La Danza De Las Sombras

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La Danza De Las Sombras
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Nicky Persico

La danza de las sombras

Traducción de María Acosta

Copyright © 2019 - Nicky Persico

Trabajo con derechos de autor - todos los derechos reservados - cualquier divulgación o reproducción, incluso parcial, está prohibida a menos que esté expresamente autorizado

 Prefacio

La danza de las sombras es un libro anómalo (extraño, por usar una palabra que gusta mucho a Persico) que une al placer de la lectura el sabor de los viejos tiempos, en el estilo, y de un suspense que podría sugerir una atmósfera kafkiana.

Todo es posible en el no-lugar y en el no-tiempo en el que el protagonista actúa y con él los personajes que lo rodean, invitando al lector a detenerse en nuevos e inusitados puntos de vista, reflexiones sobre la vida para nada banales. Queda la atmósfera de suspense de la historia detectivesca sobre a dónde el narrador nos querrá conducir, acompañándonos con frecuentes intervenciones que nos llevan de la mano.

El tren que Asdrubale ha decidido coger ofrece el punto de partida para revivir las propias decisiones, concernientes a la propia vida, justo cuando esta parece no poder sorprenderle más.

El ojo de Persico es como el de un niño que todavía sabe asombrarse y, en consecuencia, asombrar. Ingenuo y puro, capaz y ansioso por aprender, escuchando al otro, mirándolo con atención e incluso con afecto. Otro que no siempre es un ser humano ya que incluso los llamados seres inanimados, los objetos, tienen historias que contar.

Si tan sólo se les sabe escuchar.

Lara Cardella

A todos aquellos que están en camino

Tened un buen viaje

Un día

en que el mundo no me gustó

me inventé uno para mí.

Y es ahí donde yo vivo.

Cada día, al atardecer, el discurrir del tiempo se ralentiza.

Antes de que la oscuridad comience a descender como la nieve recubriendo todas las cosas, la luz se atenúa, esparciéndose suavemente sobre la ciudad y sus gatos que están sobre los tejados, sobre los chopos y sobre los tilos, en las playas, en los bosques, en los automóviles y en el campo, sobre los libros y los chavales en motocicleta y sobre el agua que por doquier refleja y multiplica los colores.

En las casas cada ventana va cambiando de color y anuncia la noche por venir.

Por último, el horizonte se incendia de naranja y azul para, a continuación, cambiar lentamente al azul marino.

Es el crepúsculo el momento de los pensamientos, de los recuerdos, de los suspiros profundos y de la respiración contenida. Si se pudiesen contar se descubriría que en ese momento existen en el mundo el mayor número de ojos dirigidos hacia el cielo.

En ese instante, todo aparece en su belleza más absoluta: incluso las anónimas y frías áreas llenas de fábricas amontonadas en los confines de las metrópolis, cuando el perfume de la brisa ligera invade las inmensas carreteras todas iguales, desiertas y ahora ya silenciosas.

Exactamente allí, en aquel día de mayo avanzado, en el mismo centro de un inmenso y vacío patio de carga y descarga, trae y lleva, derecho e inmóvil con el atardecer de fondo destacaba un caballero, envuelto en un abrigo bien puesto y abotonado, al lado de un viejo y cuidado automóvil acabado de aparcar exactamente en el centro de aquel gris lago de asfalto.

Inspiró profundamente, inmerso en el silencio sólo roto por algún trozo de periódico que intentaba, sin resultado, salir volando, y luego expiró lentamente.

Abrió la puerta y, flexionando las piernas, se echó hacia delante sobre el asiento. Cerró los ojos, con los puños sobre el asiento, venteando a pleno pulmón el aire perfumado.

Luego se levantó, miró a su alrededor, cogió con suavidad un frasquito de un recoveco entre los asientos de atrás, se lo metió en el bolsillo, y se apartó: cerró la puerta con cuidado y acarició la carrocería con suavidad.

