. Una brisa cálida que se deslizaba por el Mall entre los delgados árboles, pasando junto a los héroes de bronce, alzó la bandera que ondeaba en el británico pecho del señor Bowley, quien levantó su sombrero en el aire, en el momento en que el automóvil penetraba en el Mall, y lo mantuvo levantado mientras el automóvil se acercaba, dejando que las pobres madres de Pimlico le rodearan y le oprimieran, y se quedó muy erguido. El automóvil se acercaba.

De repente la señora Coates miró al cielo. El sonido de un aeroplano penetró en tremendo zumbido en los oídos de la multitud. Por allí venía, sobre los árboles, dejando tras sí una estela de humo blanco, que se ondulaba y retorcía, ¡escribiendo algo!, ¡trazando letras en el cielo! Todos alzaron la vista.

Después de dejarse caer como muerto, el aeroplano se alzó rectamente, dibujó un arco, aceleró, se hundió; se alzó e, hiciera lo que hiciera, fuera a donde fuera, detrás iba dejando una gruesa y alborotada línea de humo blanco, que se rizaba y retorcía en el cielo formando letras. Pero, ¿qué letras? ¿Era acaso una C? ¿Una E y después una L? Sólo un instante se quedaban las letras quietas; luego se movían y se mezclaban y se borraban del cielo, y el aeroplano veloz se alejaba todavía más, y de nuevo, en un nuevo espacio del cielo, comenzaba a escribir, una K y una E y unaY quizá?

—Glaxo —dijo la señora Coates, en voz tensa, maravillada, fija la vista en lo alto, con el niño rígido y blanco en sus brazos.

—Kreemo —murmuró como una sonámbula la señora Bletchley. Sosteniendo el sombrero con la mano perfectamente quieta, el señor Bowley miró a lo alto. A lo largo del Mall la gente parada miraba el cielo. Y, mientras miraban, el mundo entero quedó en total silencio, y una bandada de gaviotas cruzó el cielo, primero una, en cabeza, y después otra, y en este extraordinario silencio y paz, en esta palidez, en esta pureza, las campanas sonaron doce veces, y el sonido fue muriendo entre las gaviotas.

El aeroplano giraba y corría y trazaba curvas exactamente en el lugar deseado, aprisa, libremente, como un patinador...

—Esto es una E —dijo la señora Bletchley— O como un bailarín...

—Es un caramelo— murmuró el señor Bowley... (y el automóvil cruzó la verja, y nadie lo miró), y cerrando la salida de humo se alejó de prisa más y más, y el humo se adelgazó y fue a juntarse con las anchas y blancas formas de las nubes.

Había desaparecido; estaba detrás de las nubes. No había sonido. Las nubes a las que las letras E, G o L se habían unido se movían libremente, como si estuvieran destinadas a ir de oeste a este, en cumplimiento de una misión de la mayor importancia que jamás podría ser revelada, aun cuando, ciertamente, era esto: una misión de la mayor importancia. De repente, tal como un tren sale del túnel, de las nubes salió otra vez el aeroplano el sonido penetró en los oídos de toda la gente del Mall, de Green Park, de Piccadilly, de Regent Street, de Regent’s Park, y la barra de humo se curvó tras él y el aeroplano descendió, y se elevó y escribió letra tras letra, pero ¿qué palabra escribía?

Lucrezia Warren Smith, sentada junto a su marido en un asiento del Sendero Ancho de Regent’s. Park, alzó la vista y gritó: ¡Mira, mira, Septimus! Sí, porque el doctor Holmes le había dicho que debía procurar que su marido (que no padecía nada serio, aunque estaba algo delicado) se tomara interés en cosas ajenas a su persona.

