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CRIMEN DORMIDO


VANESSA TORRES ORTIZ

CRIMEN DORMIDO

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2019

CRIMEN DORMIDO

© Vanessa Torres Ortiz

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2019.

Editado por: ExLibric

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ISBN: 978-84-17845-74-2

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

VANESSA TORRES ORTIZ

CRIMEN DORMIDO

Índice de contenido

Portada

Título

Copyright

Índice

Capítulo 1 UN PAR DE SOBRESALTOS

Capítulo 2 EMPIEZA EL JUEGO

Capítulo 3 DESCUBRIENDO UN PASADO

Capítulo 4 INVESTIGACIÓN PAUSADA

Capítulo 5 LOCURA INMINENTE

Capítulo 6 EN BUSCA DE LA VERDAD

Capítulo 7 VIDA NUEVA, VIDA INTENSA

Capítulo 8 REMOVIENDO LA TIERRA

Capítulo 9 RECORDANDO LO OLVIDADO

Capítulo 10 ¿FINAL INESPERADO?

Hay personas que se van de nuestro día a día, pero jamás desaparecen de nuestra mente y nuestro corazón.

Eso mismo me pasa a mí contigo: deseo que de alguna manera puedas conocer lo feliz que me encuentro con mi trabajo, feliz porque gracias a ti he podido realizar mi sueño. Tú fuiste quien me enseñó a ser constante y a luchar por lo que uno quiere.

Siempre por ti, papá.

VANESSA TORRES ORTIZ

Capítulo 1
UN PAR DE SOBRESALTOS

Cintia no pudo dormir en casi toda la noche: sus vecinos continuaban, como de costumbre, poniéndose a discutir precisamente a la misma hora en que ella se disponía a descansar. Naturalmente, dichas discusiones iban acompañadas siempre de gritos y fuertes ruidos que aparentemente parecían golpes. No comprendía que ese matrimonio continuara unido cuando se llevaban tan mal; ella era testigo. Él era un hombre de buena familia, al igual que su esposa Mónica. Ambos ejercían su profesión en el hospital de la ciudad donde residían y eran queridos por todos sus pacientes.

Llevaba ya unos años en los que su única compañía por las noches eran esas discusiones. Se sentía cansada no solo por no poder dormir bien, sino de dicha situación. Ella no les tenía un gran afecto: solo habían coincidido en alguna fiesta de vecinos que el matrimonio solía realizar en su jardín todos los veranos junto a su gran piscina; eso sí era algo que Cintia admiraba e incluso envidiaba de ellos. Siempre había deseado tener una propia, pero los antiguos propietarios de su casa, que habían sido sus propios padres, nunca quisieron hablar del tema y, la verdad, tampoco disponía de mucho terreno para ello.

Se giró hacia el otro lado de la cama y, exhalando un profundo suspiro, agarró la almohada. En ese instante, escuchó un aterrador grito que la hizo estremecerse. «¿Qué es eso?», se preguntaba. En esta ocasión, la discusión parecía estar llegando a otro punto. Se quedó parada escuchando con los ojos abiertos de par en par; aunque pareciese extraño, sentía la necesidad de continuar escuchándolos, pero no volvió a oír nada más: solo silencio. Entonces, consiguió quedarse dormida al fin.

¡Riiing, riiing! Su teléfono móvil sonó con tal ímpetu que retumbó toda la habitación e hizo que despertara de un sobresalto.

—¿Diga? —contestó con las manos aún temblando a causa del susto—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué hora es?

—¿Dónde estás? —Se podía escuchar una voz masculina desde el otro lado de la línea telefónica—. Estamos esperándote: la reunión está a punto de comenzar. ¿Estás enferma?

—No, no —dijo al mismo tiempo que se incorporaba de la cama y agarraba unos vaqueros que tenía descansando en una silla del día anterior—. ¡Me he quedado dormida! ¡Voy para allá!

Colgó rápidamente y continuó vistiéndose. Además de los vaqueros, optó por ponerse una camiseta blanca de manga corta y unas zapatillas deportivas. Era evidente que ya no tenía tiempo para nada más, ni tan siquiera para desayunar ni ir al baño, así que se recogió su larga melena en una coleta de caballo y salió de casa como alma que lleva el diablo.