Finalmente, le dio la espalda y se puso a caminar lentamente. Sin volver a mirar atrás llegó al límite del desolado aparcamiento. Después de desaparecer detrás de un desportillado muro gris, se puso a recorrer un enorme pasillo delimitado por chapas onduladas, ahora ya oxidadas.

Pasados unos minutos la oscuridad comenzó a esparcirse lentamente por doquier, como polvo de cenizas, ocultando cualquier imagen: aparecieron, de repente, anchos conos de luz de las farolas y en el cielo espectrales lámparas rojas mostraban torres invisibles.

Con la mirada baja, el hombre, que se llamaba Asdrubale, miraba sus pasos y escuchaba con claridad su sonido, en el silencio que lo rodeaba, oyendo con claridad el ritmo alternante del pie derecho y del izquierdo: no es notaba ningún ruido, en aquel día que ya se convertía en noche, excepto el eco débil, distante e informe, del estruendo de la metrópoli al fondo de aquel pequeño mundo.

También en su mente las preguntas ya habían enmudecido. Las respuestas, en cambio, no tenían ninguna importancia y se habían disuelto hasta desaparecer, inútiles.

Todo parecía nuevo, límpido, fresco y ligero. Como nunca antes.

Esta noche era la última vez. Había acariciado aquel viejo automóvil con amor y gratitud después de haber recorrido juntos durante años las mismas carreteras de circunvalación, durante el invierno, inhospitalarias y desoladas, amparado por la calefacción del habitáculo, mientras la radio calentaba el alma manteniéndolo en contacto con el mundo. Y en verano, a la caída de la tarde, había soñado con las ventanillas bien abiertas, y también los ojos, fantaseando sobre las luces que salpicaban el horizonte.

Aquel coche había sido su mundo, su refugio, su compañero tranquilizador y amable. Siempre había pedido tan poco y en cambio nunca había hecho preguntas. Estaba convencido de que tenía un alma: casi como avergonzándose, siempre lo había pensado, en secreto. E incluso había creído, un día, que era verdad. Una mañana se armó de valor y le habló mientras conducía, sintiéndose, de repente, para su sorpresa, aliviado de su pequeña angustia.

Y en última instancia, a los ojos de cualquiera, aquella última caricia dada con dulzura antes de irse y a punto de acabar el día, parecería un saludo: una tierna despedida.

Poco tiempo después, también con una pluma estilográfica, le había ocurrido.

La tenía con él desde hacía años: conservaba un recuerdo nítido del cumpleaños en la que se la habían regalado, ¡caramba! La baquelita tenía ya amplios y evidentes signos de uso, irrepetibles y preciosos señales del sacrificio. Se sorprendió una mañana mirándola y sintiéndose injusto, por todas las veces que la había considerado un sencillo objeto, y recordó la consternación que sintió el día en que la había perdido, cuando, con los ojos entreabiertos, se descubrió hablando consigo mismo: Oh pluma, mi pluma, quién sabe cuán sola te sientes y cuánto estarás sufriendo. Seguramente te preguntarás cómo he podido olvidarte. Perdón. Perdón. Te pido perdón.

Y así, tiempo después, objeto tras objeto, poco a poco comenzó a encariñarse con las cosas como si estuviesen vivas. A veces más que con las personas porque incluso se había convencido que tuviesen más corazón.

Llegó a un punto tal que incluso le ocurrió que el automóvil se averió y le salía decir que estaba enfermo, y se debió controlar porque más que a un mecánico habría querido llevarlo al hospital.

Cuando se dio cuenta, tuvo que comenzar a ocultarlo, a moderarse en exteriorizarlo. Nadie habría entendido su manera de actuar.

En cambio él a las cosas las apreciaba. ¿Cómo podía ser de otra manera?

El coche, por ejemplo: habían pasado tantas cosas juntos. En aquella vida siempre igual, a menudo injusta, fría, ingrata.

