ORCAS Supremacía en el mar

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DONDE NACEN LOS GIGANTES

“Pocos son entre los hombre que llegan a la otra orilla;

la mayor parte corre de arriba a abajo en estas playas” Buda

La costa de Puerto Madryn tenía un encanto especial: la alternancia de playas de arena con una suave inclinación hacia el mar y playas de pedregullo (rodado patagónico) con una fuerte inclinación y profundidad. Pocas casas, ondulantes médanos, el permanente susurro del viento, el ruido del flujo y reflujo del mar contra las hilachas de tierra y una soledad interrumpida apenas por gaviotas y gaviotines completaban el atractivo del paisaje.

Una mañana, al salir de la carpa que ubicamos frente al mar (en un terreno donde Bruno Nicoletti construiría luego su casa) vimos con asombro dos grandes rocas que sobresalían del agua a pocos metros de la costa. Ni Pepe ni yo recordábamos haberlas visto antes, pero mayor fue nuestra sorpresa cuando Luisa, la mamá de Máximo Nicoletti, nos informó que no eran rocas sino dos ballenas francas del sur. Entre risas, Luisa nos informó que todos los años llegan al golfo para reproducirse y ésas que veíamos seguramente estaban descansando.

La explicación no hizo menos increíble el espectáculo que sucedía a pocos metros de nuestra carpa. Esa primera observación de una ballena viva me dejó absolutamente fascinado. Aún hoy, luego de cientos de avistajes de distintas especies de cetáceos, nada ha superado a aquel primer encuentro.

Guiados por los Nicoletti, visitamos algunos de los importantes apostaderos de lobos marinos del sur (Otaria flavensces) y elefantes marinos del sur (Mirounga leonina) ubicados en la Península Valdés. También conocimos a los guardafaunas encargados de protegerlos, y la vida de esos hombres solitarios me atrapó.

Meses antes, atraído por la noticia de la creación de dichas reservas, había enviado una carta a la Dirección de Turismo de la Provincia de Chubut para preguntarles cuáles eran los requisitos para ser guardafauna y para manifestarles mi interés en serlo algún día. Semanas después recibí una respuesta: los cargos estaban cubiertos, pero me tendrían en cuenta para el futuro. Ahora que los Nicoletti me habían mostrado a los guardafaunas en acción, estaba más seguro que antes de mis ganas de dedicarme a eso.

Fue difícil desarmar la carpa luego de quince maravillosos días frente al mar, pero me ayudó la certeza de que volvería tan pronto como pudiera. Lo que no sabía era que volvería con un equipo tan hermoso como el que me armaron los Nicoletti. Mientras Luisa y Pino nos trasladaban hacia la terminal de ómnibus, se detuvieron en su fábrica. Allí, prolijamente ubicado sobre un mostrador, esplendía un vestuario de buzo completo: traje de neoprene, casco, botas, guantes, cinturón con lastre, luneta, aletas, snorkel, cuchillo, brújula y bolso porta equipo. Luisa y Pino dijeron que me apurara a guardarlo en el bolso, o iba a perder el ómnibus. Confundido, los escuché contar que habían trabajado fuera de horario para terminar mi traje antes de mi partida y darme la sorpresa.

No me alcanzaron las veinticinco horas del viaje a Buenos Aires para creer lo que esta gente había hecho, con tanto cariño, por mí. Viajé con el bolso sobre mis rodillas, mirando y tocando cada parte del equipo, mientras en mi interior bullían los recuerdos y comenzaban a gestarse algunos cambios que poco a poco me llevaron a vivir en contacto con la magia de la Patagonia, sus horizontes sin límites, su imponente naturaleza, sus ballenas y su gente.

En Buenos Aires no podía dejar de pensar en ese lugar al que llamé Donde nacen los gigantes, que reúne las condiciones ideales para ser una nursery de ballenas, donde me sumergí por primera vez y encontré las obras de arte más delicadas y sorprendentes salidas de la mano de esa creadora llamada naturaleza. ¿Y cómo dejar en el pasado a las personas que me brindaron su amistad, su casa y su experiencia? ¿Cómo olvidar a los que dedicaron su valioso tiempo a enseñarme los secretos del buceo y abrieron para mí la fina película de agua que me separaba del fondo del mar y sus criaturas?

