Heartsong. La canción del corazón

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Heartsong. La canción del corazón
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ARGENTINA


VREditorasYA


vreditorasya


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MÉXICO


vryamexico


vreditorasya


vreditorasya



Para quienes intentan encontrar el camino de vuelta a casa.


“Sí, tengo trucos en el bolsillo, y cosas bajo la manga.

Pero soy todo lo contrario del prestidigitador común,

que les brinda una ilusión que parece la verdad.

Yo les doy la verdad con el agradable disfraz de la ilusión”.

Tennesse Williams, El zoo de cristal.



MOTAS DE POLVO/ ALGO MÁS

En mi sueño, hilos de luz se filtraban entre los árboles de un bosque antiguo. Era seguro. No sabía cómo sabía eso. Simplemente lo sabía.

Quería correr lo más rápido posible. La enloquecedora necesidad de transformarme me ardía debajo de la piel, y necesitaba dejarme ir.

No lo hice.

Las hojas crujían bajo mis pies.

Pasé la mano por la corteza de un viejo olmo. Se sentía áspera. Y, luego, húmeda por un hilo de savia, pegajosa y tibia, que froté entre los dedos.

Los árboles susurraron.

Decían aquí, aquí, aquí.

Decían aquí es donde perteneces.

Decían aquí es donde debes estar.

Decían esto es MANADA y VIDA Y CANCIONES en el aire CANCIONES que se cantan porque esto es hogar hogar hogar.

Cerré los ojos y respiré.

La luz parecía más brillante en la oscuridad.

Unas pequeñas motas de polvo se arremolinaban.

Llevé la resina en mis dedos a la lengua.

Sabía antigua.

Y fuerte.

Y…

Un gruñido bajo a la derecha.

Abrí los ojos.

Un lobo blanco estaba de pie entre los árboles, a lo lejos. Tenía algo de negro en el pecho, las patas y el lomo.

No lo conocía

(él)

pero me resultaba

(él)

familiar, de alguna manera, lo tenía allí mismo en la punta de la lengua, mezclado con la resina del olmo y…

Sus ojos empezaron a arder rojo fuego.

Un Alfa.

No me asusté.

El lobo –él– no estaba allí para lastimarme.

No sabía cómo sabía eso. Quizás eran los árboles. Quizás era este lugar. Quizás era la resina que me recubría la garganta.

–Hola –dije.

El Alfa bufó y sacudió la cabeza.

–No sé dónde estoy. Creo que estoy perdido.

Tocó con la pata el suelo y talló líneas irregulares en la tierra y en la hierba.

–¿Sabes dónde estoy?

Dijo estás muy lejos.

Sonaba como la voz de los árboles.

Era la voz de los árboles.

El Alfa dijo no me perteneces a mí no eres mío no eres MÍO pero podrías serlo por quién eres.

–No sé quién soy –admití, y era terrible decirlo en voz alta, pero después de que las palabras fueron pronunciadas, me sentí… más liviano.

Casi libre.

El Alfa dio un paso hacia mí.

lo sé lo sé criatura pero lo sabrás te prometo lo sabrás eres importante eres especial eres...

Estalló un relámpago y vi que estaba rodeado. Docenas de lobos merodeaban entre los árboles. Tenían los ojos rojos y naranjas y violetas…

Los árboles se quebraron de lado a lado por la violencia del viento.

Pensé que saldría volando, que el viento me arrastraría hacia el cielo negro y que me perdería en la tormenta.

Los lobos se detuvieron.

Alzaron las cabezas al unísono.

Y aullaron.

Me atravesó, me estaba rompiendo, mis huesos se convertían en polvo. No podía moverme, no podía respirar, no sabía cómo detenerlo, ni tampoco quería. Eso fue lo que más me afectó, que no quería que terminara. Quería que ser consumido, sentir que se me destrozaba la carne y que sangraba sobre la tierra a mis pies, que me sacrificaba para saber que yo importaba, que yo significaba algo para alguien.

