Solo se lo diría a un extraño

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Veinte



Te despiertas a las nueve, cuando Feli, tu nana de toda la vida, entra para llevarse a Lollipop a dar su paseo matutino. Reniegas, jalas las sábanas de algodón egipcio por encima de tu cabeza y tratas de seguir durmiendo, pero la luz, todo lo que tienes que hacer hoy y tu gato, que se acerca impregnado de olor a Chanel por todo el amor que le das, te lo impiden.



Te paras de la cama, coges el vaso de jugo de naranja que Feli ha dejado en tu mesa de noche, caminas hacia el baño y te desvistes. Te miras al espejo. Aún se te ven las costillas. Puedes seguir tragando Nutella con cuchara una semana más.



Justo antes de meterte a la ducha, cambias de opinión. Regresas a tu cuarto y eliges un par de juguetes: no los más nuevos, pero sí tus favoritos. Vuelves al baño, coges tu teléfono y entras a la página de porno ético y feminista que encontraste hace poco —y que no te gusta precisamente por lo ético o feminista, sino porque todo parece real y eso te calienta más.



Terminas rápido, te bañas, te vistes y te sientas frente a la computadora. Hay varias cosas que hacer hoy, pero últimamente te sientes un poco bajoneada. Abres, sin pensarlo, la página de Latam. Barcelona, tecleas rápido, y compras un pasaje, solo de ida. Felizmente, tu asiento de siempre, el A1, está disponible. No te sorprende. Siempre has tenido muy buena suerte.




Veintiuno



La tristeza de mi madre me atravesó como la bala perdida que recibes en un fuego cruzado. Quema y calienta por dentro. No mata. Solo hiere.



He tratado, con todos los versos del mundo, de sosegar tu tristeza, alegrar tu existencia con tarjetas de dibujos con payasos y rimas inexpertas. También has sido mi sol. Esa mujer que, con lágrimas y abandonos, me enseñó un mundo luminoso.



Eras lo único que ansiaba cuando el universo se me hacía inmenso. Cuando, parada en el patio gris del colegio, tampoco encontraba la contraseña para ser feliz. Y como aprendí que la tristeza es un lugar, hice mis maletas y me marché en silencio.



He cincelado mis miedos a punto de perseverancia. He silenciado a mi niña tímida con una máscara de autosuficiencia. No he querido volver, de ningún modo, siendo la misma. En esa transición, me he tatuado “Brillar o morir”.



Me gusta ser la reina de la fiesta, llamar la atención a donde voy. A algunos les jode. Ese entusiasmo amarillo puede provocar las ganas de pincharme el globo con un alfiler. Ese alfiler puntiagudo quiebra toda mi confianza en un santiamén. ¿Será tan evidente aún mi inseguridad?



Ni los tacos aguja ni todas las ganas en las que estoy parada podrán levantarme cuando me siento rechazada. Poco aceptada. En esos momentos, vuelvo al patio gris de mi infancia: vuelvo a ser insignificante.



Todas las miradas me atraviesan como ráfagas sin piedad, hasta que me encuentro con una mirada que se detiene en mí. Me mira distinto, se encuentra conmigo y me hace sentir que de ningún modo soy transparente. No, ya no soy transparente.



El universo ya no me queda grande. A la tristeza solo la visito como viajera itinerante. Mi madre, ese lugar donde siembro semillas con la esperanza de que dé flores llenas de color.




Veintidós



“Yo sé que tú puedes más” fue la sentencia con la que crecí. Camaleonico veredicto, sucesor indiferente de éxitos y fracasos. De chica, la asumí con ignorancia, con inocencia. Con los años, entendí el verdadero peso de aquella fulminante condena.



¿Qué significa “más”? ¿Cuánto mide “más”? ¿Más que qué? ¿Más que quién?



Ese “más” ladrón siempre amargó el sabor de la victoria.



Lejos de motivarme, me anulaba. Nunca nada era suficiente. Yo no era suficiente.



