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EMPRENDADAS

Oti Corona


Emprendadas

Primera edición, 2021

Del original catalán Emprendades, Ibiza 2019, © Ajuntament D’Eivissa.

© Oti Corona

Diseño de portada:

© Sandra Delgado

Ilustración de portada:

© Vanesa Duque

© Editorial Ménades, 2021

www.menadeseditorial.com

ISBN: 978-84-123354-4-6


en colaboración con


EMPRENDADAS

«Margalida ya se ha muerto. Por fin. Ya puedes escribir la historia de la joya. Habla de Mateu y de Joan, de Miquel y del hijo que no tuvo; de cuando bajamos a Vila a donar las prendas y de aquel tontorrón de Ramos. Bueno, todo, todo, no hace falta que lo expliques; solo lo justo para que quede claro en el pueblo lo que nos pasó en aquellos años de miseria. No lo cuentes todo, porque si alguien se acerca a mi casa y me pregunta por joyas, cruces, anillos o prendas, les diré que tú tienes mucha imaginación.

»Ay, que no te he dicho ni hola. ¿Cómo estás? ¿Y la niña, está bien? Ya me llamarás».

Eulària me dejó este mensaje en el contestador a finales de marzo, cuando llevábamos casi un año sin vernos. Le di mil vueltas y, al final, decidí que prefería que me acusase de tener mucha imaginación a dejar por explicar alguno de los hechos. Así, con lo que me relataron y con lo que leí y viví, pude componer la historia de la majora, que se ha convertido en parte de mi historia.

AYÚDAME A CRECER

Rodéate de personas que te ayuden a crecer.

No pases el tiempo: ocúpalo.

Camina. Avanza. Siempre.

Desconfía de quien te retiene.

Complacer tiene un precio. Recuérdalo.

No sirvas. Nunca. A nadie.

Exige el espacio que quieres para vivir. El espacio que necesitas.

Y un poco más.

Tiempo. Espacio. Descanso. Vida. Casa. Trabajo. Frutos. Dignidad.

¿Amor? Ay, amor.

Pero pasemos a los hechos.

Acababa de dejar mi empleo como administrativa en la Gestoría Figuerola, en Girona, para ir a vivir a Ibiza, y los días se me antojaban eternos. Aunque Xavi me había asegurado que en la isla sería fácil encontrar un trabajito similar, él acababa de poner en marcha su inmobiliaria y me necesitaba. Le ayudaba con la contabilidad y el mantenimiento. «Mantenimiento», bonita palabra que significa todo: tóner en la fotocopiadora, folios en blanco siempre a punto, clips, grapas, bolígrafos —«¡De propaganda no, Virgínia!», me tuvo que gritar un día—, procurar que en la neverita hubiera siempre algo fresco para invitar a la clientela, limpiar los cristales, quitar el polvo, barrer, fregar el suelo, cambiar los carteles del escaparate…

Un recuerdo recurrente de aquella época es la soledad. Me sentía muy sola. A excepción de mi pareja, su madre y su hermana, no conocía a nadie. Mis padres habían venido a verme alguna vez en los primeros meses tras la mudanza, pero el piso se quedaba pequeño para los cuatro y las discusiones eran frecuentes. Llegó un punto en que Xavi no se callaba nada y parecía que todo lo que hacían mis padres le molestaba. Me suponía mucha presión pelearme un día tras otro con mis personas más queridas, y mis padres lo comprendieron: las visitas cada vez se volvieron más cortas y espaciadas, hasta que dejaron de venir. Cada uno en su casa, y todos tan amigos.

—Me buscaré un trabajo, Xavi —estallé un día—. Siempre comes fuera. No tardo nada en tener la casa limpia. Me sobran horas. Estoy asqueada. Y sola. No me acostumbro a vivir así.

Me miró unos segundos. Sonrió y me tomó de la mano.

—Venga, Virgínia. Ya sabes que es temporal.

