Read the book: «Mal adentro»

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“La fatalidad nos vuelve invisibles”, anotó el abogado que revisó el expediente de Santiago Nasar, en Crónica de una muerte anunciada de García Márquez. También puede hacernos visibles. En Mal adentro, el condenado, en su encierro, revisa, escarba en su memoria, maldice su suerte, llora, patalea, se consuela, se conforma.

Cuando recobra su libertad, es otro el que vuelve. Más cauto, menos ingenuo. Comprende que las vicisitudes viajan en el mismo compartimiento de un tren que nos conduce a ninguna parte. En lugar de seguir llorando y pataleando, sabe que existe una forma de reírse y de acabar de comprender su tragedia: la escritura.

Leer este texto Mal adentro de Roberto Sanabria, es adentrarse en la psique de un ser bueno, a quien la cárcel, en lugar de malearlo como es frecuente, le ofrece la oportunidad de aprender más del ser humano, de los delincuentes, de las afinidades que surgen en el encierro, de sentirse útil en un ambiente maleado por las relaciones entre los internos y los guardias. Aprende a aceptar la vida como llega pero no cesa en su intento de intervenir en su acontecer. Lo más importante, descubre que la palabra es una de las pocas y efectivas formas de liberación para el mal que llevamos dentro.


Título original: Mal adentro - Entre columnas y montañas

Dirección editorial: Jaime Fernández Molano

Coordinación: Orlando Peña Rodriguez

Asistente de producción: Santiago Molina, Esmeralda Rodríguez

Diseño y diagramación: Diego Torres

Diseño de portada: Diego Torres, Luis Miguel Ortiz

Fotografía de portada: Diego Torres

Fotografía del autor: Constantino Castelblanco

Colección: Nuevas voces

Primera edición: abril de 2014

© Roberto Sanabria García

© Para la presente edición:

Corporación Cultural Entreletras

Villavicencio, Meta, Colombia S.A.

entreletras2@gmail.com

310 3334801 - (8) 662 1091

ISBN: 978-958-58407-1-3

Hecho el depósito legal

Se prohíbe la reproducción parcial o total de este libro por cualquier medio posible sin la autorización expresa escrita del autor y del editor.

Preprensa digital, diseño e impresión:

Entreletras

Al Cinep, sus directivas y compañeros de trabajo,

por todo su apoyo en los momentos difíciles.

Los llevo en mi corazón.

A Ligia, mi madre, por su lealtad eterna.

A Francisco. Su inocencia y sonrisa fueron

mi fortaleza durante la prueba.

A Jerónimo, loquillo fantástico.

A todos los que me visitaron.

Proemio

En junio de 1990 fui seleccionado para trabajar en el Banco Bogotá, de la avenida 19, con carrera séptima, en pleno centro de Bogotá, luego unas pruebas y una entrevista. Tenía 20 años y estaba feliz. Mi primer trabajo formal, un contrato laboral y todos los beneficios de ley. Cursaba cuarto semestre de Administración de Empresas en la Universidad Externado de Colombia. Me había cambiado a la jornada nocturna, para buscar trabajo, pues el apoyo de mi casa se había, prácticamente, acabado.

Ingresé como “palomero”, es decir, mensajero de la oficina, encargado de llevar y traer papeles, cheques, títulos valores, cartas, correspondencia, además de otros asuntos de la oficina y de otras entidades con las cuales el banco tenía algún negocio en marcha o por iniciar. La actividad era intensa, empezaba a las 8:00 a.m., y solo tomaba un descanso cuando entraba al baño o a la hora del almuerzo. Debí responder a la academia: lecturas, trabajos, ejercicios de costos, de presupuesto, de investigación de operaciones. Aprovechaba cualquier oportunidad para repasar, estudiar: una fila en un banco, un trayecto en un autobús, una espera en una entidad. Aprendí a caminar y leer al tiempo, sin chocar con otros en medio del tráfico y el bullicio de la ciudad.