Volví a la rutina diaria: diseños de dibujos para imprentas, algunos trabajos publicitarios, mi empleo en el Jockey Club. Me casé y nació mi primera hija. Y, mientras sucedía todo eso, practicaba buceo en el Río de la Plata, en lagunas y en la pileta del Centro de Educación Física Nº 1 (junto a la gente de ASES, Agrupación Sudatlántica de Expediciones Submarinas Jules Rossi) y, esporádicamente, en Puerto Madryn.

La oportunidad de volver al sur por un período importante llegó en el verano de 1970: Pino Nicoletti me propuso que viajara a Madryn para colaborar en una ilusión que se transformó en la primera empresa argentina para el traslado de turistas al fondo del mar. Hoy esa actividad se denomina bautismo submarino y tiene un gran desarrollo.

En cuanto el Jockey Club aceptó mi pedido de licencia sin goce de sueldo, cambié el vidrio protector por el cual veía y atendía a los socios por el visor de mi máscara de buceo.

Al lado de la sección ventas de la fábrica Cressi-Sub, en Puerto Madryn, se habilitó un sector, no muy confortable, donde recibíamos a los futuros aspirantes al bautismo submarino. Armábamos grupos de cuatro o cinco turistas con ninguna o poca experiencia en buceo o en natación y los poníamos a cargo de un instructor, generalmente buzo profesional, que les daba lecciones teóricas y los guiaba en una inmersión conjunta en el muelle Luis Piedra Buena (conocido como el Muelle Viejo) hasta una profundidad de entre tres y ocho metros, según las condiciones de las mareas. Esta actividad requería una buena preparación física y mental, además del espíritu de aventura, que en mi caso reemplazaba la falta de experiencia como instructor de buceo.

Al comienzo acompañaba a Enrique Dames – un buzo experimentado, de gran habilidad didáctica, tal vez debida a su trabajo de maestro primario— en calidad de observador. Pero al tercer día de acompañarlo, sorpresivamente, me presentó como uno de los guías instructores y dividió en dos al grupo que tenía a su cargo. Sin opción, hice mi primera experiencia como guía instructor de buceo. No sólo fue exitosa, sino providencial: si Enrique no hubiera tomado esa decisión, yo habría dejado pasar buena parte de la temporada de verano antes de solicitar un grupo para guiar.

La experiencia no sólo fue positiva para la empresa (los bautismos submarinos se convirtieron en un boom turístico): para mí significó una posibilidad de trabajo futuro y me permitió conocer a buceadores por quienes guardo un gran respeto y admiración, como Mariano Malevo Medina, Peke Sosa, Carlos Loco Beloso, Jorge Pérez Serra, Nelson Dames, Cacho Comes, Néstor More, Pancho Sanabra y tantos otros que me acercaron a las orcas y los tiburones, temas habituales cuando charlan los buzos.

3
ORCAS ENTRE EL MITOS Y LA REALIDAD

“El arte la literatura y el mito, son los elemento

por medio de los cuales conseguimos que se escuche”

Dr.Ph Roger Payne

Las orcas atraparon tanto mi atención que empecé a buscar información con enorme ansiedad. Al principio, la diferencia de criterios en los relatos de observaciones y/o ataques de orcas a humanos resultaba muy confusa. Por lo general, los ataques se perdían en el tiempo (“me lo contó hace muchos años un amigo de un tipo conocido, a quien a su vez se lo había comentado un amigo cuyo padre escuchó la historia de un marino o un buzo”) o en imprecisiones por el estilo. En conjunto, daba la impresión de un gran rompecabezas al que siempre le faltaban piezas.

Con el deseo de solucionar el problema, de vuelta en Buenos Aires me dediqué a buscar bibliografía sobre el tema. Y encontré un problema adicional: el material disponible era escaso. También mi tiempo se volvió escaso: en el segundo semestre de 1972, Pino Nicoletti y Jorge Pérez Serra me citaron en La Casa del Buceador para invitarme a tomar las riendas de la empresa Turismo Submarino pronta a inaugurarse en Puerto Madryn. Acepté la propuesta sin pensarlo dos veces.