—Es temporal, pero está durando demasiado. Estoy hecha polvo. No dejaré de ayudar en la inmobiliaria, pero necesito hacer algo más.

—Estás hecha polvo porque te aburres. Mírate alguna carrera de esas que se pueden estudiar desde casa —dijo, sin levantar los ojos del móvil y como quien dice «Sácate el Curso CCC de Guitarra y sé el centro de atención en todas las reuniones».

No era lo que yo tenía en mente, pero me pareció una buena idea. Busqué varias ofertas formativas a distancia y me decidí por un Grado en Humanidades.

Al principio no pudo evitar decepcionarse con mi elección, porque esperaba que escogiese alguna carrera relacionada con la economía o la empresa, que además había sido mi trabajo hasta entonces, y de vez en cuando arrugaba la nariz y gruñía un «estás derrochando tiempo en unos estudios que no nos van a servir nunca para nada». Para su desesperación, el Grado me entusiasmaba y el hastío fue quedando atrás. Llegaba a todo sin agobios: la casa, la empresa de Xavi y los estudios. Fui aprobando sin complicaciones y con excelentes resultados un curso tras otro.

Hasta que nació Maria. Entonces el ritmo de los estudios se fue ralentizando y lo que hasta entonces había sido un divertimento se convirtió en una actividad que tenía que acabar sí o sí para que no supusiese una pérdida de dinero.

Cuando por fin llegó el momento de elegir el tema para mi trabajo de fin de grado, tenía claras dos cosas: la primera, que tenía que conciliarlo con mi hija. Y, segunda: rápido. Tenía que ser rápido. Una tarea sencilla, un trabajito de campo que pudiera desarrollar sin romperme mucho la cabeza.

Se me ocurrió que no me supondría un gran esfuerzo entrevistar a señoras ibicencas de la zona rural, y que podría llevar a cabo el estudio en los ratos muertos en que Xavi pudiese cuidar de Maria; quizás hasta podría llevar a la niña conmigo si no había más remedio. «El traje típico en la isla de Ibiza y a volar», me dije.

Aquel mes de mayo desarrollé la planificación del proyecto, que incluía una documentación previa sobre el tema. Reconozco que me avergonzó mi vacío cultural en todo lo relacionado con asuntos de la tradición ibicenca, a pesar de llevar ya más de tres años viviendo en la isla: gonella, cambuig, rifaco, cosset, clauer, gipó y tantos otros nombres de uso habitual para la gente de Ibiza se me aparecían por primera vez en las páginas de los libros. No solo amplié mi vocabulario, sino que palabras como «trenza», «lazo» o «pañuelo» adquirieron una nueva dimensión al observarlas desde sus orígenes y variaciones a lo largo de la historia.

Con un poco de interés y muchas ganas de acabar la faena, llené mi mesita de noche de libros sobre la procedencia, significado, evolución, relación con la danza, componentes, tejidos y formas del vestido antiguo y joyas en Ibiza. A través de esas lecturas supe que todo el conjunto de piezas de oro, plata o coral que adornaban el cuerpo de las ibicencas se llama «emprendadas, y más adelante escuché a Eulària referirse a todo el conjunto —anillos, joya, cruz, collarcitos, cordoncillo— como «mis prendas».

Me sorprendió esta abundancia de joyas en el mundo rural pitiuso. Las payesas se envolvían el cuello y el pecho con los cordoncillos, cadenas de oro de eslabones entrelazados que podían medir hasta dieciocho palmos, tal y como habrían hecho las mujeres de la época prerromana que habían habitado la isla. Los anillos, tantos como fuera posible, decoraban los dedos y enriquecían la emprendada. Pero la joya más apreciada, la que más llamaba la atención y la que las mujeres de antes más ansiaban tener, era una especie de medallón con grabados de vírgenes, santos o sagrados corazones de Jesús. Este pequeño tesoro, heredado durante generaciones de madres a hijas, recibía el simple nombre de «la joya».