El Alfa dijo no no puedes esto no es eso esto es DIFERENTE esto es MÁS porque tú eres MÁS...

Unas manos se posaron sobre mis hombros.

Una voz me susurró al oído.

–Robbie. Robbie, ¿me oyes? Escucha mi voz. Escucha. Estás a salvo. Te tengo. ¿Me escuchas, querido? Por favor.

Las manos me apretaron los hombros, los dedos se clavaron en mi piel y sentí que me arrastraban hacia atrás al mismo tiempo que volaba entre los árboles. Los lobos gritaban, gritaban, gritaban sus canciones de furia y horror, y mientras el mundo comenzaba a agrietarse a mí alrededor, mientras se quebraba en pedazos como un montón de cristal, un lobo emergió de las sombras.

Era gris oscuro con manchas negras y blancas en la cara y entre las orejas.

Y en la boca llevaba…


Me senté ahogando un grito, agitado. Por un instante, no supe dónde estaba. Había lobos y árboles, y se estaban rompiendo y yo tenía que recomponerlos. Tenía que hacer que las piezas encajaran de todas las maneras posibles, para que volvieran a estar completos y poder…

–Estás bien –dijo una voz amable–. Robbie. Estás bien. Fue solo un sueño. Estás a salvo.

Parpadeé rápidamente e intenté recuperar el aliento.

El hombre junto a mi cama parecía preocupado, las líneas profundas de su cara arrugada bien marcadas. Estaba vestido con ropa de dormir y tenía los pies descalzos, delgados y huesudos. Hacía tiempo que su pelo había desaparecido y tenía manchas en el cráneo y en las manos. Estaba encorvado, más por su edad avanzada que por la preocupación. Pero su mirada era límpida y cariñosa, y él era real.

Ezra.

Me calmé de inmediato.

Sabía dónde estaba.

Estaba en mi habitación.

Estaba en la casa que compartía con él.

Estaba en casa.

–Por Dios –musité, bajando la vista hacia la maraña de ropa de cama que me rodeaba las piernas y la cintura. Estaba sudando y el corazón me galopaba en el pecho. Me pasé la mano por la cara e intenté quitarme las imágenes residuales que me bailaban en los ojos.

–¿Los sueños de nuevo? –me preguntó Ezra, sacudiendo la cabeza.

–Sí –respondí, dejándome caer sobre la cama y cubriéndome los ojos con el brazo–. De nuevo. Pensé que ya lo había superado.

La cama se hundió cuando se sentó junto a mí. Aunque yo me sentía acalorado, el aire de la habitación era fresco. La primavera tardaba en llegar este año y aún quedaban manchones de nieve en el suelo a comienzos de mayo, aunque en su mayoría era nieve medio derretida y sucia. La luna casi nueva seguía tironeando de mí, cual gancho, en los confines de mi mente.

Ezra me apartó con suavidad el brazo de la cara y luego apoyó la parte posterior de la mano contra mi frente.

–No puedes forzarlo, Robbie –sentía el ceño fruncido en su voz–. Cuanto más lo intentes, peor será.

Titubeó.

–¿Pasó algo hoy? Estuviste callado durante la cena. Te escucho, querido, si quieres hablar de eso.

Suspiré mientras él movía su mano. Abrí los ojos y contemplé el cielorraso. El latido de mi corazón se estaba calmando y el sueño se desvanecía. Me sentía… más tranquilo, por alguna razón. Podía pensar. Sentía que era por el hombre a mi lado. Me mantenía con los pies sobre la tierra. Era lo más parecido a un padre que había tenido, y tenerlo cerca bastaba para traerme a la realidad. Giré la cabeza para mirarlo. Se lo veía preocupado. Me estiré y él me tomó la mano, y sentí los huesos viejos debajo de la piel delgada como el papel.

 

–No es nada.

–Me resulta difícil creerlo –resopló–. Quizá puedas engañar a todos los demás, pero no soy como ellos. Y lo sabes. Inténtalo de nuevo.

