Read the book: «El ritmo perdido», page 7

Font:

El demonio majurí

Para intentar ver algo más claro en esa zona oscura de nuestra historia, comencemos por releer las páginas de Julián Ribera acerca de la influencia de la música árabe en España.1 Después de seguir en el Cancionero Musical de Palacio la sugestiva pista de la canción «Las tres morillas», cuyo rastro se remonta hasta los tiempos de Harún al-Rashid, Ribera se volvió hacia la obra emblemática de Alfonso X el Sabio, poeta en lengua gallego-portuguesa que quiso rescatar los saberes preservados en lengua árabe o hebrea e incorporar a su poesía el conocimiento de la música andalusí, con la que tuvo contacto en sus viajes juveniles por territorios recién conquistados. En las Cantigas de Santa María del Rey Sabio, Ribera creyó percibir, encubierto bajo la precaria notación litúrgica medieval, el hechizo musical arabizante que durante siglos recorrió la Península hasta alcanzar la cortes de amor de Provenza. Seducido por el atractivo de una verdad histórica compleja, a la que la sociedad española prefería dar la espalda, Ribera se situó en el umbral del escándalo intelectual. Sus revelaciones provocaron reacciones adversas por parte de los musicólogos que no querían considerar sino la liturgia cantada en latín, y también por parte de los arabistas que entendían poco de música y se aferraban a sus argumentos filológicos. Pese a toda oposición, Ribera puso en evidencia algunas verdades incómodas: la música de los árabes había proporcionado hilo para bordar con arte profano el manto de la fe cristiana. Las élites de la cultura española debían ampliar su horizonte de conocimientos, si no querían falsear su propia historia. Puesto que su objeto compartido era la poesía cantada, la musicología y la filología debían aspirar a un modelo común que aunase sensibilidad y rigor. La ciencia española sólo avanzaría por caminos propios recobrando el espíritu de cooperación entre disciplinas, lenguas y culturas, del que Alfonso x fue el mentor más señalado. Ribera no era musicólogo, aunque se las arreglaba con el piano, y tuvo que completar su formación conforme fue necesitando entender el alcance de lo que iba descubriendo e imaginando. A veces su terminología resulta ambigua, sus razones algo ilusas, coloreadas de un particularismo visceral muy parecido al que obnubilaba a sus detractores. Mas, como bien señaló Emilio García Gómez, su intuición le permitió adentrarse en terrenos inseguros y salir de ellos con una idea fértil, cuando no con un aviso profético.