¿Cómo olvidar ciertos amaneceres incandescentes de recorridos todos iguales, venga a soñar, con todas sus fuerzas, miles de aventuras?

A cubierto de la lluvia torrencial, a cubierto del viento en las tormentas desencadenadas, al calor en el frío y al fresco en el calor sofocante: él siempre lo protegía, en un mundo inhóspito, cuando ciertas noches, como ahora, la ciudad, allá en el fondo, parecía una gran nave espacial con miles y miles de luces, que había aterrizado de un planeta desconocido.

Sí, amaba las cosas. Incluso podían decirle que se había vuelto loco, si así querían. Él lo sabía bien, por otra parte, como todos creían, insensatos, que las cosas no son mejores que la gente. Y en cambio no es así. Basta dar una ojeada alrededor, a lo que sucede: los humanos, esos sí hacen cosas espeluznantes.

Poco a poco había llegado la oscuridad y había llegado casi al final de aquella enorme avenida.

Se subió las solapas y miró a su alrededor: a su derecha, a lo lejos, la astronave urbana; a su izquierda, la profunda oscuridad: la periferia o el campo, o quién sabe que otra cosa desconocida.

La elección era fácil, en el fondo.

Porque esta vez ya era suficiente, estaba cansado. De todo. De pensar, de despertarse, de tener que levantarse. De hacer todos los días cosas sin sentido para poder mantenerse vivo y de esta forma hacer cosas sin sentido. Concéntricamente sin sentido.

Sólo quedaban los atardeceres, los amaneceres y las cosas. Para poder soñar y, por lo tanto, vivir realmente.

Se encaminó con decisión hacia un pequeño camino de tierra. Una luminosa luna aclaraba el campo alrededor.

No se sentía solo. No lo estaba. Había algo importante que le hacía compañía. Repasó con la mente sobre cómo la perla de agua, que conservaba celosamente en el bolsillo, había entrado en el habitáculo del coche y en su vida. Una mañana temprano, mientras el cielo estaba sereno.

 

Por la ventanilla apenas abierta, de repente, un aguacero misterioso. Ni siquiera una nube a lo lejos. Y acabó mojándole tanto la manga del abrigo que en la oficina debió escurrirla: inadvertidamente una gruesa gota entró en la botellita que habitualmente utilizaba para llevar el café. Recién lavada, estaba encima del escritorio, abierta y enjuagándose.

Después de poner el abrigo sobre el radiador cogió la botellita y observó el interior: en aquella esfera líquida e inmóvil consiguió observar su reflejo y fue cono, si de repente, se reconociese.

Pero qué extraño.

Volvió a poner el tapón y la guardó en un cajón. Más tarde volvió a mirar: y todavía se veía a si mismo a través del vidrio.

Se vio a sí mismo. Entiendo justo esto: se percibió a sí mismo, y nunca le había ocurrido realmente, mirándose como en realidad era y valorarse, en definitiva.

Al principio comenzó a sentir orgullo. Luego valor. No para actuar, sino para pensar libremente en todo. En todo lo que era, en lo que había sido y en lo que había alrededor.

Y de esta manera comenzó a cambiar.

Comenzó a llevarla siempre consigo y a veces se reflejaba en ella y pensaba.

Pensaba mucho, como esta tarde que se había convertido, poco a poco, en noche. Se paró y levantó la mirada. Todo oscuro alrededor y ni siquiera se veía ya el aura de la ciudad. Sólo el claro de luna y el perfume del campo.

Ahora estaba donde quería: sin una meta, sin un destino.

En el final.

Hacía tiempo que pensaba en esto. Y le producía consuelo.

Hacía cada cosa por última vez.

Pensar en esto embellecía todo: significaba sentirse vivo. Todas las cosas volvían a emocionarlo. Y tenía delante de él la noche, todavía.