Engullía los libros en diagonal, a menudo limitándome a mirar esquemas y dibujos, más por la urgencia de acabar que por el ansia de conocimiento que se espera de una estudiante de Humanidades. Con veintiocho años y la responsabilidad de una hija pequeña, ya no podía mirar mis propias preferencias sino hacia dónde correr para acabar los estudios lo más pronto posible. Xavi, con más ganas de que me sacara el título que yo misma, enseguida me ofreció su apoyo. Me pidió que cuadrase mi agenda de entrevistas y que le pasase los horarios. Él ya se organizaría en el despacho para quedarse con Maria cuando fuera necesario.

Empecé la búsqueda de mujeres que aún vestían de payesa. La hermana de Xavi me habló de Eulària, abuela de una compañera de trabajo. Me explicó que era una majora muy vivaracha y parlanchina y me aseguró que me proporcionaría una buena aproximación a los motivos que la habían llevado a vestir de payesa hasta el siglo XXI. Me habló de otras señoras mayores, abuelas o tías de algunos conocidos, pero no sabía si estaban vivas o muertas, así que me dio algunos números de teléfono para que yo misma lo averiguase. Por la tarde realicé algunas llamadas y organicé mi agenda de julio:

Martes 7, a las cuatro de la tarde: Eulària, señora de Sant Mateu, conocida de mi cuñada.

Lunes 13, a las once de la mañana: señora de San Jordi, conocida de mi cuñada.

Jueves 16, a las nueve de la mañana: señora de Sant Josep, tía de uno que había salido un tiempo con mi cuñada.

Lunes 20: señora de Vila. Mi cuñada conocía a su hija y trataría de dar con ella en los próximos días.

Estas eran las señoras «vestidas» —es decir, que aún llevaban el traje tradicional— que pude encontrar en el mínimo tiempo y con las mínimas llamadas posibles. Cuatro señoras: pocas para un estudio de campo. No me importaba. Ya me inventaría alguna mala excusa para la consultora de mi trabajo. «Quedan muy pocas señoras vestidas de payesa en Ibiza», por ejemplo. La familia tenía prioridad ese verano; como recalcó Xavi, de alguna manera teníamos que compensar a Maria por las horas y horas que su padre pasaba trabajando. Aparte de limitar el número de entrevistas, me prometí que no dedicaría más de cuarenta minutos a ninguna señora. Decidí que primero me quitaría de encima a las que vivían más alejadas de casa, y por eso empecé por Sant Mateu.

Cuando Xavi revisó las fechas y los horarios me aseguró que no habría problemas para cuidar de Maria, excepto con la primera señora, la del martes a las cuatro de la tarde. A la hora de concertar la visita olvidé, mea culpa, que los martes por la tarde eran lo que él llamaba «su momento»: tarde sin clientes, salida en bici con los amigos y cervecita antes de volver a casa, siempre a tiempo de ayudarme con el baño y la cena de la niña. Me puso mala cara, pero le pedí que hiciese una excepción: me había pasado más de una hora al teléfono intentando encajar todos los horarios con Maria enganchada a mis piernas y no me veía con ánimos de volver a empezar el proceso. Por suerte, accedió. A medias. Acordamos que me acompañaría a Sant Mateu con la nena y, como la entrevista no duraría más de una horita, aún le quedaría tiempo para dar una vuelta con los amigos.

WEST END

Bienvenidos al paraíso. Enjoy your holidays. Sentíos libres. Vomitad donde os dé la gana. Bebed cerveza. Haced ruido. Poned el coche de alquiler a todo lo que dé. Pasead sin camiseta. Girls free entrance. Mead en cualquier esquina. Subid el volumen de la radio del coche. Bañadores de flores. Más cerveza. Grasa: mucha grasa en el Breakfast y aún más en el Special Breakfast. Sin protección solar. Cubatas a mitad de precio. Mugre al mar. En moto y sin casco. Carne de urgencias. Sudad. Hotel a pie de playa, playa de fuel y de grasa. Salsas de colores para la carne de la merienda. Quemad contenedores.