Sí, lo sabía. Busqué las palabras adecuadas.

–Es… –sacudí la cabeza–. ¿Alguna vez has pensado que puede haber algo allí afuera? ¿Algo más?

–¿Más que qué?

–Que esto.

No encontraba otra manera de poner mis pensamientos confundidos en palabras coherentes. Él asintió lentamente.

–Aún eres joven. No es raro que pienses eso –bajó la vista hacia nuestras manos unidas–. De hecho, me parece bastante normal. Yo era igual cuando tenía tu edad.

Me sentí un poco mejor.

–¿Unos siglos atrás?

Su risa sonó oxidada y seca. Era un sonido que no oía tan seguido como me hubiera gustado.

–Atrevido. No soy tan viejo. Al menos, no aún –su risa se apagó–. Me preocupo por ti. Y sé que me dirás que no lo haga, pero eso no me detendrá. No estaré aquí para siempre, Robbie, y…

–No de nuevo –gruñí–. No irás a ningún lado. No te dejaré.

–No sé si tienes mucha influencia en el asunto.

–¿No? Ya veremos.

La idea me ponía incómodo. Era tan frágil, tan rompible. Los humanos solían serlo, y no soportaba la idea de que le fuera a pasar algo. Era un brujo, sí, pero la magia tenía sus límites. Una vez, le pregunté qué sucedería si se dejara morder. Le dije que correríamos juntos bajo la luna llena y él me abrazó y me frotó la espalda mientras me decía que los brujos no podían ser lobos. Su magia no lo permitía. Si alguna vez lo mordía un Alfa, me dijo, la magia del lobo y la magia del brujo lo destrozarían. No volví a preguntárselo.

–Sé que harías mucho por mí… –me apretó la mano.

–Cualquier cosa –lo corregí–. Haría cualquier cosa.

–… pero debes prepararte. No debes estancarte, Robbie. Y eso quiere decir que tienes que pensar en lo que te espera. Es ese algo más que acabas de mencionar. Y, por más que me gustaría estar contigo para siempre, no será así.

–Pero no será pronto, ¿verdad? –insistí.

Puso los ojos en blanco; lo quise tanto por eso.

–Estoy bien. Todavía me guardo algunos ases en la manga. Nada por lo que debas preocuparte.

–Es gracioso que tú digas eso.

–No creas que no me di cuenta de cómo has dado vuelta la conversación para hablar de mí –me espetó con el ceño fruncido.

–No tengo idea de qué hablas.

–Espero, de verdad, que no esperes que me lo crea. ¿Qué pasó en el sueño esta vez?

Corrí la cara. No podía mirarlo y hablar de esto. Se sentía, extrañamente, como una traición.

–Lo mismo.

–Ah. Los lobos entre los árboles.

–Sí –tragué–. Ellos.

–¿El Alfa blanco?

–Sí.

–¿Qué crees que significa?

–No lo sé –respondí, encogiéndome de hombros–. Podría significar cualquier cosa. O nada.

–¿Lo reconociste?

Negué.

–Y había otros. Muchos. Y estaban aullando.

Cantando, casi se me escapa, pero me contuve en el último instante.

–Es como si me estuvieran llamando.

–Entiendo. ¿Había algo más? ¿Algo distinto?

Sí. El lobo gris con franjas negras en la cara, que llevaba una piedra entre los dientes. Nunca lo había visto antes. Aparté mi mano de la del brujo y me froté el espacio entre el cuello y los hombros.

–No –dije–. Nada más.

Me pareció que me creía. ¿Y por qué no lo haría? Yo siempre era sincero con él. No tenía razón para pensar otra cosa.

–Siempre te ha costado encontrar tu lugar. Quizá sea solo la manifestación de querer tener un lugar de pertenencia.

–Este es mi lugar. Contigo.

Las palabras sabían a quemado. A humo y ceniza.

–Lo sé. Pero eres un lobo, Robbie. Necesitas más de lo que yo puedo darte. Los lazos que tienes con la manada… son temporales. Evitan que te conviertas en un Omega. Es estresante. Lo noto, aunque tú no puedas.