Al fondo de la carretera de tierra una pequeña luz. Comenzó a caminar con energía. La seguía sin una razón ya que en el fondo no sabía a dónde ir. Sólo sabía que sería la última vez y esto podía ser suficiente.

La senda cada vez se estrechaba más mientras la recorría hasta que se introdujo, oscura, en un bosque.

No tenía una idea de dónde había acabado, ni la quería tener. Las zarzas cada vez eran más espesas. Abriéndose camino con los brazos continuó avanzando a tientas: ahora volvió a ver claramente el puntito luminoso que lo guiaba.

Apartado el último ramaje se encontró de repente desembocando en una vieja acera.

Estaba cubierto por hojas y rocío se limpió, deslizando las manos sobre el abrigo.

Un escalofrío le recorrió todo el pecho.

Al tacto no había sentido el consuelo habitual, la botella con la gota de agua. ¿había desaparecido?

Intentó concentrarse, mantener el control, respirar. Volvió a pasar la mano, esta vez con los ojos cerrados, pero nada. ¡Nada!

Un primer signo de dolor partió desde el estómago que sentía angostado como si hubiera sido agarrado por el puño de un gigante que le ceñía la cintura, y llegó a la espalda. Todo se volvía oscuro en su mente. ¿Cómo había podido? ¿Cómo?

Habría debido tener más cuidado con ella, ¡esa tarde que había decidido caminar por última vez! Justo esa tarde. Justo esa tarde.

Y, luego, de improviso, parpadeó, finalmente se acordó.

¡Sí! Como siempre, en el bolsillo. Pero esta vez la había puesto en el bolsillo interior, arriba, más segura para que estuviese protegida y cerrada.

Tocó de nuevo y finalmente la sintió bajo los huesos de los dedos.

Echó la cabeza hacia atrás, como reacción al aflojarse el puño en la barriga y le pidió perdón al agua.

Volvió a abrir los ojos: un banco desportillado reveló su existencia justo a unos pocos metros. Llegó hasta allí, y se dejó caer sobre él agradecido.

Sacó fuera la pequeña botella transparente y la estrechó contra el pecho.

Aquella agua, aquella gota que había entrado por casualidad en su vida, no sólo le había permitido mirarse a sí mismo: era la primera en haberle enviado una señal aquel día. Un día que era más monótono y más gris de lo acostumbrado: un día pesado y oscuro como sólo sabe serlo la oscuridad profunda del pensamiento.

Aquel día había escuchado dos palabras.

Dos palabras sólo, que habían dado un vuelco a su vida.

– ¿Estás triste?

Había mirado a su alrededor, lo recordaba como si hubiera sido hoy, incrédulo por la pregunta.

Había movido la cabeza. Quizás lo había soñado en el silencio de la sala vacía. Pero de nuevo oyó aquel sonido.

– Dime ¿Estás triste?

Era una voz. Una voz auténtica. Y venía de una dirección concreta.

Miró en la pequeña botella y se volvió a ver reflejado

– ¿Estás triste?

No había una explicación para aquella voz. No había ninguna posible, excepto una.

Inseguro y tembloroso, reaccionando, susurró.

– Sí.

Ocurrió así.

Así comenzó, aquel día, que el agua le habló realmente.

¡Oh, claro, ya se sabe que los locos están convencidos de que existen realmente las voces, esas voces que sólo ellos escuchan! Pero él no estaba loco de ninguna manera.

De todas formas, en el fondo, no tenía importancia. ¿Qué mal había en ello?

Y luego fueron tantas y tan hermosas las cosas que la gota comenzó a decir.

Mientras tanto se felicitó por haberla conservado con amor. Señal de sabiduría, seguramente.