También, apoyar el canje del día, actividad que iniciaba sobre las 4:00 p.m. y se prolongaba hasta las 6:00 p.m., dos horas de intensidad y movimiento de toda la oficina, preparando el cierre del día. El canje consistía en clasificar, según el banco al que pertenecieran, los cheques consignados durante el día, contarlos, microfilmarlos, amarrarlos con cauchos y llenar una planilla con las cantidades de cheques por banco; pasar el paquete al cajero principal, que los sumaba junto a las consignaciones en efectivo, llenaba otra planilla y finalmente empacaba el movimiento del día (cheques, consignaciones, retiros, transacciones con tarjetas de crédito) en una tula que amarraba con una pequeña cadena y aseguraba con candado. Ese era el canje de la oficina.

Luego había que esperar el camión de la transportadora de valores, que llegaba entre las 6:00 y las 6:10 p.m. a recogerlo, lo que explica el intenso movimiento de las horas previas. Si el canje no estaba listo, o si por alguna razón el camión no pasaba, tenía que salir corriendo con la tula del canje en la mano y llevarla hasta la calle 32 con carrera séptima (unas 13 cuadras), al centro de operaciones del Banco de la República, entidad encargada de procesar los canjes de todos los bancos.

Luego del trabajo volaba para la universidad, en la carrera 1 Este con calle 12, en el barrio La Candelaria. Como me rendía más a pie, emprendía una marcha forzada por las sinuosas calles que van al cerro. Llegaba sudoroso, justo antes de que el profesor de turno cerrara la puerta del salón.

Salía a las 10:00 p.m., caminaba hasta la carrera décima, tomaba el bus hasta la Avenida Boyacá con calle 80, llegaba sobre las 11:00 p.m., preparaba algo (huevos, salchichón, papas de talego) y lo acompañaba con Pony Malta; estudiaba una o dos horas, me acostaba a la 1:00 a.m. para volver a levantarme a las 5:30 a.m. y empezar el trajín diario. Los fines de semana hacía trabajos en grupo, repasaba algunas lecturas, lavaba mi ropa y aseaba mi cuarto.

A finales de octubre de 1990, me informaron que había sido promovido a asistente de Credibanco. Esto significaba algunos pesos más y permanecer en la oficina todo el tiempo. A “palomeros” de otras oficinas les extrañó mi rápido ascenso (cinco meses), cuando era necesario por lo menos un año para ser ascendido; algunos llevaban tres años y no habían sido promovidos. Yo lo interpreté como un voto de confianza por mi buen desempeño.

En el nuevo cargo, entre otras obligaciones, debía atender avances en efectivo y responder por la bóveda de seguridad del banco, donde se encontraban las cajillas de seguridad. Era un cuarto blindado, con puerta de acero gruesa, timón de barco, dos diales para las claves de seguridad, un reloj temporizador, que programaba el tiempo en que permanecía cerrada, y una alarma conectada todo el tiempo con la Policía, que se activaba cuando cualquiera de los sistemas fuera alterado o violentado.

La compañera de quien recibí el cargo me entregó las llaves, entre ellas una llave maestra y me explicó cómo cambiar la clave de uno de los diales, que estaría bajo mi responsabilidad, pues la del segundo dial, la tenía el subgerente. Aprendí el protocolo rápido y empecé a aplicarlo.

Las cajillas de seguridad, de hierro macizo, conforman módulos metálicos dentro de la bóveda. Cada módulo tendría unas 50 cajillas, de unos 30 cm. de ancho, 20 de alto y 70 de largo. La puerta de acceso a la cajilla, tenía dos cerraduras, en una entraba la llave del usuario y en la otra, la llave maestra que yo mantenía, se giraban al tiempo y la pequeña puerta se abría; si faltaba una de las llaves, la puerta era impenetrable.

Los clientes de las cajillas, firmaban un contrato de fiducia por un año, prorrogable, pagaban una anualidad y recibían su llave identificada un número. El cliente podía guardar lo que quisiera, sin declararlo al banco: joyas, divisas, letras, escrituras y otros documentos. Se comentaba que algunos guardaban armas pequeñas y drogas como cocaína.

