Read the book: «El mundo que vimos desaparecer», page 7

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No debería darte miedo el silencio. Se puede escuchar hasta el más mínimo ruido si todo está en silencio. El latido de tu corazón o el sonido de tu respiración se vuelven audibles porque te esfuerzas por escuchar lo que no está ahí. Cuando Gonzo para el coche no es silencio lo que cubre la intersección, sino un zumbido de presencias. Hay un montón de cosas que están tranquilamente a nuestro alrededor: roedores pequeñísimos, las batientes alas de los pájaros nocturnos que los cazan, arbustos que susurran y crujen cuando el viento los mueve, jabalíes que hacen rechinar sus colmillos contra los árboles y sacuden la fruta, que cae al suelo como pasos sigilosos. En alguna parte, un mamífero grande ha cazado a uno más pequeño y se lo ha comido. El perro del otro lado del delta sigue ladrando y el sonido de los jubilados poniéndose cariñosos se filtra a través de la arena y del bosque y rebota por todos lados, así que se escuchan voces que llaman calladamente, palabras que se escuchan solo vagamente. En la oscuridad, hay cosas que crujen y hacen tccccht. Los tacones de Theresa se hunden en la hierba. Belinda se inclina sobre Gonzo. Yo apunto la linterna haciendo un círculo a nuestro alrededor para escudriñar cada metro de oscuridad en busca de ojos que nos observen y sonrisas de depredadores. Es imposible que aquí haya caníbales. Nunca ha habido, y si los hubo, ya han muerto. Incluso han muerto sus mascotas. No tengo ninguna duda. Ninguna. Para nada.

Gonzo nos guía y entramos.

Polvo y suciedad, andrajos y espejos rotos, botellas rotas y otras llenas de un alcohol que no tiene muy buena pinta. Una habitación pequeña, a lo mejor un cuartito del bar o una cantina, paredes desnudas llenas de rajas y de sombras. Un olor acre y almizcleño de animales. Han hecho un fuego en medio de la habitación, han fumado y se han emborrachado, pero no con lo que había detrás de la caja. Trajeron ellos el alcohol: alguna expedición anterior que ya se había ido. A lo mejor Marcus estuvo aquí antes de irse a la guerra.

Echamos un vistazo. Madera. Linóleo. Sillas baratas. Gonzo escribe sus iniciales en el polvo de la barra, sonríe a lo veni vidi vici y se gira, pero se queda quieto al escuchar un profundo gruñido que hace vibrar la noche. No es un sonido humano. Es el sonido de un depredador de otra especie, un retumbar salvaje, desafiante y amenazador que va directamente a tu bulbo raquídeo y te dice «lucha o huye». Todos nos giramos hacia el ruido.

Hay un monstruo en la puerta: un perro grande, gordo y feo con la cabeza del tamaño de una pelota de baloncesto y demasiados dientes. No tiene sentido pensar que es un perro caníbal o incluso un descendiente de los perros caníbales. Claramente, es un perro de lucha, un pastor ruso Ovcharka o el típico perro que los idiotas piensan que está muy guay tener hasta que les arranca la mano, se la come y se va a vivir al bosque o a cazar caballos en los páramos. El típico perro que es muy territorial y que vive en un bar abandonado. Empujo a Theresa detrás de mí y el perro gira su enorme cabeza en mi dirección atraído por el movimiento. Tengo el tiempo de pensar «Mierda» y luego salta hacia delante.

Sé algo sobre cómo esquivar, pero no puedo con Theresa detrás de mí y esa cosa avanza como un torpedo negro gigante. De todas formas, levanto la mano derecha con la palma hacia delante y rezo para que eso sea algo que el maestro Wu me ha enseñado para entrar en acción y no un reflejo malísimo que diga «arráncame la cabeza, soy una presa». De repente veo la amplia espalda de Gonzo, que tiene una pierna fija al suelo, y atrapa al perro cuando salta sobre mí. Le araña el pecho con las patas traseras e intenta morderlo, pero Gonzo lo agarra de las patas delanteras y se las separa. Veo cómo su músculo trapecio se contrae y se estira y escucho el crujido de las costillas del perro. Lanza un aullido y cae al suelo destrozado.

