Novela histórica en Colombia, 1988-2008

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Novela histórica en Colombia, 1988-2008
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Novela histórica en Colombia 1988-2008

Entre la pompa y el fracaso

Pablo Montoya

Editorial Universidad de Antioquia

© Editorial Universidad de Antioquia®

ISBNe: 978-958-714-969-2

Primera edición: noviembre del 2009

Segunda edición (digital): junio de 2020

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia®

Editorial Universidad de Antioquia®

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Imprenta Universidad de Antioquia

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Parte de esta obra obtuvo en el 2008 la Beca Nacional de Investigación en Literatura, del Ministerio de Cultura

Introducción

Seymour Menton habla en La nueva novela histórica de la América Latina (1993) de 367 novelas históricas escritas entre 1949 y 1992. La cifra pareciera tocar los terrenos de lo maravilloso. De hecho, es durante ese período que el realismo maravilloso se establece entre los autores de esta parte del mundo como el arte poético por excelencia para la creación novelística. El punto de partida para este tipo de narración es, según el crítico norteamericano, El reino de este mundo (1949) de Alejo Carpentier. La nueva novela histórica se caracteriza, en general, por ser carnavalesca, paródica y heteroglósica; por dinamitar el discurso oficial de la historia a través de los anacronismos; por la presencia de la intertextualidad o el palimpsesto; y por ficcionalizar las figuras históricas más relevantes.

Es la historia de América, sin duda, el eje primordial de la realidad maravillosa que ya Carpentier, apertrechado en toda la parafernalia surrealista, explicaba en su prólogo de la novela sobre las cimarronadas de Haití. De las 367 novelas, Menton registra, hasta 1988, ocho de autores colombianos: El amor en los tiempos del cólera (1985) de Gabriel García Márquez, Los cortejos del diablo (1970), La tejedora de coronas (1982) y El signo del pez (1987) de Germán Espinosa, La otra raya del tigre (1977) de Pedro Gómez Valderrama, Las cenizas del Libertador (1987) de Fernando Cruz Kronfly, Los pecados de Inés de Hinojosa (1986) de Próspero Morales Pradilla y El fusilamiento del diablo (1986) de Manuel Zapata Olivella. Pero desde 1988 en adelante, el panorama literario colombiano se ha enriquecido por la narrativa histórica de tal manera que la cifra de Menton es superada con amplitud.

Las causas de este incremento son varias. Una de ellas, señalada por el crítico norteamericano para todo el continente, es la celebración del quinto centenario del Descubrimiento de América. Otra, la necesidad de los escritores colombianos de hallar las claves necesarias en el pasado de la violenta Conquista, de la reprimida Colonia y del fragoroso siglo xix, para comprender, al menos desde la ficción literaria, la situación de permanente crisis política y social que ha vivido el país durante los últimos años. Parece que los novelistas colombianos contemporáneos se reconocieran en la consideración de Georg Lukács de que la literatura, cuando se enfrenta a la historia, procura indagar en períodos de grandes traumatismos sociales. Y habrá algunos que piensen, amparados por el materialismo histórico, y parafraseando a Walter Benjamin cuando se refiere a la labor del cronista, que Colombia, para redimirse de sus males innúmeros, debe arrojarse a su pasado y sopesarlo desde el presente de los nuevos escritores. Indagación que, como lo hicieron los novelistas románticos latinoamericanos, iría a los momentos fundadores de la nación colombiana para intentar salvar a la golpeada colectividad de hoy. Pero los escritores locales no sólo se trasladan, para desentrañar los diversos móviles de la identidad nacional, hacia el siglo xix, que es en donde surge la caótica y sangrienta República, sino que traspasan la Colonia para rastrear la igualmente sangrienta y caótica Conquista.