Galán acusa a Ribera de forzar en su lectura de las partituras de las Cantigas el hallazgo de lo que busca: no sólo una prueba del contagio musical entre religiones enemigas, sino el antecedente preciso de la habanera y de los modernos ritmos sincopados. Con objeto de proteger la originalidad del mestizaje musical afrohispano que aconteció principalmente en Cuba, Galán aduce con razón que la polirritmia está más acentuada entre africanos que entre árabes.2 Ribera defendió otra genealogía de los ritmos que se hicieron populares en la España medieval, y que pasaron después a las Américas, con argumentos interesantes, si bien a veces algo embrollados: «Yo creo que la preferencia que algunos países americanos han mostrado por lo que modernamente se ha llamado habanera no es porque ésta derive de negros ni de indios. Precisamente es un ritmo difícil, que supone instrucción musical muy adelantada, de un género expresivo que en Persia, en el siglo ix, se llamó majurí, propio de tabernas y casas de prostitución. El género aparece ya en España en el siglo xiii, continúa en el xvi y llega al xix. Se popularizó en América. Y presumo que fue por una cualidad que desde sus orígenes conserva: el ser liviano, muelle, lascivo; fomentado allá por la extrema libertad de relaciones sexuales de los conquistadores o emigrantes con el pueblo indio, lejos del ambiente más decoroso de la Península».3 Resulta confuso apartar en un solo renglón el posible origen «negro o indio» de la habanera: hoy conocemos la evolución de la música cubana y sabemos que el elemento indígena no tuvo ocasión de aportar mucho, porque los indios taínos fueron rápidamente exterminados por sus conquistadores. La negritud y el mestizaje –entre blancos y negros, no con indios– desempeñaron sin embargo un papel prioritario, su influjo creciente se proyectó desde Cuba sobre España y Norteamérica desde finales del xviii. España ha tardado casi dos siglos en reconocerlo, cual si operase entre nosotros un tabú al que el propio Ribera no fue ajeno. En su época llegaban quizá a España ecos del nacionalismo indigenista cubano que Fernando Ortiz denunció como absurda fantasía.4 Tampoco resulta del todo clara la designación del majurí de origen persa como «ritmo difícil» y a la vez «propio de tabernas y burdeles». Pero comprenderemos mejor lo que quiso decir Ribera cuando consideremos su idea de que la música popular no tiene por qué carecer de elaboración artística. No se puede describir, por otra parte, el ambiente musical de la Península como «más decoroso» que el de Indias sin añadir que, desde la antigüedad y durante muchos siglos, los bailes populares hispanos –el contoneo de las puellae gaditanae, la zambra morisca, la zarabanda y sus derivaciones– fueron de signo más bien poco decoroso, pese a las continuas recriminaciones de moralistas y clérigos. Hemos de matizar estas cuestiones paso a paso, sin dejarnos amilanar por su complejidad. Desde nuestro punto de vista, se trata menos de reclamar la parte de tango que nos toca que de reconocer las diversas fronteras de contagio rítmico, para reírnos acaso de la locura que nos divide. No es necesario creer a pies juntillas la entusiasta afirmación de Ribera: «dominará el mundo en materia musical aquel que siga las tradiciones marcadas por el arte de las Cantigas».5 Pero conviene considerar con cautela sus razones e intentar medir el calado de sus propósitos.

Aun siendo originariamente reacios a los refinamientos superfluos del arte musical, los árabes desarrollaron una poderosa sensibilidad para el canto a partir de la primitiva melopea de los beduinos, adecuada a la marcha del camello en caravana. La ortodoxia religiosa no impidió que, en La Meca y en Medina, los señores del islam procurasen la compañía de las qiyân (plural de qayna), esclavas cantoras cuyo arte vocal era tan apreciado como la belleza física o la cultura literaria. Educados en el regazo de la esclavitud refinada, los cantores del periodo omeya (660-750) adaptaron tradiciones de tierras conquistadas para dar forma al arte del ghinâ’, el canto árabe clásico cuyos ritmos, ceñidos a las sílabas de los versos tradicionales más preciados, vinieron a renovar la vieja y monótona qasîda preislámica. Los califas abasíes de Bagdad protegieron después oficialmente el ejercicio de la música, lo convirtieron en ceremonia cortesana, exaltaron sus formas hasta el amaneramiento. Ibrahim al-Mawsilî (743-806) y su hijo Ishâc (767-850) representan el periodo culminante durante el cual las innovaciones musicales se mantuvieron en equilibrio con el respeto a la tradición.6

Cuando ya la herencia clásica oriental había iniciado su decadencia, en al-Andalus se transforma y cobra nuevo impulso. Ziryâb (789-852), esclavo liberto de origen persa, maestro del laúd, huyendo de Bagdad y de la envidia de Ishâc al-Mawsilî, es recibido con generosidad en la corte cordobesa del califa Abderramán ii. Su influencia perdurará a lo largo de los siglos como rector del arte culto de la nûba. A su lado es preciso considerar la evolución en al-Andalus de un canto popular que dará lugar a nuevas formas estróficas. El filósofo y músico de Zaragoza Ibn Bâdja (Avempace, 1070-1138) es considerado forjador del encuentro entre el repertorio árabe y la tradición del canto cristiano, e incluso creador del zéjel.7 Cambiando de manos entre artistas cultos y populares, fundiendo formas de varias culturas en contacto, la música andalusí se extiende por la mayor parte de la Península, su prestigio retorna hacia Oriente a través del Magreb, penetra los reinos cristianos y viaja más allá de los Pirineos. La música debió de acompañar, según argumenta Ribera, a las nuevas formas de versificación durante el proceso de fijación de nuestra lengua. Al final de algunas moaxajas del siglo xi aparecen las jarchas en romance, del zéjel moro surge el villancico de la tradición popular castellana. Ambas formas líricas fueron cantadas y acompañadas con instrumentos. Pero ¿en qué consistió ese ritmo majurí cuya presencia en la España medieval reconoce Galán, junto con su parentesco afrocubano? Según la interpretación que hace Ribera de los géneros rítmicos árabes tradicionales,8 coincide prácticamente con el ritmo de danza cubana o habanera escrito más arriba:


La única diferencia es el silencio de semicorchea, en lugar del puntillo.9 En ausencia de notación árabe precisa, la que emplea Ribera, a partir de la fuente textual que cita, genera no pocas dudas: el llamado majurí «es ritmo compuesto de dos pulsaciones ligeras y luego una pesada, así: tan tan tanna, tan tan tanna».q Si por «pulsaciones ligeras» entendemos dos corcheas y por «pesada» una negra, el ritmo resultante sugiere más bien el siguiente compás de dos por cuatro, que interpretado rígidamente parecería una sardana y con alguna variación recordaría a los tangos flamencos:


Quizá estemos ante una pista correcta, ya que sabemos que los tangos flamencos derivan de la habanera. Pero ¿de dónde sacó Ribera su interpretación del majurí como antecedente de ambos? Decididamente el misterio rodea a nuestro «motivo obsesionante». Según la mayor parte de los especialistas, los ritmos clásicos árabes estuvieron condicionados por la prosodia del verso, a la que desde la antigüedad se mantienen muy ligados, pero también hay voces que proclaman lo contrario, es decir, un origen propiamente musical del metro poético. El monumental Libro de las canciones (Kitab al-Aghâni) de Abû al-Faraj al-Isfahânî, del que provienen la mayor parte de las leyendas sobre la poesía árabe cantada antes del siglo x, nos cuenta que tanto Ibrahim al-Mawsilî como su hijo Ishâc profesaban la opinión de que el canto precede a la prosodia.w Entre el canto, el acompañamiento rítmico y el verso se producen –a nuestro parecer– interacciones constantes, de modo que la variación de uno de ellos provoca consecuencias derivadas en los otros. El debate señala no obstante la confluencia de tradiciones diversas en el islam. El verso meramente recitado o salmodiado predominó en las tribus del desierto, mientras el canto elaborado se desarrolló en medios urbanos favorables a acoger otras influencias. Ribera sitúa la cuestión en la perspectiva correcta, poniendo el acento en un hecho particularmente significativo: la creación del canto clásico musulmán es obra de poetas árabes y músicos extranjeros.e Ya hemos visto que el influjo persa modificó el canto árabe tradicional, dotándolo probablemente de una mayor ligereza. El término «majurí» podría derivar del persa «mâjûr», que significa burdel, por lo que nuestro ritmo, en efecto, parece tener que ver con el meneo y el toque populares, antes que con monótonos versos heroicos.r De Persia a Nueva Orleans, pasando por al-Andalus y Cuba, la célula del tango africano habría vuelto a frecuentar obstinadamente antros poco recomendables.