Desde entonces, vivo en una competencia de alto rendimiento contra mí misma. Soy la heroína, soy la villana. Soy alguito más que menos. Soy mucho menos que más. La que se sabotea centímetros antes de la meta, moviendo la línea siempre un poquito más allá del final.



Antes, le echaba la culpa a mi madre por ser la autora de la frase. Fue ella quien me clavó esa cruz. Pero, ahora, ¿a quién? Si ya la hice mía. ¿No soy yo acaso quien la vive? ¿No soy yo quien la perpetúa?



Porque, hoy, soy yo la que decide darle cabida todos los días. Hasta la disfruto, aun sabiendo que hace que todo me sepa a poco. Detona algo en mí que me moviliza y no me da tregua: saber que siempre puedo más.




Veintitrés



Conocía la agudeza de su análisis. Metódica e instintiva, Laura había hurgado en los infortunios de mis viejos, las personalidades extrañas de mis cinco hermanos (todos mayores que yo), las vicisitudes de mi niñez en un colegio alemán, mis quince años fuera del Perú, mis pasiones, mis frustraciones y hasta el simbolismo lacaniano de por qué carajo nunca me circuncidaron.



—¿Sabés cuál es tu problema, Oscar?



—¿Soy demasiado exitoso y la envidia de mis enemigos los avienta al suicidio?



Nada como el sarcasmo para sabotear un ultimátum.



—Hacés. Malos. Cálculos —me fulminó.



Mi cinismo huyó por una rendija y sentí esas palabras como un sablazo separando mi cabeza del cuello. Yo, que hacía unos segundos me sentía en absoluto control con mi corbatita Hermès, ahora sobrevolaba ese consultorio como un espectro desmochado.



—¿Comprendés? —remató.



La que no había comprendido era Laura. Su sentencia había pulverizado la bóveda donde mantenía encerrados mis fantasmas y ahora se proyectaban frente a mí como escenas censuradas de películas prohibidas:



Niño problema. Suspendido en la universidad. Banquero hippie. Quiebras. Divorcios. Emigrante devuelto. Músico acobardado. Filósofo de ducha. Atleta sin podio. Amante de 84 octanos. Terco en las letras, los números, las reglas, las melenas...



Laura, astuta y perspicaz, me había lanzado una bola curva, un guantazo a ver si el terco reaccionaba. Todo el tiempo y el dinero invertidos en sus consultas se resumían en aquella bofetada, de esas que le voltean la cara hasta al más necio.



En forcejeos con mi inconsciente, recordé de pronto esa frase de Thoreau que alguna vez había leído sin darle demasiada importancia:



“El precio de cualquier cosa se mide con la porción de vida que entregaste para alcanzarla”.



Quizás esos “malos cálculos” de los que me acusaba Laura habían sido en realidad decisiones deliberadas, porciones de mi vida que yo había elegido no entregar. El tiempo y la libertad eran mi prioridad, y todas mis decisiones, el precio asumido. Quizás esos fantasmas no eran más que el reflejo de mi carácter y, en lugar de temerles, tenía que cuidarlos.




Veinticuatro



El día que me botaron de mi casa, me hicieron el favor más grande de mi vida. Empecé a disfrutarla sin explicaciones, con ansias de experiencias nuevas y desesperado por recuperar el tiempo perdido.



Había nacido en una casa de padres estrictos, sobreprotectores y violentos, donde su palabra era ley; mi voz, muda; y una inseguridad sigilosa se había ido instalando dentro de mí.



Yo hubiera querido estudiar música, pero me gradué de administrador de empresas y, apenas recibí el cartón que jamás usé, me prometí nunca más hacer lo que esperaban de mí. Quería enfocarme en hacer lo que sentía.



Durante un tiempo, recorrí diferentes oficios, trabajé en bancos y hasta bares. Conocí gente interesante, pero quizás lo más interesante fue conocerme a mí.



Un día, unos amigos me invitaron a conocer el Salto Ángel, la catarata más alta del mundo, ubicada en la sabana de Venezuela. Yo no tenía ni un mango.