Subiendo a su coche, que se encontraba aparcado justo en la puerta de su casa, rezaba para que en esta ocasión no le fallase y arrancara a la primera; introdujo la llave e… ¡increíble! Casi grita de alegría al comprobarlo. Cogió el camino hacia la redacción donde trabajaba; ese era uno de esos días que llevaba aguardando impacientemente. Rosa, una muchacha que, por motivos personales, tuvo que abandonar su puesto de trabajo para marcharse a otra ciudad, había dejado libre el artículo en el que estaba trabajando y Cintia deseaba con todas sus fuerzas que su atractivo y joven jefe le diera el trabajo a ella. Se trataba del artículo sobre un asesinato que había sucedido hacía ya unos años en la misma ciudad donde residía, Campero. Hallaron el cadáver de una chica de unos veinte años en el bosque, torturada, apuñalada y finalmente degollada. Después de varios meses de investigación, archivaron el caso por falta de pruebas, quedando así el responsable en libertad. Por aquel entonces, la gente de la zona, los vecinos, rumoreaban que el asesino podía ser su propio novio, pero, al no encontrarse pruebas contundentes, quedó libre. A ella siempre le había gustado trabajar en artículos relacionados con asesinatos, desapariciones y temas semejantes, pero en esta ocasión sus ganas de retomar ella ese trabajo no eran solo por eso: pensaba y estaba completamente convencida de que ese caso estaba de alguna manera relacionado con la muerte de su hermano mayor, Jaime.

Abrió la puerta de la sala de reuniones con tal ímpetu que todos los allí presentes se quedaron completamente en silencio, contemplándola fijamente; entonces sintió verdadera vergüenza y se apresuró a sentarse en su silla habitual.

—¡Buenos días, Cintia! Íbamos a comenzar ya sin usted. —La voz de Justo, su jefe de redacción, sonó fuerte y firme por toda la sala.

—Siento mucho llegar tarde. No he conseguido dormir bien esta noche y no he oído el despertador.

Los ojos de Justo permanecieron unos pocos segundos penetrando en los de Cintia mientras ella sentía que una minúscula gota de baba luchaba por salir de su boca atravesando la comisura de sus labios.

—Bueno —continuó el jefe sin más contemplaciones—, comencemos entonces. El motivo de esta reunión, en primer lugar, es comunicaros que en breve nos veremos obligados a tener un cambio de director en el periódico. Nuestro actual director, el señor Sánchez, dimitió ayer tarde, pero no os preocupéis: mañana mismo tendremos aquí al nuevo director, el señor Gómez, Alberto Gómez.

Se miraron los periodistas allí presentes unos a otros, más que con cara de sorpresa, con la sensación de importarles bien poco el cambio de director del periódico. El que hubo hasta entonces la mayoría ni tan siquiera lo conocía y tampoco había hecho acto de presencia casi nunca; ninguno pronunció una palabra ni hizo ninguna pregunta al respecto. Justo parecía que también había notado la indiferencia sobre la noticia en los ojos de las personas allí presentes, por lo que tampoco quiso alargar más el asunto y pasó directamente al siguiente punto de la reunión:

—A continuación, pasamos a la siguiente cuestión. —Alzó un folio donde parecía tener algo escrito y lo leyó para sí. Volvió a levantar la vista y continuó hablando—. Como bien sabéis ya todos, nuestra compañera Rosa ha tenido que marcharse de la ciudad y ha dejado sin acabar el artículo en el que se encontraba trabajando. Debido a la importancia que tiene este, le pasaré la batuta a otra persona que creo que puede estar cualificada para continuar.

Cintia era un mar de nervios en ese momento tan especial para ella. Rogaba para sus adentros que la eligiera y hasta parecía dar pequeños saltos en la silla en espera de que continuara hablando. Su amigo Juanra, el mismo que esa mañana la había despertado telefónicamente, se encontraba sentado a su lado; al sentir el temblor de las piernas de Cintia, le agarró fuertemente la mano y se acercó a su oído para susurrarle: «Tranquila, seguro que es para ti». Ella le agradeció esas palabras con una dulce pero nerviosa sonrisa. Justo echó la última mirada a sus periodistas y, entonces, por fin dijo:

—Daniel Estridente.

