Obras Completas de Platón

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EUTIFRÓN. —Se lo haré ver claramente, con tal de que quieran escucharme.

SÓCRATES. —¡Oh! No dejarán de escucharte, con tal de que les dirijas bellos discursos; pero he aquí una reflexión que me ocurre. En vista de lo que acabo de oírte, me decía a mí mismo: aun cuando Eutifrón me probase que todos los dioses encuentran injusta la muerte de su colono, ¿habré adelantado en la cuestión? ¿Conoceré mejor lo que es santo y lo que es impío?

La muerte del colono ha desagradado a los dioses, según se pretende, y yo convengo en ello; pero esto no es una definición de lo santo y de su contrario, puesto que los dioses están divididos, y lo que es agradable a los unos es desagradable a los otros. También doy por sentado que los dioses encuentren injusta la acción de tu padre, y que todos le aborrezcan; pero corrijamos un poco nuestra definición, te lo suplico, y digamos: lo que es aborrecido por todos los dioses, es impío, y lo que es amado por todos ellos es santo, y lo que es amado por los unos y aborrecido por los otros, no es ni santo ni impío, o es lo uno y lo otro a la vez. ¿Quieres que nos atengamos a esta definición de lo santo y de lo impío?

EUTIFRÓN. —¿Quién lo impide, Sócrates?

SÓCRATES. —No es cosa mía, Eutifrón; mira si te conviene hacer tuyo este principio, y sobre él me enseñarás mejor lo que me has prometido.

EUTIFRÓN. —Por mí no tengo inconveniente en sentar que lo santo es lo que aman todos los dioses, e impío lo que todos ellos aborrecen.

SÓCRATES. —¿Examinaremos esta definición para ver si es verdadera, o la recibiremos sin examen y habremos de tener esta tolerancia con nosotros y con los demás, dando rienda suelta a nuestra imaginación y a nuestra fantasía, en términos que baste que un hombre nos diga que una cosa existe para que se le crea, o es preciso examinar lo que se dice?

EUTIFRÓN. —Es preciso examinar, sin duda; pero estoy seguro, que el principio que acabamos de sentar es justo.

SÓCRATES. —Eso es lo que vamos a ver muy pronto: sígueme. ¿Lo santo es amado por los dioses porque es santo, o es santo porque es amado por ellos?

EUTIFRÓN. —No entiendo bien lo que quieres decir, Sócrates.

SÓCRATES. —Voy a explicarme. ¿No decimos que una cosa es llevada y que una cosa lleva? ¿Que una cosa es vista y que una cosa ve? ¿Que una cosa es empujada y que una cosa empuja? ¿Comprendes tú que todas estas cosas son diferentes y en qué difieren?

EUTIFRÓN. —Me parece que lo comprendo.

SÓCRATES. —La cosa amada ¿no es diferente de la cosa que ama?

EUTIFRÓN. —Vaya una pregunta.

SÓCRATES. —Dime igualmente; ¿la cosa llevada es llevada porque se la lleva, o por alguna otra razón?

EUTIFRÓN. —Porque se la lleva, sin duda.

SÓCRATES. —¿Y la cosa empujada es empujada porque se la empuja, y la cosa vista es vista porque se la ve?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Luego no es cierto que se ve una cosa porque es vista, sino por lo contrario; ella es vista porque se la ve. No es cierto que se empuja una cosa porque ella es empujada, sino que ella es empujada porque se la empuja. No es cierto que se lleva una cosa porque es llevada, sino que ella es llevada porque se la lleva. ¿No es esto muy claro? Ya entiendes lo que quiere decir, que se hace una cosa porque ella es hecha, que un ser que padece, no padece porque es paciente, sino que es paciente porque padece. ¿No es así?

EUTIFRÓN. —¿Quién lo duda?

SÓCRATES. —Ser amado, ¿no es un hecho o una especie de paciente?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Sucede con lo que es amado lo mismo que con todas las demás cosas; no se ama porque es amado, sino todo lo contrario; es amado porque se le ama.

EUTIFRÓN. —Esto es más claro que la luz.

SÓCRATES. —¿Qué diremos de lo santo, mi querido Eutifrón? ¿No es amado por todos los dioses, como tú lo has sentado?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Y es amado porque es santo, o por alguna otra razón?

EUTIFRÓN. —Precisamente porque es santo.

