La calma luchada

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La calma luchada



Editorial Dos Bigotes




La calma luchada



Sergio Bero



Prólogo de Ainhoa Cantalapiedra









Primera edición: junio de 2020



La calma luchada © 2020 Sergio Bero



© de esta edición: Dos Bigotes, a.c.



 Publicado por Dos Bigotes, a.c.



 www.dosbigotes.es



isbn: 978-84-121091-5-3



Depósito legal: M-13015-2020



Impreso por Kadmos



www.kadmos.es



Diseño de colección:



Raúl Lázaro



www.escueladecebras.com



Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.



Impreso en España — Printed in Spain




Índice





Prólogo







Asalto 1 Saber(se)







Sin mayor propósito







La última vez







Protección







Un ristretto







Una noche







El culpable







Llorar al revés







Aventura







Sobre ti







Un recuerdo







Hay días







Envidia







Reaprender y desaprender







Borrón y cuenta nueva







Australia







Asalto 2 Perder(se)







La lección







Isleño







Seis estaciones







Semántica moderna







En un futuro







El artista







Promesas







Mis ansias







Zalamero inconfeso







Gilipollas







El retrato







Del 1 al 5







Ofensor ofendido







Notificaciones







La camiseta gris







Madurar







Falsa modestia







Peces en el mar







Empezar mejor







Declaración de intenciones







Asalto 3 Encontrar(se)







Las flores del sábado







Natural







Puzle





Disfrazando inseguridades





Miles de miedos







El sosegado







Lo positivo







Mi pie izquierdo







Bendita locura







Normas







Esa palabra







Fuiste ese







El tiempo







La carta a los Reyes Magos







Ídem







Asalto 4 y nocaut Querer(se)







Mi héroe







Hallazgo sorprendente







Tenedores







Qué bonito







Vulnerable







Cosas de dos







Perder







Rasero conveniente







Tu sonrisa







Cuántos







Esperanza







En turista







Tuve que decírselo







Cuarenta







Mientras viajo







Bilbao







Bajito







Diminutivos







Pero no imposible







Agradecimientos






A mi padre,



que me pidió prometerle escribir



antes de que yo supiera que quería hacerlo.





Prólogo



Otra canción de amor



Sinceramente, amigxs, ¿quién soy yo para dar consejos de amor? Me tengo que reír y os invito a reíros conmigo.



Soy una mujer soltera de 39 años, exigente, económicamente independiente, feliz con sus elecciones y llena de experiencias sentimentales, unas mejores que otras. Pero ¿soy sana en mis relaciones? (Fase de reconocimiento del problema).



Os prometo que en algunas entrevistas me miran como un bicho raro cuando cuento mi situación personal. Me miran como buscando esa parte «bruta, ciega, sordomuda, torpe, traste y testaruda» de mi persona que debo tener para no estar ya casada y con tres churumbeles colgados del brazo. A mí, que a los ocho años ya tenía mi propia muñeca, a la que bauticé como «Mi Vida» y que se asemejaba tanto a un bebé que, en ocasiones, riñeron a mi madre por la calle cuando la sostenía en brazos porque pensaban que estaba maltratando a una niña real. La llevaba siempre a la moda, con gafitas y todo, y si se le rompía el cuerpecito, una rápida operación quirúrgica con mi papá y la dejaba como nueva. Aún tengo guardada a «Mi Vida», a las dos. Soy la pequeña de una familia de tres hermanos y tía de dos preciosas sobrinas que me llenan el corazón y las ganas frustradas de ser mamá. Ok, pues, «let’s talk about love».



Hubo un tiempo en que llegué a negar que era esa romántica que vivía enamorada del amor. Quise ser una «livin’ la vida loca» y más bien terminé siendo un «lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks». La eterna enamorada engañándose a sí misma. (Fase de negación).

 



No sé cuántas canciones de amor y desamor he podido escribir y cantar mientras las lágrimas me caían por la cara; cuántos poemas de amor dedicados a ese desconocido que mi mente imaginó como el ser perfecto que todxs lxs románticxs empedernidxs soñamos que existe en ese lugar al que aún no hemos ido. La esperanza es lo último que se pierde, ¿para qué negarlo? Soñar es gratis y, sobre todo, NO DUELE. (Fase de ira o enfado).