En la década del ’70 y en una ciudad patagónica aislada de los grandes centros culturales, conseguir información científica sobre orcas era una utopía. Cambié mi rumbo y traté de acceder al mayor número de publicaciones relacionadas con el buceo, la pesca y la náutica. Como no podía ser de otra manera, comencé con el clásico El mar viviente, de Jacques Yves Cousteau. Allí, luego de un fascinante relato de la actividad de orcas en la captura de ballenas, se lee: “Para mí, las orcas no son más que delfines más grandes y más bellos. El macho puede alcanzar una longitud de 7,5 metros y posee poderosas mandíbulas provistas de grandes dientes, con los que podría hacer pedazos a un hombre, aunque no se sabe que lo haya hecho nunca. Varios buceadores marroquíes dignos de confianza que se encontraron en presencia de espolartes – así llamaban a las orcas—, informan que se acercaron a ellos para nadar un rato a su alrededor. Cuando saciaron su curiosidad, se alejaron como hubieran hecho los delfines corrientes”.

Con la opinión opuesta, Alberto Vázquez-Figueroa sostiene en su libro Viaje al fin del mundo: Galápagos: “La orca, la asesina de ballenas, la devoradora de focas. El monstruo más sanguinario y terrible de los mares, capaz de atacar las barcas de pesca, hacerlas volcar y después tragarse de un sólo bocado a sus ocupantes”. A esa línea adhiere Ángel Cabrera, quien escribió en el apartado Mamíferos sudamericanos de su Historia natural: “Todos los autores que han tenido oportunidad de estudiar de cerca las costumbres de la orca están de acuerdo en confirmar la fama de animal feroz que le dieron los antiguos. Es un cetáceo sanguinario como ningún otro, y el único que se alimenta normalmente de vertebrados de sangre caliente (…) Dada su voracidad, la orca es uno de los animales marinos más dañinos”.

 

Los primeros textos que mencionan a las orcas presentaban ese sesgo. Durante el Imperio Romano, en el año 50, Plinio el Viejo observó el sacrificio público de una orca varada en el puerto de Ostia, cerca de Roma, y describió al animal como “una enorme masa de carne armada de salvajes dientes; enemigo de otras ballenas, las carga y las penetra como barcos de guerra”. En la Edad Media, a mediados del siglo XII, el Speculum Regale dice: “Tienen dientes iguales a los de los perros, y son tan agresivas con los demás cetáceos como los perros lo son con los restantes animales terrestres. Las orcas, pues, se agrupan y atacan a grandes ballenas. Y cada vez que se encuentran con una ballena solitaria, la acosan a mordiscos hasta que muere por esta causa, aún cuando, antes de morir, la ballena puede matar a un gran número de atacantes con su poderoso soplido”.

Esa mirada sobre las orcas ha mantenido su hegemonía. Dice Fred M. Roberts en Bases del SCUBA (La Biblia del buzo deportista): “Las orcas han tomado el nombre de ballenas asesinas por su rudeza y ferocidad para atacar cualquier cosa que nada. Se ha sabido que salen de abajo de los témpanos de hielo y golpean a las focas y a las personas tirándolas al agua; se encuentran en todos los océanos y mares tanto tropicales como polares. Lo único por hacer cuando aparezca una ballena asesina es salirse del agua inmediatamente”.

El U.S. Navy Diving Manual (manual de buceo de la Armada de los Estados Unidos de Norteamérica) dice: “La ballenas asesinas…son extremadamente feroces. Tienen poderosas mandíbulas de dientes afilados y alcanzan grandes pesos y velocidades. Atacan sin vacilar todo lo que encuentren. Si son avistadas orcas todo el personal debería salir del agua inmediatamente.

Otras publicaciones difundidas e importantes también describen a las orcas como asesinas: el Manual del buceador moderno, de Owen Lee (en su momento, el libro más leído por los que eligieron la actividad); Zoogeografía de los mares antárticos, de Rogelio B. López; Tiburones, de Juan Martín de Yaniz; el folleto Antártida Argentina, de la Dirección Nacional del Antártico.