Ni siquiera el olor a café que inundaba aquella cafetería donde Juanra la había llevado esa tarde a la salida del trabajo y tampoco ese rico aroma que siempre la envolvía en un mundo de relajación conseguían levantarle el ánimo y sobre todo ahuyentar ese gran enfado que tenía:

—¡No puedo creer que ese cretino, estúpido e ignorante de Daniel vaya a continuar con el artículo!

—Vamos, Cintia —intentó tranquilizarla Juanra mientras le acariciaba la mano derecha suavemente—, sé que querías continuar tú con el trabajo de Rosa, pero tampoco creo que sea para tanto: hay muchos más artículos que estoy seguro de que también te interesan tanto como ese.

—Juanra, es que… —Cintia se quedó callada, pero deseosa contarle a su amigo lo que de verdad pensaba de todo aquello. No estaba segura de revelarle sus verdaderos pensamientos, aunque él era su mejor amigo, en él confiaba ciegamente; en definitiva, ¿quién mejor que élpara sincerarse?—. Verás, voy a contarte algo, pero me gustaría que no comentases nada de esto, son solo pensamientos míos. ¿De acuerdo?

—¡Cintia, sabes de sobra que puedes confiar en mí para cualquier cosa! ¡Soy una tumba!

—Está bien. —Dio un fuerte suspiro y comenzó a hablar con la mirada perdida entre sus manos—. Conoces de sobra la historia de mi hermano; me refiero a su accidente. —Levantó la mirada hasta encontrarse con los ojos verdes de Juanra clavados en ella—. Jaime, junto con su moto nueva, cayó por el barranco de la ciudad y así acabó con su vida. Solo dos días después, Jenny apareció muerta cerca del barranco. Mi hermano era una persona muy reservada, pero yo era para él como su diario: confiaba en mí para todo y se sinceraba conmigo muy a menudo. Llevaba unos meses saliendo con una chica: se conocieron una noche de fiesta en un pub, pero no lo sabía nadie excepto yo, claro.

—Pero ¿a dónde quieres llegar contándome esto?

—Juanra, la chica con la que estaba saliendo mi hermano era ella, Jenny, ¡la chica asesinada, joder!

Él se quedó boquiabierto: ignoraba totalmente esa información.

—Entonces ¿crees que ambas muertes pueden estar relacionadas y por eso deseabas ser tú la que acabara el trabajo?

—¡Claro, Juanra! ¿No te parece mucha casualidad que asesinaran a Jenny solo dos días después de morir mi hermano?

—La verdad es que tiene su intriga… —Se echó hacia atrás hasta apoyar su espalda en el respaldo de la silla de aquella cafetería—. Pero, entonces, ¿quieres decir que la muerte de tu hermano no fue un accidente?

—En efecto, siempre he pensado que alguien había… no sé, manipulado la moto o algo, pero hay algo más. Jenny, a la vez que salía con Jaime, también tenía novio formal, un tal Francisco. ¿Y sabes qué más?

—¡¿Qué?! —Juanra no cabía en su cuerpo a la espera de que su amiga concluyera con esa historia.

—Que ese tal Francisco trabajaba en la policía, creo que era detective. No sé, a lo mejor estoy un poco paranoica, pero todo esto me huele muy mal y, como comprenderás, tratándose de mi hermano, es algo que no puedo dejar así y te prometo que no descansaré hasta averiguarlo.

El agua recorría cada milímetro de su piel: agua templada, casi fría, era la mejor opción para un día caluroso de verano. Aun así, no podía dejar de pensar en la conversación de la cafetería con Juanra y una ira maligna era testigo de ello al recordar a su compañero Daniel; pero Cintia no se iba a quedar con los brazos cruzados: ese tema la reconcomía por dentro, estaba convencida de que había algo oculto en todo esto y ella iba a sacarlo a relucir. Acabó con la ducha y se dirigió directamente a su dormitorio donde su pijama de rayas blancas y rosas la esperaba impaciente, pero no quería dormir todavía: sentía la necesidad de mantener su cerebro activo, inmerso en sus pensamientos.