Vinimos a este mundo a aprender a través de los demás y de nuestras propias experiencias, tratando de ser cada día una mejor versión de nuestro ayer, de nuestros errores y de nuestros miedos. Pero ¿quién dijo que fuera fácil? Yo no, y quien diga que sí, miente.



En esta búsqueda de la felicidad de dos, y digo DOS pues hay quien goza del amor en mayor variedad numérica —uf, qué tedio, si con uno ya me cuesta, con dos o tres me daría algo—, he acudido a psicólogos y coaches para ahondar en la problemática y en la dificultad relacional amorosa del mundo actual. Aunque sigo pensando que «if you wanna be my lover, you have got to give, taking is too easy, but that’s the way it is», no soy de las que busca el amor en las redes, ni de las que envía fotos sexys a ciberpretendientes. Eso no va conmigo, sorry.



Mis amigas me suelen decir que estoy chapada a la antigua, pero qué le voy a hacer si aún creo en las mariposas en el estómago y en los primeros besos de amor. (Fase de negociación).



Moulin Rouge se convirtió en una película esencial para mí. Y esto es lo mejor, amigxs: los finales en los que uno de los dos moría eran mi descanso emocional ante el pensamiento de tener que manejar una larga vida en común. Me marcaba un «all by myself»: mejor rápido e intenso, que vale por dos. Finalmente, no lo pude negar: ¿quién no se ha encontrado perdidx dentro de su propio caos emocional en algún momento de su vida? (Fase de aceptación).



Así surgió esta guerra interior por alcanzar la calma luchada, tan deseada por nuestro protagonista, una calma que es mía y de todxs nosotrxs. Y me vuelvo a preguntar: ¿quién me dio BOLI en este LIBRO cuando mi querido amigo Sergio Bero me propuso escribir este prólogo? Si, como diría aquel, «qué sabe nadie, si ni yo mismo muchas veces sé qué quiero».



Si algo he aprendido en todos estos años de búsqueda introspectiva y de estudio amoroso-social, es que nunca podrá haber un amor duradero y una relación sana sin (redoble de batería):



—Volver al origen, entender quién es unx.



—Regresar al perdón y a la sanación.



—Amarse a unx mismx.



Nadie se libra de escribir su propia aventura en la que, sin excepción, y aunque algunxs lo nieguen, todxs buscamos lo mismo: AMAR Y SER AMADXS. Como decían los grandes: «All you need is love».



Ainhoa Cantalapiedra



Abril de 2020





Asalto 1

Saber(se)








«Mirándote a los ojos juraría



que tienes algo nuevo que contarme».



José Luis Perales



Sin mayor propósito



Si hubiera un motivo real por el que siempre se me echa el tiempo encima, podría admitirlo ahora mismo… pero no lo hay. Quizá una siesta más larga de lo necesario, una maleta sin terminar de cerrar, una inoportuna conversación de WhatsApp o simplemente la certeza en mi mundo imaginario de que los minutos tienen más de sesenta segundos que, inevitablemente, nunca coinciden con los reales.



Sin proponérmelo, y a pesar de que me haya planificado lo mejor posible, llego al aeropuerto con la lengua fuera, pensando que esta vez sí, que esta vez me quedo en tierra. Mi mala organización para calcular los plazos es múltiple porque, aunque parezca incongruente, paradójico y discordante, la realidad es que esta vez dispongo de veinte minutos para disfrutar en la terminal. El espacio temporal discurre en mi mente como el Airbus volando a Nueva York: desafiando los husos horarios.



Me bajo del taxi no sin antes comprobar que tengo las llaves y la cartera en el bolsillo: no sería la primera vez que el taxista me vocea advirtiéndome de mi olvido. Una vez que está todo en orden, el control de seguridad es mi siguiente objetivo.



Lo que sí he aprendido es a ir preparado. «Chico precavido vale por dos», que decía mi abuela, y en algo le tenía que hacer caso: nada de calzado complicado por si me lo hacen quitar; siempre un pantalón de felpa y una camiseta. No hay que esperar cola, así que en cinco minutos paso el control. Ahora sí, lo contrario a mi sino: tiempo para mí. Recojo los pocos objetos que dejé en la bandeja, levanto la mirada y compruebo mi vuelo en la pantalla de salidas.