–Suficiente –me volví hacia él con una sonrisa tensa.

Me palmeó la rodilla por encima de la ropa de cama.

–Si estás seguro –no parecía convencido.

–Lo estoy. Lamento haberte despertado.

–El sueño se escapa de mí últimamente –se rio de nuevo–. Sucede cuando te haces mayor. Lo entenderás algún día. Es tarde o, según como lo mires, temprano. Trata de descansar un poco, querido. Te hace falta.

Se incorporó gruñendo; las rodillas le crujieron. Las mangas de su pijama se levantaron y dejaron ver viejos tatuajes, apagados y desvanecidos.

Cuando llegó a la puerta, se detuvo y me miró por encima del hombro.

–Sabes que puedes contarme cualquier cosa, ¿verdad? Sea lo que sea, es entre nosotros.

–Lo sé.

Asintió. Me pareció que iba a agregar algo, pero no lo hizo. Cerró la puerta; el suelo crujía a medida que avanzaba por el pasillo de nuestro pequeño hogar rumbo a su dormitorio.

Busqué el latido de su corazón. Sonaba lento y fuerte.

Me acosté de lado, los brazos debajo de la almohada, la barbilla sobre la muñeca. La única ventana de mi habitación daba a un sector solitario del bosque.

El sueño se desvanecía. Me había parecido vibrante y vivo, pero ahora era translúcido, en gran parte. Apenas podía recordar el sabor de la savia en la lengua.

Escuchando el latido del corazón de Ezra, cerré los ojos.

Esa noche, no volví a soñar.


ERA SUFICIENTE/ SILENCIOSO COMO UN RATÓN

Cerca de la frontera canadiense y al borde de la Reserva Nacional de Vida Silvestre Aroostook –una mezcla de bosque antiguo y nuevo que nunca se secaba del todo–, había un pueblo olvidado por los humanos.

Y era mejor que así fuera.

Desde afuera, Caswell, Maine, era nada. No había ninguna autopista importante en kilómetros. La única manera de saber que Caswell tenía un nombre era un cartel viejo junto a una carretera de dos carriles, sostenido por dos postes negros con la pintura saltada. En letras doradas decía “BIENVENIDOS A” y en blanco sobre negro, “CASWELL”. Debajo, se leía “FUND. 1879”. Abajo de todo, había un dibujo pequeño de un árbol con una granja y un silo de fondo, a lo lejos.

Cualquier persona que llegara a Caswell (generalmente, de casualidad), se encontraría con viejas granjas y calles sin una sola señal de tránsito. Había un almacén, un restaurante con un centelleante letrero de neón que decía “BIENVENIDOS”, una gasolinera y un vetusto cine que pasaba películas de otros tiempos, más que nada largometrajes de monstruos en blanco y negro granuloso.

Eso era todo.

Pero era mentira.

Nadie vivía en las granjas. Había personas que trabajaban en el almacén, en el restaurante y en la gasolinera, e incluso en el cine.

Pero nadie se quedaba en Caswell.

Porque justo a las afueras del insignificante pueblo se encontraba el lago Butterfield.

Lo rodeaban muros altos por todos los costados; la piedra tenía al menos metro y medio de ancho y estaba reforzada con acero.

Detrás de esos muros había un complejo.

Y allí residía la manada más poderosa de Norteamérica, y quizás del mundo.

Yo no vivía en el complejo. Me hacía sentir electricidad en la piel. No me gustaba.

Junto al lago Butterfield estaba Woodman Road, una calle de tierra y grava. Al final de Woodman Road había un portón metálico. Y, cruzando el portón, en lo profundo del bosque, había una casita.

No era gran cosa. En otro tiempo, había sido ocupada por los leñadores que cortaban los árboles hasta mediados del siglo veinte. Tenía dos dormitorios. Un baño pequeño. Un porche con dos sillas. La cocina servía para dos hombres, y eso era todo. No más que eso.