Apenas Whales and Dolphins (Ballenas y delfines), del investigador Everhard J. Slijper, propone algo distinto: “Es dudoso que una orca haya matado a un ser humano”. Pero la opinión generalizada está más cerca del relato de los expedicionarios de Shackleton a la Antártida, cuando los veintiocho hombres que perdieron el Endurance triturado por el hielo trataban de alcanzar la Isla Elefante a bordo de tres botes: “Del oscuro mar, con exhalaciones explosivas y rítmicas, ballenas asesinas de cuello blanco surgían junto a los botes y los evaluaban con sus pequeños e inteligentes ojos. Ernest Holness, quien había desafiado al Atlántico norte, se cubrió el rostro con las manos y lloró”.

Mientras leía estas definiciones sobre las orcas, me llegó la historia del velero Lucette. El 15 de junio de 1972, mientras navegaba a unas 120 millas al S.O. de las Islas Galápagos, en el Pacífico Sur, tres integrantes de un grupo de orcas golpearon el casco de esta embarcación de trece metros de eslora, que se hundió en sólo cuatro minutos. Sus seis tripulantes permanecieron treinta y ocho días sobre un bote, hasta que los rescataron a ochocientas millas de la zona del accidente.

Encontré otros casos como el del Lucette, sin víctimas humanas. En marzo de 1976, el yate oceánico a vela Guía III recorría la última etapa de la regata Atlantic Triangle y se encontraba a unas quinientas millas al S.O. de las Islas de Cabo Verde, cuando cuatro o cinco orcas de unos 6 metros de longitud asestaron un fuerte golpe a la embarcación de aproximadamente quince metros de eslora. El impacto abrió un boquete de treinta centímetros por cuarenta por debajo de la línea de flotación, lo que provocó el hundimiento del Guía III en quince minutos. Sus seis tripulantes nadaron muy cerca de las orcas, hasta el bote salvavidas, sin recibir molestia alguna.

Otros testimonios (el de don Ángel Timinieri, viejo pescador de Puerto Madryn; el de un vecino, Juan Meisen) apuntaron en el mismo sentido: hay humanos que se encontraron con orcas sin ser objeto de su agresividad o siquiera de su interés. Y varios textos y relatos me ampliaron la mirada: no sólo las orcas tuvieron encuentros que perjudicaron a embarcaciones o sus tripulantes, sino que muchos cetáceos participaron de hechos de esa clase.

Por ejemplo, el 15 de junio de 1968, el Siboney fue hundido por ballenas pilotos; su tripulación no sufrió daños y fue rescatada a más de dos meses del accidente. El 4 de marzo de 1973, un cachalote hundió el Auralyn; sus dos tripulantes fueron rescatados casi cuatro meses después. Chihiro Ito, camarógrafo subacuático y amigo, me contó que dos personas murieron en 1984 en la Laguna San Ignacio cuando una ballena gris golpeó con la aleta caudal el bote donde viajaban; también conocía el caso de tres mujeres que se ahogaron al zozobrar su bote luego del golpe de otra ballena gris. Por último, en las aguas de los Golfos Nuevo y San José se registraron incidentes entre ballenas francas, gomones de equipos de filmación, kayak y buceadores, los involucrados sufrieron fisuras de costillas y golpes menores por el gran tamaño y la fuerza de los animales.

Más importante que enumerar casos es comprender el origen de la mayoría: alguna imprudente acción del hombre. La caza comercial, las persecuciones, las molestias y los choques con embarcaciones en áreas de migración, reproducción o crianza son ejemplos tangibles de la necesidad de un mejor control de las actividades humanas con cetáceos. Carl Edmonds escribe en su libro Diving Medicine (Medicina Subacuática): “Los animales marinos estuvieron involucrados en un 3 a 6 por ciento de las muerte de buzos recreativos. En la mayoría de los casos, la provocación fue del humano, quien amenazó el dominio del animal. A menudo el hombre entra al territorio del animal con una clara intención de destruir: por ejemplo, los pescadores, los buzos que llevan arpones o los trabajadores de la construcción subacuática. Aunque la incidencia de ataques serios es pequeña, la especulación y el folklore otorgaron a estos animales un alto perfil”.