SÓCRATES. —Luego es amado por los dioses porque es santo; mas ¿no es santo porque es amado?

EUTIFRÓN. —Así me parece.

SÓCRATES. —Pero lo santo, ¿no es amable a los dioses porque los dioses lo aman?

EUTIFRÓN. —¿Quién puede negarlo?

SÓCRATES. —Lo que es amado por los dioses no es lo mismo que lo que es santo, ni lo que es santo es lo mismo que lo que es amado por los dioses, como tú dices, sino que son cosas muy diferentes.

EUTIFRÓN. —¿Cómo es eso, Sócrates?

SÓCRATES. —No cabe duda, puesto que nosotros estamos de acuerdo, que lo santo es amado porque es santo, y que no es santo porque es amado. ¿No estamos conformes en esto?

EUTIFRÓN. —Lo confieso.

SÓCRATES. —¿No estamos también de acuerdo en que lo que es amable a los dioses, no lo es porque ellos lo amen, y que no es cierto decir que ellos lo aman porque es amable?

EUTIFRÓN. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —Pero, mi querido Eutifrón, si lo que es amado por los dioses y lo que es santo fuesen una misma cosa, como lo santo no es amado sino porque es santo, se seguiría que los dioses amarían lo que ellos aman porque es amable. Por otra parte, como lo que es amable a los dioses no es amable sino porque ellos lo aman, sería cierto decir igualmente que lo santo no es santo sino porque es amado por ellos. Ve aquí que los dos términos amable a los dioses y santo son muy diferentes; el uno no es amado sino porque los dioses lo aman, y el otro es amado porque merece serlo por sí mismo. Así, mi querido Eutifrón, habiendo querido explicarme lo santo, no lo has hecho de su esencia, y te has contentado con explicarme una de sus cualidades, que es la de ser amado por los dioses. No me has dicho aún lo que es lo santo por su esencia. Si no lo llevas a mal, te conjuro a que no andes con misterios, y tomando la cuestión en su origen, me digas con exactitud lo que es santo, ya sea o no amado por los dioses; porque sobre esto último no puede haber disputa entre nosotros. Así, pues, dime con franqueza lo que es santo y lo que es impío.

EUTIFRÓN. —Pero, Sócrates, no sé cómo explicarte mi pensamiento; porque todo cuanto sentamos parece girar en torno nuestro sin ninguna fijeza.

SÓCRATES. —Eutifrón, todos los principios que has establecido se parecen bastante a las figuras de mi ancestro, Dédalo.[6] Si hubiera sido yo el que los hubiera sentado, indudablemente te habrías burlado de mí y me habrías echado en cara la bella cualidad que tenían las obras de mi ascendiente, de desaparecer en el acto mismo en que se creían más reales y positivas; pero, por desgracia, eres tú el que las ha sentado, y es preciso que yo me valga de otras chanzonetas, porque tus principios se te escapan como tú mismo lo has percibido.

EUTIFRÓN. —Respecto a mí, Sócrates, no tengo necesidad de valerme de tales argucias; a ti sí que te cuadran perfectamente; porque no soy yo el que inspira a nuestros razonamientos esa instabilidad, que les impide cimentar en firme; tú eres el que representas al verdadero Dédalo. Si fuese yo solo, te respondo que nuestros principios serían firmes.

SÓCRATES. —Yo soy más hábil en mi arte que lo era Dédalo. Éste solo sabía dar esta movilidad a sus propias obras, cuando yo, no solo la doy a las mías, sino también a las ajenas; y lo más admirable es que soy hábil a pesar mío, porque preferiría incomparablemente más que mis principios fuesen fijos e inquebrantables, que tener todos los tesoros de Tántalo con toda la habilidad de mi ancestro. Pero basta de chanzas, y puesto que tienes remordimientos, ensayaré aliviarte y abrirte un camino más corto, para conducirte al conocimiento de lo que es santo, sin detenerte en tu marcha. Mira, pues, si no es de una necesidad absoluta que todo lo que es santo sea justo.

EUTIFRÓN. —No puede ser de otra manera.

SÓCRATES. —¿Todo lo que es justo te parece santo, o todo lo que es santo te parece justo? ¿O crees, que lo que es justo no es siempre santo, sino tan solo que hay cosas justas que son santas y otras que no lo son?

EUTIFRÓN. —No puedo seguirte, Sócrates.

