Buscándote (desesperadamente)

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Buscándote (desesperadamente)
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Primera edición: julio de 2020
© Copyright de la obra: Víctor Ortigosa
© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions

ISBN: 978-84-121867-5-8

ISBN digital: 978-84-121867-6-5

Depósito Legal: B-9745-2020

Corrección: Teresa Ponce

Diseño portada: Celia Valero

Maquetación: Celia Valero

Ilustración de portada: Lai Zaragoza

Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez ©Angels Fortune Editions www.angelsfortuneditions.com

Derechos reservados para todos los países

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni la compilación en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico o por fotocopia, por registro o por otros medios, ni el préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión del uso del ejemplar sin permiso previo por escrito de los propietarios del copyright.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, excepto excepción prevista por la ley»

Dedicatoria

A los que ya no están aquí, pero siempre estarán conmigo

Y a los que están, por su presencia.

A mi madre, que nunca me negó un libro

El relato auténtico sería aquel que narrara cómo una gran inteligencia se licua en la pereza, el miedo y la angustia. Poco a poco se pierde, como esos bultos que desaparecen en el agua y al final solo se ven unas cuantas burbujas

Alejandro Rossi

1

El Cadillac Deville de 1966 se desliza por la montaña ajustando su enorme hocico al vaivén de las curvas que asciende. El aire fresco de la mañana se adentra feroz a través de las ventanas mientras me coloco las RayBan de cristales verdes y ovalados. El sol de julio comienza a incendiar el ambiente y muy pronto el bochorno me obligará a conectar el aire acondicionado. Observo a Roberto a través del espejo retrovisor, tumbado como un guiñapo en el asiento de atrás, menudo y compacto, la boca abierta, el pelo corto y rizado horadado por el tiempo. El casete de La Frontera, a todo volumen, silencia los ronquidos que se dibujan en el rictus de su respiración… «En el límite del bien, en el límite del mal…». Sonrío, pero no estoy contento. Tampoco estoy triste. Estoy. Simplemente eso: estoy. Mis manos aferran el volante de piel del fabuloso Cadillac Deville amarillo de 1966 mientras la música de mi juventud sigue cantando en mi madurez a los límites de la vida.

Enfilo la bajada del puerto de los Alazores, partida por una sola curva en su cara norte, y sucumbo una vez más al majestuoso paisaje de sierras grises y campos verdes que se extiende ante mí. Tengo cuarenta y un años, sí, pero la sensación de plenitud me parece idéntica a la que tuve con diez, con veinte, con treinta años. Como si el pecho se ensanchase y las bocanadas de aire fresco fuesen ahora más profundas, más perceptibles. Como si los ojos hubiesen encontrado por fin el lobo que habita en mi interior. Como si las extremidades lo hubiesen hecho con el águila que lo desafía. Como si el entorno, inyectado en las venas, circulara ansioso, sin ningún miedo, por la sangre que las llena.

Júbilo.

Esa es la palabra.

Una explosión de júbilo.

Esta vez la alegría acompaña a la sonrisa que no quiero reprimir. Después apareces tú, no puede ser de otra manera: Olga al final de cualquier cosa estos últimos tiempos. También al principio. Olga acodada en la barra del Café Madrid, aburrida, lanzándome una sonrisa al divisarme.

Roberto despierta poco antes de llegar a Zafarraya. Detengo el coche y sale a vomitar, aunque no llega a hacerlo. Se sube resoplando al asiento del copiloto y me mira fugaz, desorientado.

—Voy a hacerte una foto —digo.

Salgo del coche, abro el maletero, saco la cámara que me vendiste y vuelvo a mi asiento. Roberto sigue perdido en alguna parte. Me mira suspicaz.

—¿Qué coño haces? —dice con esfuerzo.

Me río. Aprieto el botón de disparo. No miro la foto. Apago la cámara.