La terminal 2 se encuentra en plena reforma desde la última vez que la recorrí para viajar a París, solo. Son varias las ciudades a las que debo volver para disfrutarlas sin más compañía que la de mis pensamientos y para dejarme llevar por lo que las emociones de mi estómago me digan. Será la mejor manera de desaprender para escribir mi propia historia, mis propias sensaciones. París cumplió con su cometido de abrazarme entre sus librerías de Montmartre y espero con ansias que Miami me quiera pintar de lo más kitsch en Ocean Drive, que el metro de Santiago me inunde de empujones camino a Bellavista, que Ámsterdam me traslade en bicicleta por Jordaan y que Ciudad de México me llene de sabores en Condesa. Tantos parajes donde quedaron recuerdos que no siento míos, tantos viajes que me transportan a instantes que no siento míos. Tantos aeropuertos por los que transité, tantos lugares en los que entonces creí disfrutar. Releyendo ahora esas historias, mis historias, me doy cuenta de que fui sin ser, estuve sin estar, me dejé llevar por todo lo que no debía. Esta vez he hecho un paréntesis en mi período de reencuentro conmigo mismo, en mis viajes solitarios. Esta vez pretendo volar hacia ti.



Han pasado ya varios meses desde nuestros encuentros primaverales, propiciados por mí casi en su totalidad. Cenas que demostraron mis dotes culinarias y en las que me pavoneé cual adolescente, noches divertidas gozando de nuestros cuerpos sin querer que acabaran, paseos románticos por esas callejuelas madrileñas en las que es fácil perderse y conversaciones descubriendo tu sensibilidad por los derechos de las minorías, aprendiendo el valor de la diversidad y revelándome tu amplio dominio de la lingüística y la oratoria, lo que me hacía sentir pequeño a tu lado y al mismo tiempo hacía crecer mis ganas de superación. Envidiaba, idolatraba y deseaba tu facilidad de palabra, esa que a mí me falta en algunas ocasiones y se agolpa disléxicamente en otras. El escaso tiempo que pasó desde nuestro primer —y casual— encuentro nocturno al momento en el que me deslumbraste fue un indicador de que, para mí, la diferencia de edad no tenía importancia. Ni siquiera el insignificante detalle de tu despedida de Madrid por cuestiones laborales hizo cambiar mi fascinación por ti.



En estos largos meses hemos mantenido, por supuesto, chats prácticamente diarios. No ha habido semana sin tus corazones en mi WhatsApp ni mis piropos en tu perfil de Instagram. Hemos comentado las interminables novedades políticas y la inserción en nuestras playlist de los temas de OT, mis viajes y tu mejoría laboral, mi próxima entrevista para una televisión latinoamericana y tus artículos sobre actualidad internacional en el periódico alemán en el que ahora trabajas, nuestros deseos físicos de volver a tenernos y mi insistente —a veces agobiante— búsqueda de esa posibilidad de vernos de nuevo.



Un Rioja siempre es una buena opción con la que presentarse en una casa como invitado, así que no lo dudo y elijo uno de mis favoritos en la tienda Duty Free, sabiendo que te va a encantar. Desayuno un rápido zumo de naranja con un mollete de jamón en la cafetería frente a mi puerta de embarque mientras espero el aviso y ojeo en Twitter las últimas noticias, por si el mundo ha cambiado en algo desde el anterior chequeo. Cuando por megafonía llaman a los pasajeros, el tono de sus conversaciones se eleva más de lo normal, se acercan innecesariamente unos a otros, forman algo parecido a una fila amontonada y sus movimientos se aturullan de forma evidente. Me uno al juego desorganizadamente organizado de niños gritando, novios besándose y ejecutivos esperando su turno como en una carnicería, pero con un aliciente mayor: tener alas durante dos horas.



Siempre elijo el asiento de ventanilla. El avión suele ejercer en mí un alto poder sedante, mayor que cualquier somnífero que haya probado. Incluso antes del despegue, ya disfruto de un quinto sueño y mi paseo por las nubes llega por anticipado. Lo que a unos les inquieta y les causa una fobia a tratar, a mí me produce paz, y la ventanilla me ayuda a no dar cabezazos mientras Morfeo me acoge en sus brazos.