Septimus levantó la vista y pensó: parece que me dirigen un mensaje. Aunque no en palabras propiamente dichas; es decir, todavía no podía leer aquel mensaje; sin embargo aquella belleza, aquella exquisita belleza era evidente, y las lágrimas llenaron los ojos de Septimus mientras contemplaba cómo las palabras de humo se debilitaban y se mezclaban con el cielo y le otorgaban su inagotable caridad, su riente bondad, forma tras forma de inimaginable belleza, dándole a entender su propósito de darle, a cambio de nada, para siempre, sólo con mirar, belleza, ¡más belleza! Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Septimus.

Era caramelo; anunciaban caramelos, dijo una niñera a Rezia. Las dos juntas comenzaron a deletrear C... a... r...

K...R..., dijo la niñera, y Septimus la oyó pronunciar junto a su oído: ̈Cay. . . Arr ̈ Felizmente Rezia puso su mano, con tremendo peso, sobre la rodilla de Septimus, con lo que éste quedó aplomado, ya que de lo contrario la excitación de ver a los olmos levantándose y cayendo, levantándose y cayendo, con todas sus hojas encendidas y el color debilitándose y fortificándose del azul al verde de una ola traslúcida, como plumeros de caballos, como plumas en la cabeza de una señora, tan altiva era la manera en que se alzaban y descendían tan soberbia, le hubiera hecho perder la razón. Pero Septimus no estaba dispuesto a enloquecer. Cerraría los ojos; no vería nada más.

Pero por señas le llamaban; las hojas estaban vivas; los árboles estaban vivos. Y las hojas, por estar conectadas mediante millones de fibras con el cuerpo de Septimus, allí sentado, lo abanicaban de arriba abajo; cuando la rama se alargaba, también Septimus se expresaba así. Los gorriones revoloteando, alzándose y descendiendo sobre melladas fuentes formaban parte de aquel dibujo; del blanco y el azul rayado por las negras ramas. Con premeditación los sonidos componían armonías, y los espacios entre ellas eran tan expresivos como los sonidos. Un niño lloraba. A la derecha y a lo lejos sonó un cuerno. Todo ello, juntamente considerado, significaba el nacimiento de una nueva religión.

—¡Septimus! —dijo Rezia. Septimus sufrió un violento sobresalto. La gente forzosamente tuvo que darse cuenta.

—Voy a la fuente y vuelvo —dijo Rezia.

Porque no podía aguantarlo más. El doctor Holmes podía decir que a Septimus no le ocurría nada. ¡Pero Rezia hubiera preferido verle muerto! Era incapaz de seguir sentada a su lado, cuando le daban aquellos sobresaltos, y cuando no la veía, y cuando lo transformaba todo en algo terrible; cielo y árbol, niños jugando, carros rodando, silbatos silbando, todo cayendo: todo era terrible.Y Septimus no se mataría, y Rezia no podía explicarlo a nadie. “Septimus ha estado trabajando demasiado”, esto era todo lo que Rezia podía decir a su propia madre. Pensó que amar la convierte a una en un ser solitario. No podía hablar con nadie, ahora ni siquiera con Septimus, y, volviendo la vista atrás, le vio sentado, envuelto en su deslucido abrigo, solo y encorvado, fija la vista en el vacío. Indicaba cobardía el que un hombre dijera que quería matarse, pero Septimus había luchado; era valiente, ahora ya no era Septimus. Rezia se ponía su nuevo cuello de encaje. Se ponía el sombrero nuevo, y Septimus ni se daba cuenta; y era feliz sin ella. ¡Pero, sin Septimus, no había nada que pudiera hacer feliz a Rezia! ¡Nada! Septimus era un egoísta. Todos los hombres lo son. Y no estaba enfermo. El doctor Holmes decía que Septimus no tenía nada. Rezia extendió la mano ante su vista. ¡Mira! La alianza le resbalaba; tanto había adelgazado. Era ella quien sufría, pero no podía contárselo a nadie.