1 de agosto, bando del Excelentísimo Ayuntamiento: se velará por el descanso de los vecinos.

Boat party. Lanzad las sobras por ventanas y balcones. Si los que pasan son españoles, tirad también alguna bebida. Si es mujer, gritadle guarradas. Si está gorda, insultadla. Más cerveza. Destrozad los carteles. Restregaos en la calle. Hacia el mediodía, despertad en una acera y preguntad dónde está el hotel (no es necesario que recordéis el nombre: el indígena estará dispuesto a adivinarlo). Corred por la autopista, es vuestro regalo de cumpleaños. Gentileza del contribuyente. Aparcad donde queráis, nadie vigila. Beer big glass. Que no quede un árbol en pie. Cantad al volver de madrugada, tan fuerte como podáis. Enseñad el culo al próximo coche que pase. Papeleras al suelo. Chancletas de goma. Escapaos sin pagar. Happy hour. Dormid la resaca en mi portal.

Quien paga, manda: dame pan y dime tonto.

«He encontrado un piso ideal, en una zona que es de las más tranquilas casi todo el año», había dicho Xavi, como argumento definitivo para convencerme para que me mudara con él a Ibiza. Yo había estado un par de veces el invierno anterior y, sí, era muy tranquilo. En invierno. La primera noche de agosto que pasé en el apartamento, cuando aún no habíamos podido pegar ojo a las tres de la mañana, grité:

—¡Xavi, este es el último verano que pasamos en el West End de San Antonio!

UNA MAJORA DE SANT MATEU

El martes por la tarde, tal y como habíamos acordado, fuimos los tres a Sant Mateu. La primera entrevista era con Eulària, señora de ochenta y seis años. Según la hermana de Xavi, tenía que llegar al pueblo y girar a la izquierda al pasar la iglesia. A partir de ahí, tocaba seguir un camino que, al lado de un almendro enorme, daba a una curva cerrada. La casa quedaba justo detrás de la curva. Antes de entrar en el camino dejé a Xavi y a la nena en el bar de Sant Mateu, con la promesa de volver media horita después.

—Media horita, ¿eh? —me recordó Xavi.

Encontré la casa enseguida; toda blanca y cuadrada, muros de casi un metro de grosor, construida pieza a pieza en una asimetría perfecta, con ventanucos y un buen porche delante de la puerta principal. Desde mi llegada a la isla me habían llamado la atención estas casas con sus cocinas enormes y el frescor que se disfrutaba en su interior en verano, así como la manera de acceder a cada habitación, con puertas pequeñas y uno o dos escalones, a veces de subida y a veces de bajada, según los caprichos del terreno. En el porche de la casa me esperaba una señora mayor, con su gonella negra, trenza y raya en medio, una raya que ya tenía tres dedos de ancho, dejando entrever la calvicie de quien lleva toda la vida con el mismo peinado.

Sonreía. Tenía las manos en las rodillas, y unos ojos inquietos que enseguida me llamaron la atención: los ojos no eran suyos. Eran de una chica joven, de una adolescente que mira, asombrada, el mundo que acaba de descubrir. Le ofrecí la mano como saludo, y ella la estrechó con calidez. Todos y cada uno de sus movimientos desprendían una elegancia más propia de una reina que de una mujer de campo. Su forma de hablar, pausada, revestía cada frase de mucha importancia. Tomaba aliento y esperaba unos segundos, observándome con atención, antes de pronunciar la primera palabra.

Entonces me di cuenta de que había cometido mi primer fallo en aquel trabajo de campo. Delante de una majora respetable, que iba tapada de arriba a abajo, yo llevaba mi ropa de verano habitual: un top diminuto y unos pantalones tan cortos que los pliegues del culo se dejaban ver al mínimo movimiento. Todo combinado con unas sandalias, una tobillera y mi símbolo de Venus tatuado en el hombro derecho.