Bajó a la planta de abajo de su casa y se lanzó en el sofá con gran ímpetu. Se sentía tan agotada… Había quedado para cenar al día siguiente en casa de Juanra, los dos solos: los padres de este iban a cenar fuera; eso hizo que pensara en su amigo desde otra perspectiva. ¿Qué tal sería él como pareja? Llevaba tanto tiempo sin mantener ninguna relación amorosa que ya no recordaba cómo era el sabor de un beso. Ella era consciente de que su amigo se moría por sus huesos, pero nunca había valorado la posibilidad de que ocurriese algo entre ellos. Juanra era bien guapo, pero eso no era suficiente.

Entre tantas cavilaciones, sus ojos iban cayendo poco a poco hasta quedarse dormida: había sido un día de muchos nervios y su cuerpo no daba para más. Cuando volvió a abrirlos, eran ya las tres de la madrugada. Una música trepidante llegada de un anuncio televisivo la había conseguido despertar.

—¡Oh, qué susto me he dado! —dijo en voz alta mientras se incorporaba y se maldecía por haberse quedado dormida en el sofá, pues lo único que había conseguido era tener un insoportable dolor de cuello. Se marchó a su habitación y se acurrucó en su cama. Un silencio exquisito le hizo recordar que desde la noche anterior no había vuelto a sentir a sus ruidosos vecinos—. Qué extraño que no se encuentren discutiendo como siempre… Estarán de viaje, seguro.

Entonces, recordó que al regresar a casa había visto el coche familiar del matrimonio estacionado en la puerta.

El sol no quería despertarse todavía ese día. Eran las siete de la mañana y el despertador de Cintia comenzó a musitar su alegre melodía; lo agarró con fuerza y apretó el botón para que así dejara de atormentarla. Se levantó de la cama refunfuñando y se dirigió al cuarto de baño con los ojos todavía pegados. Una vez que se había aseado, pudo contemplar, viéndose reflejada en el espejo, que ya necesitaba un tinte de pelo, pues las canas estaban haciendo acto de presencia en su larga y oscura melena. Se colocó unos vaqueros, una camiseta rosa de tirantes y volvió a calzarse sus zapatillas deportivas de siempre. Era una chica bastante sencilla: le gustaba caminar firme pero cómoda; los tacones era algo que no se habían fabricado para ella, y las faldas y vestidos los solía dejar para alguna escapada nocturna. Ya en la cocina, se preparó su supercafé mañanero, que consistía en mucho café y en solo unas gotas de leche, naturalmente desnatada; sentía la necesidad de seguir manteniendo su esbelta figura.

El coche, esa mañana, tenía pensado darle a Cintia un poco de dolor de cabeza, pues había decidido no arrancar, como era costumbre. Este tenía ya bastantes años y fue entonces consciente de que tenía que cambiarlo apresuradamente: la redacción se encontraba en pleno centro de Campero, donde todas las avenidas y calles se encontraban, y más aún a esas horas, repletas de coches y todo tipo de vehículos. Después de intentar que arrancara tres o cuatro veces, decidió bajarse de él. El día parecía haber comenzado con mal pie. Ojeó su reloj de muñeca y se percató de que la mejor opción sería ir caminando hacia el trabajo.