A las diez y cuarto de la mañana aparco el Cadillac frente a la casa de mi amigo en Zafarraya, un pueblo fértil, famoso por el imponente boquete de las montañas que lo circundan. María Dolores aparece muy pronto en la puerta de entrada. Primero mira sorprendida y curiosa el coche, pero es solo un segundo, después busca irascible los ojos de su marido. Acabamos de bajarnos.

—Bueno, ya me contarás ―dice Roberto. Me mira resignado. Una pizca de vergüenza aparece en el rostro—. Cuídate mucho.

Nos abrazamos otra vez, he perdido la cuenta, han sido muchos abrazos esta madrugada, mucha la necesidad de sentirnos vivos, pero ahora sus manos en la espalda tan solo me transmiten desesperanza. Después entra en casa sin siquiera medir las fuerzas con la mirada de su esposa. Intento sonreír. La beso en las mejillas.

—Ha sido culpa mía —digo.

Ella cierra los ojos, quizá para que la furia de su mirada no me hiera, y suspira y vuelve a abrirlos.

—Hoy ha sido culpa tuya —dice—. Hace una semana la culpa fue de Alfredo. Dentro de tres días la tendrá Matías. Mi marido tiene unos amigos muy malos, ¿verdad?

A duras penas sostengo esa mirada furiosa y desencantada. Quiero decirle que tenga paciencia una vez más, que Roberto se ha dado de bruces con una vida que no imaginaba, que aún tiene que asumirla, aceptarla tal y como es. Pero entonces aparece su hijo pequeño con un pijama de Bob Esponja, una pelota de fútbol y una sonrisa muy grande, y el parecido de Roberto junior con su padre, con el niño que fue su padre, me golpea tan fuerte en el estómago que casi pierdo la respiración.

—¿También te gusta el fútbol? —pregunto tras levantarlo en brazos y darle un beso―. ¿Eres tan bueno como papá?

—Yo quiero ser como Casillas —dice convencido.

—Vale, pero no te olvides nunca de ser como tú, ¿de acuerdo?

Lo dejo en el suelo y le revuelvo los rizos. María Dolores me mira, «ya me encargaré yo», dice, y yo pienso en todas las madres del mundo, en su agónica fortaleza. Después me pregunta por Elena y los niños y por el coche tan chillón. Le doy un beso de despedida instantes más tarde. Cuando subo al Cadillac veo la cámara. La cojo. Le hago una foto al crío. Esta vez sí la miro. El hijo de mi amigo me observa exactamente como su padre lo había hecho hace treinta y cuatro años. Me entran muchas ganas de llorar. Pero no lo hago. Sonrío.

2

«Hablo muy a menudo con mi abuelo». Eso me dijiste mientras tu cabeza reposaba en mi pecho, acostados los dos en la cama de aquel hotel, cerca del aeropuerto. Me dijiste que le cuentas tus problemas y que él te escucha atento y paciente, que te tranquiliza. Lo cierto es que esto no tendría nada de particular si no fuera porque tu abuelo, Olga, está muerto.

«No es una cuestión de fe ―me decías―, es un hecho». Yo te escuchaba y pensaba que quizá tu terrible experiencia, tu encuentro con la muerte siendo apenas un bebé, tenía algo que ver con todo el asunto. Por lo visto, ahora, me explicaste, has conocido a mi abuelo. Mi abuelo y tu abuelo murieron hace muchísimos años, pero tú me dijiste que están muy bien, que mi abuelo es un tipo sonriente y bonachón, que ha hecho muy buenas migas con el tuyo. Que me protege y me observa desde allá arriba. Bueno, mi abuelo era un gran tipo, eso es verdad, un hombre alegre y generoso. En realidad, para mí sigue siéndolo a pesar de la distancia insalvable que nos separa, pero es que yo le conocí, hablé con él, recibí sus caricias, aún puedo imaginar sus facciones en mi memoria.

De modo que, maravillado, pensé que vives rodeada de espíritus afables, de seres de luz que sonríen y dan consuelo.

—Solo unos pocos de nosotros, los mejores, acceden directamente a ese estatus, desde un primer momento son seres de luz —dijiste—. Los demás han de cruzar el umbral para expiar sus culpas, y solo unos pocos lo consiguen.