Sin embargo, este viaje viene con una alteración previa, y mis deseos de soñar en manos del piloto se ven postergados por culpa de mi editora, que hace dos días me llamó para pedirme que terminase de una vez mi próxima novela. Así que mi objetivo es no caer en la tentación y mantenerme lúcido las dos horas de trayecto, dispuesto a que antes de desembarcar en tierras alemanas haya añadido varios párrafos al ya rocambolesco entuerto entre Eric y Dave; una historia que durante el último año ha removido mis entrañas por haber tejido las de mis personajes con partes de mí nunca antes descubiertas, posible motivo por el que el parón productivo está siendo realmente desesperante para Laura. Le entregué el último borrador en junio, antes de la muerte de mi padre, que durante sus últimos meses se empeñaba en hacerme ver la necesidad de encontrar mi camino, de dejar de agradar a quien no se lo merecía y de poner en su lugar a quien debía. Todo terriblemente lógico, desde luego, siempre y cuando no advirtiésemos que esa lógica comportaba implícitamente un proceso del que yo no vislumbraba ni siquiera la casilla de salida.



Se deshoja ya la última página del calendario mientras aún trato de hallar ese camino al que poder llamar mío. Los viajes sin memoria personal fueron parte del recorrido ajeno que mi padre me invitaba a poner fin. Sin reproches, sin acusaciones, sin torturarme por no conseguir ver mi yo, pero siempre firme en su intención de resaltar en mí lo que incluso a día de hoy no consigo encontrar.



Me pregunto si acaso no fue ese el motivo para trasladarme a la Rue Coysevox, durante unas semanas, después de que él se fuera para siempre de mi lado, e iniciar ese proceso poniendo el primer pie sobre la casilla de salida. Fue allí donde me topé con mi yo más invernal en un caluroso verano parisino y donde maldije cada fecha en la que tuve que tomar decisiones por mí mismo con mi mal acento francés —que me recordaba continuamente cómo antaño otros decidían por mí con más rapidez y elocuencia en la mayoría de situaciones—. Unas semanas en las que, al menos, la literatura me envolvió y recuperé el hábito de la lectura compulsiva. Algo que hizo que llegara al Charles de Gaulle con sobrepeso libresco pero sin el más mínimo atisbo de musa colándose en mis maletas. Ese bloqueo que la Ciudad de la Luz no salvó se afianzó a sus anchas en Madrid. Dos estaciones de sequía creativa sobre el rumbo al que se dirigían mis personajes, lo cual, como paradoja personal, no me valdría para escribir un capítulo, pero sí para una consulta con mi terapeuta, al que también tenía abandonado. Ni el verano ni el otoño hicieron efecto, ni París ni Madrid, ni mi travesía en soledad… así que la opción podría ser una combinación del invierno, Colonia y tú.



Ciento veinte minutos de torpes ideas conectándose con los episodios ya aprobados por Laura y su equipo. Ciento veinte minutos de teclear en mi iPad un número de palabras mayor del que hubiera imaginado cuando estaba en el Adolfo Suárez. Ciento veinte minutos solo interrumpidos por el ofrecimiento por parte de la azafata de una variedad de sándwiches que soy incapaz de rechazar. Rosbif con mostaza suena lo suficientemente apetitoso como para empezar a salivar, así que ese es, acompañado por un té frío de frutos rojos, el único inciso en mi regreso a mi olvidada labor como escritor. Aproximarnos a tierra desde el oasis nocturno supone comenzar a ver las estrellas en el suelo, miles de luciérnagas en forma de farolas, coches o edificios iluminados en medio del anochecer germano.



Feliz por el buen vuelo, el aprovechamiento de mis letras y las ganas de verte, sonrío para mí y, por lo visto, externalizo el gesto de manera inconsciente, porque la azafata me devuelve la sonrisa y el color de mi cara se asemeja al del té que ella misma me sirvió. Un rápido y silencioso aterrizaje y un acceso inmediato al aeropuerto sin necesidad de bus entre avión y terminal se suman al maravilloso hecho de no tener que esperar maletas facturadas: datos a añadir a mi ya apabullante satisfacción viajera. Por si fuera poco, al encender mi móvil tengo un mensaje tuyo esperándome:

 



—Estarás al llegar. Willkommen! Cuando entres en el aeropuerto, sigue el pasillo hasta el fondo, donde verás unas escaleras que te llevarán al tren. Ahí mismo compras el billete que debes validar antes de subir. Es muy fácil, al ladito de la máquina expendedora tienes la que valida los billetes. Yo salgo del periódico en breve, así que nos vemos en la catedral en media hora. ¡Tengo ganas de verte!