Cuando un cliente quería entrar a su cajilla, yo lo conducía a la bóveda, abría la rejilla de acceso, la cerraba de nuevo, desactivaba la alarma oprimiendo un botón verde; abría la puerta, que estaba lista desde las 8:00 a.m., con la clave del subgerente y la mía. Ingresábamos a la bóveda, de unos 7 metros de fondo por 5 de ancho. Una vez abríamos la cajilla; yo salía y cerraba la rejilla de acceso, antes de que el cliente se instalara en una de las dos mesas metálicas y depositara o retirara, según el caso. Cuando terminaba, el cliente me llamaba, le abría la rejilla, él salía, yo cerraba la puerta metálica, activaba la alarma y, de nuevo, cerraba la rejilla de acceso. Tal era el protocolo.

El inicio de la tragedia

El viernes 21 de diciembre de 1990, a las 6:00 p.m., me dispuse a cerrar la bóveda, siguiendo el protocolo. El sistema financiero había decidido no trabajar el lunes 24, el martes 25 era festivo, por lo tanto el servicio se reanudaba el miércoles 26 de diciembre a las 8:00 a.m. Calculé el tiempo que debía programar el reloj temporizador hasta las 6:00 a.m. del 26 de diciembre:108 horas, que corroboré con la anterior encargada. Programé el reloj, activé la alarma, borré las claves de los diales y cerré la puerta. Salí y viajé a Villavicencio a disfrutar la navidad con mi familia.

El miércoles 26 de diciembre llegué puntual a la oficina. A las 6:00 a.m. el reloj temporizador habría terminado su cuenta regresiva, liberando los seguros internos de la puerta. Busqué las llaves, abrí la rejilla de acceso y puse mi clave en el dial; le pedí al subgerente que pusiera su clave para abrir la puerta cuando llegara algún cliente. A las 9:20 llegó el primero. Fuimos hacia la bóveda, abrí la rejilla de acceso, entramos, quedamos frente a la puerta metálica, giré el timón y abrí…

¡Jueputa, que pasó aquí! Casi gritó el cliente. En el interior de la bóveda había un tremendo desorden. Papeles por el piso, cajillas abiertas y quemadas, en el piso y encima de las mesas; los módulos metálicos de las cajillas en desorden. En el centro de la bóveda, había dos cilindros, uno grande y uno pequeño (oxígeno y acetileno, combustible para cortar metales) con sus mangueras y boquillas, una escalera en triángulo, guantes de cirugía por el piso, y un intenso olor a hierro fundido.

Quedé estupefacto. Cuando reaccioné, llamé al subgerente quien al ver el desorden me dijo “no toque nada”. Se comunicó con la gerente, que ordenó cerrar el acceso al segundo piso, donde se encontraba la bóveda de fiduciaria. La noticia, en su recorrido, llegó al primer piso. Todos se preguntaban, me preguntaban. Que si había cerrado bien la puerta el viernes anterior, que dónde dejaba las llaves, que si la llave maestra estaba allí, que si había borrado las claves. Empecé a preocuparme.

A la media hora llegó la gerente y observó la debacle. Mandó llamar a la policía, que llegó a los 15 minutos. Llamaron a un cuerpo especializado en este tipo de delitos (la versión de lo que hoy es el CTI de la Fiscalía), que llegó a la media hora. Vestían batas blancas, tapabocas, llevaban guantes de cirugía; entraron a la bóveda, tomaron fotos, introdujeron pedazos de lámina retorcida por el fuego y algunos papeles en bolsas, tomaron notas. Hablaron con la gerente y el subgerente, mientras me miraban con sospecha. Yo caminaba por ahí observando y sintiendo como crecía mi temor.