—¿El umbral? Una especie de purgatorio, ¿no?

—Así es.

—¿Por qué no vuelves a la cama y seguimos cometiendo adulterio, rubia? Quizá eso retrase nuestra partida…

Yo te sonreía desnudo desde la cama de aquel hotel de paso adonde te había llevado. Tú también estabas desnuda, en ese momento de pie, delante de la cama, pequeña, maciza, tus piernas redondas de velocista, tus pechos aún firmes, tu melena dorada y revuelta, la cámara en la mano. Habías estado haciendo fotos a las sábanas revueltas. Querías reflejar el acto sexual a través de las huellas de nuestros cuerpos en los elementos. Me pareció insólito y hermoso.

—No seas frívolo con eso —dijiste—. Sabes que no me gusta.

—Tampoco te gusta que fume y lo estoy haciendo.

Apagué el cigarrillo sin dejar de sonreír. Compusiste aquel mohín que a mí tanto me gusta. Ese fruncimiento de labios, esos ojos pequeños y azules entornados, esos pómulos tuyos tan marcados que se hunden aún más en el rostro granítico; esas arrugas como pequeñas cicatrices asimétricas dibujándose en la amplia frente, inabarcable por dentro. El deseo te embauca y desordena tus actos sin remedio. La atracción no es una causa, todo lo contrario, es la consecuencia. El amor es una quimera que uno persigue absurda y constantemente. El amor sin más. Ser el otro y que el otro sea tú durante al menos una fracción minúscula de tiempo, de espacio, donde ya no importe nada más, tan solo la conexión íntima de dos almas. Me río yo solo. Me río y después compongo una mueca de tedio. Me río, compongo una mueca de tedio y después lloro. Lloro mucho.

 

Soltaste la cámara sobre un sillón beige y te aupaste a la cama de rodillas. Viniste hacia mí, te tumbaste, abriste las piernas y comenzaste a darle caña al clítoris. Estuvimos follando toda la mañana al ritmo de INXS, Suicide Blonde, una vez y otra vez más, pero no me besaste. Tus labios no se acercaron a mis labios. Tu lengua fue esquiva una vez y la mía se contuvo a partir de entonces. La contención y yo. Íntimos aliados. Follamos placentera y desapasionadamente, rodeados de espíritus que me recordaban cuánta es la agonía y qué poco permanece el impulso primero, la inocencia en el alma. El veneno se adentra con cada paso sobre el camino, con cada mirada esquiva, con cada pensamiento que no se hace palabra.

Olvídate.

3

Había ido a Alfarnate, el pueblo de mi familia materna, el primer sábado de julio, un día antes de despedirme de Roberto en Zafarraya.

Anclado en un valle agrícola en decadencia, rodeado de imponentes montañas, Alfarnate, como un zapato hecho a mano, solo se parece a sí mismo. Altivo y arrogante, perezoso y socarrón, le gusta observar el paso del tiempo casi con desidia, lúdico, de modo que el tiempo, en muchas ocasiones, suele pasar de largo.

Llegué alrededor de las nueve de la mañana y fui directamente a casa. Mis padres la habían habitado varias veces desde que el verano comenzara, así que cuando abrí la puerta el aire me recibió sin frialdad. Revisé las habitaciones con cuidado, como si nunca las hubiese visto. Después busqué las fotos antiguas en la cómoda donde mi abuela las guarda, las fotos en blanco y negro. Las miré despacio. Allí estaba otra vez mi abuelo, tan joven y lleno de vida, mi madre cuando era una niña, con sus hermanos. Allí estaban mis bisabuelos, impertérritos, congelados, así como toda clase de familiares y personas a las que no conocía. Allí seguían las escenas de las fiestas de San Marcos, en abril, cuando todo el pueblo sale a comer y beber al campo. Las que se celebran en honor de Nuestra Virgen de Monsalud, en septiembre, cuando nos disfrazamos de moros y cristianos. Las calles empedradas, las cuadras como habitaciones adyacentes a las viviendas, las sonrisas olvidadas por el tiempo. Sí, allí estaban los orígenes. «El poso que ha dejado el tiempo y el espacio ―pensé―, las personas antes de ti, condiciona y explica, en cierta manera, tu propio tiempo y espacio, tu propia identidad».