Con pocas excepciones, los relatos sobre orcas que iba acumulando se acercaban o compartían la idea del temor. Los autores de esas referencias, aunque muchos no habían visto siquiera a una orca, afianzaban la mala reputación de la especie y contribuían indirectamente a algunas decisiones de las autoridades del área de fauna del país. En 1969, Bete Pérez Maquis y Jorge De Pasquali, guardafaunas a cargo de la Reserva Punta Norte de elefantes y lobos marinos, en Península Valdés, recibieron un fusil Mauser y sus proyectiles para ahuyentar a las orcas que atacaban y se alimentaban de lobos y elefantes marinos. Ellos nunca emplearon el arma porque creían que su trabajo era conservar la fauna y no disparar sobre ella.

Otros no pensaron en esa dirección. En mayo de 1976, dos de las orcas que yo estudiaba, Bernardo y Mel, recibieron impactos de bala de grueso calibre. Las disparó personal de la Policía Federal y la Prefectura ubicado en el acantilado de La Lobería, un importante apostadero de lobos marinos de un pelo ubicado en Punta Bermeja, Río Negro. Dice un texto del gobierno provincial sobre esa lobería: “Nuestro objetivo es preservarla, con prioritarios fines turísticos, y lograr su incremento (…) para satisfacer los requerimientos de índole cultural, científica y económica (…) Ese fin se alteraría con la presencia de los agentes ajenos al hábitat natural de los lobos marinos”. El informe evidencia que los funcionarios provinciales carecían de los conocimientos básicos para trazar una adecuada política de preservación. No sólo ponían por delante los aspectos económicos (el turismo) sino que veían a las orcas como un agente ajeno al hábitat natural de los lobos. ¿Tal vez los turistas pertenecen a ese hábitat?.

Junto a los tiradores de la Policía Federal y la Prefectura, los medios periodísticos nacionales señalaban – por ejemplo— que “las orcas comieron más de mil lobos en diez días”, sin completar la información: la lobería, no obstante, no mostraba escasez de lobos. El entonces ministro de Agricultura, Ganadería y Minería Juan Sasemberg declaraba al diario Clarín: “Desde el punto de vista del Gobierno de Río Negro, la acción de los cetáceos constituye depredación de la fauna, que hay que evitar. Razón por la cual proseguirán los operativos tendientes a neutralizar sus ataques”. Entre esas intervenciones se intentó utilizar explosivos, para lo cual se pidió ayuda al Comando de Operaciones Navales y la Base Naval de Puerto Belgrano; el plan se dejó de lado por la escasa profundidad del agua frente a la lobería, lo que impedía el ingreso de naves de la armada.

La muestra de ese triste punto de vista permaneció en la aleta dorsal de Mel, que cinco meses después de los hechos se inclinaba aún unos noventa grados hacia la derecha por efecto de un impacto de bala con salida en su parte media; solo en diciembre de 1976 se recuperó como para mantenerse a unos veinte grados de inclinación. Si bien esta aleta carece de huesos, el impacto indudablemente produjo una afección que perjudicó su estabilidad. Ambos machos mostraban pequeños orificios sobre el lomo y otras partes del cuerpo.

El 1° de julio me enteré de las acciones contra las orcas por medio de uno de mis superiores, quien me pidió que confeccionara un informe sobre el comportamiento de éstas para argumentar contra las ideas de las autoridades provinciales. Presenté el informe y solicité una entrevista con el Teniente Coronel Julio César Etchegoyen, entonces gobernador de la Provincia de Chubut y su gabinete. Luego de una hora de diapositivas y explicaciones sobre la conducta de las orcas, les solicité que detuviesen el accionar de las autoridades de Río Negro contra las orcas que compartían jurisdicción con ellos; esos animales – agregué— eran parte de la primera población de orcas estudiada en Argentina. El gobernador se comprometió a intervenir.