Al medio día llegó la prensa, pero no la dejaron entrar. Un periodista transmitió, desde la acera de la carrera séptima, la noticia por los noticieros nacionales del medio día, luego del mundo entero. Mis compañeros me hacían más preguntas, que yo respondía con aparente calma, mientras me esforzaba por comprender qué había pasado.

La gerenta me dijo que el personal de seguridad del banco quería hablar conmigo. Era en la principal, en la carrera 13 con calle 36. Estuve allí a las 3:00 p.m. sentado en una pequeña sala, rodeado por tres tipos mayores, sesentones, pensionados de la policía o del DAS, que terminaban integrando cuerpos de seguridad de diferentes instituciones, a las que ponían en servicio su experiencia para todo tipo de delitos.

Uno panzón, de bigote espeso, me acercó la cara y me dijo: “mire joven, es mejor que nos diga toda la verdad, colabore, para que nosotros le podamos colaborar”. En ese preciso momento entendí que estaba metido en un lío grande. Les relaté lo acontecido, tal cual había sucedido. Escuchaban, se miraban; el panzón se cogía el bigote, otro se sobaba el mentón, el otro me miraba con malicia. Intenté estar tranquilo y que mi voz sonara serena. Uno atacó y dijo: “mire Roberto, ¿Roberto es que se llama usted?” Sí, dije. “Bueno Roberto, su versión no nos convence, hay algo que usted sabe y no nos quiere contar; como dijo mi compañero, colabore para que le podamos colaborar; usted es el principal sospechoso de este robo, tenía las llaves, las claves, manipulaba el reloj, desactivaba la alarma. Sin una falla en el sistema de seguridad, que usted maneja, es imposible el robo, así que usted verá, colabora o puede que termine muy pronto en la Modelo”.

La Modelo. Un escalofrío recorrió mi espalda y me puse rígido. Sentí terror, náuseas. En esa época eran frecuentes los enfrentamientos en La Modelo: muertos, desaparecidos, peleas, violaciones. Guerrilleros contra ladrones; narcos contra guerrillos; ladrones contra los dos. El resultado: sangre, muertos; muchos muertos.

Me puse serio. “Lo que les he contado es la verdad, no estoy guardando nada; no fui cómplice del robo, tendría que ser muy bruto para hacerlo; yo solo soy un joven estudiante que trabaja para sostenerse y pagar su carrera, nada más”, dije. El panzón me miraba con desconfianza. “Listo Roberto, si hoy no nos quiere decir nada, vaya pensando que lo mejor es que colabore. Por ahora va a seguir trabajando en la oficina, lo estaremos llamando para otras declaraciones, pues este proceso va para largo”, dijo. Salí de allí con dolor de estómago y ganas de llorar, cosa que hice cuando pisé la calle.

Estuve un mes más en la oficina, y a finales de enero de 1991 me trasladaron para una dependencia en el piso 7 de la oficina principal. Era claro que querían tenerme cerca. Allí me dedicada a revisar largos listados y encontrar errores en las conciliaciones bancarias de las oficinas. En marzo, me llegó la primera citación de la fiscal asignada para el caso. Leyendo la citación me dieron espasmos. Un abogado, tenía que presentarme con abogado. ¿Dónde lo conseguiría y cómo le pagaría? Fueron las dos preguntas que me asaltaron. Lo que me ganaba apenas alcanzaba para pagar el crédito de la universidad y cubrir mis gastos básicos. Hablé con mi tío Humberto Merchán, abogado del Externado y le pedí ayuda; me contactó con una estudiante de derecho de la universidad, cuyo esposo era abogado litigante. Me entrevisté con los dos y acordamos que para acompañarme a la primera citación, le pagaría $15.000.

La entrevista con la fiscal fue abrumadora. El abogado me aconsejó responder corto, sin muchas explicaciones, pues “entre más detalles dé, más preguntas le hará la fiscal”. Así lo hice. Fueron tres horas de muchas preguntas, muchas con doble sentido, intentando ser coherente todo el tiempo. Las respuestas las consignaba el secretario de la fiscal en una máquina de escribir. “Esté pendiente, señor Sanabria, de la próxima citación” dijo la fiscal. “Estuvo bien, mijo”, me dijo el abogado. Tuve otra citación a los dos meses, y las preguntas variaron muy poco. Las respuestas igual.