Cuando se vuelve, la cara de Gonzo desprende asco, cosa que solo yo veo, y luego sonríe levemente como si hiciera esto todos los días. Puede resultar cruel excepto porque, si hubiera hecho otra cosa, Belinda seguramente se habría desmayado de miedo.

—Es hora de irse, ¿no? —dice. Sale lentamente. Belinda lo sigue, igual que Theresa. Yo miro al monstruo y pienso si la mano que había levantado era para quitármelo de encima o si me iba a destrozar igualmente. Entonces me doy cuenta de que no está muerto. No puede moverse, no va a alzarse y embestirme. Morirá pronto. Solo que todavía no. La técnica de destrucción perruna de Gonzo, sacada de manuales de supervivencia y de habladurías de ladrones, es imperfecta y no ha sido practicada. Abrir las patas delanteras debería reventarle el corazón al animal, pero no es así en este caso. El trabajo no está completo.

Unos ojos negros y acusadores me miran mientras camino hacia la puerta. Y luego gimotea. Es un sonido leve y desesperado, como si proviniera de un perro con el que dejarías a tus hijos, que te trajera las zapatillas y que paseara a gatos en la boca sin tan siquiera pensar en tomarse un aperitivo felino. Ese sonido no es el de esta cosa, que hace un momento ha intentado abrirme un agujero en el pecho. Gonzo me ha salvado. Me vuelvo y miro al perro de nuevo. En esa postura, puede verse claramente el dolor y la impotencia. Se sacude, resopla y se da la vuelta para poner al descubierto una mancha de pelo blanco en el cuello. Si hay un lenguaje que compartan los mamíferos, es el lenguaje del dolor. Está claro quién tiene el control, pero se abre el debate del alivio del dolor. Me pide que termine lo que Gonzo ha empezado.

Me acerco casi esperando que intente morderme a modo de venganza. Pero no es así. El perro solo espera. Hago lo único que puedo hacer para ayudarlo. No tardo mucho. Y luego salgo de la oscuridad e intento sonreír y fingir alivio.

En realidad, Gonzo no se acuesta con Belinda Appleby. Ella está consternada y él tiene tantos cortes que la cosa excede lo viril y pasa a ser directamente desagradable. Ella le cura las heridas, pero insiste en una suspensión de las confianzas. Yo me llevo a Theresa a mi habitación y me preparo una cama para mí en el suelo con cojines mientras ella está en el baño. Sale y yo ocupo su lugar. Me lavo más tiempo del que es estrictamente necesario porque no puedo dejar de oler ese tufo a perro muerto. Cuando vuelvo, ha quitado y recogido mi improvisada cama y la única sábana que la cubre no es capaz de ocultar que está desnuda. Ponemos en práctica las clases de la señora Poynter a conciencia. Técnicamente, no es la primera vez para ninguno, pero sí es la primera vez que los resultados son de un disfrute completo, desesperado y como para arquear la espalda. Puede que fueran el miedo y el peligro, pero también una cierta afinidad; yo soy la sombra de Gonzo y ella la de Belinda. Nuestro encuentro no tiene mayor consecuencia y cada uno sigue su camino por la mañana.

Gonzo me recoge a la mañana siguiente y no hablamos de perros caníbales hasta que se termina el desayuno, cuando exteriorizo todo mi nerviosismo y le confieso que no tengo ni idea de lo que habría hecho si él no hubiera estado allí. Gonzo se encoge de hombros.

—Sin ti —dice— yo nunca habría entrado. —Le miro fijamente.

—Estabas parando —señalo.