Guardé en mi cartera la foto de mamá Mercedes, mi bisabuela, que murió cuando yo tenía diez meses. Mi abuela me contó que supo que su madre iba a morir cuando me llevó a sus brazos y ella ya no quiso cogerme. Se habían acabado sus ganas de vivir. La guardé porque tú me dijiste que te gustaría ver una foto de ella. La guardé sabiendo que nunca te la mostraré.

Llamé a Fede al móvil con el móvil de prepago que he adquirido para el viaje. No quiero llamadas que me importunen. Solo Elena y mi hermano conocen el nuevo número, que desaparecerá cuando consume la ruta que aún está por decidir. Fede tardó en contestar. Me dijo que ya estaba allí. Yo dije que iría enseguida. Y eso hice. Diez minutos más tarde, bordeando el perímetro del pueblo, llegué a la nave que mi amigo tiene en las afueras. No quería encontrarme con nadie, aunque vi a varios ancianos aprovechando el último aire fresco de la mañana. Todos me miraron sin disimulo.

La sonrisa amistosa de mi viejo amigo fue el anticipo de sus besos sinceros y de un cálido abrazo. Entramos a la nave. Allí estaba el Cadillac. Cubierto de polvo.

—Acabo de quitarle la funda —dijo Fede como si adivinara mi pensamiento—. Arremángate que vamos a dejarlo níquel —sonrió festivo, y es que nunca me ha gustado arremangarme.

Nos pusimos manos a la obra. Al terminar, el color amarillo chispeaba desafiante. Fede siempre ha sido muy meticuloso para estas cosas, muy perfeccionista. El Cadillac Deville de 1966 se lo había entregado un promotor de Murcia cuando se quedó sin liquidez y no pudo hacer frente a sus deudas. Un nuevo rico que creyó que el disparate inmobiliario duraría toda la vida, que haría de él un hombre aún más rico. A Fede le dejó a deber 55000 euros. El Cadillac había sido un capricho que aquel desgraciado ofreció a mi amigo como garantía. Pero ya habían pasado dos años. Eso sí, el tipo había hecho un buen trabajo con esa preciosidad metálica. Estaba reformado y lo había matriculado como coche histórico. Ahora tenía elevalunas eléctrico y dirección asistida; cambio automático y aire acondicionado; asientos de piel ajustables y doble foco delantero; sus 345 caballos de siempre y un nuevo radiocasete. Y su esplendorosa estampa alargada, por supuesto.

—¿Tú sabes a cómo está la gasolina hoy día? —dijo Fede con sorna.

Porque el Cadillac chupa combustible como agua un sediento que encuentra un oasis en medio del desierto. Me eché a reír. Tenía una empresa de transportes. Lo sabía muy bien. Era un gran dolor de cabeza.

Estuvimos hablando un rato antes de despedirnos. Hablamos de la situación que atravesaba nuestro país, de la realidad caótica del mundo, pero sin demasiado énfasis, a Fede se le notaba la prisa. «Después de todo, el caos ―le dije― es el denominador común».

—¿Te acuerdas de lo mal que lo pasamos en el 92, cuando mi padre aún vivía? ―dijo Fede, y sonrió compungido—. La única diferencia es que entonces tenía poco más de veinte años.

Fede se quedó huérfano antes de cumplir los treinta y heredó la empresa de construcción de su padre. Primero perdió a su madre en un accidente de tráfico. Poco después fue el padre, que, cuando falleció su esposa, dejó de tomar la medicación prescrita para un corazón maltrecho.

—Oye —dijo serio al final—. ¿Te pasa algo con Elena? ¿Va todo bien?