Por intermedio de las opiniones sensatas de José María Gallardo (director del Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia) y de diferentes organismos de investigación, naturalistas y organizaciones no gubernamentales (ONGs), se pudo detener a tiempo una acción que no protegía la naturaleza sino el aprovechamiento económico de la lobería, quizá mas allá de lo turístico. En correspondencia, los medios de comunicación comenzaron a cambiar sus títulos: Las orcas no son asesinas, decían ahora, o No hay que matar a las orcas, o El rol de las orcas y el equilibrio natural.

Al atacar el motivo central de las acciones contra las orcas, la ignorancia, se logró que los animales sobrevivieran y pasaran a ser protegidas en Río Negro. Generalmente los males enseñan u obligan a buscar remedios efectivos para combatirlos, aunque cuando intervienen ciertos hombres – en especial políticos— nunca se sabe con certeza cuál es el mal y cual el remedio.


Otros casos no terminaron bien. Por ejemplo, en 1956 la Armada de Estados Unidos organizó un operativo contra las orcas en el Atlántico Norte, a pedido del gobierno de Islandia que las acusaba de romper las redes de pesca y producir pérdidas económicas a su industria pesquera. La división VP7 de la marina norteamericana completó una misión exitosa, según definió, contra un enemigo que no podía responder a sus ataques: cientos de orcas fueron masacradas con ametralladoras, cargas de profundidad y cohetes. En 1964 realizaron bombardeos utilizando orcas como blancos en el Atlántico Norte.

En 1970, el veterinario norteamericano Mark Keyes evaluó a las orcas capturadas vivas en Puget Sound (que seis años más tarde se transformaría en un santuario de orcas): encontró que el 25 por ciento presentaba impactos de balas en su cuerpo, lo que solo es una muestra del total de los animales que se presume podrían haber sido heridos o muertos por estas agresiones. Una década más tarde, pescadores de Alaska utilizaban explosivos y armas de fuego para matar orcas y algunos abuloneros de México las ahuyentaban con arpones y disparos calibre 22 para que los buzos trabajaran tranquilos. Por el mismo motivo, en la Antártida los buzos hacen su tarea con un guardia armado.

De distintas maneras, la historia me mostraba lo mismo: los encuentros entre las orcas y el hombre pocas veces tuvieron un final feliz para las orcas. Mientras observaba eso, Gerardo Haase – un amigo que entonces dividía su tiempo entre la carrera de Medicina y el estudio del comportamiento animal— me regaló La vida del gorila, apasionante libro de George B. Schaller. Con su obra el investigador me hizo ver que la tragicomedia de la búsqueda de material científico no era un unipersonal: “Leí literalmente cientos de libros de difusión, artículos y relatos de periódicos – cuenta Schaller—; examiné monografías científicas y revisé los tratados. Si el número de palabras fuera una medida del conocimiento, no quedaría aquí mucho por estudiar. Desgraciadamente, el investigador serio debe descartar la mayor parte de la información publicada acerca de la conducta de los gorilas que viven en libertad. En gran parte se trata de afirmaciones sensacionalistas, irresponsables y exageradas, muy poco preocupadas por la verdad”.

 

Me sentí acompañado y comprendido: “Gran parte de esta discutible información sobre los gorilas ha sido copiada y recopilada con frecuencia tal que con la pura repetición ha conquistado la aureola de la verdad – veía Schaller en su campo lo mismo que yo en el mío—. Cuando empecé a leer, no sabía qué era verdad y qué era falso, pero a poco de buscar me di cuenta de que, si descartaba todas las generalizaciones no basadas en hechos y todas las interpretaciones subjetivas, apenas me quedaba información concreta para seguir adelante. Había, por supuesto, algunas excepciones notables”.