—Estaba dando la vuelta —responde y me devuelve la mirada—. Ni de coña —empieza, pero yo ya estoy tronchado de risa porque ninguno quería entrar en ese sitio asqueroso y los dos fuimos porque el otro lo había decidido. El estertor del monstruo huye de mi memoria. Le digo a Gonzo que me ha salvado la vida y él sonríe y dice que puede que sí, puede que no. Y así dejamos pasar el tiempo mientras volvemos a casa.

Después de comer, me llama por teléfono —el kung-fu de La Predicadora es poderoso— el Profesor Fortismeer de la Universidad de Jarndice, que está encantado de informarme (por su voz parece que está contento de verdad y, no puedo evitarlo, ya tengo la teoría de que él y La Predicadora son amantes y que mi admisión se ha comprado con la promesa de incalculables placeres físicos, una perspectiva que me horroriza porque supone una breve visión, reprimida rápidamente, de la copulación entre ellos) que he sido seleccionado para un programa nuevo llamado Beca Cuadrilla, que pretende mejorar la relación entre el arte y la ciencia creando una carrera en Estudios Generalistas. El profesor Fortismeer parece una de esas personas campechanas y turbulentamente gordas que creen que las cualidades de la hombría se hallan en la caza, la pesca y en una lista de actividades que se categorizan como «parranda» e interrumpe la explicación del programa con risotadas y resoplidos para indicar que él también fue joven un día y que su corazón y otras partes de su cuerpo aún lo son. La Cuadrilla contiene cuatro partes (de ahí el nombre), que son: I. Arte y Literatura; II. Historia, Antropología e Historia de la Ciencia; III. Matemáticas y Física; y IV. Química, Medicina Básica y Biología; todo al estilo del autodidacta renacentista, excepto porque no habrá nada de «auto». Se supone que tendré que ir durante cuatro años de mi vida y que será mejor que evite ir (bufido- resoplido) a muchas fiestas, el entretenimiento y, sobre todo (je, je, bueno, ya sabemos el caso que me harás en esto), las distracciones femeninas, que por lo visto son (funestas para la mente, exquisitas para los sentidos) causa frecuente de notas bajas y de sufrimiento personal. El profesor Fortismeer se para en este punto y parece que quiere que diga algo, así que le doy las gracias y se ríe tan fuerte que el teléfono no puede transmitir la señal y provoca interferencias, luego me dice que no me olvide de llevar ropa para el frío porque en Jarndice puede haber temperaturas muy bajas por la noche si no tienes compañía (bufido bufido resoplido). Le digo que eso haré, y queda de manifiesto que paso de las manos de un personaje extravagante a otro y que eso no debería ser ninguna sorpresa.

Me voy a la universidad, ja.

Capítulo 3

Una educación universitaria;

sexo, política y sus respectivas consecuencias.

La cabeza que acaparaba mi atención era la de Phillip Idlewild, aunque me lo han presentado (hará una hora) como Rector Idlewild, doctor y catedrático de griego y mandamás nominal de la Universidad de Jarndice. Estamos en octubre y el viento sopla con fuerza; el cielo es de un azul grisáceo oscuro que se hizo famoso gracias a un tal Payne. Por aquí solemos tener días así y hoy no es más que otro de ellos, pero casi toda la zona donde crecí —delimitada por las Tierras Bajas de Cricklewood por un lado y Jarndice por el otro— disfruta de un suave clima que favorece el crecimiento de flores delicadas y la felicidad de perritos de pelo corto. Esta noche, sin embargo, el viento azota desde el océano y trae un aroma a sal, a espuma y a alquitrán, en el que hay una fuerte nota de putrefacción: una gigantesca criatura marina flota muerta en el oleaje de doce metros, despedazada por las gaviotas. Es la noche perfecta para ser joven: una noche para arrancarse la camisa y aullar al cielo y correr, sentir la humedad sobre la piel y no preocuparse por el frío. Hace una noche para que el vino y el whisky fluyan y un fuego crepitante y una danza salvaje te encuentren en los brazos de esa chica o de aquella o haciendo amistades que durarán para siempre.