En junio de 1991, recibí una carta firmada por la Jefe de Personal del Banco: me despedían “con justa causa”, arguyendo negligencia de mi parte en un trámite de cancelación de un título valor, cuando estuve en la oficina de la Avenida 19. No se hacía referencia al robo de las cajillas de seguridad. Una persona del Sindicato del Banco, me instó para que apelara la decisión, que el Sindicato me apoyaría. No quise, pues la verdad quería irme de allí sin más problemas de los que ya tenía.

Estuve desempleado dos meses. A finales de agosto de 1991, ingresé al Banco Internacional, a través de una oficina de temporales. Debo de estar loco, pensé, sigo con el sistema financiero. Sin embargo, el trabajo allí era diferente: llamar a clientes del banco y ofrecerles servicios de crédito. No me iba mal, empecé ganando poco, pero como pagaban por comisiones según las ventas de crédito, empecé a ganar un poco más cada mes. La cosa iba bien, hasta abril de 1992.

Tuve una citación más con la fiscal hacia noviembre de 1991, y no me volvió a citar. Por mi madre, supe que la fiscal estuvo en mi casa de Villavicencio, todo un día, haciéndole preguntas a ella y a mi hermana, indagando por mis costumbres de gasto y propiedades a la fecha; la fiscal, que pensaba encontrar una casa grande supongo, en un mejor barrio, se decepcionaría al encontrar que mis propiedades se reducían a mi ropa, una cama sencilla y unos cuantos libros, donados por mi tío Humberto. “Mijito, esa señora no se cansaba de preguntar, con su hermana estábamos muy asustadas, pues llegó de repente una mañana, sin avisar, con un señor y una máquina de escribir, y eso escribía hasta los tosidos de uno”, me dijo.

No volví a saber de la fiscal. Con el abogado hablaba por teléfono cada semana, pues para ese momento, la fiscal dejó de recoger información y la pasó al juez para su valoración. “Ahora estamos en las manos del juez, a esperar”, me dijo el abogado a finales de diciembre de 1991. En ese momento yo pensaba que los honorarios habían sido justos y que mi defensa, relativamente fácil, estaba en buenas manos. Lejos estaba de imaginar lo que se cocinaba en mi contra.

En abril de 1992, me llamó la esposa del abogado y me la soltó: “Roberto, sucedió lo que no queríamos, el juez le expidió orden de captura”. Quedé mudo. La Modelo, fue lo primero que pensé. Un escalofrío me atravesó todo. “Con mi esposo creemos que lo mejor es que se vaya de la ciudad por un tiempo, tal vez dos o tres meses, mientras el DAS lo busca para detenerlo; van a ir a su casa, a la universidad, al trabajo, pues tienen la orden de detenerlo y ponerlo preso, mientras el juez estudia el caso y toma una decisión, y eso puede durar mucho tiempo”. En aquellos años, el procedimiento establecido en el código penal, mandaba que si una persona era sospechosa de un delito, el juez podía ponerlo preso, mientras estudiaba las pruebas aportadas por la fiscal, y otra información aportada por la parte demandante, en este caso el Banco de Bogotá, y tomaba su decisión de declararlo culpable o inocente.

En las cárceles había muchos sindicados de haber cometido o participado en un delito, esperando la decisión del juez y, como había pocos jueces y muchos casos, los tiempos de las decisiones eran largos. Muchos podían durar tres, cuatro, hasta cinco años, esperando la sentencia: inocente o culpable. En la espera, algunos sindicados fueron heridos o asesinados por otros presos, por defenderse o en enfrentamientos que se daban entre grupos en disputa por el control de los patios de las cárceles.