—A Elena no le pasa nada —dije—. Bueno, supongo que lo que le pasa soy yo, ya sabes. Todo lo demás me pasa a mí…

Mi amigo frunció el entrecejo al mirarme y meneó la cabeza a un lado y a otro.

—No la jodas, tío —dijo, y enseguida sonrió—. ¿Adónde vas a ir a fardar con este cacharro?

—Voy sin rumbo, creo que te lo dije. Donde me lleve la música.

Nos miramos, sonreímos, nos abrazamos, y se fue a Málaga en busca de sus tres críos. Los tres tenían partido de fútbol ese día en distintos sitios y a distintas horas. Fede es un hombre dedicado por completo a la familia. Lo admiro, pero también me da miedo.

Cerré la puerta de la nave con la llave que me había entregado y me dije que ya era hora de pasear por las calles del pueblo. Era poco más de mediodía. El sol resplandecía en el cielo y calentaba inmisericorde el asfalto que transitaba. Pensé que encontraría a mi padrino en el Hogar del Jubilado, como antaño lo había hecho tantas veces. Pero no estaba allí. En realidad, los que estaban allí eran otros jubilados distintos a los que saludaba en su día cuando buscaba a mi padrino. Casi todos nos reconocimos, claro, y, como en cualquier pueblo, me preguntaron por toda la familia, por cómo me iba la vida y por otro montón de cosas absurdas. Algunos se sorprendieron de mis dos hijos y de mi aspecto aún juvenil, y yo, con disimulo, me asusté de encontrármelos en aquel lugar, cuando en el pasado, al buscar a Manolo, mi padrino, ellos apenas eran un poco más mayores de lo que yo lo era en ese instante.

«Han pasado veinte años», pensé.

Encontré a Manolo sentado en una mecedora en el porche de su casa, en la entrada sur del pueblo. Mi padrino es uno de los hermanos pequeños de mi abuela. Su matrimonio con Encarna no tuvo descendencia. Primero apadrinaron a mi hermano y después a mí. Y decidieron tomárselo en serio. Con el paso del tiempo, esa decisión se convirtió en algo recíproco.

Manolo ha ido perdiendo visión con el transcurso de los años, y ahora, con ochenta y cuatro, apenas distingue bultos. Percibí su tensión mientras me acercaba.

—¿Qué pasa, ya no te acuerdas de mí? —dije con estruendo, intentando de ese modo que reconociera mi voz.

Manolo se encogió de hombros y me miró sin verme. Sus ojos se entrecerraron y sus manos se aferraron a las patas de la mecedora.

—Joder, pues sí que tienes mala memoria —me reí.

—¡Hombre! —dijo levantándose.

Me buscó para abrazarme. Lo había visto por última vez hacía unos cuatro meses. Siempre ha sido un hombre delgado pero recio. Esa mañana sus huesos se clavaron en mi cuerpo después de mostrarme una sonrisa cadavérica y una espalda encogida. Despedía un fuerte olor a sudor. No pude contener la congoja. Me alegré por una vez de su visión casi nula. Entonces apareció Encarna, mi madrina, una sonrisa cansada ensanchando sus arrugas, y los tres estuvimos hablando durante un buen rato.

—¿Quieres una cerveza, niño? —preguntó Encarna.

—Claro, vamos a bebernos una cervecita, padrino.

Manolo chasqueó la lengua y meneó la cabeza.

—No, hoy no tengo gana —dijo.

Encarna me dirigió una mirada cómplice. Le dediqué una sonrisa. Era la primera vez que mi padrino rechazaba una cerveza si yo estaba dispuesto a beberla.

Hablamos sobre todo de los achaques que a los dos atosigaban, de los seres queridos que ya no estaban y de los que, aun estando, no eran sino una sombra de lo que fueron.

—Niño —me dijo Manolo cuando me iba—. Estoy asustado.

Y, efectivamente, sonrió como un niño asustado.