Por desgracia, estoy metido en una ceremonia de Jarndice. Llegué a mi estudio —nada de residencia, ni de habitaciones, ni siquiera de alojamiento—, abrí la maleta e instalé mi música, que es prácticamente todo lo que necesito desempacar, y fui directo desde allí a la cena de bienvenida, la primera en una casi inagotable lista de eventos tradicionales en Jarndice que es mejor ignorar con discreción. Casi nadie dispone de esa información, así que, al igual que yo, todos terminan mirando fijamente la calva formada en la parte superior de la cabeza de Phillip Idlewild y pensando si el material blancuzco y áspero que revolotea sobre ella cuando se toca los dos o tres pelos que aún aguantan es el producto de alguna enfermedad contagiosa o si es una inofensiva consecuencia de su avanzada edad o si son los residuos de la salsa con la que se manchó accidentalmente durante la comida.

El profesor Idlewild no sabe hablar a menos que esté en posición horizontal, o que su cabeza esté en posición horizontal. Cuando quiere enfatizar algún punto de su discurso, dobla la cabeza y te mira como un apasionado búho moteado y asiente, momento en el que los tendones del cuello sobresalen por encima de las arrugas, aunque suele dirigir su elocuencia a la pátina de la mesa del comedor. Una sección transversal vertical del Rector Idlewild, si se toma el plano desde la línea de simetría bilateral entre los ojos de una figura humana normativa, probablemente revelaría un conjunto deformado de órganos internos y huesos en forma de signo de interrogación, misteriosamente inapropiado para un hombre cuyo armamento conversacional se compone de exclamaciones en su totalidad. Cuando el mayordomo (un estudiante de posgrado en Teoría de la Resolución del Conflicto Industrial) trae el plato de pescado, Idlewild suelta otra descarga de dermis o de esporas fúngicas con necrosis sobre el plato de la mantequilla, y al realizar una serie de espasmos como de marioneta, se gira hacia mí.

—¡Señor Lubitsch! Bienvenido a Jarndice. He oído que podemos esperar grandes cosas de usted —sonríe—. Le ruego que haga un gesto en dirección a los de GTEA, por favor, ¡les gustará mucho! —Debo avisarlo de que no soy Gonzo. Lo hago. Para mi sorpresa, dirige una sonrisa horizontal en mi dirección.

—Mi querido amigo —dice—, cuánto lo lamento —y se queda pensando—. ¡Ah, claro, usted es el otro!

Así es: soy el otro. De todos los estudiantes que hay aquí, yo solo soy el otro. Idlewild sonríe y se da la vuelta hacia su anterior interlocutor. Busco a Gonzo a fin de odiarlo intensamente y lo veo callado y afligido, dos sillas más allá al otro lado de la mesa. A su derecha se sienta una chica preciosa, aunque verdaderamente interesada en la conversación sobre estructuras cristalinas que mantiene con su vecino del lado opuesto y su compañero. A su izquierda está una señora de mirada severa del tipo de la Predicadora que, cuando fueron a sentarse, audiblemente se presentó como «Soy la doctora Isabel Lamb y odio a los jóvenes atractivos». Fuera o no verdad (sospecho que no y que Gonzo debía tomárselo como un reto), aquello fue empezar con muy mal pie, así que él la excluyó rápidamente de su mundo. La Dra. Lamb ahora está exponiéndole una disertación al hombre que hay a su lado sobre el caso del error catastrófico de los puentes colgantes y Gonzo casi se ha desconectado. Sin un público que verifique su magnificencia, Gonzo tiene que mirarse muy adentro para encontrarse a sí mismo. Ahora mismo está en ello, pero en medio del barullo y del buen rollo de todo el mundo a su alrededor, lo está pasando bastante mal. Desde aquí no puedo hacer nada por él, no directamente, aunque si llego a encontrar el mejor momento para entrometerme en la conversación de mi izquierda y conducirla hacia campos más prometedores, Gonzo será capaz de dar rienda suelta a su encanto y dejar de parecer tan vacío e inepto. Cuando abandonamos Valle Cricklewood, Mamá Lubitsch no me pidió que cuidase de Gonzo. Tampoco el viejo Lubitsch, cuando nos dejó en la estación de tren; no cargó sobre mis hombros el cuidado y el apoyo fraternal. No lo hicieron porque no era necesario. Entiendo mis obligaciones. Al cabo de unos minutos, le pido la sal a mi vecino y, al pasármela, le pregunto por qué la sal triturada es tan diferente a la sal cristalizada y por qué nadie cocina con ella, momento en el que la conversación se va rápidamente por la tangente, así que el profesor Idlewild busca mi atención de nuevo y Gonzo discute sobre especias con la chica numinosa. Mientras la conversación de Idlewild va convirtiéndose en una conferencia, yo voy sopesando este nuevo mundo con cuidado de no comerme alguno de los pequeños trocitos que llegan desde su boca hasta mi plato.