La clasificación más antigua de los ritmos árabes tradicionales es la del filósofo iraquí al-Kindî (801-873), quien describe el majurí como ritmo de tres notas, dos más o menos cortas y una larga, o bien de tres notas cortas seguidas de un silencio, dependiendo de la interpretación de los diversos autores. t La impresión de universo en expansión que uno experimenta al aproximarse a la música árabe se manifiesta ya en las reducidas proporciones de un compás. Tiene que ver con una tradición que se extiende por muchas tierras y que no ha dejado de ser fundamentalmente oral hasta nuestros días. En ella la teoría y la práctica diversifican sin cesar sus caminos. La práctica rige, no obstante, hasta el punto de que los teóricos, tanto antiguos como modernos, se ven obligados a reconocer la existencia de un sistema rítmico abierto, continuamente variable, junto a otro sistema de géneros y patrones fijos consagrado como clásico. El contraste con la música europea es llamativo en muchos aspectos. No es que falte en la música árabe la capacidad de regularizar y hacer entrar en un sistema las proporciones rítmicas, muy al contrario, sus teóricos tempranos se distinguen por la lucidez con que racionalizan el tiempo primario e intentan describir –con ayuda de una notación precaria– los ritmos fundamentales, aplicando la lógica heredada de los griegos a un terreno que éstos dejaron de lado para centrarse en los problemas de armonía. Los teóricos árabes llevaron a cabo una reflexión original en este sentido, pero la cosa se complica cuando intentan hacer referencia a las múltiples transformaciones que los ritmos adoptan en la práctica. Los músicos del islam se complacen no tanto en sujetarse a la reiteración de unos pocos patrones, sino en yuxtaponerlos creando secuencias periódicas a veces muy extensas, memorizadas con ayuda de frases onomatopéyicas. Se trata de ritmos aditivos cuyo uso se extiende desde el continente africano hasta la India.y Dentro de esa tradición en la que priman los mecanismos de la oralidad, algunos ritmos básicos son reconocidos como patrimonio de los árabes, entre ellos el majurí, pero su definición se escurre como pez vivo de las manos de un autor a otro, e incluso de una página a otra del mismo autor.

Ribera tuvo alguna noticia del Gran libro de la música de al-Fârâbî (872-950), generalmente reconocido como la fuente más importante de la tradición musical musulmana.u Fue traducido al francés y publicado por el barón D’Erlanger entre 1930 y 1935.i En su ensayo de racionalización y clasificación de los ritmos, al-Fârâbî emplea dos procedimientos diferentes. En el libro I parte de la necesidad de definir la unidad de medida, «tiempo primario» o krónos prôton de los helenos: es «el tiempo más corto que pueda separar el ataque de dos notas musicales, cuya duración es tal que una tercera nota no podría ser introducida entre ellas». Y luego añade: «Generalmente el tiempo más largo que se deja entre dos notas [...] equivale a cuatro veces la duración de ese tiempo».o El tiempo primario podría corresponder a la semicorchea y el tiempo más largo entre dos notas a las cuatro semicorcheas de una negra, que es la referencia de base en nuestro sistema de escritura musical, a partir de la cual se calculan múltiplos o subdivisiones.

Siguiendo este esquema que define la duración de la nota más corta como la cuarta parte de la nota larga más frecuente (o de la nota seguida de un silencio), al-Fârâbî clasifica los ritmos según sean iguales o desiguales los tiempos que separan sus pulsaciones.p Cuando los tiempos entre ellas son iguales se produce un ritmo regular cuya definición no tiene –desde el punto de vista de al-Fârâbî– mucho misterio, porque solamente intervienen en él la unidad de medida y sus múltiplos. Lo que tienta al teórico árabe es el reto de explicar racionalmente los valores de duración variable que los músicos interpretan siguiendo cuentas aditivas a menudo implícitas, expresar con palabras los números de los ritmos complejos. Cuando los tiempos entre las pulsaciones son desiguales, los ritmos pueden ser «desiguales conjuntos» o «desiguales disjuntos». La explicación de al-Fârâbî se oscurece a partir de aquí, pero una lectura atenta nos permitirá aclarar que son «desiguales conjuntos» los ritmos que repiten un patrón compuesto por pulsaciones de distinto valor temporal, la última de las cuales no supera el valor de la pulsación más larga, de modo que la secuencia produce una sensación de reiteración insistente. Y son «desiguales disjuntos» aquellos cuya pulsación «separante» dura más que las otras, haciendo alternar sensaciones de tensión y de relajamiento. Se llama «majurí»a al ritmo «desigual disjunto» más básico, de tres pulsaciones. Cuando entre las dos primeras no cabe otra y cabe una sola entre la segunda y la tercera, se trata del «majurí ligero». Cuando entre la dos primeras cabe una pulsación y dos entre la segunda y la tercera, el ritmo resultante es «majurí pesado». Como a partir de ahí, si hay más espacio entre las pulsaciones, ya no se aplica el nombre de majurí, parece que se trata de un ritmo ligero, independientemente de la denominación. Para acabar de interpretarlo surgen inconvenientes, no obstante, en relación con la duración de la última nota o del espacio «separante». Al-Fârâbî precisa que ha de superar en un tiempo primario el valor de la nota más larga, con objeto de hacer distinto el patrón.s Este criterio resulta claro solamente en el caso del majurí ligero, que según se deriva de lo dicho consiste en un ritmo de seis unidades básicas y recuerda a un tanguillo flamenco:


Comprobamos, en efecto, que entre la primera y la segunda nota no cabe otra; que entre la segunda y la tercera cabe un solo tiempo primario, y que la nota final «separante» –o la suma de nota y silencio– tiene un valor superior al de cada una de las notas precedentes. Al-Fârâbî se las arregla en este caso con palabras, sin ayuda de notación musical, para describir un ritmo que suena natural. La segunda clase de majurí, sin embargo, siguiendo el texto al pie de la letra, consistiría en un ritmo asimétrico, de nueve tiempos, que resulta entrecortado y permite poca desenvoltura. No es que la rítmica de los árabes se prive de ese tipo de ritmos, pero ¿es compatible esta interpretación con la noción de un ritmo «orgiástico», proveniente tal vez de los burdeles, que según el propio al-Fârâbî está entre los más usados? ¿Resulta suficientemente precisa la definición de los ritmos disjuntos como grupos de valores desiguales separados por un valor superior? Intentemos buscar más claridad en otro pasaje, cuidando no forzar la lectura por tratar de arrimar el ascua a nuestra sardina.

En el libro iii de su tratado, al-Fârâbî siente la necesidad de ensayar «un procedimiento distinto del que nos ha servido cuando hemos tratado del ritmo de una forma general».d Es consciente de que ha intentado hacer un abordaje teórico del problema que debe ser corregido con criterios más prácticos, con auxilio de una notación cercana al pulso musical. Parte ahora de la definición de un «ritmo fundamental» de cuatro tiempos, «cuyas pulsaciones están separadas por el tiempo rítmico más largo». Se trata de un marco de referencia numérico suficientemente amplio como para contener todos los ritmos, compuesto de cuatro periodos divisibles en otros más pequeños. Situándose en el polo opuesto del método usado por los tratadistas griegos, que parten de la unidad de duración mínima, al-Fârâbî busca ahora apoyo en la tradición prosódica de los árabes, se aproxima a la longitud del verso, quiere determinar su relación con las pulsaciones rítmicas. Cada uno de los cuatro periodos largos del «ritmo fundamental» queda definido en términos de cantidad silábica: «Por término medio, y según el uso común, la duración más larga de una nota adaptable a un ritmo equivale a la articulación de ocho sílabas ligeras [...] cada una de las cuales ocupa el lugar de una pulsación seguida de una corta pausa».f D’Erlanger confirma en otro lugar que la pulsación más larga que preserva carácter rítmico, según este pasaje de al-Fârâbî, equivale a una redonda subdividida en ocho corcheas.g Cada sílaba «ligera» ocupa una corchea o una semicorchea y un silencio. El «ritmo fundamental» se puede acortar, dando lugar a las variantes de los ritmos «conjuntos», hasta llegar a un patrón básico que el filósofo representa así:

o . o . o . o .

