Asombrosa cercanía

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Asombrosa cercanía
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Índice

Portada

Portadilla

Créditos

Prólogo

I PARTE

Me busca hasta el cansancio

El don de la longanimidad

¡Tan, pero tan cercano!

II PARTE

La grandeza del único

El lenguaje de los elementos

La destrucción de Hipona

III PARTE

Agotado, anduviste buscándome durante mucho tiempo

Dos realidades

¡Ven Señor Jesús!

IV PARTE

Aceptas mi silencio

Las lágrimas de Jesús

Una palabra tuya bastará

Amor indefenso

Bíografía del autor

Notas


Nihil Obstat:

Manuel Aróstegui Esnaola.

Imprimatur:

Joaquín Iniesta Calvo-Zataráin,

Vicario General de Madrid.

Madrid, 28 de mayo de 2015

© SAN PABLO 2016 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: secretaria.edit@sanpablo.es - www.sanpablo.es

© Boleslaw Szewc 2008

Título original: Zdumiewająca bliskość. Rozważania o Eucharystii 2

Traducido por: Ana María Carrizosa de Narváez

Corrección: Mauricio Rubiano Carreño

Distribución: SAN PABLO. División Comercial

Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: ventas@sanpablo.es

ISBN: 9788428561938

Depósito legal: M. 41.424-2016

Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)

Printed in Spain. Impreso en España

Los textos citados de las Sagradas Escrituras han sido tomados de la Biblia de Jerusalén de Desclée de Brouwer, Bilbao 1976.

Prólogo

ARZOBISPO JOZEF MICHALIK DE LA ARCHIDIÓCESIS

METROPOLITANA DE PRZEMYSL,

PRESIDENTE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL POLACA

El amor es un don maravilloso. Nace en el corazón y envuelve al hombre entero; es más, invade a la persona amada. No toma en cuenta el esfuerzo, el sacrificio, el sufrimiento. «Todo lo soporta y no acaba nunca» (cf 1Cor 13,7-8), le da sentido a nuestra vida y de manera excepcional nos motiva a vivir. Nada teme. Señala las metas que se han de realizar y de manera asombrosa es capaz de llevarlas a cabo. Y si esto es el amor humano, ¡qué decir del amor de Dios! ¡¿Acaso puede existir una definición mejor y más verdadera del amor que la que le dio san Juan al decir que Dios es Amor?!

No obstante, es necesario hablar sobre el Amor, sobre todo si hay tanto que decir sobre Él. Además sospecho que el autor de Asombrosa cercanía no puede dejar de hablar del Amor. ¡Tenemos curiosidad de saber cómo lo vive y qué nos dirá de él! Lo vive como la asombrosa cercanía de Dios-Amor en la santísima Eucaristía, y nos conforta la constatación de que el anhelo de buscar ya es encontrar.

Un experimentado guía de expedición a las cumbres sabe que la escalada necesita de instrucciones e incluso advertencias, que él comparte con los demás.

En el camino hacia Dios se necesita silencio, un gran silenciamiento de la imaginación, los deseos, las emociones. Es necesario renunciar a las palabras innecesarias; la simplificación de todo, una franca consciencia de nuestra ignorancia, pobreza interior, el vacío purificador que solo es capaz de ser llenado por el Amor infinito. Pero este amor no se descubre a través del conocimiento sino por medio del contacto, de la cercanía; por medio de lo concreto del encuentro en la Eucaristía.

«Uno ve solo lo que quiere ver», advierte el autor, y puede no darse cuenta de que Dios lo ama en forma excepcional, que se compadece a la vista de su desdicha y de sus dolores, que padece-con uno, y esto en la cotidianidad de la vida. Sin embargo, a uno no le basta con la compasión; uno necesita a Dios mismo, y lo recibe en la santísima Eucaristía.

Este libro es un insólito comentario a la encíclica de Benedicto XVI, Deus caritas est. Explica y ayuda a comprender las clases de amor: agápe y eros en relación con la Eucaristía. Sí; es precisamente en la Eucaristía donde experimentamos la conformación y unión con Dios, y la reciprocidad que puede transformarnos en Aquel que nos amó primero.

La teología de la oración de este libro es hermosa, conmueve la autenticidad de las vivencias y es como una corriente impetuosa de diálogo que atrae, mostrando continuamente nuevos encantos de nuestra realidad vivificada por la fe.

El experimentado autor nos advierte con preocupación que junto a nosotros también se encuentra el poder del odio, que por nada del mundo debe menospreciarse, y nos enseña que el objetivo definitivo de nuestra vida interior no es la santificación como tal, sin menoscabo de esta, sino la entrega total a la Iglesia, porque en ella vive Cristo, en ella servimos a los demás, en ella recibimos el don de la Eucaristía, que es el alimento en el camino de la unión del alma con Dios.

