La Sombra Del Campanile

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¡Qué extraña es la humanidad!, se dijo Lucia para sus adentros. El mismo tratamiento que los romanos reservaban a los primeros cristianos que eran perseguidos, ahora la Iglesia Católica parece reservarlo a quien no piensa como ella: quien se aparta de la doctrina oficial es tachado de herejía y puede acabar muerto en la plaza pública. Brujas, herejes, hebreos… son procesados y puestos en la hoguera, sólo porque, a lo mejor, han tenido el valor de manifestar sus propias ideas y sabiduría. Pero, ahora la Iglesia se desquita con los herejes; puede que un mañana, en un futuro, cualquier otra facción tomará el control y puede que sean de nuevo los cristianos los perseguidos. ¿Por qué en este mundo no es posible la justicia? ¿Qué Dios es éste que permite que en el mundo, pero sobre todo en el corazón del hombre, exista tanta maldad?

Mientras seguía el recorrido de sus pensamientos un débil rayo de luz generado por un sol cercano al crepúsculo consiguió filtrarse desde una pequeña ventana con parteluz, situada en lo alto, enfrente del ábside de la catedral que estaba encima, yendo a iluminar aquella zona en que habían sido amontonadas las cabezas de las estatuas romanas. La atención de Lucia se paró en algunos detalles que no había conseguido notar antes, allí, cerca de aquellas cabezas esculpidas en piedra muchos siglos antes. En el suelo de tierra batida había sido dibujado una especie de pentáculo, distinto del que habitualmente veía dibujado en la cubierta del diario de la familia que le había sido entregado con anterioridad por su abuela. El dibujo parecía asimétrico, representaba una estrella de siete puntas generada trazando una línea continua en el interior de un círculo. Cada punta de la estrella cortaba un punto de la circunferencia, enfrente de cada uno de ellos habían sido escritos unos caracteres hebraicos, de los que Lucia no conocía el significado. Coincidiendo con cada uno de los siete puntos se podía ver el rastro de cera caída, dejada por una vela que había sido encendida. En el centro de la figura dos muñecas de trapo, realizadas con paja alrededor de la cual se habían envuelto vestidos en miniatura. Representaban a una mujer anciana y a una muchacha: los vestidos de la anciana estaban quemados mientras que la joven tenía un alfiler clavado a la altura del pecho. Lucia tuvo un sobresalto, el corazón comenzó a latirle a lo loco, en un santiamén había comprendido todo. En aquel lugar habían sido realizados ritos de magia negra y las muñecas simbolizaban a su abuela y a ella. Era evidente que alguien las quería ver sufrir, e incluso muertas. ¿Quién? ¿Quién podía ser? Una sola persona podía haber bajado allí. La iglesia que estaba encima ahora ya estaba cerrada, prohibida para los fieles desde hacía más de un año, y por lo tanto la cripta no podía ser accesible desde la catedral. El pasadizo que había recorrido ella estaba cerrado por una puerta constantemente bloqueada y la llave sólo la tenía su tío, el Cardenal, el Inquisidor jefe Artemio Baldeschi. Era verdad, hacía mucho tiempo que en Jesi no tenían lugar ejecuciones capitales, la última hoguera se había encendido seis años antes, en la que había perdido la vida Lodomilla. Ahora el Cardenal debía aplacar su sed, su necesidad de víctimas, su deseo de asistir al sufrimiento y a la muerte directamente bajo sus ojos, bajo su mirada. Ya, porque al contrario de la mayoría de los inquisidores que, una vez pronunciada la condena, entregaban la víctima al brazo secular de la ley, evitando presenciar el suplicio de los que había condenado, Artemio a menudo contemplaba la ejecución en primera fila, a veces cogiendo la antorcha y prendiendo fuego a la pira. Parecía que sentía un gusto sádico al ver a su víctima retorcerse entre las llamas, continuaba mirándola fijamente hasta el fin y por un motivo concreto: capturar el alma del condenado en el momento mismo en que abandonaba su cuerpo mortal.