tan tan tan tan

Son cuatro pulsaciones con valor de corchea, o cuatro semicorcheas y cuatro silencios alternos de igual duración, que equivalen a un compás de 2/4. Es el más pequeño de los ritmos «conjuntos» cuyas percusiones pueden ir seguidas de pausas, una referencia adecuada para nuestros propósitos comparativos, puesto que coincide con la cuenta del tango africano, según nos ha enseñado Galán. No desmayes, lector, en medio de la sequedad aparente de estas fórmulas. Resiste como un nuevo Lawrence de Arabia al que aguardase la visión de horizontes inusitados, el baño reparador de una umbría fuente oculta entre los riscos. Que si ahora te adormece la terminología rítmica, luego despertarás acaso volando hacia las estrellas. Combate todo asomo de cansancio recordando el preciado objeto de nuestra búsqueda: el misterioso ritmo majurí que los árabes hicieron popular en nuestra tierra. Observemos que esta vez el filósofo iraquí ha comenzado por definir los ritmos «conjuntos», patrones simples de pulsaciones regulares más o menos espaciadas. Pero enseguida nos avisa de que estos ritmos no tienen encanto alguno: la práctica los transforma insertando «disjunciones que los vuelven más brillantes y más agradables», que proporcionan «más nobleza y belleza» a la melodía, en tanto la regularidad de los ritmos conjuntos provoca en el alma «una suerte de fatiga».h

El propósito de al-Fârâbî es, repitámoslo, dar con un esquema racional que permita acercarse cuanto sea posible a los ritmos «tal como son conocidos por los hábiles practicantes árabes y tal como han sido descritos por los maestros más escrupulosos».j La construcción de los ritmos irregulares o «disjuntos» se explica ahora como amalgama de diversos ritmos conjuntos. Uno de ellos puede repetirse como periodo fijo y otro –u otros– aparecer como variante sucesiva. Tras cada pulsación puede haber una pausa de valor igual o proporcionado, pero también tiene en cuenta al-Fârâbî la «moción» acelerada o retardada de la mano entre las cuerdas del laúd. Heredero del pensamiento clásico griego, al-Fârâbî busca por una parte la luz distinta de la medida temporal, mientras por otra se aproxima a los umbrales que comprometen la teoría con la práctica, dualidad que es quizá la característica más general de la música árabe.k

Con un espíritu menos helenizante que en el primer libro, los ritmos tradicionales son descritos y anotados en el tercero unas veces de forma precisa, otras muy vagamente, haciendo alusión alternativamente al esquema lógico o a las posibles variantes de cada ritmo. Así el ritmo «pesado» (taquil) es definido como aquel en que se alargan los tiempos que separan las percusiones, ya sea por pausas, por retardar el movimiento de la mano o por ambas cosas a la vez. La longitud de la pulsación puede quedar indecisa entre el silencio de valor proporcional y una variación expresiva, irracional, no necesariamente cuantificable, establecida por la costumbre. El ritmo «ligero» (khafif) es definido, en correspondencia, por un acortamiento de la duración de las pausas, por una aceleración del movimiento de la mano, o por los dos. Nuestro dulce pensador oriental, cada vez que señala un marco para la observación, abre nuevos caminos tanto hacia la luz como hacia la sombra. En cada párrafo afirma la primacía de la variación continua, sirviéndose de patrones definidos para explicar sus posibles combinaciones en una extensa composición modular.

En este contexto, al-Fârâbî define el ritmo majurí inicialmente igual que sus antecesores: «formado por dos percusiones ligeras seguidas de otra pesada»,l y lo escribe de esta suerte, repitiendo tres patrones seguidos:

o o o . o o o . o o o .

tatan tan tatan tan tatan tan

Si cada círculo representa la percusión habitualmente más corta y cada punto añade igual duración, el majurí asoma aquí como un ritmo de dos semicorcheas y una corchea, una especie de tango flamenco acelerado. Al representar el majurí ligero del libro i con esta ingenua y seductora notación, comprobamos a simple vista que se trata de un ritmo distinto:

o o . o . . o o . o . .