SÓCRATES. —Sin embargo, tú tienes sobre mí dos ventajas muy grandes, la juventud y la habilidad.

Pero, como te decía antes, confías demasiado en tu sabiduría. Te suplico, que deseches esa apatía, y que te apliques un momento; porque lo que yo te digo no es difícil de entender, no es más que lo contrario de lo que canta un poeta:

¿Por qué se tiene temor de celebrar

a Zeus que ha creado todo?

La vergüenza es siempre compañera del miedo.

No estoy de acuerdo con este poeta; ¿quieres saber por qué?

EUTIFRÓN. —Sí, tú me obligas a decirlo.

SÓCRATES. —No me parece del todo verdadero, que la vergüenza acompañe al miedo, porque se ven todos los días gentes que temen a las enfermedades, la pobreza y otros muchos males, y sin embargo, no se avergüenzan de tener este temor. ¿No te parece que es así?

EUTIFRÓN. —Soy de tu dictamen.

SÓCRATES. —Por lo contrario, el miedo sigue siempre a la vergüenza. ¿Hay hombre, que teniendo vergüenza de una acción fea, no tema al mismo tiempo la mala reputación que es su resultado?

EUTIFRÓN. —Cómo no ha de temer.

SÓCRATES. —Por consiguiente no es cierto decir:

La vergüenza es siempre compañera del miedo.

Sino que es preciso decir:

El miedo es siempre compañero de la vergüenza.

Porque es falso que la vergüenza se encuentre dondequiera que esté el miedo. El miedo tiene más extensión que la vergüenza. En efecto, la vergüenza es una parte del miedo, como lo impar es una parte del número. Dondequiera que hay un número, no es precisión que en él se encuentre el impar, pero dondequiera que aparezca el impar hay un número. ¿Me entiendes ahora?

 

EUTIFRÓN. —Muy bien.

SÓCRATES. —Esto es precisamente lo que te pregunté antes: ¿si dondequiera que se encuentre lo justo allí está lo santo, y si dondequiera que se encuentre lo santo allí está lo justo? Parece que lo santo no se encuentra siempre con lo justo, porque lo santo es una parte de lo justo. ¿Sentaremos este principio, o eres tú de otra opinión?

EUTIFRÓN. —A mi parecer, este principio no puede ser combatido.

SÓCRATES. —Ten en cuenta lo que voy a decirte; si lo santo es una parte de lo justo, es preciso averiguar qué parte de lo justo tiene lo santo, como si me preguntases, qué parte del número es el par, y cuál es este número, y yo te respondiese que es el que se divide en dos partes iguales y no desiguales. ¿No lo crees como yo?

EUTIFRÓN. —Sin duda.

SÓCRATES. —Haz pues el ensayo de enseñarme a tu vez, qué parte de lo justo es lo santo a fin de que indique a Méleto que ya no hay materia para acusarme de impiedad; a mí que tan perfectamente he aprendido de ti lo que es la piedad y la santidad y sus contrarias.

EUTIFRÓN. —Me parece a mí, Sócrates, que la piedad y la santidad son esta parte de lo justo que corresponde al culto de los dioses, y que todo lo demás consiste en los cuidados y atenciones que los hombres se deben entre sí.

SÓCRATES. —Muy bien, Eutifrón; sin embargo, falta alguna pequeña cosa, porque no comprendo bien lo que tú entiendes por la palabra culto. ¿Este cuidado de los dioses es el mismo que el que se tiene por todas las demás cosas? Porque decimos todos los días, que solo un jinete sabe tener cuidado de un caballo; ¿no es así?

EUTIFRÓN. —Sí, sin duda.

SÓCRATES. —El cuidado de los caballos ¿compete propiamente al arte de equitación?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Todos los hombres no son a propósito para enseñar a los perros, sino los cazadores.

EUTIFRÓN. —Sólo los cazadores.

SÓCRATES. —Por consiguiente el cuidado de los perros pertenece al arte venatorio.

EUTIFRÓN. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —¿Pertenece solo a los labradores tener cuidado de los bueyes?

EUTIFRÓN. —Sí.

SÓCRATES. —La santidad y la piedad es del cuidado de los dioses. ¿No es esto lo que dices?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Todo cuidado no tiene por objeto el bien y utilidad de la cosa cuidada? ¿No ves hacerse mejores y más dóciles los caballos que están al cuidado de un entendido picador?

EUTIFRÓN. —Sí, sin duda.