Una causa más es la de lanzar las preocupaciones del imaginario del escritor a un horizonte histórico extraterritorial. Desde esta perspectiva, se podría afirmar ahora, sin temor a caer en la pose cosmopolita de índole modernista que tanto han fustigado los exponentes de la región, que son tan colombianas las novelas que buscan en realidades romanas o turcas (El signo del pez de Espinosa y Tamerlán (2003) de Enrique Serrano), como las que narran periplos históricos latinoamericanos o propiamente colombianos (La risa del cuervo (1992) de Álvaro Miranda, La ceiba de la memoria (2007) de Roberto Burgos Cantor y Ursúa (2005) de William Ospina, por sólo nombrar algunas de las novelas que se trabajan en esta obra). En cualquier caso, las novelas históricas colombianas ocupan un puesto relevante en la producción literaria más reciente del país. Ellas delinean la calidad del profesionalismo y del oficio novelístico de sus autores, y nombran de varias maneras esa suerte de apertura hacia realidades pasadas que puede entenderse como un insoslayable signo de “la mayoría de edad”, para emplear una expresión cara al siempre escéptico Hernando Valencia Goelkel, a la que han llegado los escritores colombianos. Desdeñarlas no es sensato, puesto que algunas de estas novelas son complejos organismos literarios y superan en profundidad estética aquellas relacionadas con el narcotráfico, el sicariato, la corrupción política y demás larvas sociales que intentan definir nuestra decadente modernidad.

¿Qué se entiende en los inicios del siglo xxi por novela histórica? Frente a la proliferación de estudios sobre este tema, que van desde las notas pioneras de José María Heredia, escritas en 1832 —en donde se atacan las “ficciones mentirosas” de las novelas históricas de Walter Scott—, pasando por el texto fundamental de Lukács, La novela histórica (1954), hasta las numerosas tesis doctorales que se elaboran actualmente en las universidades del mundo, me acojo a la breve definición que Enrique Anderson Imbert dio en 1952: “Llamamos ‘novelas históricas’ a las que cuentan una acción ocurrida en una época anterior a la del novelista”. Amado Alonso hace una discutible apostilla a esta definición y dice que ese pasado no debe haber sido experimentado por el autor. Esta experiencia parecería ser de tipo vivencial. Pero la literatura que recrea un tiempo anterior obedece a una experiencia de tipo intelectual y emocional que el autor siente inevitablemente hacia el fenómeno recreado. De allí que sea comprensible que en muchas novelas históricas el diálogo entre el presente del autor y el pasado que la novela documenta, disfraza o inventa, esté muy marcado. Tal circunstancia es lo que favorece en algunas obras la presencia del anacronismo, que comunica las diversas dimensiones temporales que hacen posible la existencia de un devenir literario histórico determinado.

En el prefacio de Ivanhoe (1820), una de las novelas históricas clásicas del siglo xix, Scott aclaraba que el autor traducía necesariamente las costumbres y el lenguaje del pasado a su propio tiempo. Pero así promulgara esta libertad creativa, Scott consideraba también que en la novela no se debía referir nada que no estuviera de acuerdo con la forma de vida de la época descrita. Por su parte, Alexander Pushkin, el continuador de las ideas de Scott en Rusia, denunció la modernización de la representación histórica en muchas novelas cuyos personajes del siglo xvi parecían haber leído el Times y el Journal des Débats. Actualmente, muchos autores y lectores siguen respetando las enseñanzas de la novela histórica a lo Walter Scott. Pero otros las pasan por encima con un desparpajo y un humor que resultan saludables. Es verdad, por otra parte, que hay una manera de comprender toda novela como novela histórica. Ya Lukács, reacio a llamar subgénero a este tipo de narraciones, encontraba muchas similitudes entre las novelas realistas y las novelas históricas del siglo xix, y para comprobar esto se detuvo en algunas obras de Honoré de Balzac y de Lev Tolstoi. En el contexto latinoamericano, José Emilio Pacheco dice algo que puede ser cierto: “La novela ha sido desde sus orígenes la privatización de la historia […]. Historia de la vida privada, historia que no tiene historia […]. En este sentido todas las novelas son novelas históricas”. La crítica tradicional marxista expondría que la historia privada jamás está ligada con suficiente fuerza a la vida auténtica de los pueblos. Autenticidad que, según ella, debe ser el sustento de toda novela histórica genuina. Con todo, es pertinente argüir que la amplitud del concepto de Pacheco, por más atractiva que sea, otorga simplemente un escollo metodológico a cualquier estudio riguroso que quiera hacerse sobre el tema.