El libro no evita las preguntas difíciles sino que, al buscar respuestas, se convierte en un himno en honor del infatigable amor de Dios cercano al hombre o, más bien, enamorado del hombre. Nuestro drama consiste en el hecho de que con mucha frecuencia no somos capaces de descubrirlo ni valorarlo, y tampoco de aprovecharlo eficazmente para un desarrollo creativo.

El Padre Profesor quiere ayudar a suscitar –también desde nuestro corazón– ese esperado grito de anhelo del Infinito, conduciéndonos por el camino de la humildad, mediante el reconocimiento de que estamos lejos de hacer esos maravillosos descubrimientos, que apenas presentimos con la fe y tocamos con nuestro débil amor. No obstante, ya es una gran ganancia el hecho de que advirtamos el valor y la necesidad de ese camino del corazón, en las sendas de nuestro anhelo de Dios.

Le agradecemos al autor su cordial optimismo, su confianza en el ser humano, que crea que cada uno de nosotros puede ser mejor –y hasta puede ser santo–; basta con que descubramos el Amor, porque: «Dios se complace en los violentos, en estos locos que arrebatan el reino de los Cielos (cf Mt 11,12). Lo arrebatan sin ser dignos del Reino. Dios no llama a la santidad a los justos sino a los pecadores». Lo más importante es que tengamos un deseo grande de acoger este mensaje, del cual depende todo lo demás. Ayudémonos, por lo tanto, en este camino maravilloso ofreciendo nuestra oración con Jesús de la santísima Eucaristía.

* * *

[El autor utiliza con frecuencia en el texto la primera persona. Sin embargo, su intención no es exteriorizar confidencias personales. Simplemente quiere respetar al lector, no instruirlo ni aleccionarlo].

I PARTE

Me busca hasta el cansancio

Al observar mi vida veo que continuamente me extravío.

Mi vida es un continuo extraviarme para que Él me encuentre, para que lo necesite cada vez más, para que se vuelva cada más cercano; para que continuamente descubra que «Él, buscándome, se sentó agotado»1. «Agotado» parece significar aquí también «amor hasta el cansancio». Después del pecado original Dios amará al hombre buscándolo «hasta el cansancio», hasta el agotamiento.

En la Eucaristía Jesús me visita a mí, que continuamente estoy extraviado. Este extravío es mi estado normal; por lo tanto no hay motivo para entristecerse. Solo como alguien que está extraviado puedo ser encontrado. De otra manera Él no me encontrará, porque no creeré necesitarlo, no le permitiré al Amor eucarístico entrar en mí. El hecho es que debe haber dos amores que se buscan mutuamente. Él siempre me da la gracia para que lo busque, porque mi búsqueda es expresión de la fe, la esperanza y el amor.

 

Él me busca hasta el cansancio, hasta el agotamiento. Este cansancio lo conducirá hasta la Cruz. Cruz que no es un fracaso, que no es el final; que se transformará en el poder y la gloria de la Resurrección. La Cruz es el signo de Dios que me salva, que se revela continuamente en la Eucaristía y que al mismo tiempo se esconde tanto que puedo no «verlo» e, incluso, no quererlo.

Él me quiere encontrar incesantemente, en cada momento, en cada instante de mi vida; pero de manera especial en la Eucaristía, en donde me puede asumir y en donde yo puedo encontrarme con Él, como Magdalena, después de la Resurrección. Ella estaba feliz al descubrir que todo lo que parecía perdido había vuelto a aparecer nuevamente con un poder todavía mayor. ¿Por qué pensaba ella que todo parecía perdido? Porque si había muerto Aquel que le había perdonado todo, también ese perdón había «muerto», había perdido su significación. Si Él había fracasado totalmente junto con el aparente fracaso que significó la Cruz, ella también habría fracasado totalmente. Ya no habría perdón, pues Él ya no estaba vivo. Haber encontrado a Jesús a quien buscaba era, por lo tanto, algo maravilloso. Él le había devuelto el sentido y la vida... y todo lo demás.

Con frecuencia voy a la santa Misa extraviado. Tal vez a veces a mí también me parece que todo está perdido. Pero Él, por medio de su amor eucarístico, me puede volver a dar todo, como a Magdalena, si lo deseo a Él, si lo espero. La participación en la Eucaristía debería ser también un irse abriendo a su amor, que es redentor, que es tanto agápe como eros, según las maravillosas palabras de Benedicto XVI2. Dios, al venir a mí en la Eucaristía, desea que le permita estar presente tanto en mi buscar como en mi encontrar.