La Universidad de Jarndice no es ni grande ni nueva. Su nombre oficial es Jarndice-Hoffman Metanational Wissenschaft-Kulturschule, de lo que se deduce que, aunque el señor Jarndice fue lo que en aras de la brevedad se conoce como inglés (a saber: poseedor de una herencia genética que incluye el ADN de los guerreros anglos, normandos, sajones, jutos, pictos, celtas, así como de los gaélicos kerns; de España, los católicos naufragados, los sefardíes y los extraños moriscos que escaparon después, como también los burgundios mercantilistas, los escandiruegos vikingos, los góticos desmadrados, los taciturnos flamencos y algún que otro magiar desorientado), su colega racionalista y educador era en realidad un alemán de pura cepa (concretamente, un teutón-tártaro-turco-ruso-asquenazí-franco-prusiano). Estos dos señores determinaron, no solo fundar una institución de estudios superiores con un debate universitario libre de disputas académicas, sino que además tuviese el fin de constituir un lugar ajeno a las riñas caprichosas de las instituciones a nivel nacional. Por eso, en las Ordinanses of ye Univarsitie (ordenanzas que también decretaban que todos los estudiantes vivirían en el radio de un myle de la Biblioteca de Jarndice, una regulación que se tornó inaplicable en 1972 cuando las facultades, los campos deportivos y las aulas magnas llegaron a ocupar la mayor parte de ese espacio y como no se podía derogar fue reinterpretada como una legua, que corresponde a tres millas náuticas inglesas, es decir 5,55954 kilómetros y no 5,556 kilómetros, que serían tres millas náuticas internacionales, un matiz introducido para honrar a Palgrave Jarndice y su nacionalidad pese a la animadversión de éste por toda forma de patriotismo y que también tiene el provechoso propósito de emborronar la línea concreta del gran círculo y permitir a todo el mundo vivir donde le dé la gana), se exigió que todo aquel que viniese a Jarndice con cualquier talento hiciera el juramento de que contemplare el mundo con el ojo del buen administrador y mantuviere una conducta respetable en la empresa de la vida que salvaguardara la paz para con los semejantes, y todos los maeses y doctores prestaren de tal forma atención a los pensamientos del otro y no se desbordaren en un orgullo excesivo. En consecuencia, la Universidad de Jarndice se ha convertido en un caldo de cultivo de cordial odio académico, de vituperios interdepartamentales y de un eufórico extremismo político. Tan infame como la «U of Ye», en referencia al documento epónimo, y pronunciado por sus detractores y Matriculantes —estudiantes de primer año— como /yii/ cuando la letra y en este contexto es, de hecho, el símbolo anglosajón para el sonido /z/, un asunto que el Rector no se cansó de explicar pormenorizadamente a todo el que se sentase a su izquierda en la cena de bienvenida.