Lejos estaba Italia y las blancas casas y la habitación en que sus hermanas confeccionaban sombreros, y las calles atestadas todos los atardeceres de gente que iba de paseo, que reía sonoramente, de gente que no estaba tan sólo medio viva, ¡como la gente de aquí que, sentada en tristes sillas, contemplaba unas flores, pocas y feas, que crecían en tiestos!

—Me gustaría que vieras los jardines de Milán —dijo Rezia en voz alta. Pero, ¿a quién?

No había nadie. Sus palabras se desvanecieron. Como se extingue un cohete. Brilla, después de haberse abierto paso en la noche, se rinde a la noche, desciende la oscuridad, cubre los perfiles de casas y torres, se suavizan las laderas de las colinas, y se hunden. Pero pese a que todo desaparece, la noche está repleta; privado de color, en la ceguera de las ventanas, todo existe de manera más grave, todo da lo que la franca luz del día no puede transmitir —la inquietud y la intriga de las cosas conglomeradas en las tinieblas, apiñadas en las tinieblas, carentes del relieve que les da el alba cuando, pintando los muros de blanco y de gris, rebrillando en los cristales de las ventanas, levantando la niebla de los campos mostrando las vacas pardirrojas que pastan en paz, todo queda de nuevo amarrado a los ojos, todo existe otra vez. Estoy sola, ¡estoy sola!, gritó junto a la fluente de Regent’s Park (contemplando al indio con su cruz), quizá como lo estoy a medianoche cuando, borrados todos los límites, el país recupera su antigua forma, tal como los romanos lo vieron, envuelto en nubes, cuando desembarcaron, y las colinas carecían de nombre, y los ríos serpenteaban hacia no sabían ellos dónde—.Tal era la oscuridad en que Rezia se hallaba, cuando de repente, cual si hubiera aparecido una plataforma y Rezia se encontrara en ella, se dijo que era la esposa de Septimus, casada con él hacía años en Milán, sí, su esposa, ¡y nunca, nunca, diría que Septimus estaba loco! ¡Y, ahora, se había ido, se había ido a matarse, tal como había amenazado, a arrojarse al paso de un carro! Pero no, allí estaba, aún sentado solo, con su deslucido abrigo, cruzadas las piernas, fija la vista, hablando para sí en voz alta.

Los hombres no deben cortar los árboles. Hay un Dios. (Septimus anotaba estas revelaciones al dorso de sobres.) Cambia el mundo. Nadie mata por odio. Hazlo saber (lo escribió). Esperó. Escuchó. Un gorrión, encaramado en la verja ante él, pió Septimus, Septimus, cuatro o cinco veces, y siguió emitiendo notas para cantar con lozanía y penetración, en griego, que el crimen no existe, y se le unió otro gorrión, y ambos cantaron en voces prolongadas y penetrantes, en griego, en los árboles del valle de la vida, más allá del río por el que los muertos caminan, como sí la muerte no existiera.

Allí estaba la mano de Septimus, allí estaban los muertos. Cosas blancas se congregaban al otro lado de la verja frente a él. Pero no osaba mirar. ¡Evans estaba detrás de la reja!

—¿Qué dices? —preguntó Rezia de repente, sentándose a su lado. ¡

Interrumpido de nuevo! Rezia le estaba interrumpiendo siempre.

Lejos de la gente, debían alejarse de la gente, dijo Septimus (levantándose de un salto), e irse allá inmediatamente, al lugar en que había sillas bajo la copa de un árbol, y la larga ladera del parque descendía como una pieza de verde lana, con un cielo de tela azul y humo rosado muy en lo alto, y había un conglomerado de casas lejanas e irregulares envueltas en humo y el tránsito murmuraba en círculo, y a la derecha animales de sombríos colores alargaban el largo cuello sobre la empalizada del zoo, ladrando y aullando. Allí se sentaron, bajo la copa del árbol.

Indicando una reducida tropa de muchachos con palos de jugar al cricket, uno de los cuales arrastraba los pies y daba giros sobre un talón y arrastraba los pies, como si imitara a un payaso, Rezia imploró.