Al pasar por la puerta de la casa de sus vecinos, vio que el coche familiar de la pareja continuaba estacionado exactamente en el mismo lugar en el que ella lo había visto el día anterior y le pareció extraño que a esas horas no se hubieran marchado hacia el hospital donde pasaban consulta. Miró desconfiada la valla del jardín: se encontraba abierta. Dejó de caminar y un mal presagio se apoderó de ella; de este modo, sin saber muy bien por qué, se abrió paso a través del jardín mirando continuamente hacia un lado y hacia el otro para cerciorarse de no ser vista. El agua casi cristalina de la piscina reflejaba los rayos de sol de aquel bonito día que hacía poco que había salido. Mientras se adentraba con pasos suaves y temerosos, no le pudo ser indiferente el bonito jardín en el que se encontraba, lleno de flores de todo tipo y colores, aunque se notaba la falta de agua, seguramente a causa de la falta de tiempo de sus dueños y el calor de ese verano que tampoco les sería de gran ayuda. Subió los tres escalones que había justo antes de llegar a la puerta principal de la casa mientras pensaba: «¿Qué demonios estoy haciendo aquí?»; en aquel momento se encontraba dispuesta a darse la vuelta y continuar su camino, pues llegaría otra vez tarde, pero entonces vio que la puerta se encontraba también abierta. Dejó a un lado la idea y en lugar de eso, llamó al timbre sin saber exactamente qué decir cuando los viese. Esperó unos segundos, pero nadie apareció. En su imaginación veía cómo Mónica, la vecina, salía por la puerta y, mostrándole una delicada sonrisa, le preguntaba qué quería después, eso sí, de darle los buenos días; mas allí continuaba Cintia, de pie ante la puerta, sin que nadie la invitara a pasar. La empujó hacia dentro y al mismo tiempo que esta se abría, ella entraba en la casa: la decoración de la casa era preciosa, de un gusto muy parecido al suyo; de estilo moderno con un hermoso sofá chaise longue de un blanco impoluto que reinaba en medio del salón.

—¡Hola! ¡Mónica! ¡Juan! ¿Hay alguien en casa?

No hubo respuesta alguna, pero dentro de la cabeza de Cintia parecía como si un maratón de hormigas corriera. Comenzó a ponerse bastante nerviosa: una pequeña voz en su interior le susurraba que algo iba mal, muy mal. Atravesó el salón con pasos lentos y observando todo a su alrededor; a mano izquierda se encontraba la cocina de estilo americana. La ventana daba al jardín y tenía una insignificante abertura por donde se adentraba un golpe de aire caliente que movía las cortinas. Sintió un escalofrío: algo de aquella silenciosa casa la aterraba; no sabía qué hacer, si continuar gulusmeando o irse hacia su trabajo de una vez por todas.

Entonces fue cuando miró hacia el suelo y pudo ver una hilera de gotas de color rojo intenso que salían casi desde donde ella se encontraba continuando hacia otra puerta que se abría a continuación de la cocina. La abrió: se encontró en un despacho, seguramente de Juan porque tenía un aire masculino. Continuó el rastro de las gotas hasta que estas se convirtieron en un inmenso charco rojo y, justo ahí, lo vio: estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en la mesa de su escritorio, cabizbajo, con la mirada perdida; muerto. Ella se quedó sin respiración por un momento con la boca abierta y sin poder pronunciar palabra. Sus manos comenzaron a sudar y otra vez las hormigas volvían a correr un maratón dentro de su cabeza. Volvió a mirar a Juan: de su pecho trajeado con una apagada corbata color gris nacía un orificio donde la sangre había estado corriendo como si de un río se tratase. La piel pálida del hombre le hizo recordar a Cintia por un momento las figuras del museo de cera que tanto le gustaba visitar de pequeña; pero esa imagen desapareció de inmediato: no era una figura de cera, era su vecino muerto. Con los ojos desencajados a causa del terror, Cintia dio media vuelta y volvió al salón; allí se quedó inmóvil pensando en lo que estaba pasando, intentando asimilar que aquella imagen horrible era de verdad. De pronto, giró la cabeza como si de un sueño despertase y exclamó en voz alta:

—¡Tengo que llamar a la policía! —De un tirón, pudo desprenderse del bolso que colgaba de su hombro derecho y buscó en él su teléfono móvil—. ¿Dónde estás? ¡Maldito móvil! —Cuando lo encontró y se disponía a usarlo para llamar a la policía, se dio cuenta de que se encontraba apagado: se había quedado sin batería—. ¡Mierda! ¡Piensa Cintia, piensa! —Se mojó los labios con la lengua como consecuencia del nerviosismo—. ¡Ya está! ¡Deben de tener un teléfono fijo!