Su nieta salió de la casa y, después de presentarse, dijo que aprovecharía aquel rato para acabar de recoger la cocina. Una vez a solas, la señora me dedicó una larga mirada. En un primer momento pensé que reprocharía mi falta de decoro, pero, ahora, al recordar aquellas pupilas que me analizaban desde la raíz del pelo hasta la punta de las sandalias, creo que Eulària estaba valorando si valía la pena compartir conmigo historias que ni los suyos aún conocían. Mientras la anciana me escrutaba el alma, preparé la cámara y el trípode para empezar la entrevista, con un primer plano de la señora.

—Bien, si está usted de acuerdo, le explicaré en qué consiste mi trabajo. —Procuraba que la señora no notase que tenía ganas de acabar lo antes posible para que Xavi pudiese irse con sus amigos—. Mi objetivo es saber por qué en Ibiza y Formentera el vestido típico ha perdurado hasta nuestros días como ropa cotidiana. Como usted ya sabrá, la gran mayoría de vestidos regionales quedaron atrás en la primera mitad de este siglo. En cambio, en nuestras islas, hasta bien entrados los años ochenta, era habitual encontrar señoras ya de cierta edad que aún lo llevaban.

—La primera vez que me vistieron de payesa fue cuando tenía seis años. Me habían hecho una gonella que combinaba con una camisa. —Como lo que explicaba se adecuaba a mi trabajo, pulsé rec y no la interrumpí—. Era una gonella plisada por toda la parte de delante, menos donde iba el delantal. También me dieron un mantón amarillo, bordado. Fue a esta edad cuando me hicieron la trenza y me pusieron el cambuig y el pañuelo.

—¿Fue por alguna fecha en especial?

—No fue por un día en concreto, sino porque esperábamos que viniese mi hermano, que se había ido a pasar dos meses a la Península. —Aquí me dio miedo que se desviase del tema, pero preferí dejarla hablar, con la esperanza de retomar el hilo a la mínima ocasión—. Mi hermano, Mateu, siempre fue muy inteligente. Cuando iba al colegio, el maestro habló un día con mis padres para decirles que, si podían, le comprasen libros, porque aquel niño se merecía un futuro más allá de la finca. Y así lo hicieron mis padres: en cuanto juntaban unos céntimos, los guardaban para que Mateu se comprase libros. Leía mucho y eso se notaba cuando uno le escuchaba hablar. En casa no ayudaba tanto como Joan, el heredero, porque de pequeño insistía mucho en ir al colegio y de mayor se acostumbró a asistir a unas reuniones con gente de Vila.

Si ya se desviaba hacia Ibiza ciudad, o Vila, como es costumbre llamar a la capital, mal íbamos: ese fue el primer lugar donde se perdió el vestido de payesa. Así que quise poner orden, porque el tiempo apremiaba y, francamente, lo que hiciese su hermano no me importaba ni mucho ni poco, a no ser que algún día se hubiese puesto una gonella.

—¿Y en Vila también llevaban el vestido típico en aquellos tiempos?

—Algunas mujeres sí y otras no. De lo que sí estoy segura es de que mi hermano cada vez pasaba más días seguidos en Vila y una noche, al volver a la finca, mis padres le tuvieron que reñir. Le preguntaron si no le daba vergüenza que su hermana pequeña y su madre estuvieran haciendo trabajos de hombre mientras él no aparecía por casa.

—¿Y su madre llevaba gonella negra o vestido blanco? —Intentaba retomar el hilo a la desesperada.

—A veces una cosa y a veces otra. Se acercaba la Navidad y en casa hacíamos matanzas. Mis padres pidieron a Mateu que no se fuese hasta pasadas las fiestas porque en aquellos días no éramos capaces de sacar la faena adelante sin él. Mateu no dijo nada, porque antes no era como ahora: a los padres se les tenía un respeto y mientras uno vivía en casa, siempre obedecía.