Entristecida por estas reflexione, atemorizada por lo que había visto, Lucia aferró la linterna y se precipitó hacia las escaleras con la mente ocupaba por un único temor. ¿Encontraría la puerta abierta? ¿Y si el tío se hubiese acordado de no haberla cerrado y hubiese vuelto a atrancarla? ¿O si quizás lo había hecho adrede, para inducirla a bajar y enterrarla viva? No, no hubiera sido bastante para Artemio, él debía ver en la cara el sufrimiento de la propia víctima, no sería algo propio de él dejarla morir allí. Quería sólo atemorizarla y lo había conseguido. La pequeña puerta de madera estaba abierta, Lucia salió al vestíbulo, volvió a poner la linterna donde la había cogido, ni siquiera miró a Morocco y salió corriendo al aire libre, a la plaza, todavía con el corazón sobrecogido.

Casi era la puesta de sol de un cálido día de finales de mayo y la luz rojiza del sol regalaba unos colores espectaculares a la estupenda plaza en la que tres siglos antes había nacido el Emperador Federico II di Svevia4 . Se dijo a sí misma que debería buscar el significado de los símbolos descubiertos en la cripta en el Diario de Familia, en aquel valioso manuscrito que le había entregado la abuela. Pero ahora debería calmarse y decidió dar un pequeño paseo por la ciudad. Atravesó la plaza hasta llegar al lado opuesto, giró a la izquierda y descendió por la Costa dei Longobardi, para llegar a la parte más baja de la población, donde vivían mercaderes y artesanos. Los edificios eran menos suntuosos con respecto a los de la parte alta de la ciudad pero, de todas formas, estaban ennoblecidos con elementos decorativos, con refinados portales y molduras alrededor de las ventanas. Las fachadas estaba casi todas embellecidas con enlucidos, pintados en color pastel, como el azul celeste, el amarillo, el ocre, el naranja suave; por lo general no se dejaban los ladrillos a vista, como en cambio sucedía en los edificios señoriales del centro. Como recordatorio de que aquellas moradas habían sido construidas gracias al dinero ganado por quien las habitaban, a menudos sobre los arquitrabes de los portales o las ventanas del primer piso aparecían frases como De sua pecunia o Suum lucro condita – Ingenio non sorte. En el fondo de la Costa dei Longobardi, girando a la derecha, en poco tiempo se podía llegar a la iglesia dedicada al apóstol Pietro, hecha construir por la comunicad longobarda residente en Jesi en la segunda mitad del siglo trece. Principi Apostolorum – MCCLXXXXIIII, se leía encima del portal; quien había grabado la fecha no se acordaba muy bien de cómo se escribían los números en latín o quizás nunca lo había sabido al ser un arquitecto de origen bizantino, ya habituado a tener que lidiar con las cifras árabes, mucho más simples de memorizar. Enfrente de la iglesia, el Palazzo dei Franciolini, acabado de construir, era la residencia del Capitano del Popolo, Guglielmo dei Franciolini. También él había hecho su fortuna como mercader dado que, después del descubrimiento del Nuevo Mundo, nuevos canales comerciales habían sido abiertos y muchas mercancías nuevas habían llegado incluso hasta Jesi. Quien había podido, había aprovechado la ocasión y había conseguido en poco tiempo acumular notables riquezas. Lucia se paró bajo el rico portal del palacio, limitado por dos columnas y por algunos azulejos cuadrados de piedra arenisca, decorados con representaciones de Dios y símbolos de la época romana. Con toda probabilidad, al excavar los cimientos del edificio, habían sido descubiertos elementos decorativos de una casa de algún patricio romano y estos habían sido reutilizados para adornar el portal. Lucia reconoció al dios Pan, Bacco, la Diosa Diana, y luego también los lirios de tres puntas y… una estrella de seis puntas formada por dos triángulos entrecruzados – extraño, ¿no era por casualidad el símbolo de los hebreos? –y otra estrella de cinco puntas, un pentáculo5 y… una estrella de siete puntas inscrita en una circunferencia, igual en todo a la que había visto poco antes en la cripta. Estos últimos dibujos no podían remontarse a la época romana y, de hecho, observando con atención las baldosas sobre los que estaban realizados, se notaba que éstas eran de factura diversa, más recientes respecto a las otras, quizás hechas con el fin de decorar el portal. ¿Pero qué significado tenía todo esto? En aquella plaza convivía lo sagrado con lo profano: por un lado la iglesia dedicada al principal de los apóstoles, Pedro, el primer Papa de la historia del cristianismo, de la otra figuras paganas y símbolos que podían acusar al dueño de la casa de ser un herético. Y sin embargo el tío Cardenal estaba en buenas relaciones con los Franciolini, ¡incluso le había propuesto al hijo como su prometido! Cuanto más miraba aquellos símbolos más pensaba Lucia que en aquel lugar hubiese algo mágico. Quizás aquel palacio había sido construido sobre las ruinas de un templo pagano y había mantenido sus peculiaridades. Intentó concentrarse, abrir su tercer ojo a las visiones, invocó a su espíritu, para liberarlo hacia arriba y que escrutase los elementos que de otra manera no habría visto. Entre sus manos juntas, en forma de copa, se estaba materializando la bola semi fluida de distintos colores, cuando el portalón del palacio se abrió de par en par de repente, mostrando en la penumbra a un joven que llevaba puesta una ligera armadura de batalla, montando un potente caballo, a su vez, con la cabeza cubierta para protegerse de eventuales golpes que le podían ser infligidos por espadas o lanzas.