Era suficiente.

La mayor parte del tiempo.


Había días en los que necesitaba la tranquilidad. Estar lejos de todo el mundo.

Días en los que me transformaba y corría por la reserva de vida silvestre, sintiendo la tierra húmeda debajo de las patas y las hojas golpeándome la cara. Seguía hasta que no daba más, hasta que los pulmones me ardían en el pecho y la lengua me colgaba de la boca.

Me perdía en lo profundo de la reserva, lejos de los colores y sonidos del complejo. Lejos de los otros lobos. Lejos de los brujos. Incluido Ezra. Él entendía.

Me desplomaba a los pies de un árbol antiguo, de costado, el pecho agitado. El instinto me llevaba a ese lugar, y me revolcaba en el pasto, de espalda, dejando que el sol me calentara la panza. Los pájaros cantaban. Las ardillas correteaban y aunque podía perseguirlas y comerlas, solía dejarlas en paz.

Tenía una relación extraña con los árboles.

Mi madre me había dejado en uno, instantes antes de que mi padre la asesinara.

Tenía seis años.


Los recuerdos son extraños.

Si me preguntaran lo que hice hace solo un año, es probable que no me acordara, salvo que alguien me ayudase.

Pero recuerdo tener seis con una claridad sorprendente.

Algunos de esos días, al menos.

Destellos brillantes, instantes que me hacían hormiguear la piel.

Recuerdo una manada. Éramos seis. Había una Alfa, fuerte y amable. Me ponía la nariz contra el pelo y me olfateaba.

Estaba su compañera, una mujer mayor que, cuando se reía, echaba la cabeza hacia atrás y se la tomaba entre las manos.

Otra mujer se llamaba Denise. Era bella y silenciosa. Cuando se movía, apenas parecía tocar el suelo. Una vez, le pregunté si era un ángel. Me alzó y me hizo cosquillas. Su compañera era una mujer negra con dientes blancos y centelleantes y una sonrisa pícara. Tenía una huerta. Me dio tomates y los comimos como si fueran manzanas, con el jugo y las semillas chorreando de las barbillas.

La otra era mi madre. Se llamaba Beatrice. Y era la persona más poderosa de mi mundo. Dormíamos en la misma habitación. Me susurraba a la noche y me decía que estábamos a salvo, que no tendríamos que volver a escapar. Que podíamos tener un hogar. Que nunca dejaría que nada malo me sucediera. Le creí. Era mi madre.

No entendía por qué nos escapábamos o desde hacía cuánto tiempo. Había noches en las que dormíamos en un auto viejo en el que ella rezaba antes de encenderlo: “Vamos, por favor, Dios, dame solo esto”.

Giraba la llave y el motor petardeaba y petardeaba y luego se encendía, y ella chillaba de placer, golpeando las manos contra el volante, y me sonreía de oreja a oreja mientras me decía: “¿Ves? Estamos bien. ¡Estamos bien!”.

Denise nos encontró durmiendo en el auto junto a un camino de tierra, escondidos en un bosquecillo.

Mi madre me despertó al apretarme contra su pecho. A través del parabrisas vi a una mujer extraña sentada en el piso, frente al auto.

Nos saludó con la mano.

–Loba –susurró madre.

El auto no arrancaba.

No emitía sonido.

La mujer extraña nos miró ladeando la cabeza. Habló en voz baja, pero mi oído era agudo, y la escuché.

–Está bien. No voy a lastimarlos –dijo.

Estábamos en el territorio de otro lobo.

La mujer nos llevó a la Alfa, en una cabaña vieja que tenía dos chimeneas.

Mi madre me mantuvo cerca suyo.

Los ojos de la Alfa brillaron, rojos.

Mi madre tembló.

 

–¿Tienen comida? Tenemos hambre –dije yo.

–Sí. Creo que sí –sonrió la Alfa–. ¿Te gusta el pastel de carne?

No sabía qué era el pastel de carne. Se lo dije.