Ya no insistí más en preguntar sobre la indumentaria. La majora tenía ganas de hablar de su hermano, así que no me quedó más remedio que colmarme de paciencia y escuchar. Iba de un tema a otro, con mirada ahora de chica que festetja con timidez fingida, ahora de niña pequeña que estrena con orgullo su primer vestido blanco, ahora de recién casada que se hace la valiente, y, con aquellos ojos que hablaban solos, de pronto inquietos, de pronto llorosos, pero siempre llenos de juventud, hilaba mil historias con aroma de higueras, de días de fiesta y de mujeres y de joyas, de veranos de siega y de campos de almendros floridos. Y conseguía que todas las historias, por una causalidad casi mágica, confluyesen en el tal Mateu, que era el que más bromeaba en las balladas, el que nunca se fatigaba en las largas horas de trabajo, el que se sentaba con ella en el porche y la enseñaba a leer cuando se ponía el sol; el que a menudo decía a la madre aquellas palabras bonitas que el padre ni sabía que de vez en cuando había que decir, el que tenía tan buen porte que hasta las chicas más cándidas, aquellas que querían parecer de tan buena casa, no podían evitar clavarle la mirada solo con verle caminar.

Si alguien hubiera visto a Eulària de lejos habría dicho que la vieja no se movía, quieto como estaba su busto de diosa, las piernas duras con los pies bien clavados en la losa gastada del zaguán sombrío y aquella cabeza trenzada que temblaba, apenas, en los pasajes más intensos, pero que mantenía bien alta, casi altiva. De cerca, en cambio, voz y manos no cesaban la extraña danza de serpiente encantadora, ya bajando las manos y subiendo la voz, ya la voz titubeando y las manos cerrándose, firmes. Presa de esta danza, me había olvidado hasta de respirar cuando me dio a conocer las canciones que había escuchado en la cuna, cantadas por la madre y la abuela. Y cómo un día la obligaron a besar la frente de la abuela, recién fallecida, y este beso le costó muchos días de enfermedad e hizo que Mateu se volviera en contra de esa costumbre, infecta según él, y cómo por primera vez los mayores lo escucharon como si fuera un hombrecito y le hicieron caso y así, cuando un año después murió el abuelo consumido por el tabaco, el vino payés y la pena, los niños no pudieron pasar de la puerta del dormitorio para no ponerse en peligro de muerte. Y cómo el padre volvió una tarde diciendo que tenía «el sol dentro de la cabeza» y se fue a ver a una monja del pueblo vecino que decían que sabía curarlo y, a la vuelta, ya se sentía mucho mejor. Pero Mateu se acercó aquella noche a la habitación de Eulària solo para decirle que no tenía que creer en aquellas cosas porque, por más que todo Cristo bendito —eso dijo, porque Mateu, a solas, blasfemaba—, por más que todo Cristo bendito lo dijese y lo repitiese, el sol no podía ponerse dentro de la cabeza y que lo que tenía el padre eran demasiados años para trabajar tantas horas en el campo, pero, claro, eso no se lo iba a explicar la monja que curaba el sol dentro de la cabeza.

Y entonces Eulària, sin dejar de vigilar ni un momento que las manos y los ojos estuviesen justo donde tocaba, me hizo saber que Mateu tenía por uno de sus mejores amigos a un anciano cura, un tío de su padre con quien pasaba muchos ratos discutiendo en el bar del pueblo, hablando de sus libros y de política, pero a veces también de la conveniencia de poner una escuela más grande en el pueblo, o de procurar alguna forma de asegurar dinero a los payeses cuando no había buena cosecha. Los dos estaban de acuerdo en estos asuntos, pero no en cómo llevarlos a cabo, así que a veces tío y sobrino se acababan levantando la voz. A pesar de las diferencias, no faltaba el día en que, apurados los vinos y la charla, Mateu ayudase al cura a levantarse de la silla, por los años, diría él, pero todo Sant Mateu sabía que a aquellas horas de la noche lo que tenía el párroco era una cogorza de miedo, y entonces Mateu lo llevaba, como quien dice, a rastras hasta su casa, que por suerte estaba en la misma calle. Le abría la puerta y lo estiraba en la cama y allí el viejo caía en un sueño tan profundo que ni se daba cuenta de que su sobrino y amigo le quitaba los zapatos y le dejaba los pantalones desabrochados para que cediese la presión de la tripa y pudiese respirar mejor. Así solía despertarse el cura al día siguiente que, si alguna tarea de Dios no lo impedía, era San Vuelta a Empezar.