Para los análisis que presento, cuando el caso lo amerite, utilizo interpretaciones de diferentes autores. El eclecticismo es quizás una de las mejores expresiones que definen la libertad analítica del crítico. Someterse a camisas de fuerza impuestas por algunas teorías especulativas es incómodo. No creo cometer, entonces, irresponsabilidad alguna al decir, basado en lo que han afirmado muchos, que una novela histórica es aquel artefacto narrativo que permite al autor y al lector visitar una época pasada, no importa cuán lejana o cercana sea, con los personajes que existieron o pudieron existir, con los espacios y tiempos que se convierten todos en fenómenos literarios que ayudan a los hombres de hoy a conocerse mejor. En realidad, el objetivo de este libro es interpretar, con la autonomía que otorga el arduo aunque deleitable oficio del crítico literario, algunas de las últimas novelas históricas colombianas y señalar cómo en ellas se dibuja un carácter tradicional o un matiz novedoso; en dónde aciertan o en dónde están sus falencias en la forma como asumen un período pasado.

 

Es menester precisar que veinte de las veintiuna novelas seleccionadas para este estudio tratan realidades históricas colombianas que llegan hasta los primeros años del siglo xx. Sólo hay una novela que representa la tendencia cosmopolita o extraterritorial, y es la que marca el final del recorrido interpretativo que propongo. Me refiero a Tamerlán de Enrique Serrano. Este tránsito de asuntos propiamente colombianos a uno relacionado con el mundo musulmán de la Edad Media puede resultar brusco para el lector, pero me ha parecido pertinente culminar este libro con una novela y un autor que representan con amplitud la continuación en Colombia del imaginario modernista de matices cosmopolitas frente a la novela histórica. Ignorar esta tendencia sería un error, pues ella viene manifestándose con fuerza en los últimos años. Por supuesto, ni Tamerlán ni su autor son los únicos exponentes de este tipo de novela histórica. A su lado podrían figurar novelas como El hombre de diamante (2008) de este mismo escritor, El enfermo de Abisinia (2008) de Orlando Mejía Rivera, La pasión de María Magdalena (2008) de Juan Tafur y La sed del ojo (2004) y Lejos de Roma (2008) de Pablo Montoya. Sin embargo, creo que con el estudio de Tamerlán se ofrece una mirada que brinda luces para comprender de dónde viene nuestro interés literario por nombrar otras realidades aparentemente ajenas a las colombianas.

Es necesario aclarar, igualmente, que no me ocupo de las novelas que abordan, por ejemplo, la Primera o la Segunda Guerra Mundial, el Bogotazo y sus consecuencias nacionales, o los otros magnicidios cometidos durante la brumosa era del narcotráfico. La delimitación es polémica, porque toca el aspecto temporal que define la novela histórica. Para algunos especialistas, la novela histórica es aquella que recrea acontecimientos sucedidos por lo menos treinta años antes de la fecha de publicación de la obra. Este es, acaso, un criterio peregrino. Se sabe, por ejemplo, que una obra como Cien años de soledad (1967) ha sido leída, desde su primera recepción por los críticos europeos, como novela histórica, así el último de los Buendía tenga demasiados vínculos biográficos con la primera etapa de la vida de García Márquez. La ceiba de la memoria de Roberto Burgos es una novela histórica aunque uno de sus narradores se ubique con claridad hacia finales del siglo xx, que es la época que corresponde a la del autor. En fin, este estudio llega hasta inicios del siglo xx simplemente por razones de equilibrio. Revisar las novelas históricas colombianas que se ocupan, además, de la historia de una buena parte del siglo xx significaba asumir la escritura de un mamotreto. Y este libro nació, creció y se ha concluido pensándose que debía ser un texto más o menos corto, de carácter más divulgativo que académico, y que propusiera un balance crítico de la novela histórica colombiana.