El caballero mantenía en la mano derecha el estandarte de la República Jesina, constituido por el león rampante adornado con la corona real. En cuanto el portalón se abrió completamente, incitó al caballo a salir al exterior, casi arrollando a Lucia que estaba allí delante. La muchacha, atemorizada, se desconcentró y la esfera desapareció enseguida. El caballo, enfrente del obstáculo imprevisto, se encabritó dando patadas al aire con las patas delanteras. Lucia sintió una pezuña a poca distancia de su cara pero no se dejó llevar por el pánico y clavó su mirada en los ojos azul marino del caballero, que tenía la visera del yelmo alzada. Durante un momento se perdió en aquellos ojos, el caballo se tranquilizó y el caballero respondió a la mirada de la damisela, mirando fijamente, a su vez, a los ojos color avellana de la muchacha. Hubo un momento de calma, de total silencio, el cruce de dos miradas parecía haber parado el tiempo.

 

¿Quién era aquel guapo caballero, preparado para una hipotética batalla en defensa de su ciudad? ¿Quizás era Andrea? Si hubiera sido así, ¡tendría que estarle agradecida a su malvado tío! Pero quizás los Franciolini tenían otros hijos. No tuvo tiempo de abrir la boca porque después de unos segundos, las campanas de la iglesia de San Pietro comenzaron a sonar y a ella, poco a poco, se unieron las de la iglesia de San Bernardo, luego las de San Benedetto y, en fin, las de San Floriano. Lanzando una última mirada a Lucia, el caballero incitó a su caballo, llegando a la limítrofe Piazza del Palio, el enorme espacio en el interior de los muros, dominado por el Torrione di Mezzogiorno. En breve, otros caballeros armados se pusieron alrededor de aquel que estrechaba en su mano el estandarte, luego llegó también gente a pie, armada de ballestas, puñales y cualquier tipo de arma que pudiese ser usada contra el enemigo.

―¡Los anconitanos nos están atacando! ―gritó el noble Franciolini ―Los han avistado nuestros vigías desde el Torrione di Mezzogiorno. Hoy, 30 de Mayo de 1517, nos preparamos para defender los muros de nuestra ciudad.

Todas las puertas se cerraron, la mayor parte de los hombres de a pie se dispusieron sobre el adarve mientras que los caballeros se reunieron en el espacio interior de Porta Valle, preparados para una salida contra el enemigo. Pero por esa noche, el ejército anconitano, guiado por el Duca Berengario di Montacuto, no se acercó a Jesi, quedó acampado más abajo, a pocas leguas de la población de Monsano, semi escondido en el bosque ribereño cercano al río Esino.

Durante algunos días se mantuvo la alerta. Al anochecer las escoltas llegaban hasta el adarve para reforzar la guardia habitualmente delegada en algunos vigías y desde los muros se escuchaba la advertencia de un canto que la población, desde hacía bastantes años, no oía:


¡Ya suena la trompeta, el día acabó ya del toque de queda, la canción subió! ¡Venga, centinelas, a la torre soldados, upa ¡Atentos, en silencio vigilad!

El Capitano del Popolo había impuesto el toque de queda a los ciudadanos. A las nueve de la noche quien no subía al adarve de los muros debía retirarse a su casa. Pero la guardia estaba destinada a descender muy pronto. Para la noche del 3 de Junio estaba prevista la fiesta en el Palazzo Baldeschi, en la que sería anunciado el noviazgo de la sobrina del Cardenal, Lucia, con el más joven de los hijos de la casa Franciolini. En esos días, cada vez que Lucia cruzaba la mirada con su tío, aunque no era capaz de leer sus pensamientos, en su rostro veía dibujada una sola palabra: traición. Pero no conseguía imaginar qué interpretación dar a aquella palabra, al mismo tiempo tan sencilla y tan compleja.