Recordaba claramente sus palabras exactas:

–Los humanos son contradictorios, por no decir que a veces son extraños. Sin ánimo de ofender, quiero decir: es una constatación. Crean simples piedras preciosas, como esmeraldas, zafiros, rubís. Y no se dan cuenta que eso en el fondo es carbón: fósil, joven e inexperto. Mientras que yo soy agua y estoy aquí desde siempre. He sido yo quien ha originado la vida en el planeta, y sin mí no hay nada que pueda vivir durante mucho tiempo: si yo falto, todos los seres mueren. Incluso el árbol que después se convierte en carbón y con el pasar del tiempo incluso en diamante. Pero primero estaba vivo y por lo tanto estaba yo. O por lo menos he estado: sin mi esa misma planta que ahora es brillante piedra no habría nacido, ni vivido, ni sobrevivido, a decir verdad. Primero estaba yo. Antes de nada. Yo le he dado la esencia y luego, cuando ha acabado su ciclo vital, la he dejado. Y he continuado mi recorrido, mi vida eterna que lleva vida a cada existencia. Por todas partes. Soy lo más preciado que hay en el planeta. Todos me tienen delante de sus ojos, sin embargo nadie me nota. Y tú me has cogido, hombre sabio. Sabio y triste al mismo tiempo.

Oh, sí, se acordaba perfectamente. Tanto las palabras como la sensibilidad. Había notado su misma tristeza, entretanto la examinaba amorosamente. Mientras que los otros, los humanos, contestaban con desconfianza a su encerrarse en si mismo. En ocasiones incluso con dureza. Y de esta manera también su manera de comportarse se endurecía, por reacción, todavía más, y aún más dura era la reacción del mundo.

Hasta que debió comenzar a encerrarse en si mismo para defenderse, para sobrevivir.

Y acabó solo.

Esa perla transparente, en cambio, le había abierto un mundo en la cabeza: el mundo de las cosas que creía inanimadas. Las llaman así los hombres.

Estúpidos.

Estúpidos e ingratos.

Se entendían perfectamente él y el agua acerca de la humanidad. ¿Qué habían sacado de la vida? Desilusiones, rencores, traiciones, oportunismos: si se pusieran en fila se llegaría paso a paso hasta China.

¿Ellos no le querían? Perfecto, entonces él no los quería a ellos. Además, a veces, los relatos del agua eran realmente fantásticos. Como cuando una mañana nubosa se puso a contar de cuando había sido la parte líquida del ojo de un dinosaurio y de lo que veía del planeta: atardeceres incendiarios de color rubí intenso irrepetibles, silencios profundos jamás oídos, estruendos inmensos y relámpagos de luz cegadores.

Qué maravilla: para escucharla con la boca abierta.

También otra vez que había sido la sangre de una mujer guerrera enamorada: una mujer que se disfrazó para seguir al ejército en el bosque y poder de esta manera cuidar a escondidas y estar en secreto al lado de su hombre. Y de cómo ocurrió que una mañana soleada se sacrificó por él, que permaneció ignorante por siempre sobre esto. Después de días de marcha y de acampadas, al comenzar el día, un enfrentamiento con el enemigo. Ella, durante la batalla, haciendo caso omiso del estrépito, de las mazas que destrozaban cráneos y huesos, de los gritos angustiosos y de las espadas que laceraban la carne, se mantuvo siempre cercana a él, pero dos o tres pasos por detrás para no ser vista ni reconocida. Y de repente, felina y decidida, interpuso su cuerpo a una aguda lanza que vislumbró, justo a tiempo, mientras descendía desde el cielo silenciosa: para mantenerlo a salvo escogió ser ella la sacrificada.

Un grito ahogado en la garganta.

Él salvó de esta forma la vida mientras que ella, tirada por el suelo, sonreía al cielo y a la muerte susurrando su nombre. La gota se vio expulsada en el chorro que le surgió del pecho a través del tajo que había provocado la punta afilada, destrozándole horriblemente el esternón. Desde la piedra pulida sobre la que terminó su carrera el agua pudo observar sus ojos, abiertos y serenos, mientras expiraba: quedaron impresos en el firmamento con el iris mirando fijamente hacia el infinito.