La sonrisa se desvaneció.

–¿Por qué no probamos a ver si te gusta? Si no, podemos preparar otra cosa.

Me gustó muchísimo el pastel de carne. Me pareció que nunca había comido algo tan rico antes. Comí hasta que me dolió el estómago.

La Alfa se alegró.

Nos quedamos.

La primera noche, mi madre durmió enroscada alrededor de mí.

–¿Qué te parece, cachorro? –susurró, besándome la cabeza.

Bostecé. Estaba cansado, y dormir en una cama por primera vez en un largo tiempo se sentía bien.

–Sí –confirmó ella–. Pienso lo mismo.

Pasaron los días. Las semanas.

–¿El padre? –preguntó la Alfa.

Yo dibujaba en la mesa de la cocina. Me habían dado montones de crayones. Había marcadores, también, pero estaban casi todos secos porque les faltaban las capuchas.

–Cazador –susurró mi madre con la voz estrangulada–. Pensé que era… Pensé que él era mi…

Alcé la vista y vi que lloraba. Lo sentí al fondo de la garganta. Había un olor amargo en el aire, como si algo estuviera podrido.

No reconocí qué era.

Más adelante lo sabría.

Era vergüenza.

Antes de que pudiera acercármele, la Alfa se levantó y la abrazó. La abrazó con fuerza y le dijo que entendía.

El olor amargo se desvaneció después de un rato.

Tuvimos meses. Meses en los que nos quedamos quietos y parecía que habíamos encontrado nuestro lugar. Éramos como un árbol, nuestras raíces crecían en la tierra y se fortalecían con el paso de los días. Nuestra cama empezó a oler a nosotros. Daba gusto.

No duró.

Ardió todo.

Me desperté por el olor, y no era vergüenza.

Era fuego.

Los lobos aullaban.

Mi madre me alzó de la cama.

Tenía los ojos como platos, aterrados.

Hubo un estruendo fuerte en alguna parte de la cabaña y oí gritos de hombres. Era la primera vez que oía una voz masculina en mucho tiempo, porque la Alfa no permitía hombres en su manada. Decía que no le servían para nada; me guiñaba el ojo y me decía que yo iba a ser la excepción. Me hacía feliz, más feliz de lo que había estado en un largo tiempo, porque iba a ser un buen hombre. El mejor de todos. Mi madre me lo decía.

Nos acercamos a la ventana. Estaba oscuro cuando me dejó caer al piso. Uno de mis pies descalzos aterrizó en una roca y me corté.

Grité, aunque ya empezaba a sanar lentamente.

Madre me cubrió la boca con la mano y me alzó en sus brazos.

Corrió. Nadie podría correr más rápido que mi madre. Siempre había creído eso.

Pero, esa noche, no pudo correr lo suficientemente rápido.

El árbol al que me llevó era viejo. Antiquísimo. Denise me había dicho que era especial, que era la reina del bosque y que protegía a todo sobre lo que se alzaba.

En primavera, llegaban los zorros y tenían sus crías en la oquedad que había en su base. Estaba vacía cuando mi madre me metió en ella. Había hierba y hojas muertas dentro, y era mullida.

Mi madre se agachó, el pelo negro le enmarcó la cara. Tenía hollín en ella, en las manos. Usaba gafas aunque no las necesitaba. Decía que la hacían sentirse mejor. Más inteligente. Creía que era una tontería, pero en ese momento me pareció la persona más hermosa que había visto.

–Quédate aquí –me dijo–. Hagas lo que hagas, oigas lo que oigas, no salgas hasta que yo venga a buscarte. Aunque alguien te llame por tu nombre, no te muevas. Es un juego, lobito. Estás escondido y no puedes permitir que nadie te encuentre.

Asentí porque ya había jugado a este juego antes.

–Silencioso como un ratón.

–Sí. Silencioso como un ratón. Ten, guárdame esto –se quitó las gafas y me las puso. Me quedaban demasiado grandes y se me caían de la nariz. Estiró la mano y me tocó la mejilla–. Te amo. Siempre.