Quiero, por último, referirme a algunos contornos de la génesis de este estudio. La primera idea de escribir sobre la novela colombiana contemporánea surgió cuando la Editorial Universidad de Antioquia me pidió un libro sobre este tema. Mis lecturas y notas estaban encaminadas hacia ello cuando se conformó, a mediados del 2008, un grupo de cinco investigadores colombianos dirigidos por el crítico David Jiménez. El objetivo del grupo fue escribir un libro sobre la novela colombiana publicada en las dos últimas décadas. Pensábamos —aún lo pensamos— que ante el caudal de publicaciones novelísticas en Colombia durante este período era necesario ofrecer a los lectores una valoración juiciosa del fenómeno. Y juiciosa quiere decir, en nuestro caso, proponer una crítica apoyada en el rigor del especialista en literatura, así nuestra pretensión no fuera involucrarnos en la crítica pesadamente académica. Es, vale la pena resaltarlo, un signo inequívoco de la confusión actual en que se halla la vida literaria del país, la ausencia de una crítica seria capaz de ponderar, sin caer en los odios de las capillas, en las insoportables cofradías del mutuo elogio o en los rumbos fijados por los grandes consorcios editoriales y estatales, la gran cantidad de obras con que, de un momento a otro, se ha poblado nuestra literatura.

Sin desconocer las fuentes bibliográficas en que debíamos apoyarnos, nuestra intención consistió en explicarle al lector común, pero también al especializado, aspectos como la política y la literatura, las modalidades técnicas de los narradores, la experimentación, la presencia de la diáspora y la historia en la novela colombiana contemporánea. Para ello, y estimulados por una beca de investigación literaria otorgada por el Ministerio de Cultura, nos dividimos la tarea. A mí me correspondió la novela histórica ya que es un asunto que he abordado en varios de mis cuentos y en las dos novelas que he publicado hasta ahora. Lo que escribí, en principio, fue un ensayo sobre novelas dedicadas a la Conquista y a la Colonia. Muy rápido nos dimos cuenta de que el tema mío era ambicioso y que debía prolongarse. El resultado de la prolongación de ese primer ensayo es este libro, que la Editorial Universidad de Antioquia, en hora buena, les entrega a ustedes.


José María Espinosa Prieto, Simón Bolívar, ca. 1830.

Pintura (óleo sobre tela), 67 x 50,5 cm.

Colección del Museo Nacional de Colombia.

Foto: Museo Nacional de Colombia / Juan Camilo Segura.

El caso Bolívar: entre la pompa y el fracaso

1

Entre los hombres de la América decimonónica, Simón Bolívar es quien más ha atraído la atención de los últimos narradores colombianos. José Enrique Rodó ya decía en su ensayo sobre el Libertador que pocas vidas como esta, por su carácter de fuerte grandeza, “subyugan con tan violento imperio las simpatías de la imaginación heroica”. Pero este heroísmo posee un matiz singular: está fundado más en la derrota que en el triunfo. Nuestros novelistas parecieran continuar la divisa de Pablo Morillo cuando dijo de Bolívar que era “más temible vencido que vencedor”. Al leer las novelas colombianas sobre el militar caraqueño, es fácil concluir que este se yergue como el símbolo no sólo de la derrota política de una nación sino de su inexorable derrota humana. Derrota que, no obstante, está atravesada por la idealización del héroe, si bien ya no se recurre a la helenización que los poetas de la Independencia hacían de los libertadores americanos. El mismo Bolívar comentaba con humor las comparaciones de José Joaquín Olmedo presentes en su Canto a la victoria de Junín (1825). Ante tales versos —Olmedo compara a Bolívar con Júpiter, a Sucre con Marte, a Córdoba con Aquiles, a Negochea con Patroclo, a Lara con Ulises—, el prócer opinaba que el poeta exageraba un poco. Es cierto que a ninguno de los escritores de las últimas décadas se le ocurriría poner carruajes griegos, dioses romanos, negros avernos, corceles impetuosos y mares undosos en las gestas de la Independencia. Sabrían que al hacerlo provocarían ese desolador tránsito de lo heroico hacia lo ridículo. Pero, bajo cierta óptica, casi todos los autores terminan fascinados por el héroe marcial y no evitan el homenaje.