No supe qué decirle. Nos despedimos con ternura. Nos despedimos con tristeza. Enseguida me invadió el desaliento mientras caminaba presuroso hacia las calles más céntricas del pueblo. Saludé aquí y allá, de modo que, al menos, el pensamiento se entretuvo. Hasta que distinguí a Roberto y a Matías, los únicos amigos de la pandilla de la adolescencia que todavía viven en el pueblo. Bueno, Roberto vive en Zafarraya, el pueblo de su mujer, pero trabaja las tierras que posee en Alfarnate. Estaban tomando una cerveza sentados a una mesa, en la calle, en el bar de Agustín, y sus voces al divisarme alertaron a todo ser vivo en un kilómetro a la redonda. A partir de ahí, vinieron los abrazos, los besos, las palabrotas, en fin, toda la parafernalia juvenil en tíos de más de cuarenta años. Matías nos abandonó a las tres y media de la tarde, tras su quinta cerveza y la tercera llamada de María Victoria, su mujer, al móvil.

Cuando nos quedamos solos, Roberto me miró mucho rato sin dejar de sonreír. Su sonrisa era inconfundible. La había visto muchas veces. Aquel día íbamos a beber hasta que uno de los dos no pudiese más. Apenas habíamos probado bocado y en aquel momento percibí muy bien el amodorramiento que precede al abandono sensorial. El tiempo transcurrió entre cervezas, ron y whisky. Más ron y whisky que cervezas. Y algún encuentro con lugareños ociosos que nos aliviaba momentáneamente al uno del otro. Y risas. Y abrazos. Y fútbol. Hablamos de lo bueno que era Roberto jugando al fútbol, de su prueba para el Atlético de Madrid, de su renuncia a unos estudios universitarios tras aprobar COU sin problemas, de la incomprensión de su padre, de su fracaso como futbolista profesional, del trabajo en el campo, de su cutis quemado, de las responsabilidades paternas, de la crisis que le hizo dejar el campo y montar un bar, de la crisis de ansiedad que siguió a la crisis del campo y al bar; del derrumbamiento de este último, de la vuelta a las jornadas de sol y tabaco y el consiguiente derrumbamiento moral tras el derrumbamiento económico, de la decepción en forma de rutina.

Para mí, Alfarnate, en mi juventud, fue el tiempo del descubrimiento, de la pasión por vivir, de la incomprensión más absoluta, de la transgresión porque sí, porque así tenía que ser. Caminábamos entonces sobre el filo afilado de un cuchillo con la misma indiferencia con la que un crío corretea desnudo por la arena de una playa. Allí me enamoré por primera vez. Allí me traicionaron por primera vez. Allí eché un polvo por primera vez. Allí conocí el dolor que te viene de dentro. Para Roberto fue algo semejante, pero, mientras que ahora yo lo veía como un reducto contra la angustia, para mi amigo no era más que la angustia definitiva.

Roberto sucumbió antes que yo. Se quedó dormido en una silla a la puerta del Bar Ortiz, a las siete de la mañana, mientras esperábamos a que abriera para tomar un café. Yo estaba lúcido de alguna extraña manera, como si el alcohol hubiese decidido respetar ese día las neuronas y solo se manifestara a través de mis ojos y de mis movimientos. Me tomé el café a las ocho menos cuarto de la mañana. «¿Qué, recordando viejos tiempos?», dijo sardónico el viejo Ortiz al servirme. No contesté.

 

Arrastré como pude a Roberto hasta la nave donde estaba el Cadillac. Lo metí, también como pude, en el asiento de atrás. Puse el casete. Andrés Calamaro comenzó a cantar. En un momento dado dijo que él era un loco que se había dado cuenta de que el tiempo es muy poco. «A lo mejor resulta mejor así», continuó después. «A lo mejor sí», me dije. Y me quedé dormido.