tatan tanna tatan tanna

Es hora ya de aceptar que no podremos presumir de haber dado con la llave única del misterio. Lo único que sabemos seguro es que el majurí consiste en dos notas cortas seguidas de una larga y que hay más de un género de majurí. No sólo uno ligero y otro pesado o lento, ambos con valores progresivamente más largos y con subdivisión ternaria, según los define al-Fârâbî en el primer libro de su tratado, sino también otro más sencillo, binario, en el que las dos primeras notas duran igual y la siguiente el doble, como se muestra en el tercer libro y hemos visto aparecer también en otros autores. Una interpretación del majurí se asemeja a los tanguillos y otra a los tangos flamencos. En España se preservan ritmos que guardan correspondencia con una u otra forma de majurí y son considerados como pertenecientes a la misma familia rítmica. El hecho de que un ritmo ternario y otro binario compartan la denominación de majurí hace pensar en una familiaridad semejante y nos lleva a considerar la posibilidad de una dualidad polirrítmica latente, como la que los tanguillos practican de manera explícita. Ninguna interpretación teórica del ritmo puede suplantar la experiencia musical directa. Sin embargo, para intentar reconstruir verazmente largos periodos de nuestro pasado musical no tenemos más que lo que dicen algunos libros, escritos en una lengua difícil de interpretar hasta para sus propios hablantes, que sólo dispone de un precario sistema de notación musical. Estas limitaciones dan lugar a confusiones frecuentes, por lo que se deduce de la lectura de autores antiguos y modernos. Acerca del origen del majurí, al-Fârâbî añade en el libro iii que «deriva del aligeramiento del taquil segundo», el cual se escribe así:

o . . o . . . . o . . . . . . .

tan tan tan

Es un patrón de dieciséis tiempos en el que las tres notas están separadas por espacios progresivamente más largos. Reconocemos el valor de la corchea inicial con puntillo que caracteriza al tango africano y a la habanera. Las dos primeras pulsaciones coinciden con las de la clave cubana. Podríamos realizar otras aproximaciones jugando a seguir las variaciones posibles, que al-Fârâbî precisa o deja a la imaginación del lector. Algunas consisten en insertar una pulsación en medio, o en añadir una pulsación y una pausa al final de un periodo. Si insertamos una pulsación y una pausa en medio del majurí ligero del libro i, obtenemos, al repetirlo, el mismo majurí que escribía Ribera como equivalente al patrón de habanera:

o o . [o .] o . . / o o . [o .] o . .

ta tan [tan] tanna ta tan [tan] tanna

Este patrón se aproxima por otra parte al majurí pesado que al-Fârâbî define como ritmo de nueve semicorcheas en el libro i (si empezamos a contar a partir de la nota insertada), pero tiene un tiempo menos. Al-Fârâbî nos acaba de decir en el libro iii que el majurí proviene del «taquil segundo», un patrón de dieciséis tiempos cuyo «aligeramiento» más inmediato consistiría en reducir sus valores a la mitad, proporcionando un patrón de ocho tiempos. Tan sólo hemos de suprimir un tiempo en la nota final de majurí pesado del libro I, dejándonos llevar por la pregnancia del grupo de ocho notas que sirve de marco de referencia habitual, para que ambas definiciones coincidan en un molde rítmico en el que cabe la habanera. Eso equivale a considerar que la segunda corchea con puntillo es suficientemente «separante» en relación con la corchea del compás siguiente, aunque su valor no sea superior, sino igual al de la percusión más larga anterior, a saber:

o . o . . o . .