Y yo no dejo de sonreír, me resulta imposible.



Me sorprende el corto trayecto desde el aeropuerto al centro de la ciudad, unidos por tan solo cuatro paradas. Bajo en Dom/Köln Hbf y cruzo el centro comercial subterráneo que se conecta con Roncalliplatz y la magnificencia gótica de Colonia. No puedo evitar que se me erice la piel al sentir el poder negro de los ángulos que desafían el cielo, más negro aún. Cinco minutos dura mi primer anonadamiento arquitectónico hasta que lo sustituyo por el segundo, que tiene lugar cuando tú llegas. Tu pelo rubio alborotado, tus gafas que te hacen más interesante y tu abrigo grunge. Más de ciento cincuenta metros de altura ocultos y ensombrecidos por tu metro sesenta y cinco. Me saludas a lo lejos y yo me acerco hasta que nos abrazamos y nos besamos.



—Qué guapo estás. —Gráficamente, dos corazones salen de mis ojos.



—No seas mentiroso. Estoy agotado después de diez horas en la redacción. —Bajas la cabeza dejando caer un mechón sobre tu cara mientras parpadeas lentamente. Sabes jugar tus cartas de seducción. Es tarde, pero insistes en hacerme un mini tour nocturno. Aunque cargo con el trolley, me da absolutamente igual y ni siquiera siento el peso.



La absoluta consciencia de tu poder sobre mí resume estos días que pasamos juntos. Puedo describir cada uno de los pasos que dimos, pero me quedo con el paseo hasta la abarrotada Brüsseler Platz, tu empeño en visitar Ehrenfeld para dejarme boquiabierto con la historia de los piratas de Edelweiss o la cena en el restaurante ruso donde nos acariciábamos tímidamente las piernas por debajo de la mesa para acabar en tu apartamento saboreándonos sin reparo.



Esta ciudad me alumbró y deslumbró, pero más lo hicieron tus explicaciones históricas, tus besos en mi mejilla, tus demandas de crecimiento profesional en un medio que te ofrezca mejores perspectivas, tu categórico amor por el arte, tus modos suaves y sólidos al mismo tiempo… tú entero.



Las fotos desde lo alto de la catedral fueron las mejores de estos días y, de hecho, las que no he compartido en mis redes sociales. Guardo para mí aquellas en las que apareces bajando las estrechas e interminables escaleras de caracol; esas en las que juegas con las sombras de las rejas de la azotea donde sorteábamos a las decenas de turistas que nos estropeaban las poses seudonaturales que pretendías que yo adoptara.



Las noches sin aliento, en las que lamí cada rincón de tu cuerpo, en las que busqué tus gemidos, en las que cabalgabas salvajemente y yo te embestía, en las que buscabas mi lengua y yo te mordía los labios, en las que las sábanas ardían.



La vuelta en tren, ya sin ti, me muestra ese tono gris, beige y rojizo tan alemán. Me despido poco a poco de Nordrhein-Westfalen, porque de ti hace ya media hora que me he despedido con una promesa que ambos sabemos que no tiene una fecha precisa. Aunque en el vuelo de regreso tengo la misma selección de sándwiches, he aprendido que no debo repetir lo que ya salió bien para intentar igualarlo, así que opto por pedir un dónut que me endulce el trayecto. Sin darme cuenta, he caído en mi propia trampa, ya que la felicidad del viaje de ida contenía una armonía que no se puede dar de la misma forma, por lo que mi adorada y azucarada bollería industrial no consigue competir con el dulce vuelo hacia Alemania. Hago repaso de lo ya escrito hace días y me parece que en realidad no desmerece en nada a cualquiera de mis novelas ya publicadas: no muevo ni una coma de la primera versión, aunque aprovecho para añadir algunas líneas más. Mi tono menos entusiasta da un giro al comportamiento de Dave, posiblemente inesperado para algunos lectores y barruntado por otros, pero que determinará un nuevo itinerario en la novela; espero que Laura lo apruebe, porque de ello depende el final.



El aterrizaje, esta vez en Madrid, vuelve a se

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