Y, entonces, se transformó.

Su lobo era gris como las nubes de tormenta. Tenía rayas negras en el hocico y entre las grandes orejas. Me miró una vez más, y sus ojos ardían naranjas.

Desapareció.

Me quedé en el árbol. Era un juego, y no quería perder.

Incluso cuando oí lobos aullando de dolor, me quedé.

Incluso cuando oí hombres gritando, me quedé.

Incluso cuando oí disparos, me quedé, pero me tapé los oídos.

Me quedé incluso cuando oí una voz llamándome por el nombre, cuando el cielo empezaba a clarear.

Una voz masculina.

Y familiar, como si la hubiera oído antes.

–Robbie –decía–, ¿dónde estás, hijo? Sal, sal, sal.

–¿No me reconoces? –decía.

–Robbie, por favor. Soy tu papi.

Silencioso como un ratón, me quedé.

Por fin, las voces se apagaron.

Pero me quedé igual.

Luego, me dirían que estuve en el hueco durante tres días. No recuerdo gran parte, solo momentos breves, como cuando encontré una bellota y me la comí porque tenía hambre. O cuando tenía que orinar, así que lo hice en un rincón; el olor me dio nauseas por horas.

Los lobos me encontraron, por fin.

Me taparon los ojos cuando me sacaron. Me preguntaron quién era. Qué había sucedido. Quién había hecho todo eso.

–Soy silencioso como un ratón –les dije, cuando me cargaban–. Tengo sed. ¿Tienes agua? Mamá debe tener sed. Corre muy rápido. La encontraré. Soy bueno para buscar rastros. No se esconderá de mí.

Vi lo que quedaba de la cabaña, quemada y aún humeante.

No volví a ver a Denise ni a su compañera.

Tampoco vi a la Alfa y a su compañera.

Pero sí vi a mi madre una vez más.

Tenía sangre en el pelaje, y les grité a las moscas que revoloteaban alrededor de su cabeza, pero los lobos me llevaron.

Los recuerdos son extraños. Los llevo como si fueran cicatrices.


Desde afuera, el complejo dentro de los muros que rodean al lago parecía una postal. Las casas eran grandes y estaban bien cuidadas. De la mayoría de las casas salían muelles que conducían al lago. Los niños corrían por los caminos de tierra y le gritaban y chillaban al gigantesco lobo que los perseguía. Iban de camino a la casa en la orilla este del lago, que se había transformado en escuela. Yo había ido a una similar muy lejos de allí, y había aprendido a escribir y a dividir y a rastrear y a analizar todos los olores deliciosos y a aullarle a la luna.

Algunos de los pequeños se chocaron conmigo y se aferraron a mis piernas, y me rogaron que los protegiera del lobo malo que los perseguía.

Un cachorrito –un niño llamado Tony– trepó por mis piernas y pecho, y me abrazó. Me torció las gafas mientras me gritaba que no quería ser comido, ¡sálvame, Robbie, sálvame!

Me reí y lo hice girar; los demás niños me rodearon y me pidieron que también los alzara. Les gruñí juguetonamente, mostrándoles los dientes. Me imitaron.

–No sé si puedo salvarte –le expliqué a Tony–. Quizá tengas que salvarme tú a mí.

–¡Puedo hacerlo! –exclamó Tony–. ¡Lo he aprendido! ¡Mira!

Entrecerró los ojos y apretó los dientes hasta que su rostro comenzó a cobrar una tonalidad rojiza alarmante. Y entonces, por un breve instante, sus ojos ardieron naranjas.

–Guau –me asombré–. Mírate. Lo estás haciendo genial. Algún día te convertirás en un lobo increíble.

Chilló de placer y se retorció tanto entre mis brazos que casi se me cae. Los otros niños también querían mostrarme sus ojos, y la mayoría lograba mostrar el destello naranja brillante. Los que no podían parecían decepcionados, pero les expliqué que sucedería cuando estuvieran preparados, y sonrieron.