Frustración y soledad son los temas que marcan los últimos días del Libertador. En medio de un estado de postración definitiva, Bolívar llegó a considerarse uno de los tres grandes majaderos de la historia. Los otros dos, según él mismo, fueron Jesús y Don Quijote (“Los tres grandes majaderos de la humanidad hemos sido: Jesucristo, don Quijote y yo”, le oyeron decir a Bolívar en la Quinta de San Pedro Alejandrino, en diciembre de 1830, días antes de su muerte). Para los propósitos de los más recientes novelistas colombianos, es este itinerario postrero de Bolívar el más atrayente. Por un lado, es su viaje hacia la muerte. Por el otro, es el menos documentado por la historia y el menos trabajado, hasta la década de 1980, en la literatura. Representa, además, los días en que Bolívar adquirió plena conciencia de que su vida y sus esfuerzos por crear la gran república colombiana habían sido inútiles. De este recorrido, emprendido desde Santafé hasta la quinta de Santa Marta, se ocupan Fernando Cruz Kronfly en Las cenizas del Libertador, Gabriel García Márquez en El general en su laberinto (1989), Álvaro Pineda Botero en El insondable (1997) y Víctor Paz Otero en La agonía erótica. De Bolívar, el amor y la muerte (2005). Aunque hay diferencias narrativas en estas obras, todas lanzan sobre la desesperanzada travesía hacia el final del Libertador un halo de grandeza que enaltece esta compleja figura de la historia colombiana.

En su edición para conmemorar el bicentenario del natalicio de Simón Bolívar, la Biblioteca Ayacucho señaló un rumbo particular. Se trata, según el compilador Manuel Trujillo, de mostrarle al lector una faceta más humana y menos heroica del prócer. Trujillo explica en su prólogo: “He privado, pues, de esta selección de textos bolivarianos el concepto de un Bolívar menos ‘histórico’, menos divinizado y más humano, más de piel y hueso, en el convencimiento de que su fascinación y grandeza se hacen mayores cuando se le mira como a un semejante”. Entre los textos seleccionados sobresalen algunos que matizan este carácter humano. Es el caso, para citar quizás el más relevante, de la célebre apología del Libertador “Don Quijote Bolívar” (1914) de Miguel de Unamuno. Allí se construyen enlaces entre estos dos caballeros de la desilusión. Pero hay muchos otros textos en los que prevalece la típica nota grandilocuente, como es el caso del “Simón Bolívar” (1893) de José Martí, el “Bolívar” (1912) de Rodó, “El andante caballero de la democracia” (1930) de Guillermo Valencia, o el “Simón Bolívar” de Juan Montalvo. Lo que parece significativo señalar es que entre los textos que Trujillo seleccionó está “El último rostro” (1974) de Álvaro Mutis. Este cuento, o fragmento narrativo, es el que marca el inicio de las nuevas miradas colombianas, hechas de matices sombríos, sobre este personaje.

Lo que precipita la narración de “El último rostro” es el hallazgo de documentos inéditos de gran valor histórico, situación que es utilizada con bastante frecuencia en la narrativa histórica. Como si con ello se quisiera decir que para la literatura tienen más importancia los textos apócrifos del pasado que las versiones oficiales de la historia, ya que lo que pretende la imaginación literaria es nombrar otros matices de lo que sucedió. A manuscritos extraviados en subastas, bibliotecas o archivos privados, recurren novelas como El insondable de Pineda Botero y Conviene a los felices permanecer en casa (1992) de Andrés Hoyos, un atractivo texto que tiene que ver con Bolívar y la Independencia. El narrador de “El último rostro” da testimonio de un legado de manuscritos vendidos en una subasta de Londres, a finales de la Segunda Guerra Mundial. Ellos son reproducidos ante el lector, y se oye la voz del coronel polaco Napierski. El cuento es el diario que este militar, admirador de la gesta libertadora de América, escribió durante su estancia en Cartagena de Indias cuando el fantasma de Bolívar iba al encuentro de la muerte. Es en estas páginas donde está mejor reflejado, con más contundencia poética, el abatimiento de los últimos días del Libertador. Abatimiento que, en cierto pasaje del relato, pretende nombrar el fracaso histórico que ha acompañado, y acaso seguirá acompañando, las acciones revolucionarias colombianas. Bolívar, en un arranque de incredulidad, muy propio de la desesperanza del universo poético de Maqroll el Gaviero, el personaje central de la obra de Mutis, dice:

Aquí se frustra toda empresa humana. El desorden vertiginoso del paisaje, los ríos inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas, el clima implacable, trabajan la voluntad y minan las razones profundas, esenciales, para vivir… Esas razones nos impulsan todavía, pero en el camino nos perdemos en la huera retórica y en la sanguinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una conciencia de lo que debimos hacer y no hicimos y que sigue trabajando allá adentro, haciéndonos inconformes, astutos, frustrados, ruidosos e inconstantes. Los que hemos enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vidas, conocemos demasiado bien los extremos a que conduce esta inconformidad estéril y retorcida.