—Te invitamos, pero tú filmas —fue su propuesta.



Nunca en mi vida había agarrado una cámara, pero igual me lancé.



La primera vez que miré a través del lente fue como entrar por una puerta secreta a un lugar donde terapéuticamente se disolvía la inseguridad al ir descubriendo mi forma de ver las cosas. Lo mejor de todo era que podría volver a esas imágenes, una y otra vez, en la sala de edición.



Regresé fascinado con mi nuevo hallazgo, que, hasta ahora, sigo explorando. Para mi suerte, el mundo se volvió cada vez más visual, y yo logré hacer una carrera a partir de escuchar a mis instintos. Nunca más solté una cámara.



Me casé a los cincuenta años y tuve una hija preciosa, que es la experiencia humana más extraordinaria que he tenido. A ella, le deseo que siga sus instintos y busque lo que la haga feliz.




Veinticinco



Provocadora, la muerte me ha vuelto a sumergir la cabeza en el agua, una vez más. Acaba de morir, hace unas horas, mi tío adorado. Mi mamá está muerta en vida desde que nací. He enterrado a mi padre, a mi hermana y a mi marido, y todavía no cumplo cuarenta. Quizás por eso, a mí, los muertos no me conmueven. Hace años que dejé de dedicarles mis lágrimas y ya ni siquiera voy a sus velorios.



A pesar de que este tránsito se me ha vuelto cotidiano, pensar en mi último latido activa una corriente de aire frío que baja por mi espalda. Si el desafío es saber quién soy, no me interesa el futuro ni lo que venga después; lo que me preocupa es que sea mi presente el que me derrote. No quiero ser una mujer que no pueda volver a sentir hambre por alguien. La mamá agobiada, que no se da un respiro porque vive para sus hijos, porque sus deseos se reducen a anhelar salud y años de vida para verlos crecer.



Durante años, me he definido por mi relación con la muerte. Ya no. Ya no le temo. Si acaso algo me da miedo no es el fin, sino la inercia de la vida que a veces pareciera mantenerla inmóvil.




Veintiséis



Tenía trece años. Nuestro primer beso supo a Coca Cola. El corazón puede cargar un disfraz pesado durante días o años. Incluso, si quieres, puedes elegir pretender no escuchar el bombeo de su sangre.

 



Para obtener permiso de la Iglesia, tuvimos que reunirnos con un sacerdote y presentar pruebas de que él y yo no éramos hermanos. Nos encontramos frente a puertas que no nos recibían y nos condenaban a tener hijos imperfectos. Acepté la furia de mi madre por arrastrarla a una iglesia con los mismos asistentes que habían estado en su boda, esa que resultó en divorcio.



El amor traspasa las antesalas de jardines formales, hace malabares con escenarios imperfectos, crece con valentía, dolor y una cómoda extrañeza. Tropieza sobre miradas y aprende a caminar bien. Transforma lo indebido en rutas amables, se convierte en nuestro propio mundo subterráneo bajo amenaza de tribus homogéneas. El amor es terco, nosotros también.



Me casé con mi primo hermano y lo volvería a hacer.




Breves relatos y reflexiones




4:26 a. m.



Ahí vas, una noche más, deslizándote al baño en la oscuridad. Me casé con un ninja, ¡la cagada! ¿Crees que no me despierto? ¿Te olvidaste de que soy madre de tres?



4:26 de la mañana.



Tienes cincuenta años. ¡No puedes tomar tanto jugo de manzana en las noches! Dejas la puerta entreabierta para no hacer ruido, pero prendes la luz y jalas la cadena. ¡Buena, Einstein! Y no solo dejas la tapa arriba, sino que, pa’ concha, estás descalibrado. ¿Tendría que pintarte la mosca esa para que apuntes bien y no mojes el piso? Tsss...



Si al menos mearas como chibolo y se oyese un torrente caudaloso, nutrido. No te pido el Iguazú, pero al menos una muestrita de dignidad por favor. Ese chorrito de mierda parece una procesión en clave morse... ta-ta-tá... ta-tá... ta-ta-tá... ta-tá.