En mi caso también las había y generalmente debía agradecerlas a la información de primera mano que me brindaron buceadores experimentados que tuvieron encuentros con orcas:

Mariano Malevo Medina (buzo profesional): “En 1974 Carlos Belozo y yo nos desplazábamos por la superficie, a unos mil metros de la costa, a la altura de la Reserva de Fauna Punta Norte, Península Valdés. Nos disponíamos a bucear en un banco de algas a diez metros de profundidad cuando observamos, con sorpresa y preocupación, un grupo de cuatro orcas que se desplazaba de Sur a Norte: exponían, a dos o tres metros de nosotros, sus altas aletas dorsales y parte de sus poderosos cuerpos. Sólo atinamos a impulsarnos hacia atrás, lentamente y sin quitarles los ojos de encima, para acortar los cien metros que nos separaban del gomón fondeado. Ellas sabían de nuestra presencia; sin embargo, no intentaron acercarse a nosotros. Realizaron un corto recorrido de ida y vuelta debajo del agua y continuaron, sin más, su camino. La inquietante experiencia confirmó mi opinión sobre las orcas: si no se las molesta o ataca, difícilmente molesten o ataquen al hombre”.

Carlos loco Belozo (buzo profesional): “La experiencia que compartí con Malevo es inolvidable. No creo que las orcas ataquen al hombre: la prueba es que nosotros estamos vivos, es más si alguna vez decidís bucear con orcas contá conmigo”.

María Mercedes T. de Mestre (buza profesional): “Junto con mi esposo, Pancho, cumplía funciones de guardafauna en la reserva Punta Loma, a diecisiete kilómetros de Puerto Madryn. Además, los dos colaborábamos como buceadores con investigadores del Centro Nacional Patagónico, con quienes realizábamos muestreos del fondo marino. Durante uno de esos trabajos, a mediados de 1972, Pancho y otros dos buzos investigadores estaban marcando las zonas de muestreo, cuando Olegaria Giménez y yo, que los ayudábamos desde tierra, observamos siete orcas[1]. Los buzos, confundidos porque creían que se trataba de delfines comunes, comenzaron a acercarse. Olegaria y yo nos pusimos a gritar: “¡No! ¡Son orcas! ¡Orcas!” Cuando por fin nos comprendieron, salieron a toda marcha hacia la costa. Pero en ningún momento las orcas se acercaron a ellos: siguieron hacia la lobería, donde atacaron y comieron un cachorro”.

Jorge Pérez Serra (buzo deportivo; entonces directivo de la Casa del Buceador en Buenos Aires; uno de los creadores del Primer Parque Submarino, Puerto Madryn

“En 1963, Pipo Mancera, conductor de un programa de televisión muy popular, Sábados circulares, llegó a la Península Valdés para documentar la fauna, en especial los lobos marinos. En compañía de Antonio Torrejón (Director de Turismo de Chubut y luego creador de las Reservas de Fauna provinciales) y Néstor Moré, Mancera se acercó en lancha a la lobería de Puerto Pirámide. A la deriva, esperaban que la característica curiosidad de los lobos hiciera que se acercaran a ellos; de pronto, un movimiento extraño en el agua llamó la atención de Mancera. “¿Qué es eso?”, preguntó, y recibió la alarmada respuesta de Torrejón: “¡Son orcas!”. Alrededor de la lancha giraban tres orcas en plena conducta de espionaje: asomaban la cabeza fuera del agua, los observaban y desaparecían. Mientras regresaban a la costa, las orcas parecieron retirarse. Mancera decidió bucear con los lobos mientras lo filmaban el Dr. Moré (bajo el agua, con su cámara de dieciséis milímetros con caja estanca) y su camarógrafo (desde tierra). Mancera había bajado dos piedras de unos cuarenta centímetros cada una y se disponía a saltar cuando escuchó un grito: “¡Orcas!”. Con el pesado equipo de buceo, Mancera pegó un salto increíble hacia atrás y cayó parado a mi lado. La filmación se hizo, pero registró otra cosa: tres orcas que atacaban y comían lobitos. Esas tomas hicieron historia en la televisión, igual que el largo salto hacia atrás de Mancera en el buceo”.

1Mercedes me mostró las fotos de las orcas que tomó ese día y pude identificar a DES uno de los ejemplares que yo estudiaba, con algunos integrantes de su grupo. Pude saber así que ya en 1972 estos ejemplares frecuentaban Punta Loma.