Capítulo 2

Guglielmo dei Franciolini, Capitano del Popolo de Jesi, era un sabio administrador y sabía perfectamente que no era el momento adecuado para consentir una suntuosa fiesta justo en los días en que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad. Pero no podía ir contra el Cardenal, renovando una vez más las desavenencias entre la autoridad civil y la eclesiástica. Precisamente unos años antes, el Palazzo del Governo había sido terminado e inaugurado con la bendición del mismo Papa Alessandro VI que había concedido a la ciudadanía jesina continuar utilizando el león con la corona real, siempre y cuando en la ciudad y en el condado fuese respetada la autoridad eclesiástica. Tanto que, sobre la fachada del palacio, se podía leer, encima del símbolo de la ciudad, la frase Res Publica Aesina – Libertas ecclesiastica – MD. Y por lo tanto el famoso Papa Rodrigo Borgia había concedido una cierta libertad a la República Jesina, con tal de que se sometiese al poder de la Iglesia. Con este acuerdo, a los jesinos les fueron perdonados los horrores perpetrados en el resto de Le Marche por el hijo del Papa, Cesare Borgia, que se había propuesto convertirse en señor absoluto de la Romagna, de Umbria y de Le Marche con la crueldad y la traición. Era historia pasada, de hace casi veinte años atrás, pero de todas maneras Guglielmo debía respetar los pactos. Además, eran justo los esponsales de su hijo Andrea con la sobrina del Cardenal los que sellaban aún más el acuerdo entre güelfos y gibelinos de su ciudad. A fin de cuentas, el enemigo estaba acampado desde hacía unos días en las orillas del río, mucho más abajo, y no daba muestras de moverse. En aquellas noches con el toque de queda, los vigías y los guardias no habían observado movimiento; las fogatas del campamento eran bien visibles, casi como si fuesen mantenidas encendidas a propósito durante toda la noche por los anconitanos. El temor, para nada infundado, de Guglielmo y su hijo Andrea, era que todo fuese un truco. Quizás los enemigos esperaban refuerzos para atacar o quizás atraían la atención de los jesinos sobre aquel pequeño campamento mientras el grueso del ejército aparecería por otro lugar. Las primeras horas de la tarde del jueves 3 de junio habían sido particularmente cálidas. Mientras Guglielmo se preparaba para la ceremonia, ayudado por algunos siervos para vestir los elegantes y coloridos hábitos de brocado que contribuían a aumentar de manera notable su producción de sudor, terminaba de impartir las órdenes a los comandantes de sus soldados.

―A partir de vísperas6 todas las puertas de la ciudad deberán ser cerradas. Disponed también cadenas en las calles principales de manera que, en caso de irrupción del enemigo, se pueda obstaculizar su avance.

El lugarteniente lo interrumpió.

―El Cardenal ha dado órdenes opuestas, mi Señor. Quiere que todas las puertas de la ciudad se dejen abiertas de manera que los nobles que residen en el condado tengan fácil acceso a la ciudad para llegar a su palacio y a la fiesta. No podemos contradecirle.

―¡Reforzad la guardia en los muros! ―gritó el Capitano batiendo un puño sobre la mesa subrayando su orden.

―También sobre esto tengo mis dudas con respecto a hacerlo. El Cardenal, en aras de la seguridad, quiere la mayor parte de la guardia armada alrededor de su palacio.

―¡El Cardenal, el Cardenal! ―Guglielmo estaba poniéndose rojo por la ira y por el calor ―¡De esta manera corremos el riesgo de entregar la ciudad al enemigo! Así será, pero cerraremos todas las puertas de la ciudad al anochecer. Dejaremos abierta sólo la puerta de San Floriano, desde donde los nobles rezagados podrán llegar con facilidad al Palazzo Baldeschi. Nunca hemos sufrido asaltos desde la parte occidental de la ciudad. El enemigo asalta siempre el Valle, llegando desde la llanura del Esino. Sería demasiado engorroso para un ejército llegar desde la parte de las colinas. Además, en la parte occidental los muros son mucho más altos y dentro de la puerta de San Floriano tenemos un fortín dotado con una bombarda, para una defensa suplementaria. Preparad mi caballo y llamad a mi hijo. Es hora de irnos: desfilaremos en procesión con los caballos enjaezados y con armadura por las calles del centro antes de llegar al Palacio del Cardenal.