Nunca había sido parte de una vida cuyo latido hubiera sido tan fuerte, añadió:

–Tenía un corazón poderoso, disponía de una fuerza interior que hasta ahora desconocía y que nunca he vuelto a encontrar en ningún ser viviente del que haya sido savia.

Oh, sí, había visto mucho esa preciosa sustancia. Y cómo describía perfectamente sus sensaciones, los matices. Cromatismos del alma, sin duda. Y estaba persuadido de que aquella agua debía tener una: grande y hermosa. Por eso le había sobresaltado el pensamiento el haberla perdido para siempre. Como traicionar a alguien a quien quieres realmente, es como si te traicionases a ti mismo: se rompe un equilibrio universal de confianza que es imposible recuperar.

Alentado miró a su alrededor.

Había acabado, quién sabe cómo, en una vieja estación. Para empezar, lo comprendió por el olor, de hierro, de madera y piedras. Aquel olor lo conocía muy bien. Se dio cuenta porqué lo había reconocido y se sorprendió: ya no existían estaciones. Pero lo había conocido de niño.

Cerró los ojos e inspiró: ¡justo, era justo eso!

Las cosas. Las cosas.

Saben cómo hacerse recordar, las cosas. De mil y mil maneras, también con los olores. Durante toda una vida.

Y las esencias suscitaron otros recuerdos. Fragmentos de cuando era niño y quedaba embobado en la estación: los ruidos, el silbido lejano, el chirriar de los frenos, el humo. Y cuando volvía a casa, antes de dormir, soñaba con eso.

Soñaba con subir, un día, en uno de esos vagones fascinantes y misteriosos. Soñaba que era el jefe de estación con el banderín y el silbato, el tren que resoplaba y él que saludaba a las personas y la parte de él que se quedaba allí.

Volvió a abrir los ojos, se levantó del banco y recorrió el empedrado.

Una vieja farola con la luz débil se mecía, suspendida y chirriante. Era esa la luz que había seguido.

Llegó a una pequeña construcción desportillada, una especie de claridad provenía de su interior. Cruzó el umbral.

¿Pero qué estación era?

Es verdad, hacía tanto tiempo que no cogía el tren a no ser el de la metrópoli rebosante y llena de gente. En cambio, pensó, el mundo debe de estar lleno, por ahí, de estaciones como esta.

Un atrio, también poco iluminado, lo acogió: enfrente de él un pequeño mostrador y un vidrio con un agujero en medio. En honor a la verdad, bastante sucio y rallado por los años hasta casi convertirse en opaco.

Nadie alrededor y un gran silencio.

En la otra parte un hombre sentado, con un uniforme de color gris tranviario, para ser precisos, completado con la gorra también gris y lisa. Pareció que no lo había visto entrar, de hecho, dado que ni siquiera levantó la vista. Escribía algo concentrado con un viejo lápiz, de cuando en cuando le chupaba la punta. Un gesto obsoleto, pensó para sí mismo. Pero quedó fascinado. Esto es dar valor a las cosas, a los gestos, al propio lápiz y al papel, y también a las palabras que, de este modo, serían escritas en aquel ordenado folio.

 

Se aclaró la garganta para atraer su atención pero el hombre, indiferente, prosiguió anotando algo indescifrable en las líneas paralelas.

Entonces golpeó educadamente con los nudillos en el vidrio y dijo:

–Buenas noches.

El señor en uniforme se quedó quieto pero levantó la mirada, a su vez, y respondió:

–Buenas noches

Y no dijo nada más. ¡Qué extraño! Parecía que esperase que él, un posible viajero, añadiese todavía algo.

Esas no eran maneras ya que era, evidentemente, el despacho de billetes. Y sin embargo, inexplicablemente, su comportamiento no tenía nada de intencionadamente descortés.

Debido al silencio prolongado se vio obligado a seguir por propia iniciativa.