El extravío con el que voy a la santa Misa se convierte para Él en material de Redención. Él ahora entrega su Cuerpo3 por mí. Ahora derrama su Sangre por mí, que estoy extraviado en la temporalidad. Restablece mi cercanía con Él. Tal vez incluso más que la cercanía..., eso depende de mí, de la intensidad de mi deseo, de la esperanza de ser encontrado.

En esos momentos de mayor extravío Él mismo me atrae con su gracia desde el altar. Porque, aunque Dios es plena y perfecta posesión, me trata como si Él también «tuviera la esperanza» de que descubriré su amor maravilloso, que se derrama desde el altar eucarístico. En cada santa Misa me buscas. Eres Tú quien sale a mi encuentro, y soy yo el encontrado por ti. Tú siempre eres el primero. Cuando me extravío, cuando me preocupo porque me parece que ya todo está perdido (puesto que por mí mismo no soy capaz de regresar), Tú me encuentras para decirme: «Mira, soy Yo; estoy aquí, sobre el altar».

A mí nadie me busca; solo Él lo hace. Cuando en los momentos de crisis veo que nadie me quiere, entonces puedo aferrarme como al ancla de esta verdad prodigiosa: aunque todo mi ser es más bien el extravío mismo, todo el Ser divino se hace presente buscándome a mí. Y en Él, finalmente, encontraré todo, porque Él me lo da todo. Y precisamente, en el hecho de dármelo todo, descubro que me quiere llevar más profundamente a desearlo solo a Él. Quiere que comprenda que el mundo –mis amigos, familia, seres queridos, cercanos y lejanos– en realidad no alcanzan la perfección de su amor, porque para el mundo a menudo soy un objeto utilizable, necesario para resolver asuntos. Tarde o temprano descubriré que, si alguien me quiere por mí mismo, es reflejo del amor cuya fuente es solo Él.

Tal vez aprenderé también que hay que dejar al mundo ser como es: no hacerle reclamos por no necesitarme; permitir que Dios, a través de mí, llegue a los demás, para que la gracia se derrame sobre otras personas. Esta es la ley del Amor, conquistar la mayor cantidad de almas extraviadas, almas que descubran que son anheladas por Dios, lo que significa que Él está enamorado de ellas. Precisamente este enamoramiento es lo que engendra su movimiento de búsqueda; parece decir: «Me buscas demasiado poco, me necesitas demasiado poco, porque todavía no te has enamorado de Mí. Sigues viviendo muy poco de la fe».

Vivo demasiado poco de la fe, porque con frecuencia vivo como si Él no existiera. Vivir de la fe significa intentar continuamente dirigir mi pensamiento hacia Él. ¿Qué está haciendo Él ahora? Cuando yo me levanto, me baño, me preparo para salir, ¿qué hace Él?, ¿descansa?, ¿observa?, ¿está muy lejos? Cuando estoy desayunando apresurádamente –no para ir a su encuentro, sino a trabajar, por lo tanto en estado de extravío–, ¿qué hace Él? Cuando voy a la santa Misa, apresurando el paso para no llegar tarde, para cumplir con el deber, Él me busca hasta el cansancio.

Debería abrirme a la luz de esta esperanza: saber que Él me busca siempre, pero sobre todo cuando la Iglesia me permite estar tan cerca de su amor redentor, del amor que se me revela a Sí mismo en el Sacrificio eucarístico. Cuando voy a la santa Misa tal vez Él me conceda el don de la fe y, en la medida de esa fe, mi corazón será feliz porque ¡Él está tan cerca!

De hecho, precisamente a través de la fe puedo «tocarlo». Magdalena no recibió este don. Soy más privilegiado que ella, porque en aquella madrugada de la Pascua de Resurrección, Él no le permitió que lo tocara todavía. La envió a los Apóstoles con una misión. Como si quisiera decirle a ella, ¡o más bien a mí!:

En realidad solo me «tocas» a través de la fe, cuando en virtud de mis palabras me presento sobre el altar eucarístico para realizar la obra de la Redención, todavía no consumada. No está consumada porque se consumará solo cuando la recibas plenamente, que siempre estás extraviado. Y me podrás «tocar» cuando, después de terminada la oración eucarística, venga a ti en la santa comunión.

Pero –debo preguntarme–, ¿acaso comulgar engendra en mí una oración de gratitud? ¿Me apresuro a decirle: «¡Maestro mío, qué bueno que estás aquí! Tú, resucitado, presente en tu Redención, en tu amor, que es una solicitud tan incomprendida por mí? Algún día –tengo la esperanza– me introducirás en tu gloria. Y entonces veré que durante toda mi vida me buscaste continuamente con tu amor redentor, con tu amor eucarístico».

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