Asados de la más variada clase de animales de caza, sopas, ensaladas y pasta, ya a últimas horas de la tarde habían sido dispuestas sobre la gran mesa en la que se colocarían los huéspedes. El Cardenal tenía a Lucia cogida de la mano mientras que los siervos rociaban los asados, en particular las grullas, los pavos y los cisnes, con zumo de naranja y agua de rosas, con el fin de convertirlos en más apetitosos. Los filetes de ternera, una vez cocidos, eran completamente cubiertos de especies y azúcar. Una particular atención se había reservado a los acompañamientos, verduras de todas clases y colores que, más que para ser comidas, servían para alegrar los ojos de los comensales y estimular el apetito. En las soperas se exhibían sopas de verduras de distintos colores. Las sopas, que habitualmente eran servidas como postre, tenían un sabor dulce, estaban condimentadas con azúcar, azafrán, semillas de granada y hierbas aromáticas. El auténtico caldo, el que había sido preparado haciendo cocer una mezcla de carnes, verduras y especias en agua, se utilizaba como primer plato, sorbe todo en el campo y en los castillos de la nobleza ciudadana. El caldo se bebía mientras que la carne, quitada del caldo, se comía aparte y se servía con hierbas aromáticas. El Cardenal había dado orden a los cocineros de no servirlo, ya que había dado orden, en cambio, de cocinar una novedad, originaria de la Corte de Carlo VIII, los macarrones, obtenidos de la sémola del trigo modelado en forma de gusanos y condimentados con una salsa a base de aceite de oliva, mantequilla y nata. En dos mesas aparte habían sido colocados los dulces, tartas de manzanas y bizcochos, y la fruta, manzanas, membrillos, castañas, nueces y frutos del bosque. Los vinos de las jarras eran los típicos del condado, Verdicchio y Malvasia. Sólo dos jarras contenían un vino rojo, un valioso regalo hecho al Cardenal por el Granduca de Portonovo algunos años antes. En la mesa de los dulces, en cambio, el vino era el de guindas, proveniente del campo de Morro d’Alba.

―Los huéspedes comenzarán a llegar en cualquier momento ―dijo el Cardenal volviéndose a Lucia, liberándola finalmente del apretón de su helada mano. La joven no había conseguido comprender cómo su tío tuviese las manos siempre tan frías, casi como si la sangre no corriese por sus venas. Ni siquiera el contacto prolongado con la suya, mucho más cálida, había sido capaz de aumentar la temperatura de la de Artemio.

―Vamos a prepararnos.

Hablando de este modo, se retiró a sus aposentos para acicalarse con gran pompa mientras dos jóvenes siervas se acercaron a la sobrina. La conducirían al tocador para dedicarse a ella, dándole primero un baño perfumado, luego embelleciéndola y al fin haciéndole vestir un suntuoso traje de seda verde. Mientras se dejaba cuidar Lucia volvía a pensar en los ojos de Andrea Franciolini. En esos días se había informado y el hermoso caballero con el que había cruzado la mirada sólo durante un momento era justo su prometido. Y se había enamorado de sus ojos, de su rostro, de su apostura, era como si, desde siempre, hubiera existido una afinidad alquímica con él. Lo sentía ya parte de sí misma, parte de su misma alma, todo su cuerpo vibraba con el pensamiento de que dentro de poco podría hablar con él, conocerlo mejor, fijar su mirada en sus ojos, que non le podrían, seguramente, ocultarle nada. Se asomó desde la ventana de la habitación sintiendo, sin embargo, una extraña sensación: el cielo de aquella larga jornada que estaba yendo hacia el crepúsculo estaba del color del plomo. Un manto bochornoso, de humedad, atenazaba la ciudad, infundiendo en su corazón la sensación de que algo feo ocurriría pronto y que esta cosa tendría repercusiones a largo plazo. No conseguía imaginárselo, ni siquiera con sus poderes proféticos. La mente del tío, como de costumbre, también ese día estaba herméticamente cerrada, pero cuando miraba sus ojos sólo una palabra continuaba resonando en su cabeza: Traición. ¿Por qué? Hubiera querido materializar su esfera, lanzarla a lo alto del cielo para que observase por ella, pero no podía hacerlo ahora, delante de testigos. Mientras la sierva rubia y alta acababa de anudar el vestido detrás de la espalda, la de complexión más menuda y con el cabello oscuro, le hacía ponerse las joyas, collares y brazaletes de oro y piedras preciosas, de exquisita factura, hechos diseñar por el Cardenal aposta para ella por los joyeros de la escuela de Lucagnolo. En ese momento Lucía sintió una especie de mareo, notó una punzada en el corazón como si alguien lo estuviese atravesando con un puñal o con una espada. Se dejó caer en la silla mientras perdía el conocimiento durante unos segundos.