No quiero ni ver el summary en mi Apple Watch; seguro el miserable marcará una sola hora de sueño profundo. Se me jodió el día. ¡Gracias, huevón!



¿Qué hago para dormir? Si prendo la tele, me va a poner cara de culo. ¡Qué tal concha! Pero ¿y si pongo el canal japonés? Siempre dice que ese idioma arrulla y noquea en segundos. Pero ¿dónde estará ese canal? ¿Cuál era? ¿MKH? ¿NHJ? Creo que estaba al lado de los brasileños...



Mejor voy a tomarme un cuartito de Dormex. Un placebo, muy efectivo. Esperaré a que regreses a la cama y me acurrucaré pegadita a ti. Mi cabeza bien encajada en tu cuello, tu brazo envolviendo mi cuerpo y mis pies haciendo nudo con los tuyos.



Eso sí, no te vuelvas a levantar porque ahí sí te cae golpe. Lo vas a hacer. Te conozco. Porsiaca, mejor me tomo un cuartito más.




¡A por ellos!



Son las nueve de la mañana. Mario sigue en casa. Como hace meses, casi no sale. Todos dicen que la Corona no le permite salir. Infiero que se debe a una carta que lo escuché proclamar frente a sus secuaces, dirigida a la Reina, donde declinaba de la opción de ser rey. Usó un tono altivo, impropio, casi insultante para dirigirse a un monarca. No tengo dudas de que la Reina, ante tamaña tropelía, ha ordenado su detención y fusilamiento inmediato. Por eso está escondido, como un facineroso. Las pocas veces que pisa la calzada, lo hace de manera clandestina, con máscaras que cubren su rostro. Cuando regresa, se descalza acojonado y limpia sus manos con prisa, como si hubiese cometido un crimen atroz.



Debo confesar que me siento identificado con él. Soy un ferviente antimonárquico y, cuando estuve vivo, pasé mucho tiempo escondido. Mi nombre es Aitor y fui un republicano en la guerra civil española. Lo que está viviendo Mario me recuerda a aquella vez, en la batalla del Puerto de Santa María, entre Cádiz y Jerez de la Frontera, cuando, asediados por el enemigo, no tuve más remedio que huir y esconderme en una barrica de gran tamaño, que estaba casi llena. Sin pensarlo y con premura, me sumergí en el líquido púrpura. Una vez dentro, la cerré. La única forma que tenía para poder respirar era mirar hacia arriba, posición que me permitiría mantener la nariz en ese pequeño espacio de aire que había entre el líquido y la tapa. Escuchaba las tropas del enemigo pasar. Tragaba el vino por cansancio, desconcierto, angustia y, por supuesto, miedo.



Pasé aproximadamente cuatro días escondido en esa barrica. Tuve alucinaciones, vi dragones y molinos, metido en un agujero de madera. Afortunadamente, cuando salí, el enemigo se había marchado.



Nunca más pude tomar o siquiera oler el vino. Pero aprendí que nadie sabe lo que puede un cuerpo hasta que lo pone a prueba. Vamos, Mario, resiste, macho, que esta vez ganamos los buenos. ¡A por ellos!




¡Ay, mi madre!



Mi mamá dice que siempre me consigo tipos complicados. Así dice, me consigo. ¿Tendrá razón? ¿Será cierto?



¿Qué carajo me pone? Ya sé lo que están pensando, que me busco tipos como mi papá. No. Nada que ver. Salvo por el descaro. Eso sí me pone. Me gustan los descarados que me ven a los lejos en un bar, que me eligen y yo lo sé. Los que aparecen de pronto a comerme la boca de un beso y que me agarran el culo delante de todo el mundo como si yo les perteneciera.



Quizás me pone lo prohibido. Entonces mi mamá puede tener razón, y sí soy la que se complica. Pero ¿y si son ellos los que me buscan a mí? ¿Existirá un radar? ¿Tendré un letrero que solo los complidescarados pueden leer en mí? ¿Encontraré al descarado no complicado? ¿En serio pienso en eso? ¿En tremenda cojudez?