–Perdone. Querría comprar un tique.

En cuanto dijo esto el señor de detrás del vidrio se quedó inmóvil. Dejó el lápiz, levantó con lentitud la cabeza y lo miró fijamente de manera intensa. Echó atrás la espalda apoyándose en el respaldo y cruzó las manos en el regazo con una mirada que podía parecer casi de perplejidad.

–Un tique, dice. ¿Para qué hora de qué día, y para dónde, si puedo saber?

¡Mira tú! Ahora, hasta me da la reprimenda.

Ni siquiera un saludo, si tan siquiera eso por respuesta, ni tampoco, qué sé yo, un deseo de ser útil en algo, ¡para colmo pareció que quisiese subrayar la ausencia de no haber sido explicito en su petición!

Vale.

–No lo sé, a fuer de ser sincero. Me vendría fantástico el primer tren que pasa y que tenga por destino el lugar más alejado que alcance. Sólo de ida. Gracias.

Descendió de nuevo un silencio irreal.

El vendedor de billetes lo miró de nuevo y pareció todavía más absorto. Luego se movió hacia un cajón y extrajo de él un talonario. Extrajo de él un tique de cartón azul oscuro, lo puso en una maquina de prensar y tiró de una palanca. En manera ruidosa el tique fue impreso y lo giró despacio mientras lo miraba. Sopló encima y se lo dio a través de una rendija en la parte baja del biombo maltrecho, bajo el cual el potencial pasajero, mientras tanto, había deslizado un billete.

El hombre con la gorra lo cogió metiéndolo rápidamente en la caja y unió las manos. Dijo solamente

–Parte dentro de unos minutos

Luego se quedó mirándolo fijamente, mudo.

Asdrubale supuso que el precio debía ser exacto y que no sobraba nada.

Después de coger el resguardo se lo metió en el bolsillo del abrigo y se despidió:

–Buenas noches.

–Buenas noches tenga usted –respondió el hombre de la taquilla sin añadir nada más.

Mientras estaba todavía de espaldas hacia la salida para llegar al andén, oyó algo pronunciado en voz alta:

–Y buen viaje.

Bueno, finalmente, un poco de amabilidad en aquel lugar olvidado.

Esta vez no respondió. Salió al exterior.

¡Qué raro! sólo entonces se dio cuenta que había un único andén. Por lo que él sabía, incluso en las pequeñas estaciones, debería haber por lo menos dos, o más. Mira tú qué descubrimiento más interesante cuando iba a ser su última vuelta. Quizás aquel lugar era sólo un pequeño punto de tránsito, de intercambio, o quién sabe qué otra cosa. Sin embargo, era realmente algo muy raro, pensó: sólo dos raíles y bosque alrededor.

Quién sabe.

Pudo de esta manera volver a pensar en el agua y en sus fantasmagóricos relatos.

Como el de aquella mañana que le habló sobre las migraciones, por ejemplo: la gota volvía a la tierra y, más pronto o más tarde, abandonaba el elemento del que había formado parte evaporándose.

Cautivada, dijo, miraba la tierra hacerse pequeña mientras subía hacia el cielo. Entre las nubes encontraba otras gotas y en ocasiones las conocía porque se había cruzado con ellas en el pasado. Se intercambiaban saludos y relatos de todo tipo. Y juntas se convertían en nubes espectaculares, llegado a un cierto punto, poco a poco, comenzaban a viajar. ¡Qué panoramas, qué largas travesías! En cirros, en nubarrones, en cúmulos. Formando dibujos, haciendo evoluciones. Sobrevolando océanos, montañas, campos y ríos y praderas inmensas. Hasta que, a una orden del viento, llegaba el momento de volver a bajar.

¡Qué emoción, el salto hacia la tierra, en caída libre, volando!

–Es siempre como si fuese la primera vez, ese momento.

Exactamente, de este modo, se lo había confesado.