¿Es éste el rostro oculto del majurí más lento, una vez liberado de una definición genérica algo incómoda? El tango africano aparecería al sustituir la última corchea con puntillo por el grupo sincopado semicorchea-corchea. ¿Nos atreveremos a corregir la definición del ritmo disjunto de al-Fârâbî, argumentando que la nota «separante» puede ser igual a la más larga del compás, siempre y cuando sea más larga que la que inicia el patrón de nuevo? ¿Son éstas o parecidas las «peripecias» que según Galán hizo Ribera para revelar el ritmo de habanera en las Cantigas de Alfonso x el Sabio?/ Hemos comprobado que podría derivar de cualquiera de las dos versiones del majurí que proporciona al-Fârâbî, si introducimos en ellas variaciones que son habituales en la práctica del ritmo. El testimonio de Avicena confirma un siglo después que la nota «separante» al final del patrón no tiene por qué ser más larga que las anteriores. Y añade una variante interesante a la saga del majurí. El filósofo persa lo definió como un compás de cinco tiempos:

o o . o . / o o . o .

Tendremos ocasión de ver que esta modalidad de ritmo impar se extendió desde al-Andalus hacia los reinos cristianos de la Península. Si le añadimos los tres tiempos de una corchea con puntillo, volvemos al patrón de habanera. Estamos siempre a un paso de las transformaciones que nos interesan. Al tratar de los ritmos compuestos, Avicena presenta el patrón del majurí en amalgama con un patrón de siete tiempos que sólo se diferencia de la habanera en el valor más corto de la última nota. La adición de los dos patrones proporciona doce unidades básicas en una secuencia compatible con el patrón de referencia más extendido en el África negra:z

o o . o . o o . o . o .

Pero el Gran libro de la música de al-Fârâbî aún guarda información valiosa acerca del majurí: el libro iii acaba sus consideraciones sobre los ritmos árabes afirmando que todos admiten ser aligerados o acelerados «a excepción del majurí», dándoles el movimiento «de la primera de sus dos medidas», o sea, tocando un par de notas iniciales que aligeran el ritmo. «Este género de aceleración es llamado tamhir.» x ¿No suena ya familiar el término? Unas páginas atrás se nos ha dicho que tamhir se aplica a los ritmos «si las mociones no son lo más rápidas posibles [...] y tienen la andadura de un barco que surca el agua».c Se trata por tanto de un ritmo ligero, pero cadencioso. ¿No resulta de lo más sorprendente la equivalencia polisémica con el francés «tanguer», balanceo de barcos y caderas? ¿Estamos ante una tercera vía etimológica para el tango? ¿Coincidente con la indoeuropea, con la africana? ¿Mediadora entre ambas? ¿Por azar onomatopéyico del tambor, del tañer universal, por influencia histórica o prehistórica de una civilización sobre otra? Certeza no obtendremos, pero cercanías tentadoras, como para volvernos locos. Parece que cierto grado de indeterminación es consustancial con nuestra célula rítmica, con nuestro eslabón perdido. Lo más «tangible» no puede ser definido. Justo lo que necesitábamos para ensoñar como beduinos, para danzar como negros. El ritmo de la liviandad, de la promiscuidad, de la contaminación interétnica, de la aceleración, del trance. O quizá algo más: del misterio, del hechizo, del don secreto, del duende. Eso quiso hacernos creer, al menos, el legendario Ibrahim al-Mawsilî, de quien se dice que fue salteador de caminos antes que músico de palacio, cuya afición al vino le valió más de un encierro, lo cual no le impidió convertirse, gracias a su arte, en favorito del califa Harún al-Rashid. He aquí su propio relato, que llegó al fabuloso Libro de las canciones «después de pasar por tres testigos»: durante el día libre semanal que Ibrahim había pedido al califa para descansar de sus funciones, un intruso aparece en su demora privada vestido de jeque y le insta a que cante para él. Tras la comprensible cólera inicial, el gran músico accede y, después de dejar al intruso maravillado, le propone con ironía que tome si quiere el laúd y cante a su vez. Sortilegio inaudito, Ibrahim cree perder la razón ante la hermosura de lo que escucha. Habla el intruso: «– Oh Ibrahim, este canto es del modo majurí, apréndelo bien, propóntelo en tu canto, enséñalo a tus muchachas.

The free excerpt has ended.