Perdida del todo la noción del tiempo, Eulària me habló de una buena amiga que se llamaba Margalida y a la que llamaban Margalida de Ca’s Fluix. Me explicó lo jovencita que era, Margalida de Ca’s Fluix, cuando se casó con el heredero de la finca vecina, un primo hermano de Eulària que se llamaba Miquel, que tenía la misma edad que Mateu y era su mejor amigo. Y me hizo saber que Miquel, gracias a su habilidad en los negocios, consiguió una fortuna cuando acabó la guerra y se puso al servicio del pueblo, e incluso les echó una mano a ellos, a los de Can Mayans Tur, que estaban en la ruina, pero él les compró un buen trozo de sus tierras en los tiempos difíciles en que nadie podía comprar nada. Y cómo iban todos al baile, hermanos, primos y Margalida, que, al haber venido de tan lejos a vivir a la finca de Miquel, apenas tenía contacto con su familia, pero que enseguida se hizo querer por ser tan trabajadora, tan callada y tan honesta y sencilla. Eulària y ella se llevaban tan bien que parecían hermanas. No pasaba una tarde sin que se visitasen por un motivo u otro, y en sesenta años de amistad la majora no podía recordar que hubiera existido entre ellas ni una mala palabra ni un solo motivo de discordia.

La nieta de Eulària estaría aún en la cocina, porque se oyó el clonc de algún chisme que chocó contra el suelo, y volví de golpe a la realidad. Miré el reloj y comprobé, horrorizada, que pasaba un buen rato de la hora en que tenía que recoger a Xavi y a Maria, y me removí, inquieta, en la silla. Eulària, por su parte, no había oído el ruido de la cocina y continuaba con sus relatos sin que yo encontrase forma de evitarlo.

Entre anécdotas y recuerdos, la majora volvió al año en que los padres habían reñido a su hermano por no estar nunca en casa. Aquel año Mateu se quedó a cumplir con sus deberes de hijo y ayudó en todas las tareas que, por culpa de su trabajo en Vila, habían quedado pendientes. En cuanto acabaron las fiestas navideñas, anunció a toda la familia que tenían que hablar y se reunieron padres y hermanos al lado del fuego. Allí les explicó que, en su último viaje a Vila, los del sindicato le habían propuesto que ocupase un cargo importante en Barcelona y que él le había dado muchas vueltas antes de decidir si lo aceptaba o no. En este punto de la historia hacía ya rato que me había deshecho, no sin esfuerzo, del encanto de la vieja, y solo esperaba el momento de poder decir que me iba, que mi familia llevaba demasiado tiempo esperándome en el bar de Sant Mateu. Por suerte la cámara emitió un silbido para avisar del último minuto de batería. Dos horas habían pasado.

—Ay, que la cámara no me deja seguir grabando y no puedo seguir el trabajo —dije, simulando lamentarlo mucho, pero al mismo tiempo recogiendo el trípode con la mano izquierda y colgándome el bolso en el hombro derecho.

—Ah, pues ya dirá cuándo quiere volver, porque yo le quería enseñar la joya, que la tengo escondida dentro.

—Ya vendré la semana que viene, si le parece bien.

—¿Y qué le damos a esta chica? —preguntó la majora a su nieta, que acababa de salir de la casa.

Yo no entendía por qué tenían que darme nada, pero su nieta me explicó que era costumbre regalar algo de comer cuando alguien se iba de la casa.