SÓCRATES. —¿El cuidado que un buen cazador tiene de sus perros, el que un buen labrador tiene de sus bueyes, no hace mejores lo mismo a los unos que a los otros, y así en todos los casos análogos? ¿Puedes creer, que el cuidado en estos casos tienda a dañar lo que se cuida?

EUTIFRÓN. —No, sin duda, ¡por Zeus!

SÓCRATES. —¿Tiende pues a hacerlos mejores?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —La santidad, siendo el cuidado de los dioses, debe tender a su utilidad, y tiene por objeto hacer a los dioses mejores. ¿Pero te atreverías a suponer que, cuando ejecutas una acción santa, haces mejor a alguno de los dioses?

EUTIFRÓN. —Jamás, ¡por Zeus!

SÓCRATES. —No creo tampoco que sea ese tu pensamiento, y ésta es la razón por la que te he preguntado cuál era el cuidado de los dioses, de que querías hablar, bien convencido que no era este.

EUTIFRÓN. —Me haces justicia, Sócrates.

SÓCRATES. —Éste es ya punto concluido. ¿Pero qué clase de cuidado de los dioses es la santidad?

EUTIFRÓN. —El cuidado que los criados tienen por sus amos.

SÓCRATES. —Ya entiendo; ¿la santidad es como la sirviente de los dioses?

EUTIFRÓN. —Así es.

SÓCRATES. —¿Podrías decirme lo que los médicos operan por medio de su arte? ¿No restablecen la salud?

EUTIFRÓN. —Sí.

SÓCRATES. —El arte de los constructores de buques ¿para qué es bueno?

EUTIFRÓN. —Sin duda, Sócrates, para construir buques.

SÓCRATES. —¿El arte de los arquitectos, no es para construir casas?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Dime, ¿para qué puede servir la santidad, este cuidado de los dioses? Es claro, tú debes saberlo; tú que pretendes conocer las cosas divinas mejor que nadie en el mundo.

EUTIFRÓN. —Con razón lo dices, Sócrates.

SÓCRATES. —Dime, pues, ¡por Zeus!, lo que hacen los dioses de bueno, auxiliados de nuestra piedad.

EUTIFRÓN. —Muy buenas cosas, Sócrates.

SÓCRATES. —También las hacen los generales, mi querido amigo; sin embargo, hay una muy principal, que es la victoria que consiguen en los combates. ¿No es verdad?

EUTIFRÓN. —Muy cierto.

SÓCRATES. —Los labradores hacen igualmente muy buenas cosas, pero la principal es alimentar al hombre con los productos de la tierra.

EUTIFRÓN. —Convengo en ello.

SÓCRATES. —Dime, pues. ¿De todas las cosas bellas que los dioses hacen por el ministerio de nuestra santidad, cuál es la principal?

EUTIFRÓN. —Ya te dije antes, Sócrates, que es difícil explicar esto con toda exactitud. Lo que puedo decirte en general es que agradar a los dioses con oraciones y sacrificios es lo que se llama santidad, y constituye la salud de las familias y de los pueblos; a la vez que desagradar a los dioses es entregarse a la impiedad, que todo lo arruina y destruye, hasta los fundamentos.

SÓCRATES. —En verdad, Eutifrón, si hubieras querido, habrías podido decirme con menos palabras lo que te he preguntado. Es fácil notar, que no tienes deseo de instruirme, porque antes estabas en el camino, y de repente te has separado de él; una palabra más, y yo conoceré perfectamente la naturaleza de la santidad. Al presente, puesto que el que interroga debe seguir al que es interrogado, ¿no dices que la santidad es el arte de sacrificar y de orar?

EUTIFRÓN. —Lo sostengo.

SÓCRATES. —Sacrificar es dar a los dioses. Orar es pedirles.

EUTIFRÓN. —Muy bien, Sócrates.

SÓCRATES. —Se sigue de este principio, que la santidad es la ciencia de dar y de pedir a los dioses.

EUTIFRÓN. —Has comprendido perfectamente mi pensamiento.

SÓCRATES. —Esto consiste en que estoy prendado de tu sabiduría, y me entrego a ti absolutamente. No temas que me desentienda ni de una sola de tus palabras. Dime, pues, ¿cuál es el arte de servir a los dioses? ¿No es, según tu opinión, darles y pedirles?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Para pedir bien, ¿no es necesario pedirles cosas que tengamos necesidad de recibir de ellos?