Le doy otro sorbo a mi cerveza para dejar de pensar huevadas y veo que el tipo alto de pelo largo, brazos fuertes y anillo reluciente me está mirando y me ha elegido. Y yo no puedo resistirme. Me pido un shot de Jäger. Mejor que sean dos.



OK, mi madre tiene razón.




¿Dónde estás, corazón?



Venía de ganar la copa Doodero y fui de los primeros en llegar a Pigalle. Era junio, a finales de los noventa, y había quedado en encontrarme a las once con unos amigos en Le Bus. Me mataban las ganas de gozar de la noche parisina.



—Je ne te connais pas —me retó el portero, con esa cara de culo que tienen los franceses.



Nunca me había sentido tan sudaca en mi vida. Felizmente, me duró poco. Llegó El Topo y, con ese aire canchero que solo tienen los argentinos, dijo en un pésimo inglés:



–Polo player.



¡Bum! Todos adentro. Incluso Guillermo Vilas, que entró con nosotros. Federer, en cambio, se quedó afuera, con su blazer azul y sus zapatos blancos. No había sido suficiente perder ese día en el Roland Garros, ahora estaba como cualquier mortal, ignorado en una fila de discoteca.



París era el centro del mundo. Pasaba dos meses al año jugando allí la temporada de primavera, y Le Bus era el lugar donde todos querían estar. Polo, champagne, fernet, fiesta. ¿Qué más se podía querer?



La noche prometía rumba. Vilas devolvió el gesto invitándonos al mejor VIP, cerca a la pista, y nos contó que viajaba a la India esa misma noche con su guapísima novia. La música se iba poniendo cada vez mejor.



Al poco rato, se nos unieron los dos amigos de El Topo: Tomy, también del polo, un pata divertido y burlón, y Antonito, un flaco desgarbado que resultó ser el hijo de De la Rúa, el entonces presidente de Argentina, pero, sobre todo, el novio de Shakira.



No sé bien cómo, pero a la media hora yo estaba bailando con Shakira entre dreads rubios y sus caderas seductoras.



—To the rescue here I am —me cantaba al oído, acompañando esa canción de Marley en versión electrónica que retumbaba en todo Le Bus.



Nunca más pude volver a oír esa canción sin acordarme de la química con la colombiana, de su candidez cuando me preguntó si yo era profesor de surf y la carcajada que lanzó cuando le dije que era granjero.



Alguien dijo “¡Foto! ¡Foto!”.



Nos apretamos entre todos, y ella, sin pedir permiso, se sentó insinuante en mis piernas. Antonito tomó la foto.



A veces, cuando me siento desanimado, saco la foto con Shakira y recuerdo que esa noche, al menos esa noche, entre el suelo y el cielo (como cantaría ella), yo sí la encontré.




A donde nadie sabe



Cuando di a luz a Juanita, lo vi entrar a la habitación de la clínica. Estaba apoyado contra la pared, con su capucha azul marino y el esparadrapo en la barbilla. Él me miraba con mi hija en brazos y sonreía. Y aunque teníamos mucho que decirnos, no nos dijimos nada.



Esa fue la última vez que vi a Joaquín.



La primera vez que lo vi fue en un hotel en Los Ángeles, antes de tomar nuestro vuelo a Indonesia. Su equipaje era una funda llena de tablas hawaianas y un poco de ropa. Me saludó como si me conociera de siempre. Esa noche, los cuatro viajeros tomamos cerveza. Yo era la única chica del grupo.



En nuestra escala en Hong Kong, unos policías lo encañonaron. Lo acusaban de tener un arma en la maleta. Yo lo miraba desde el ventanal de la sala de embarque, con los brazos alzados, intentando dar explicaciones. Poco sabía de él, así que supuse que podría ser cierto lo del arma, aunque esa sonrisa no era la de un tipo con intenciones de matar a nadie.



Al tercer día en Indonesia, se rompió la barbilla. Una ola de Uluwa