Comenzó a buscarlo por toda la planta baja: salón, cocina, recibidor, aseo… y entonces recordó que en los despachos suele haber teléfono, pero no quiso volver a tener que encontrarse con su vecino, así que subió las escaleras con la esperanza de encontrar alguno en el piso de arriba. La primera puerta que vio se trataba del dormitorio de los niños. Ellos no tenían hijos, aunque esa habitación se encontraba decorada como para tal fin, con papel de ositos y mariposas de colores y una cama bajita de madera color castaño claro repleta de muñecos de peluche. Buscó, pero en ese dormitorio no había teléfono.

Continuó por el largo pasillo hasta llegar a otra puerta, pero nada más abrir pudo comprobar que se trataba del cuarto de baño e imaginó que allí no lo encontraría. Cerró la puerta y entonces entró en el que parecía que era el dormitorio de matrimonio. Se asombró nada más entrar y contemplar una gran cama con dosel a juego y las cortinas que escondían un delicado balcón de flores. Miró en la mesita de noche y allí por fin lo encontró. Sus manos sudorosas hacían que sus dedos resbalaran ligeramente al marcar el número de la policía.

—Hola, sí… —No podía disimular su nerviosismo—, llamaba para informarles de que… bueno, me encuentro en el domicilio de unos vecinos y verá…, creo que he encontrado al dueño de la casa muerto…

Cuando acabó la llamada, Cintia se quedó allí parada sin saber qué hacer a la espera de la policía. No quería moverse ni bajar al piso inferior, pues tan solo con pensar que su vecino se encontraba allí abajo muerto se le erizaba la piel. Se sentó en la cama y se frotó los ojos para limpiarse las pequeñas gotas que manaban de ellos. Estando allí, mirando hacia el suelo, vio algo brillar que salía de debajo de la cama, algo dorado. Se trataba de una alianza donde se podía leer: «Enlace Juan y Mónica, 25/01/2003». La volvió a dejar donde la había encontrado y pensó que no la tenía que haber cogido, pues ahora estarían sus huellas en ella y dificultaría el trabajo de la policía, pero ya era tarde y, mientras la dejaba en el suelo, pudo ver cómo unos cabellos castaños descansaban en la moqueta. Se agachó para mirar y entonces la vio; en ese momento sí que pudo manar de su garganta el más profundo de los chillidos de terror.

—¡¿Qué está pasando aquí?! —Mónica se encontraba tumbada debajo de la cama, mirándola fijamente; una mirada perdida en un mundo sin vida.

Cintia corrió tan rápido como pudo escaleras abajo: se sentía como si estuviese en una pesadilla; aquello no podía estar pasando. Abrió la puerta de la calle con la intención de huir despavorida y, en ese mismo momento, la policía apareció delante de sus narices.

—Perdone, ¿es usted la persona que nos ha llamado? —Un agente uniformado le sujetaba el brazo con intención de evitar que saliese de la casa.

—¡Sí! ¡Por Dios! ¡No sé qué ha pasado!

Entraron en la casa mientras Cintia le relataba cómo había encontrado a Juan. El agente anotaba en una pequeña libreta todos los detalles hasta que se encontraron delante del primer cadáver.

—Muchas gracias, señorita, ahora regrese a su casa e intente tranquilizarse —dijo el agente con una agradable sonrisa, pero Cintia todavía no había terminado su historia; todavía había algo más.

—Espere agente, hay algo más: en el piso de arriba, justo en el dormitorio de matrimonio, se encuentra la señora de la casa, también muerta…

El agente abrió de par en par los ojos en señal de sorpresa y entonces preguntó:

—Pero, señorita, ¿por qué no nos lo ha dicho cuando nos ha llamado?

—Agente, verá, cuando colgué el teléfono fue cuando la vi, debajo de la cama, mirándome fijamente…

—Está bien —la cortó de inmediato el agente al comprender la situación por la que estaba pasando—, voy a realizar unas llamadas para que vengan inmediatamente los médicos forenses y demás. Ahora sí, por favor, váyase a casa y ya nos pondremos en contacto con usted para que pueda darnos más detalles e información, ¿de acuerdo?