Estuve de acuerdo en irme, no iba a exponerme a uno o dos años en La Modelo, poniendo en riesgo mi vida, sabiendo que no era culpable. Maldije mi situación, pues no era fácil: dejar la universidad (cursaba octavo semestre), el trabajo en el que las cosas iban bien y, sobre todo, dejar de tener contacto con mi familia, que no debía saber mi ubicación, pues a través de ellos, el DAS podía llegar a mí y capturarme.

Mi amigo de la universidad, Oliverio Ortega, con quien había estrechado fuertes vínculos afectivos, y a la postre uno de mis ángeles de la guarda, me ayudó a esconderme en El Espinal, To-lima, su pueblo natal, donde vivía parte de su familia. Llegué a finales de abril de 1992, luego de una despedida clandestina con mi familia, pasada por lágrimas, y con un nombre falso: Andrés Camargo; Andrés porque siempre me gustó ese nombre y Camargo, en honor a Jairo Camargo, uno de mis actores favoritos.

En la oficina tuve que inventar un cuento chino, una calamidad familiar que me obligaba a viajar por un tiempo no definido al Vichada; en la universidad, Oliverio se encargaría de contar la verdad a mi grupo de estudio, cercanos y de confianza; a los otros les diría que estaba enfermo e incapacitado. También hablaría con los profesores y les explicaría la situación para buscar que me colaboraran, permitiéndome presentar los parciales a distancia y yo me pondría al día con los contenidos de las clases a través de Oliverio. Tal era mi preocupación con la Universidad, para no perder el semestre.

En El Espinal estuve mes y medio aproximadamente, unos días maldiciendo mi injusta situación, otros simplemente llevando la vida que tenía que llevar en ese momento particular de mi existencia, hasta que decidí volver a Bogotá, bajo mi riesgo. El abogado no estuvo de acuerdo, pero insistí: no quería perder el semestre. Ese año, 1992, fue el de la hora Gaviria, cuando el reloj se adelantó una hora en todo el país, para paliar el racionamiento de energía. Hubo cortes de energía hasta de 6 horas, que se distribuían por los diferentes sectores de las ciudades. Por suerte, la Universidad quedaba a oscuras desde las 4:00 hasta las 10:00 p.m. y no tenía planta propia. Las directivas suspendieron el semestre nocturno por un mes, mientras importaban una planta que soportara la demanda de energía eléctrica nocturna. Ese mes fue todo mayo de 1992. Las clases se retomaron iniciando junio, y yo volví a mitad de ese mes.

Me instalé en una residencia estudiantil, en el barrio Palermo. Seguía siendo Andrés Camargo, solo de nombre, pues nunca saqué papeles falsos (una “chapa”, como se dice en el bajo mundo), justamente porque si por alguna razón me detenían y me hallaban papeles falsos, esto sería una prueba contundente en mi contra, y se alegaría que huía de la justicia con papeles falsos. Cuando salía, usaba cachucha, gafas y me dejé el bigote por unos dos meses. Así pude terminar satisfactoriamente mi octavo semestre.

Como vivía cerca de la parroquia de Santa Teresita, mi fe se incrementó y empecé a hablar con un estudiante de Teología, aspirante a sacerdote en la Orden de Carmelitas Descalzos (OCD), David Arcila, otro ángel guardián. Me infundía fortaleza y, al ver mi difícil situación económica, me dio trabajo como secretario en la Revista Vida Espiritual, que él administraba; la revista era editada por la OCD y se distribuía en varios países. Esos meses (tal vez 7, entre agosto de 1992 y febrero de 1993), fueron los más tranquilos y espirituales de esos años tormentosos.

Debo decir que iniciando 1993, y luego del trabajo en la Revista, me fui tranquilizando con mi problema. Hablaba muy ocasionalmente con el abogado, para preguntarle si sabía algo del proceso, y su respuesta era siempre la misma: “hay que esperar”. Empecé a pensar que ya no me buscarían, y que mi vida volvería a ser normal, sin estar prevenido, mirando con desconfianza a la gente que me observaba más de lo normal, y sin palidecer y sudar frío cada vez que veía una patrulla de la Policía.