Luego, sobre la Tierra, terminaba su carrera: a veces en una planta, a veces en una charca, a veces en un ser vivo. Y el ciclo de la vida comenzaba otra vez. Como había ocurrido desde el comienzo de los tiempos.

Estaba absorto y de repente lo distrajo una luz al fondo del andén y un resoplido cíclico y constante que cada vez parecía más cercano: estaba llegando el tren.

¡Qué situación tan curiosa!, pensó: no sabía dónde iría y no le importaba. Y justo por esto se sentía feliz: cogía por última vez el tren y no sabía ni siquiera a dónde le llevaría, dónde terminaría, dónde iría. Sólo sabía que no volvería atrás jamás.

De repente notó que a su lado estaba el vendedor de billetes.

Ahora tenía con él un banderín y un silbato. Por lo que parecía en esa estación él hacía todo. Debe ser un modo para ahorrar en gastos, evidentemente. He aquí la razón por la que no había estado demasiado amable. Quizás no era ese su trabajo original, ahora se explicaba todo.

Al conocer un poco más las cosas se entiende mejor las razones de lo que sucede alrededor.

Ahora, aquel empleado distraído había tomado un aire austero, compuesto, erguido, subrayando, con esta manera de actuar, su papel. Del mismo modo que un soldado experimentado, se llevó el silbato a la boca con un gesto medido y silbó fuerte: tres veces, con la misma intensidad y duración. La maestría del gesto parecía el fruto de años de experiencia.

El tren comenzó a frenar y alcanzó con lentitud la acera parando a la altura de la entrada el centro justo de la cadena de vagones. Eran sólo tres: la locomotora, un vagón para pasajeros y en la cola un último vagón sin ventanas, destinado seguramente a las mercancías. No se sorprendió: con un solo andén, por otra parte, no se podía esperar un bólido plateado último modelo.

Las puertas se pararon justo enfrente de él y se abrieron deslizándose mientras resoplaban.

Puso el primer pie sobre el estribo y entró.

Se quedó estupefacto de nuevo porque las sorpresas no habían acabado. Todo lo demás, de alguna manera, lo había justificado, comprendido, pero esto realmente era inusual: los asientos eran de madera. Y de nuevo fue embestido por aquel olor típico y antiguo que sólo había sentido de niño.

¡Esta sí que era buena! Nunca hubiera creído que todavía existiesen vagones de este tipo circulando.

No había mamparas. Los asientos eran incómodos, espartanos, bajos y gastados por el tiempo. Pero casi todos estaban ocupados por enseres de distintos tipos: paquetes, cajas grandes, sacos. Sólo en una parte, aparentemente, había quedado disponible un puesto para sentarse: en la zona al fondo hacia la locomotora, donde dos filas de asientos una frente la otra, atravesadas por el pasillo, estaban ocupadas por personas. Llegó hasta ellas con aire circunspecto y un poco asombrado, y vio que sólo había un asiento vacío.

Una señora robusta y regordeta lo miró:

–Buenas noches, señor. ¿Quiere que aparte algún paquete y así se podrá sentar solo? Le pido perdón si nos hemos aprovechado del espacio, pero en este tren habitualmente no hay nadie.

Y dicho esto intentó levantarse como queriendo demostrar que hablaba en serio.

–No, no, señora –respondió educado inmediatamente –no se moleste, se lo ruego. Me colocaré allí abajo en ese puesto libre, con su permiso.

A la amabilidad, había aprendido, se responde siempre de manera amable, faltaría más.

Ella, ingenua y entusiasta, sonrió volviéndose a sentar.

Todos lo miraban: eran siete. O mejor dicho seis, para ser exactos, porque, para su sorpresa, se dio cuenta de que el séptimo, también bien sentado y educado, había un gran perro con el pelo de color dorado. También él lo estaba mirando como los otros: aparte de la postura había en él algo de humano.

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