Y aquí estoy yo, con ganas de pasármelo bien y emborracharme hasta arder de la emoción, y no de estar ataviado con un traje de terciopelo azul y acabado plateado que alquilé el otro día y que pica en la nuca y huele muy fuerte a gato viejo. Vestido así como un Polonio de mercadillo pero con los modales que había aprendido en la mesa de Mamá Lubitsch, lo suficientemente enraizados para no hacer algo tan burdo como interrumpir el flujo de crónicas en relación al Gran Cambio Vocálico y el rechazo a la enseñanza clásica desde Adriano, no me queda otra que soportar el guiso de ternera, sonreír a la mujer de hermosos rasgos que hay frente a mí y esperar a que el profesor Idlewild se quede sin oxígeno. Y eso es lo que ocurre cuando llega el postre, aunque no de forma progresiva, sino de golpe. Interrumpe su discurso y empieza a tiritar. Se aprieta contra la mesa como si estuviese buscando un trozo en particular de su cabeza que necesitará después. Su nariz roza el barniz y dos conos de vaho irregulares aparecen debajo de él, desiguales porque su cabeza está un poco girada hacia mí. Se agarra a los bordes de la mesa. Miro al otro lado, a la mujer de finos rasgos, pero su suave rostro solo muestra perplejidad y los signos de la misma preocupación que debían estar reflejándose en mi cara. Parece totalmente verosímil que el profesor Idlewild esté sufriendo un infarto o que esté a punto de tener uno. Es entonces cuando me doy cuenta de que no sabría qué hacer si es ese el caso, ni siquiera sé cómo determinar si realmente es un infarto. Tampoco me hace mucha ilusión la idea de que haya elegido justo este lugar frente a mí, delante de todo el mundo, en este momento, para expirar, lo que indefectiblemente me dejará una cicatriz que ni siquiera puedo llegar a imaginar.

El profesor Idlewild se precipita de nuevo hacia atrás y se yergue completamente, todo entre una nube de caspa, con la mirada fija y el pelo revuelto. Balbucea un poco, luego se acurruca en su pecho, contorsionando brazos y manos, y se desahoga con una especie de ladrido o alarido. Una de dos: o se está muriendo o está siendo poseído por un ánima divina; la primera opción sería trágica aunque, francamente, un poco rara; la segunda, sin embargo, permite la contemplación de una deidad que puede haber elegido como mensajero, incluso como vehículo en el mundo, a un académico pelma con aliento fúngico y una afección cutánea leve pero repugnante. Algo frenético, echo un vistazo a mi alrededor, buscando a alguien que me dé una clave sobre cuál ha de ser mi siguiente paso, pero nadie está prestando atención. Y la absoluta ausencia de alguien que preste atención (nadie de Jarndice, claro, porque los recién llegados están ocupados pasando un mal rato con cierta incomodidad por encima y por debajo de la mesa) es una pista significativa. A mi espalda está el mayordomo con una cara de total hastío. Probablemente sea porque está viendo a su maestro tocarse ambas orejas y tirando fuerte de ellas, como para producir un efecto parecido al de las alas de un murciélago que se entretiene con una luz brillante y, ya que este hecho no parece desconcertarlo en lo más mínimo, deduzco que el señor Rector Idlewild de Jarndice padece algún tipo de trastorno compulsivo y lo educado es ignorar este hecho. A decir verdad, hasta tal punto es lo educado que nadie jamás considera mencionarlo más adelante, ni siquiera comentárselo a alguien que pueda dar un brinco y hacer algo al respecto. Me siento profundamente agradecido de que el que esté aquí sentado sea yo y no Gonzo, que, al darse cuenta de la situación, está preparando una embestida salvaje para realizar una traqueotomía bajo la mesa. Menos mal que tiene la inteligencia para darse cuenta que yo, que soy el más cercano a la emergencia, he tomado la grave decisión de no hacer absolutamente nada y que debe existir una razón para ello. Evito así el espectáculo que montaría mi mejor amigo pegándose un sprint a tontas y a locas a través de la mesa de roble mientras lanza por los aires la vajilla de porcelana del siglo xix para luego coger un embudo para decantar de estilo Arts & Crafts (probablemente de finales de siglo, fina elaboración, aunque un ejemplar no muy hermoso debido a unos cuantos golpes y abolladuras derivados del poco cuidado en su uso) y clavarlo en la garganta del profesor Idlewild con el fin de facilitar un acceso continuado al oxígeno. Y la verdad es que, con todo este ajetreo —como diría Harry «el sucio» Callahan—, me olvido lo suficiente de mí mismo como para empezar a charlar en la mesa y hacerme amigo de casualidad de la mujer de los rasgos finos que hay frente a mí. Resulta que se llama Beth, que es de Herringbone y que acaba de dejar a su novio porque se estaba viendo a escondidas con una bailarina llamada Boots. Para cuando el profesor Idlewild se recupera y puede interrumpir la conversación, yo ya he logrado realizar algunas incursiones en el espinoso tema de sobre qué vamos a hablar en unos días cuando quedemos para tomar algo. La respuesta es, cómo no, política.