En abril de 1993, empecé a trabajar con una empresa que comercializaba equipos de limpieza para el hogar, importados y muy costosos. Como hacía bien las demostraciones del equipo en las casas de los posibles compradores (de estrato 5 y 6 o con buen poder adquisitivo), me nombraron capacitador de los vendedores nuevos y eventualmente también vendía. Ganaba para mi sustento y la universidad. Allí estuve hasta fin de año. Terminé el undécimo semestre, y con él, las materias y el trabajo de grado, y quedé listo para graduarme al año siguiente. Lo había logrado, había terminado mi carrera con esfuerzo y dedicación. Ese diciembre, estuve feliz con mi familia, ahora sí, en el Vichada, y el problema aquel del Banco se diluía cada vez más, como un barco que se aleja lento pero seguro y se interna mar adentro.

Lo primero que llega son las malas noticias

En marzo de 1994, tuve mi primer trabajo como profesional. Una mujer Tamareña, Luz Marina González, que había sido intendente de Casanare, me dio la oportunidad de trabajar con ella como su asistente en la Corporación Llanos de Colombia, que funcionaba en una casa en la carrera 10 con calle 68, al norte de Bogotá. La corporación se dedicada a apoyar la gestión y el seguimiento a proyectos de importancia para el Meta y Casanare, como la veeduría de las obras que en ese año se adelantaban, en tres tramos, para mejorar la infraestructura y disminuir el tiempo de recorrido en la vía Bogotá – Villavicencio. En Casanare, seguimiento a obras como el aeropuerto de Villanueva, e informes de avance de los diferentes tramos de la carretera alterna al Llano, que pasa por Boyacá, Casanare y llega al Meta.

Luz Marina fue mi primera maestra a nivel profesional, me enseñó a leer entre líneas, me destrozó mis primeros escritos de análisis regional (me dejaba algunos renglones. Los demás, tres o cuatro hojas, los rayaba con rojo y hacía muchas aclaraciones y preguntas al margen; parecía un examen reprobado de un mal estudiante) y me exigía que lo volviera a escribir, hasta que fuera sensato, con información veraz y pertinente. Nada de estupideces o cifras mal dadas. A veces, algo de lambonería, según el público. Una buena maestra, sin duda.

En abril de 1994 recibí mi título de Administrador de Empresas y allí estaba yo, aprendiendo mucho de mi tierra. La vida me sonreía, cuando en junio tal vez, recibí una llamada.

– ¿Roberto?

– ¿Siii?

– Hola, con Luis –era el abogado–.

– Hola doctor, cuénteme, ¿qué ha pasado?

– El juez ya decidió

– ¿yyyy?

Hubo un silencio.

– Lo condenaron Roberto.

¡La Modelo! Esta vez el silencio fue mío.

– La sentencia es a 52 meses –continuó.

¡52 meses! Hice cuentas mentalmente. Más de cuatro años. ¡Hijueputas! Pensé.

– ¿Cuándo salió, doctor?

– La semana pasada

– Ahhhhh… ¿y qué se debe hacer doctor?

– Apelar, por supuesto.

Apelar. Yo no quería saber nada de ese maldito proceso y cuando sentía que me alejaba de él, volvía a alcanzarme.

– ¿Y qué debo hacer entonces, doctor?

– Reunirnos para elaborar el documento de apelación al Tribunal

– Bien.

Asistí a la reunión completamente desanimado. Luego de un día completo, en el cual se volvieron a revisar los hechos, los argumentos, las pruebas en contra, las pruebas a favor, los artículos que me podían favorecer, quedó lista la apelación.

– Ahora tiene que redoblar su seguridad, Roberto. Es muy posible que esta decisión reactive la boleta de captura en su contra, así que tenga cuidado a donde vaya, trate de no salir mucho, solo lo estrictamente necesario, ¡no dé papaya!