—Ay, no, solo faltaría. —Con que me dejaran ir era suficiente. Me despedí a todo correr, fingiendo que el tiempo se me había pasado volando y que no me había dado cuenta de la hora que era.

La nieta me acompañó hasta el coche. Mencionó que era una lástima que me fuera sin ver la joya y me preguntó qué día había pensado volver. Dejé caer la primera fecha que me vino a la cabeza: el día 13 a las once de la mañana.

SU MOMENTO

Mientras huía de la casa de Eulària pensaba en la cara que me iba a poner Xavi, que estaría enfadadísimo por haberlo dejado tanto rato solo en un sitio en el que había poco más que un bar, una iglesia y asfalto. Bastante favor me había hecho quedándose sin bici. No me imaginaba cómo le sentaría no llegar a tiempo para salir con los amigos.

Cuando lo vi desde el coche supe que la que se me venía encima era peor de lo que esperaba. Xavi tenía el gesto cambiado, con la cara roja, no sé todavía si por el calor o porque estaba a punto de explotar, aunque probablemente eran las dos cosas. La nena, en cambio, se lo estaba pasando pipa. Subiendo y bajando los escalones del bar, vestida solo con su camisetita, no parecía que me hubiese echado de menos.

—Lo sabía. Sabía que me harías perder toda la tarde —y me fulminó con la mirada.

—Ay, Xavi —dije, intentando dar tanta lástima como me fue posible—, aquella mujer no se callaba. No he podido avanzar nada del trabajo, y me ha explicado mil y una historias de un tal Mateu que no me interesaban para nada. Pero no me he atrevido a decirle que me tenía que ir porque es una señora mayor y se la veía muy feliz recordando viejos tiempos.

—¿Y no te has dado cuenta de que te has ido con la bolsa de la niña? Me he tenido que quedar aquí, sin pañales y sin merienda.

Todos los sentimientos de culpabilidad que nos inculcan a las madres desde mucho antes de ser madres cayeron sobre mi cabeza en forma de obús, con un golpe fuerte y seco.

—¿Qué dices? —exclamé.

—Sí: te has quedado la bolsa en el maletero del coche. Te he llamado cuando te ibas y no me has oído. —Aquí Xavi, fuera de sí, me abroncaba sin importarle cómo nos miraban desde la terraza del bar.

—¿Y qué ha merendado?

—Lo que he encontrado por el bar. Un Tigretón y una bolsa de Ruffles.

—Hombre, Xavi —dije, tímidamente—, aquí tienen bocadillos, ¿eh?

—Hay que ser muy inconsciente como para venir encima con exigencias. Porque no es solo que me hayas dejado aquí plantado más de tres horas sin nada que comer. Es que, además, se ha cagado. Le he tenido que limpiar el culo en el lavabo del bar. Y ha ido toda la tarde medio desnuda. Estás convirtiendo a tu hija en una víctima de tus estudios. Y encima, ¿dónde tienes el móvil? En casa, ¿no?

En este punto ya estábamos acaparando la atención de todos los que se sentaban en la terracita que, sin entender una palabra de lo que decíamos, me miraban con cara de «te lo mereces». Por suerte, nadie notó mis esfuerzos por contener la risa al imaginarme a Xavi con todo el follón de la caca de la niña sin pañales de repuesto.

Cogí a Maria en brazos y seguí a Xavi, que caminaba a buen paso hacia el coche. Habían dado las ocho de la tarde, hora del baño y de la cena y aún teníamos que llegar a San Antonio, a una media hora de camino. Le puse un pañal limpio a la nena en el asiento de atrás.

—No he hecho nada del trabajo. —Tenía que intentar como fuera un «circulen, aquí no ha pasado nada», de manera que hablé con normalidad, como si la tarde no se hubiese convertido en un auténtico disparate—. De esta mujer solo he sacado que de pequeña le compraron una gonella. No me ha explicado nada sobre otros vestidos, ni de la ropa de otras mujeres. Hemos quedado la semana que viene, pero ya llamaré un día de estos para avisar de que no puedo ir.