4

Me contaste que a Enrique Martín Benítez le encanta follar. Que le gusta mucho follar. Que le gusta tanto follar como le asusta envejecer. Así que cuanto más envejece, cuanto más miedo le causa la perspectiva de la claudicación, más ganas de follar tiene. Es una progresión aritmética y uniforme. Cuantos más años cumple, más ganas de follar atesora. De hecho, follar y retrasar el envejecimiento se han convertido en los pilares donde asienta su idea de vida. Hubo un momento decisivo en su existencia en el que ya todo giró alrededor de esa premisa. Todo cuanto poseía en la vida habría de convertirse en un medio que, de una u otra forma, tendría que consolidar su fin último, su ideal supremo: follar para no envejecer, no envejecer para follar.

Lo cierto es que a Enrique este espíritu lozano de permanente apareamiento le sobrevino alrededor de los treinta y cinco años, o eso me contaste, o eso recuerdo yo que me contaste, y convendremos todos en que a esa edad no se la puede tachar de rancia en los tiempos que vivimos, mucho menos de pusilánime a la hora de yacer con una mujer. Un hombre que con treinta y cinco años no sea capaz de satisfacer plenamente a una mujer no es un hombre. Una mala noche, un desliz, es perdonable. Pero nada más. El tío que con treinta y cinco años no sea capaz de follarse a una mujer como Dios manda, ya se puede dar por perdido. La cuestión es que Enrique Martín Benítez sí era capaz de follarse a una mujer como Dios manda. Por lo menos a ti, en ese aspecto nunca te había defraudado, y ya tenía treinta y nueve años cuando entró en ti por primera vez. Así que el repentino miedo a dejar de ser quien era, esa avidez nunca saciada, solo podía achacarse a la codicia. Simple y pura codicia. A algunos les da por crear una arquitectura económica que derive en las hipotecas basura y el caos financiero. A Enrique le dio por follar, por ahuyentar la vejez el máximo tiempo posible.

Hasta ese momento Enrique nunca había sentido gran inquietud. La vida había sido benévola con él. Era profesor universitario, estaba casado con una mujer inteligente y guapa, tenía una hija preciosa y educada. Había sido atleta de prestigio durante su periplo académico, al igual que Clara, su mujer. Se conocieron en aquella época, y todavía seguía practicando a diario a un alto nivel, aún conservaba en todo su apogeo un físico viril y definido. Porque a Enrique le encantaba gustar. No solo a las mujeres. A todo el mundo, incluso a las mascotas. Y gustaba. Gustaba mucho. Y, por qué no, utilizaba ese privilegio cuando quería. Sobre todo, para follarse aquellos coñitos que de vez en cuando ambicionaba. Clara le dejaba hacer. A ella también le gustaba follar y que se la follasen.

Ocurrió sin embargo que, cierto día, aunque esto sea una especulación mía mientras recuerdo lo que me contabas de él, mientras recuerdo tus recuerdos, Enrique escuchó una conversación entre algunos de sus alumnos en la que se conminaban los unos a los otros a aprovechar la juventud de la que disfrutaban para tirarse todo aquello que se dejase tirar. Y es que, elucubraron, a partir de, digamos, los treinta y cinco o cuarenta años, la cosa decaería sin remedio. En un primer momento, Enrique sonrió condescendiente y le asaltó el impulso de explicarles a aquellos mozalbetes que no, que era todo lo contrario, pero después se dijo que ellos mismos lo descubrirían con el transcurso del tiempo. Sin embargo, aquella conversación trivial se convirtió en un pensamiento recurrente. Enrique empezó a observar a los hombres de su edad y a los que le superaban en unos cinco o diez años. Empezó a observarse cada día en el espejo. Primero el rostro. Después cada parte de su cuerpo. Empezó a mirar fotos antiguas, de sus dieciséis, veinte, veintiséis, treinta años. Empezó a tener miedo. Empezó a querer follar a todas horas, a cada momento. Y utilizó todo para conseguirlo. A su mujer, a sus alumnas, a sus amigos, a sus compañeros y compañeras de atletismo, a sus familiares, incluso a su propia hija. Porque gracias a su hija, tu gran amiga, la vida quiso regalarle tu inocente ímpetu juvenil. Y desde entonces y durante ocho maravillosos años, te convertiste en su ángel. Y también en su herramienta más preciada.

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