Aunque en este pasaje hay una explicación determinista de la naturaleza y el hombre colombiano —que no sólo la pudo tener Bolívar en sus últimos días, sino que ciertamente era la opinión de casi todos los hombres ilustrados de la época—, es este tono de derrota impostergable el que va a impregnar las novelas sobre Bolívar que vendrán después.

 

2

Gabriel García Márquez explica en sus “Gratitudes”, anexo que introduce al final de El general en su laberinto, la deuda que tiene con Álvaro Mutis. Según sus palabras, la novela que ha escrito pretende ser el desarrollo del trozo narrativo que su amigo nunca culminó. “El último rostro”, empero, no es un texto inconcluso. La crítica, conociendo las intenciones que tuvo alguna vez Mutis de escribir una novela sobre el último viaje de Bolívar, ha visto en el fragmento uno de los relatos históricos mejor logrados del siglo xx en Colombia. Hay diferencias marcadas entre los textos de Mutis y García Márquez. El uno asume la contención y la síntesis propias del cuento, mientras que el otro se afinca en el desarrollo de los personajes y la descripción de los espacios y los tiempos que corresponden al formato tradicional de la novela. En tanto que el primero otorga a su Bolívar un tono de rotunda descreencia y de amargura total, el segundo, sin olvidar estos elementos, agrega su humor, su noción de sensualismo y su ironía, hasta tal punto que termina llenando la personalidad del Libertador con acentos que hoy se consideran típicamente garciamarquianos. Ciertos lectores de la novela, conocedores de los avatares del prócer, han considerado que este es una suerte de García Márquez disfrazado. O mejor aún, que el Libertador adquiere demasiados visos de los coroneles y generales de las provincias caribeñas que atraviesan el mundo narrativo del Nobel. Pero El general en su laberinto es una novela y no un libro de historia. Y no es nada extraño, al contrario es esperable, que las maneras de comprender el mundo de un autor impregnen los hechos históricos que recrea. Tzvetan Todorov dice en Las morales de la historia (1991) que “no hay hechos, sino sólo discursos sobre los hechos”, que “no hay verdad del mundo, sino sólo interpretaciones del mundo”. Por tal razón es evidente que El general en su laberinto es sólo una interpretación garciamarquiana de su siempre admirado general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios.

García Márquez decidió escribir sobre el último período de Bolívar, porque se trata de un período poco documentado por los historiadores. Los vacíos de la historia, una vez más, según lo estipula la poética de Marcel Schwob en el prólogo de Vidas imaginarias (1896), estimulan la ficción literaria. Pero García Márquez imagina este recorrido, así ciertos críticos consideren que El general en su laberinto es una historiografía novelada, y así lo escriba apoyado en la bibliografía existente sobre la vida de Bolívar. Mientras el gran derrotado viaja, y este es el recurso empleado por el autor, lo que hace es sumirse en los recuerdos. Frecuentes retrocesos en el tiempo y el espacio que se sostienen en la bibliografía de mamotreto que debió consultar el escritor. Él mismo ha señalado algunas de las fuentes a las que recurrió, que son las mismas que generalmente tienen en cuenta los novelistas bolivarianos: la enorme correspondencia y los escritos del prócer, las voluminosas memorias de Daniel Florencio O’Leary y una inverosímil cantidad de recortes periodísticos del pasado. Son muchos los momentos imaginados por García Márquez en este viaje —los encuentros con otros militares, o con civiles, o con fantasmas, que Bolívar tiene en Honda, en Mompox, en Cartagena, en Soledad o en Santa Marta—, pero todos ellos, de una forma u otra, están fundamentados en las fuentes consultadas.