―Mi Señora, mi Señora, ¿cómo os sentís? ―la voz de la sierva morena llegaba amortiguada a sus oídos.

―No es nada, es sólo culpa del calor, de este maldito bochorno y de la emoción. Ya estoy mejor.

 

Lucia no había asociado su sensación a lo que, dentro de un rato, ocurriría a pocos pasos de su palacio, a su amado Andrea.

Ejecutora de la bárbara agresión de aquel día fue la soldadesca de Francesco Maria della Rovere, duque de Montefeltro y ya Portaestandarte de la Iglesia. Puesto que el nuevo pontífice, Leone X, le había despojado de su estado él, para vengarse, había contratado como mercenarios a soldados españoles y gascones y, después de haber saqueado muchos castillos devotos al papa, se había dirigido a Jesi, con el fin de conquistar esta fortaleza papal con la ayuda de los anconitanos guiados por el Duca di Montacuto y gracias al secreto apoyo del más alto cargo eclesiástico de la ciudad, el Cardenal Baldeschi. Como había prometido el Cardenal, la soldadesca proveniente de las colinas al occidente de Jesi, encontró la puerta de San Floriano abierta, acabaron fácilmente con los guardias del fortín, atacados por sorpresa y en poco tiempo se encontró en la Piazza del Mercato, justo en el momento en que el cortejo del noble Franciolini, proveniente de la Vía delle Botteghe, llegaba a la misma plaza.

Franciolini y los suyos no estaban preparados para la batalla, no llevaban puestas las armaduras, iban a una fiesta y llevaban consigo sólo armas ligeras.

―¡Traición! ―gritó Guglielmo bajando del caballo y enfrentándose a un español armado de espada y daga. ―Encadenad la calles, no dejéis que vayan hacia abajo o abrirán las puertas al ejército de Ancona y nos encontraremos atenazados por dos ejércitos.

Sólo con la fuerza de los brazos y su corto puñal había ya tirado por tierra a dos españoles, dejándoles en un charco de sangre. Guglielmo era un hábil guerrero y era rápido en deshacerse los enemigos. En cuanto veía al adversario titubeante le plantaba el cuchillo en el corazón, luego lo extraía, limpiaba la hoja en su ropa y volvía a combatir. La vanguardia enemiga, de hecho, no llevaba armadura y era fácil derrotarlos. Pero los enemigos salían desde la Via del Fortino por decenas, por centenares, como un río desbordado cuyos márgenes no consiguen contener las aguas. Un ballestero español vio el blanco y apuntó su arma contra Andrea que todavía se mantenía orgulloso encima de su caballo. El joven se había encontrado otras veces en el fragor de la batalla y no había hecho caso al hecho de que, en aquel momento, no llevaba una armadura sino un colorido traje de brocado. Hizo encabritar al caballo para lanzarse a la refriega cuando fue golpeado en el muslo derecho. Otras flechas alcanzaron tanto al caballo como al caballero. Andrea cayó al suelo, por lo menos con cuatro dardos que lo atravesaban. Su caballo, herido en pleno pecho, se cayó sin vida sobre él. Intentó, sin conseguirlo, escabullirse de la masa pesada del animal pero las fuerzas le estaban abandonando. Guglielmo, al darse cuenta de que el hijo estaba en tierra, se giró hacia él, distrayéndose del combate y torciendo peligrosamente la espalda al enemigo para ir a ayudarle. Vio los párpados de Andrea que se cerraban, lo llamó, pero no hubo respuesta. Comprendió que su hijo menor ahora ya estaba perdiendo el sentido, quizás a punto de morir. Justo en ese momento una larga hoja lo atravesó penetrando por detrás de la espalda, abriéndose camino entre las costillas, destrozando el corazón y saliendo por el pecho, acompañada por un potente chorro de sangre. Guglielmo abrió los ojos de par en par que, en aquel momento, estaban todavía mirando fijamente a su aguerrido hijo agonizante.