No dar papaya. Sí. Seguí las instrucciones y volví a tener paranoia los dos meses siguientes. Luego me fui calmando. Terminó 1994 sin mayores novedades del proceso.

Continué en 1995 en la Corporación, pero con nueva jefe, Esperanza Serrano, quien asumió la dirección ejecutiva, pues Luz Marina González, salió elegida como Diputada al Casanare y se radicó allí. La dinámica de la Corporación y mis clases de música y guitarra en la noche, que tomaba desde el año anterior en la Academia Luis A Calvo, me volvieron a absorber y a pensar que ese lio jurídico podía ser una pesadilla, un mal sueño.

Pero no fue así. La bestia se rehusaba a dejarme. Hacia junio de 1995, recibí otra llamada.

– ¿Roberto?

– ¿Siiiii?

– Hola, con Luis.

Ese nombre era una invocación directa de Lucifer, del maligno, el mismo averno, que venía a aguarme la fiesta.

– Doctor ¿hay noticias? Espero que sean positivas…

– Lamentablemente no son buenas, Roberto

– Ah vaina… ¿y entonces que decidió el Tribunal?

– Confirmó la sentencia de primera instancia del juez, pero hay una buena

– ¿Sí? ¿Y cuál es, doctor?

– Redujo la condena a 49 meses – lo dijo emocionado.

¡49 meses, valiente descuento de tres cagados meses!, pensé. En ese momento supe, como una revelación, que mi defensa había sido débil, correspondiente a un pago bajo, mínimo de honorarios. A un lío serio, como en el que yo estaba, correspondía una defensa seria, estructurada, que hubiera pensado mejor los argumentos, especialmente al tratarse de un implicado como yo, que tenía tantos indicios en contra, pero eso costaba mucho dinero y no lo tenía. Supe, porque se lo pregunté al abogado, que de los 8 implicados iniciales que tuvo el robo y que fuimos llamados a declarar (los tres celadores que prestaron turno los cuatro días y cinco noches entre el 21 de diciembre en la noche y las 8:00 a.m. del 26 de diciembre, el supervisor de los tres celadores, el cajero principal, el subgerente, la jefe de operaciones y yo), solo un celador y yo seguíamos en el proceso. Los demás habían logrado salir, declarados inocentes por el juez de primera instancia o por el tribunal.

Supe que a los dos celadores y a su supervisor, la empresa les contrató un abogado que cobró costosos honorarios, pero que eran menores a la multa millonaria a la que se exponía, en caso de haber hallado culpables a los celadores y su supervisor. El celador que quedaba tenía una gran responsabilidad en los hechos pues cubrió el turno de la noche las cinco noches que el Banco estuvo cerrado (de 10:00 p.m. a 6:00 a.m.) y los peritos del CTI, concluyeron que el robo se realizó durante ese horario, amparados por la noche, pues en el día hubiese sido más complejo ingresar al banco sin levantar sospechas, por los tanques, las mangueras y las escaleras que ingresaron los ladrones y que dejaron en la bóveda, por salir rápido con el botín, antes de que amaneciera.

La jefe de operaciones, el subgerente y el cajero principal, pagaron buenas defensas y salieron bien librados. Yo no hice eso. Pagué lo que pude, y como pude, que fue poco realmente. Traté de controlar una enfermedad terminal, con un tratamiento de una gripa, y era evidente que moría en mi intento. En ese momento supe entonces que la segunda apelación, que se trataba de un recurso de Casación, ante la Corte Suprema de Justicia, iba a nacer muerta, pues se trataba de la instancia superior más alta del sistema judicial colombiano y allí hay que llegar muy bien parado, con un arsenal de argumentos jurídicos muy fuerte, estructurado, además de utilizar bien la técnica jurídica que exige la Corte, pues si el recurso está mal planteado, ni siquiera se contempla su estudio y es desestimado, y se niega de entrada. Yo me enfrentaba, como David contra Goliat, pero mi cauchera era de corto alcance.