EUTIFRÓN. —Nada más verdadero.

SÓCRATES. —Y para dar bien, ¿no es preciso darles en cambio cosas que ellos tengan necesidad de recibir de nosotros? Porque sería burlarse dar a alguno cosas de las que no tenga ninguna necesidad.

EUTIFRÓN. —Es imposible hablar mejor.

SÓCRATES. —La santidad, mi querido Eutifrón, ¿es por consiguiente una especie de tráfico entre los dioses y los hombres?

EUTIFRÓN. —Si así lo quieres, será un tráfico.

SÓCRATES. —Yo no quiero que lo sea, si no lo es realmente; pero dime: ¿qué utilidad sacan los dioses de los presentes que les hacemos? Porque la utilidad que sacamos de ellos es bien clara, puesto que no somos partícipes del bien más pequeño que no lo debamos a su liberalidad. ¿Pero de qué utilidad son a los dioses nuestras ofrendas? ¿Seremos tan egoístas que solo nosotros saquemos ventaja de este comercio, y que los dioses no saquen ninguna?

EUTIFRÓN. —¿Piensas, Sócrates, que los dioses pueden jamás sacar ninguna utilidad de las cosas que reciben de nosotros?

SÓCRATES. —¿Luego para qué sirven todas nuestras ofrendas?

EUTIFRÓN. —Sirven para mostrarles nuestra veneración, nuestro respeto y el deseo que tenemos de merecer su favor.

SÓCRATES. —Luego, Eutifrón, ¿lo santo es lo que obtiene el favor de los dioses, y no lo que les es útil ni lo que es amado de ellos?

EUTIFRÓN. —No, yo creo que por encima de todo está el ser amado por los dioses.

SÓCRATES. —Lo santo, a lo que parece, es aún lo que es amado por los dioses.

EUTIFRÓN. —Sí, por encima de todo.

SÓCRATES. —¡Hablándome así extrañas que tus discursos muden sin cesar, sin poder fijarse! ¿Y te atreves a acusarme de ser el Dédalo que les da esta movilidad continua, tú que mil veces más astuto que Dédalo, los haces girar en círculo? ¿No te apercibes de que vuelven sin cesar sobre sí mismos? ¿Has olvidado, sin duda, que lo que es santo y lo que es agradable a los dioses no nos ha parecido la misma cosa, y que las hemos encontrado diferentes? ¿No te acuerdas?

EUTIFRÓN. —Me acuerdo.

SÓCRATES. —¡Ah!, ¿no ves que ahora dices que lo santo es lo que es amado por los dioses? Lo que es amado por los dioses, ¿no es lo que es amable a sus ojos?

EUTIFRÓN. —Ciertamente.

SÓCRATES. —De dos cosas una: o hemos distinguido mal, o si hemos distinguido bien, hemos incurrido ahora en una definición falsa.

EUTIFRÓN. —Así parece.

SÓCRATES. —Es preciso que comencemos de nuevo a indagar lo que es la santidad; porque yo no cesaré hasta que me la hayas enseñado. No me desdeñes, y aplica toda la fuerza de tu espíritu para enseñarme la verdad, Tú la sabes mejor que nadie, y no te dejaré, como otro Proteo, hasta que me hayas instruido; porque si no hubieses tenido un perfecto conocimiento de lo que es santo y de lo que es impío, indudablemente jamás habrías fulminado una acusación criminal, ni acusado de homicidio a tu anciano padre, por un miserable colono; y lejos de cometer una impiedad, hubieras temido a los dioses y respetado a los hombres. No puedo dudar que tú crees saber perfectamente lo que es la santidad y su contraria; dímelo, pues, mi querido Eutifrón, y no me ocultes tus pensamientos.

EUTIFRÓN. —Así lo haré para otra ocasión, Sócrates, porque en este momento tengo precisión de dejarte.

SÓCRATES. —¡Ah!, qué es lo que haces, mi querido Eutifrón, esta marcha precipitada me priva de la más grande y más dulce de mis esperanzas, porque me lisonjeaba con que después de haber aprendido de ti lo que es la santidad y su contraria, podría salvarme fácilmente de las manos de Méleto, haciéndole ver con claridad que Eutifrón me había instruido perfectamente en las cosas divinas; que la ignorancia no me arrastraría a introducir opiniones nuevas sobre la divinidad; y que mi vida sería para lo sucesivo más santa.