—Mira —Rezia imploró mira, debido a que el doctor Holmes le había dicho que debía procurar que Septimus se fijara en cosas reales, que fuera al music hall, que jugara al cricket. Sí, dijo el doctor Holmes, no hay juego como el cricket, juego al aire libre, el más indicado para su marido.

—Mira —repitió Rezia.

Mira, le invitaba lo no visto, la voz que ahora comunicaba con él, que era el ser más grande de la humanidad, Septimus, últimamente transportado de la vida a la muerte, el Señor que había venido para renovar la sociedad, el que yacía como una colcha, como una capa de nieve sólo tocada por el sol sin consumirse jamás sufriendo siempre, el chivo expiatorio, el sufriente eterno, pero él no quería ser esto, gimió, apartando de sí con un ademán aquel eterno sufrir, aquella eterna soledad.

Para evitar que hablara en voz alta, para sí, fuera de casa, Rezia repitió: Mira.

Y volvió a implorar: Oh, mira. Pero, ¿qué podía mirar? Unos cuantos corderos. Esto era todo.

Cómo ir a la estación del metro de Regent’s Park, sí, podían decirle cómo ir a la estación del metro de Regent’s Park, preguntó Maisie Johnson. Hacía sólo dos días que había llegado de Edimburgo.

Para que no viera a Septimus, Rezia la echó a un lado con un ademán, y exclamó: ¡No es por aquí! ¡Es por allá!

Los dos parecen raros, pensó Maisie Johnson. Todo le parecía muy raro. Era la primera vez que estaba en Londres, y había venido para trabajar a las órdenes de su tío en Leadenhall Street, y ahora, al cruzar Regent’s Park por la mañana, aquella pareja la había sobresaltado. La joven parecía extranjera, y el hombre parecía raro; hasta el punto de que, cuando fuera vieja, aún los recordaría, y entre otros recuerdos haría sonar el recuerdo de la hermosa mañana de verano en que había cruzado Regent’s Park cincuenta años atrás. Sí, ya que ella sólo contaba diecinueve años, y por fin había alcanzado su propósito de ir a Londres; y ahora, qué rara era aquella pareja a quien había preguntado cómo ir a la estación del metro; la chica se había sobresaltado y había agitado la mano, y el hombre parecía terriblemente raro; quizá se estaban peleando; quizá se estaban separando para siempre; le constaba que algo les ocurría; y ahora toda esa gente (había vuelto al Sendero Ancho), los estanques de piedra, las lindas flores, los hombres viejos y las mujeres, inválidos casi todos ellos, sentados en sillas, todo parecía, después de Edimburgo, muy raro.Y Maisie Johnson se unió a la gente que arrastraba suavemente los pies, miraba con vaguedad, a la gente besada por la brisa, mientras las ardillas se subían a las ramas y se acicalaban, los gorriones revoloteaban abandonando las fuentes para pedir migajas, y los perros se entretenían en la barandilla y se entretenían los unos a los otros, bañados por el suave y cálido aire que daba al mirar fijo y sin sorpresa con el que recibían la vida cierta expresión caprichosa y dulcificada, y Maisie Johnson supo, sin la menor duda, que debía gritar ¡oh! (ya que aquel joven sentado la había sobresaltado mucho; le constaba que allí pasaba algo).

¡Horror! ¡horror!, deseaba gritar. (Había abandonado a los suyos; le habían advertido lo que podía ocurrir.)

¿Por qué no se había quedado en casa?, gritó crispando la mano en la bola de hierro de la verja.