La política está muy de moda en Jarndice pues, a pesar de tratarse de un tema especialmente mal visto en las Ye Ordinanses, es también el que provoca debates intensos en mayor número, peleas apasionadas a gritos y posturas salvajemente inconsistentes y, precisamente por eso, es ideal para la pose del estudiante y para disponer así de cierta superioridad social. El tema candente del día es el problema de Addeh Katir.

Addeh Katir es una pequeña nación que está muy pegadita a unos cuantos países grandes. Es templada y tropical, de un rico colorido, exuberante y espléndida. Una gran cadena de lagos recorre su espina dorsal (el más grande es el lago Addeh, discretamente famoso porque sus aguas fueron consideradas durante muchos años el último grito para la elaboración del té) y su interior, fértil, está rodeado de cumbres que lo protegen, los epónimos Katiris, que nacen del Himalaya hacia el este y que han abrazado al lago Addeh y a sus pequeños acompañantes como si hubieran decidido protegerlos.

Políticamente, la mejor descripción de Addeh Katir es que se trata de un país roto. Se dan muchos casos de Estados fallidos pero este, en realidad, está destrozado. Y lo cierto es que no alberga tensiones étnicas intrínsecas gracias a las circunstancias, algo singulares, de su creación: la generación actual de Addeh Katir desciende de un grupo de almas amables que se aburrieron del eterno péndulo de masacres y pactos con el que crecieron en sus propios países, y eso sin contar con la curiosa prohibición de bebidas fermentadas que impusieron por entonces los aguafiestas del Budismo, el Islam, el Cristianismo y el Hinduismo y otras sectas y cultos con un enfoque yotambiénquiero con respecto a las prohibiciones religiosas. De manera que aquellas gentes fueron a pata desde lo que hoy es China, el Tíbet, Pakistán y la India, y se dirigieron a las montañas Katir para esconderse y, honestamente, para emborracharse. Al llegar a la orilla del lago Addeh, se encontraron con que toda la población indígena había sido aniquilada por una variación de la rubeola a la que ellos eran mayormente inmunes.