El general en su laberinto es una novela ajena a las técnicas novedosas empleadas por García Márquez. Como lo señala Álvaro Pineda Botero en Del mito a la posmodernidad (1990), nada hay en esta obra de los eventos arquetípicos de Cien años de soledad, de la complejidad anacrónica y los tiempos circulares de El otoño del patriarca (1975), del fondo mítico griego de Crónica de una muerte anunciada (1981), y del espacio desvertebrado de El amor en los tiempos del cólera (1985). El general en su laberinto marca el inicio del último período tradicional y conservador de la narrativa de García Márquez. Su estructura es simple: un relato lineal que se enraíza en la analepsis. Es curioso, por lo demás, que ante esta supuesta libertad que puede significar el período menos documentado de la vida de Bolívar, García Márquez haya decidido maniatar su imaginación prodigiosa. Al lado de Las cenizas del libertador de Cruz Kronfly, narración barrocamente poética, y que aprovecha esta falta de sujeción histórica para crear un personaje delirante y fantasioso, la de García Márquez se limita a contar muy cuidadosamente los avatares, las rabias, las decepciones y los fugaces entusiasmos amatorios de un Bolívar que se debate entre la fragilidad física y el heroísmo portentoso.

La obra, al publicarse, generó una oleada de polémicas en Colombia. Quienes participaron fueron, en gran parte, las academias de la lengua y de la historia del país. Como si se tratara de tribunales que conciben la novela histórica como un asunto que concierne a las verdades sacrosantas de la patria, esta crítica se fue lanza en ristre contra las falsedades, errores, desmesuras e imprudencias cometidas por el escritor; ella se sintió molesta ante un Bolívar que emite flatulencias, eructa, vomita, tiene mal aliento y lleva siempre más cara de muerto que de vivo. La cotidianidad de Bolívar desde su deterioro orgánico, que es quizás uno de los aciertos de la novela, para estos críticos resultó ser un sacrilegio. Es decir, muchos bolivaristas no resistieron la avanzada narrativa de lo que Trujillo pretendió hacer en 1983, en su compilación de valoraciones sobre la humanidad de Bolívar para la Biblioteca Ayacucho. Por otro lado, surgieron las protestas de quienes respetaban la figura de Francisco de Paula Santander. Como en varios pasajes de la novela se mancilla la memoria de este prohombre —se le dice “cruel”, “formalista”, “conservador”, “truchimán”, “avaro”, “cicatero”, “pescado muerto”—, llovieron acalorados comentarios. Y como si esto fuera poco, brotaron denuestos de un lado más, porque en la novela hay una visión peyorativa de los defectos cachacos, es decir de los colombianos andinos, y una valoración exagerada de las virtudes caribeñas, es decir de los colombianos de la costa Atlántica. Lo que sucedía, al ventilarse estos debates poco literarios y sí penosamente políticos e infantilmente regionalistas, era que Bolívar continuaba siendo un tabú. Pero la novela de García Márquez es un homenaje, dueño de un eximio dominio del oficio novelístico, que el espectro de Bolívar y otros militares latinoamericanos del siglo xx estaban esperando desde hacía años.

Como dice John Lynch en su biografía (2006), Bolívar es un personaje que ha suscitado muchas polémicas: “Para los historiadores liberales fue un luchador que combatió la tiranía. Los conservadores crearon a su alrededor un culto. Los marxistas lo rechazaron por considerarlo el líder de una revolución burguesa”. En la dirección valorativa que plantea el historiador inglés, a Bolívar lo siguen reclamando como bandera de lucha las guerrillas colombianas, aunque sea el símbolo de la democracia gubernamental que combate a esas mismas guerrillas. Allí lo defienden los ideólogos derechistas del régimen autoritario del presidente Álvaro Uribe. Allá lo reclama como modelo el populismo autoritario de izquierda del presidente Hugo Chávez. En estas múltiples sendas de la recepción bolivariana, uno de los rasgos visibles de El general en su laberinto es ver cómo Bolívar se ha arraigado con fuerza en una cierta visión de la izquierda que las letras latinoamericanas han forjado del héroe.