Esta chica, pensó la señora Dempster (que guardaba restos de pan para las ardillas y a menudo almorzaba en Regent’s Park), no sabe nada de nada; y realmente la señora Dempster consideraba que más valía ser un poco robusta, un poco desaliñada, un poco moderada en las ambiciones. Percy bebía. Bueno, mejor tener un hijo, pensó la señora Dempster. Fue duro para la señora Dempster, y no pudo evitar una sonrisa al ver a aquella chica.Te casarás, porque eres lo bastante linda para ello, pensó la señora Dempster. Cásate, pensó, y verás. Oh, las cocineras y todo lo demás. Cada hombre tiene su manera de ser. Pero no sé si hubiera decidido lo mismo que decidí, si hubiera estado enterada de antemano, pensó la señora Dempster, y no pudo evitar el deseo de decirle unas palabras al oído a Maisie Johnson, de sentir en la arrugada piel de su cara vieja y marchita el beso de la piedad. Sí, porque ha sido una vida dura, pensó la señora Dempster. ¿Qué no he dado yo a esta vida?

Rosas; la figura; y también los pies. (Escondió los pies deformes y abollados bajo la falda.) Rosas, pensó con sarcasmo. Basura, querida. Sí, porque realmente, entre comer, beber, cohabitar, entre días buenos y días malos, la vida no había sido cuestión de rosas, y digamos también, lo cual es más importante todavía, que Carrie Dempster no sentía el menor deseo de cambiar su dote por el de otra mujer, fuere quien fuese, de Kentish Town. Pero imploraba piedad. Piedad por la pérdida de las rosas. Pedía la piedad de Maisie Johnson, en pie junto a los prados de jacintos.

Pero, ¡ah, el aeroplano! ¿Acaso la señora Dempster no había ansiado siempre ver países extranjeros? Tenía un sobrino misionero. El aeroplano se elevaba veloz. Siempre se hacía a la mar, en Margate, aunque sin perder de vista la tierra, y no aguantaba a las mujeres que temían al agua. El aeroplano giró y descendió. La señora Dempster tenía el estómago en la boca. Hacia arriba otra vez. Dentro va un guapo muchacho, apostó la señora Dempster; y se alejó y se alejó, deprisa, desvaneciéndose, más y más lejos, el aeroplano, pasando muy alto sobre Greenwich y todos los mástiles, sobre la islilla de grises iglesias, San Pablo y las demás, hasta que a uno y otro lado de Londres, se extendieron llanos los campos y los bosques castaño oscuro en donde aventureros tordos, saltando audazmente, rápida la mirada, atrapaban al caracol y lo golpeaban contra una piedra, una, dos, tres veces.

El aeroplano se alejó más y más hasta que sólo fue una brillante chispa, una aspiración, una concentración, un símbolo (tal le pareció al señor Bentley, que vigorosamente segaba el césped de su jardín en Greenwich) del alma del hombre; de su decisión, pensó el señor Bentley segando el césped alrededor del cedro, de escapar de su propio cuerpo, salir de su casa, mediante el pensamiento, Einstein, la especulación, las matemáticas, la teoría de Mendel. Veloz se alejaba el aeroplano.

Entonces, mientras un hombre andrajoso y estrambótico con una cartera de cuero, permanecía en pie en la escalinata de la catedral de St. Paul, y dudaba, porque dentro estaba el bálsamo, una gran bienvenida, innumerables tumbas con banderas ondeando encima, trofeos de victorias conseguidas, no contra ejércitos, sino, pensaba el hombre, sobre este enojoso espíritu de búsqueda de la verdad que me ha dejado en la situación en que me encuentro, y, más aún, la catedral ofrecía compañía, pensaba el hombre, porque le invita a uno a ser miembro de una sociedad; grandes hombres pertenecen a ella; hay mártires que han muerto por ella; por qué no entrar, pensó, y poner esta cartera de cuero repleta de folletos ante un altar, una cruz, el símbolo de algo que se ha elevado por encima de la búsqueda, la persecución y la unión de palabras, y se ha convertido en puro espíritu, sin cuerpo, etéreo, ¿por qué no entrar?, pensó, y mientras el hombre dudaba el aeroplano se alejó sobre Ludgate Circus. Era raro; era silencioso. Ni un sonido se oía por encima del tránsito. Parecía que nadie lo guiara, que volara por obra de su propia voluntad.Y ahora se alzó en una curva, y subía rectamente, como algo que se elevara en éxtasis, en puro deleite, y de su parte trasera surgía el humo que, retorciéndose, escribió una C y una A y una R.