La loba que los había estado persiguiendo –la maestra– gruñó por lo bajo, y dejé a Tony en el suelo. Los niños se marcharon rumbo a la escuela.

–Vaya grupito, ¿eh? –le comenté a la loba.

Resopló y se apretó contra mí, y los lazos que nos unían se encendieron. Era como si una cuerda tensa punteara en la oscuridad y reverberara en mi cabeza. Cerré los ojos al sentir su peso y…

(te veo)

Retrocedí un paso al oír la voz extraña en mi mente.

No sabía de quién era. No la reconocía. No venía de nadie que yo conociera. Nadie en el complejo, al menos. Resonó en la oscuridad, y luego desapareció.

La loba ladeó la cabeza para mirarme y sentí su pregunta sin palabras.

–Estoy bien –dije, con una sonrisa forzada–. No dormí bien anoche. Un día importante. Ya sabes cómo me pongo.

La loba resopló y arañó el suelo. Se apretó contra mí una vez más; su aroma era dulce y tibio. Alzó la cabeza y me empujó las gafas sobre la nariz. Las lentes se empañaron brevemente; fruncí el ceño y ella resopló de nuevo.

–Sí, sí. Tienes una clase que dar, Sonari. Apúrate.

El hilo que nos unía volvió a sonar, y ella partió al trote tras los niños.

Me la quedé mirando. Sentí el comienzo de una migraña. Me froté el cuello y luché contra el deseo de transformarme y correr hacia los árboles. Era un ansia que no podía satisfacer. No aún. Tenía un trabajo que hacer.


La gente –lobos y brujos por igual– me saludaba mientras caminaba por el complejo. Los saludé, pero no me detuve a charlar. Tenía lugares a los que ir, personas que ver. No les gustaba cuando llegaba tarde.

Algunos lobos me ignoraban, pero estaba acostumbrado. Ocupaba una posición que ellos creían inmerecida, dado el poco tiempo que había pasado allí. Me importaba una mierda lo que pensaran. Contaba con la confianza de la Alfa de todos y de su brujo, y eso era todo lo que importaba.

Pero la mayoría eran amables. Pronunciaban mi nombre como si estuvieran felices de verme, como si yo importara. Respiré el aire del complejo y del bosque, oí a los lobos moviéndose a mi alrededor, el día apenas comenzaba. Era como siempre había sido desde mi llegada a Caswell. Animado, con muchas partes trabajando juntas.

Había una casa apartada de todas las demás, entre los árboles. Los niños no se le acercaban. La mayoría de los adultos tampoco. Era una casa normal, con persianas verde oscuro y el revestimiento pintado de blanco. Pero estar cerca de ella me hacía sentir bajo el agua, y me hacía estornudar.

Un lobo estaba frente a la casa, apoyado contra la puerta, los brazos cruzados sobre un pecho imponente. Me saludó con la cabeza.

–Robbie.

–Ey, Santos. ¿De guardia de nuevo?

–Cuestión de suerte –afirmó, entrecerrando los ojos.

–Parece que siempre estás de suerte, entonces.

–Alguien tiene que hacerlo –se encogió de hombros e indicó con la cabeza en dirección a la puerta–. No es difícil. El tipo apenas puede moverse. Siempre y cuando no lo tenga que lavar después de que se caga encima, no tengo problema. Hay trabajos peores.

Las protecciones alrededor de la casa me hacían hormiguear la piel y picar la nariz. No sé cómo Santos soportaba estar tan cerca de la barrera mágica. Un código, una especie de botonera metafísica de la cual solo algunos tenían la combinación, levantaba la barrera. La mayoría no entraba sin Ezra, e incluso entonces, entraban y salían lo más rápido posible. No te quedabas a pasar tiempo con el prisionero. Los monstruos debían permanecer bajo llave por el bien de todos nosotros. A pesar de eso, sentía curiosidad por él, por lo que había hecho. Muy pocas personas lo sabían. Yo no era una de ellas.