Después de vencer con facilidad a aquel pequeño grupo de hombres, españoles y gascones se propagaron por las callees de la ciudad. Algunos subieron Via delle Botteghe hasta la Porta della Rocca, sorprendiendo a los soldados de guardia, matándolos y abriendo la puerta. Otros bajaron para abrir la Porta Valle y Porta Cicerchia y favorecer el ingreso en la ciudad del ejército anconitano, que desde hacía días no esperaba otra cosa que ese momento. Si bien cogidos por sorpresa los habitantes intentaron organizar una defensa en el interior del núcleo habitado, estimulados por algunos nobles, en particular por Fiorano Santoni, que congregó enseguida un escuadrón de gente que, encadenadas las calles como había predispuesto el Capitano del Popolo, se apresuraron a combatir al enemigo por calles, callejones y plazas. Pero éste último, fortalecido por la participación de los anconitanos, era demasiado numeroso y los jesinos, desanimados por los gritos y los lloros de las mujeres y de las muchachas, abandonaron la defensa.


Sobre todo los mercenarios a sueldo de Francesco Maria della Rovere, estaban ansiosos por saquear, y los habitantes, considerando que no habían podido ayudar a su patria, intentaron por lo menos poner a salvo sus bienes, pero tampoco en esto tuvieron éxito: los gentilhombres ricos fueron hechos prisioneros y sus mujeres, que había intentado escapar con las joyas a las iglesias, se vieron atrapadas por los españoles también en el interior de los lugares sagrados, donde ellos no desdeñaron despojarlas de todo lo de valor que llevaban encima y de violarlas. Llegado a un cierto punto, una mujer, una tal Eleonora Carotti, de porte orgulloso y masculino, consiguió darle una bofetada a un gascón que le estaba poniendo las manos en el pecho para quitarle las joyas que allí había escondido y al mismo tiempo aprovechar para palparla. Se encontró entre él y otro grupo de soldados españoles. Si el gascón abofeteado se había quedado de piedra, sin reaccionar, los otros no se habían echado atrás, habían tirado a la doncella al suelo, la habían desnudado y, asegurándose que era una mujer a todos los efectos, la habían violado uno tras otro, manteniendo un cuchillo en su garganta. El último soldado, alcanzado su mal sano placer, hundió el cuchillo degollándola sin piedad.

El saqueo de Jesi duró ocho días, muchos palacios fueron incendiados, algunos con los habitantes dentro de sus habitaciones, culpables del hecho de que los saqueadores no habían encontrado bastante dinero o joyas para llevarse.

No respetaron nada, ni las cosas sagradas, ni por los religiosos, y muchos sacerdotes fueron torturados y martirizados, con el fin de que confesasen el qué lugares secretos habían escondido los ornamentos de las iglesias. El saqueo se extendió a todo el condado y ningún lugar, ni en la ciudad ni en el campo, fue perdonado.

El Palazzo Baldeschi, que había estado cerrado durante todo el tiempo, al octavo día abrió las puertas al Granduca Francesco Maria della Rovere y al Duca Berengario di Montacuto que fueron recibidos en audiencia por el Cardenal. Este último, de hecho, se había arrogado el derecho de negociar la rendición con los adversarios, no estando ya presente en la ciudad autoridad civil o eclesiástica de más alto grado que él.

―Habéis rebasado los límites. Los acuerdos eran que no encontraríais obstáculos y deberíais matar a Franciolini y al hijo, adueñándoos de la ciudad. Una conquista fácil, en cambio durante días y días habéis sembrado terror, destrucción y muerte ―gritó el Cardenal volviéndose a los dos duques.

―Ningún ejército que se respete, sobre todo si está constituido por mercenarios, renuncia al botín de guerra ―replicó della Rovere en tono sosegado, casi aburrido, concentrando su mirada sobre la uña del dedo meñique de la mano derecha, quizás lamentándose por el hecho de que durante los combates ésta se había roto. ―Nosotros hemos mantenido la palabra dada. Ahora, vos debéis mantener la vuestra y nos retiraremos en orden, dejándoos señor indiscutible de esta ciudad.