—¿Qué miran? —preguntó Clarissa Dalloway a la doncella que le abrió la puerta de su casa.

El vestíbulo de su casa era fresco como una cripta. La señora Dalloway se llevó la mano a los ojos, y, mientras la doncella cerraba la puerta, la señora Dalloway oyó el rumor de las faldas de Lucy, y se sintió como una monja que se ha apartado del mundo y nota la sensación de los familiares velos que la envuelven, y su reacción a las viejas devociones. La cocinera silbaba en la cocina. Oyó el tecleo de una máquina de escribir. Era su vida, y, bajando la cabeza sobre la mesa del vestíbulo, se inclinó bajo aquella influencia, se sintió bendita y purificada, diciéndose, en el momento de coger el bloc con el mensaje telefónico escrito en él, que momentos como aquél eran brotes del árbol de la vida, flores de tinieblas, pensó (como si una hermosa rosa hubiera florecido sólo para sus ojos). Y ni por un momento creyó en Dios, pero, pensó, levantando el bloc, precisamente por ello una debe recompensar en el vivir cotidiano a los domésticos, sí, a los perros y a los canarios, y sobre todo a Richard, su marido, que era la base de todo —de los alegres sonidos, de las verdes luces, del silbar de la cocinera, ya que la señora Walker era irlandesa y se pasaba el día silbando—, una debe pagar este secreto depósito de exquisitos instantes, pensó, y levantó más el bloc; mientras Lucy estaba en pie junto a ella intentando explicarle:

—El señor Dalloway, señora...

Clarissa leyó en el bloc: Lady Bruton desea saber si el señor Dalloway puede almorzar con ella hoy.

—El señor Dalloway, señora, me ha encargado que le dijera que hoy no almorzará en casa.

—¡Vaya!

Y Lucy, tal como Clarissa deseaba, participó en su desilusión (aunque no en el dolor); Lucy sintió la concordia entre las dos; obedeció a la insinuación; pensó en el modo en que las gentes de la clase media aman; doró con calma su propio futuro; y, cogiendo la sombrilla de la señora Dalloway, la transportó como si fuera un arma sagrada que una diosa, después de haberse comportado honrosamente en el campo de batalla, abandona, y la colocó en el paragüero.

—No temas más—Clarissa dijo. No temas más el ardor del sol; porque la desagradable sorpresa de que Lady Bruton hubiera invitado a almorzar a Richard sin ella hizo que el momento en que se hallaba se estremeciera, tal como la planta en el cauce del río siente el golpe del remo y se estremece: así se estremeció, así tembló Clarissa.

Millicent Bruton, cuyos almuerzos, según se decía, eran extremadamente divertidos, no la había invitado. Los celos vulgares no podían separar a Clarissa de Richard. Pero Clarissa temía al tiempo en sí mismo, y había leído en el rostro de Lady Bruton, como si fuera un círculo tallado en impasible piedra, que la vida iba acabándose, que año tras año quedaba recortada su participación en ella, que el margen que le quedaba poco podía ya ampliarse, poco podía absorber, como en los años juveniles, los colores, las sales, los tonos de la existencia, de manera que Clarissa llenaba la habitación en que entraba, y sentía a menudo, en el momento de quedar dubitativa ante la entrada de su sala de estar, la exquisita sensación de estar en suspenso, cual la siente el nadador que se dispone a arrojarse al mar, mientras éste se oscurece y se ilumina bajo su cuerpo, y las olas amenazan con romper, pero sólo rasgan suavemente la superficie, y, al parecer, hacen rodar, ocultan e incrustan de perlas las algas.