APOLOGÍA DE SÓCRATES

Argumento[1] de la Apología de Sócrates por Patricio de Azcárate

La apología puede dividirse en tres partes, cada una de las cuales tiene su objeto.

En la primera parte, la que precede a la deliberación de los jueces sobre la inocencia o la culpabilidad del acusado, Sócrates responde en general a todos los adversarios que le han ocasionado su manera de vivir lejos de los negocios públicos y sus conversaciones de todos los días en las plazas, en las encrucijadas y en los paseos de Atenas. Sócrates, se decía, es un hombre peligroso, que intenta penetrar los misterios del cielo y de la tierra, que tiene la habilidad de hacer buena la peor causa, y que enseña públicamente el secreto. Sócrates responde que jamás se ha mezclado en las cosas divinas; que su enseñanza no era como la de los sofistas que exigían un salario, si bien sobre este último punto no había acusación. En fin, en apoyo de esta enseñanza popular, esforzándose en hacer ver a los unos su falsa ciencia, y a los otros su ignorancia, invoca una misión sagrada recibida del dios de Delfos. ¿Era éste el camino de congraciarse, teniendo en frente los resentimientos profundos que hacía mucho tiempo había excitado su punzante ironía? No; toda esta justificación, que elude los cargos más bien que los rechaza, solo podía servir para aumentar la desconfianza de los jueces, prevenidos ya en su contra.

Así es que su verdadero valor y su interés aparecen por entero en la consecuencia moral, que Sócrates procura deducir con tanta profundidad como ironía. Dice que ha conversado sucesivamente con los poetas, con los políticos, con los artistas y con los oradores; es decir, con los hombres que pasan por los más hábiles y los más sabios de todos; y como ha visto en los unos y en los otros, en medio de su exagerada pretensión a una sabiduría y a una habilidad universales, igual incapacidad para justificarlos hasta en el dominio limitado de su respectivo arte, declara que a sus ojos la sabiduría humana es bien poca cosa, o más bien, que no es nada si no se inspira en la única verdadera sabiduría, que reside en dios, y que solo se revela al hombre por las luces de la razón.

 

Pero los enemigos de Sócrates no se contentaron con acusaciones generales, y formularon, por boca de Méleto, estas dos acusaciones concretas: primero, que corrompía a los jóvenes; segundo, que no creía en los dioses del Estado y que los sustituía con extravagancias demoníacas. Estos dos cargos se llamaban y apoyaban el uno al otro, porque tenían por fundamento común el crimen de ultraje a la religión.

Sobre el primer punto, Sócrates responde solamente que por su interés personal no era fácil que corrompiera a los jóvenes, porque los hombres deben esperar más mal que bien de aquellos a quienes dañan. Su defensa sobre el segundo punto no es más categórica. Porque, en lugar de probar a Méleto que cree en los dioses del Estado, Sócrates cambia los términos de la acusación, y prueba que cree en los dioses, puesto que hace profesión de creer en los demonios, hijos de los dioses. ¿Pero estos dioses son los de la república? Sobre esto nada dice.

Su arenga toma de repente un carácter de elevación y fuerza, cuando invocando su amor profundo a la verdad y la energía de su fe en la misión de que se cree encargado, revela, delante de los jueces, el secreto de toda su vida. Si no ha vivido como los demás atenienses, si no ha ejercido las funciones públicas, no ha sido por capricho ni por misantropía. Obedecía resueltamente la voluntad de un dios, que desde su juventud lo forzaba a consagrarse a la educación moral de sus conciudadanos. Así es que contra sus intereses más queridos, se ha visto, aunque voluntariamente, convertido en instrumento dócil de la divinidad. ¿Y no preveía las luchas y los odios que debía causarle semejante misión? Sí; pero estaba resuelto a sacrificar en su obsequio hasta la vida. Esta confianza admirable, que enlaza y domina el debate, hace ver claramente que Sócrates cuidaba menos del resultado de su causa que del triunfo de sus doctrinas morales. En este último discurso, que le es permitido, solo ve la ocasión de dar una suprema enseñanza, la más brillante y eficaz de todas.