De tal modo que, con una nación ya a medio hornear, procedieron a la división de la alargada parcela de tierra tan equitativamente como supieron y se dedicaron a vivir de la forma más tranquila que pudieron. Eligieron como líder a un miembro de la baja nobleza que había sido expulsado de su hogar por pecados clandestinos aunque menores. Lo que el pueblo le pidió fue, básicamente, que no los molestara demasiado, y no lo hizo, como tampoco su hijo, ni el hijo de su hijo, ni los que llegaron después, conformando una tradición de benigna indiferencia que ha aguantado en pie hasta el día de hoy. Sus lenguas se entremezclaron, al igual que sus genes y, tras unas pocas generaciones, olvidaron haber sido de cualquier otro lugar. Los británicos conquistaron Addeh Katir como un asunto rutinario, vieron el montaje que tenían y determinaron que los katiris no les importaría ondear cualquier estúpida bandera con tal de que les permitieran seguir con él. Señoras aburridas y hastiados caballeros del Raj pasaron gran parte de su tiempo persiguiendo a los atractivos Katiris arriba y abajo de las escaleras de madera y de los refinados balcones y aquello —junto con la adopción del inglés como la segunda lengua de Addeh Katir— fue, en términos generales, el verdadero alcance del Yugo Imperialista. El proyecto colonialista es bastante menos divertido cuando no se te ocurre ninguna mejora posible y el sitio funciona tan bien por sí mismo que parece una grosería proponer cualquier sugerencia. Cuando los británicos abandonaron el subcontinente en 1947 hubo un breve periodo de agitación provocado por un cártel de comerciantes de opio que trataban de llevar su producto a lo largo de los canales fluviales de Addeh Katir. La reacción de los habitantes de los lagos tuvo la contundencia necesaria para que abandonaran el proyecto.

En 1966, sin embargo, el Grupo Panasiático de Bancos de Inversión —con el auspicio de la gran Iniciativa para el Desarrollo que se puso en marcha aquel año con la perspectiva de sacar al mundo de la pobreza a través de un capitalismo triunfal a gran escala— concedió un préstamo a Addeh Katir. Era un préstamo muy curioso, pues nunca fue solicitado ni aprovechado por la nación. Se quedó en una cuenta y acumuló cierta suma de intereses. De alguna extraña manera, la deuda contraída fue acumulando intereses con mayor celeridad aún. Así, en 1986, cuando el préstamo debía devolverse, el país debía varias decenas de millones de dólares añadidas al enorme importe original. Y empezaron a pedir cuentas. El maharajá señaló que él no había pedido ningún préstamo, que no lo necesitaba, que no había suscrito un contrato con nadie y que jamás se había beneficiado de ese dinero. El Grupo Panasiático de Bancos de Inversión respondió que, si bien ese argumento no carecía de atractivo intuitivo, la situación era, de hecho, contraintuitiva, en tanto abordaba complejidades propias del sistema económico que con frecuencia desafían al sentido común; y la nación de Addeh Katir se había beneficiado según la percepción de los inversores pues, para ellos, el país podía hacer uso del préstamo en caso de necesidad. El maharajá respondió que ninguna empresa había invertido en Addeh Katir. Ninguna empresa, de hecho, había sido invitada a hacerlo. Addeh Katir iba bien, gracias. Así que el Grupo Panasiático de Bancos de Inversión se puso picajoso y le dijo al maharajá que pagase. El maharajá, muy amablemente, le pidió al Grupo Panasiático de Bancos de Inversión que se metieran esa sugerencia por el culo. El Grupo Panasiático de Bancos de Inversión alertó a los miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte de lo que ya era una verdad evidente: el maharajá era un criptocomunista.

El maharajá fue derrocado durante un levantamiento extremadamente costoso y bien organizado de una representatividad un tanto cuestionable, después del cual fue reemplazado por un tal Erwin Mohander Kumar, un inmigrante angloindio, antes dedicado al contrabando de drogas y célebre sifilítico que, bajo el estandarte de la autoridad provisional katiri, fue designado para meter a Addeh Katir en el redil de la economía global. Inmediatamente, firmó un documento en el que comprometía a la nación a pagar la deuda, seguido del compromiso de ciertos privilegios señoriales con respecto a las mujeres locales. Addeh Katir se sumió en una guerra civil. Bueno, por lo menos, la población no estaba en peligro de caer en manos de los comunistas.