Se nota, sin embargo, una gran oscuridad sobre la naturaleza de ese demonio familiar, que Sócrates invoca tantas veces. ¿Era en él la luz de la conciencia, singularmente fortalecida y aclarada por la meditación y por una especie de exaltación mística? No hay dificultad en creerlo. Pero también hay materia para suponer, fundándose en algunos pasajes del Timeo y del Banquete, que Sócrates admitía, como todos los antiguos, la existencia de seres intermedios entre Dios y el hombre, cuya inmensa distancia llenan mediante la diferencia de naturaleza, y ejercen en un ministerio análogo al de los ángeles en la teología cristiana. Los griegos los llamaban demonios, es decir, seres divinos. ¿Y era alguno de estos genios el que se hacia escuchar por Sócrates? Piénsese de esto lo que se quiera, la duda no desvirtúa en nada el efecto moral de las páginas más originales de la Apología.

En la segunda parte, comprendida entre la primera decisión de los jueces y su deliberación sobre la aplicación de la pena, Sócrates, reconocido culpable, declara sin turbarse que se somete a su condenación. Pero su firmeza parece convertirse en una especie de orgullo, que debió herir a los jueces, cuando rehusando ejercitar el derecho que le daba la ley para fijar por sí mismo la pena, se cree digno de ser alimentado en el Pritaneo[2] a expensas del Estado, que era la mayor recompensa que en Atenas se dispensaba a un ciudadano. Moralmente tuvo razón; pero bajo el punto de vista de la defensa, no puede negarse que esta actitud altanera debió aumentar el número de los votos que le condenaron a muerte.

Éste era indudablemente el voto secreto del acusado, puesto que en la última parte de la Apología, una vez pronunciada la pena, dejó ver una alegría que no era figurada. Su demonio familiar le había advertido el resultado que daría el procedimiento, inspirándole la idea de no defenderse, y su muerte era a sus ojos la suprema sanción de sus doctrinas y el último acto necesario de su destino. Así es que la idea que desde aquel acto le preocupó más, fue probar que miraba la muerte como un bien. De dos cosas, una: o la muerte es un anonadamiento absoluto, y entonces es una ventaja escapar por la insensibilidad a todos los males de la vida, o es el tránsito de un lugar a otro, y en este caso ¿no es la mayor felicidad verse trasportado a la mansión de los justos? Esta despedida de la vida, llena de serenidad y de esperanza, deja tranquilo el pensamiento sobre la creencia consoladora y sublime de la inmortalidad; creencia que una boca pagana jamás había reconocido hasta entonces con palabras tan terminantes. Ella implica ciertamente la distinción absoluta del alma y del cuerpo y la espiritualidad del alma. Aquí se ve que la Apología de Sócrates, si bien está escrita en la forma ordinaria de las defensas forenses, en el fondo es menos política que filosófica, y Platón no la ha sometido tanto al examen de los ciudadanos de Atenas, como a la de los filósofos y moralistas de todos los países. Si su objeto principal hubiera sido justificar civilmente la conducta de su maestro, su defensa sería pobre, porque no consiguió probar, ni la falsedad de las acusaciones intentadas contra Sócrates, ni su inocencia ante las leyes atenienses. ¿Sócrates había atacado realmente la religión y las instituciones religiosas de Atenas? Ésta es la cuestión.

Siendo la religión, como las leyes mismas, una parte esencial de la constitución, el atacarla, sea valiéndose de la ironía, o por medio de una polémica franca, era un crimen de Estado. Además, no solo era un derecho, sino que era un deber en todo ciudadano acusar y perseguir públicamente ante los tribunales al autor de tales ataques.

Y es preciso confesar, que el hombre que en el Eutifrón se burla de los dioses del Olimpo; que califica de cuentos insensatos las tradiciones mitológicas y de tráfico ridículo las ceremonias del culto; el hombre que se pone en guerra abierta con el politeísmo, no podía sustraerse a la acusación de impiedad. He aquí por qué Platón lo defiende mal. Pero, a decir verdad, importa poco a sus ojos, y quizá entraba en su plan, sacrificar la defensa legal a fin de probar la superioridad moral de su maestro sobre los hombres de su tiempo, por la profunda incompatibilidad de sus creencias con las de estos. Sócrates no hubiera aparecido como un gran filósofo si hubiera sido absuelto. Entre otros caracteres, ¿su originalidad no consiste en haber creído en un solo Dios en pleno politeísmo? ¿Y no consiste su grandeza en haberlo dicho, y en haber muerto por haberse atrevido a decirlo?[3]