Read the book: «El mundo que vimos desaparecer», page 5

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Un día, llegó al pueblo un gran maestro de kung-fu. Era un mercenario muy gordo. Un soldado sin trabajo ni patrón, lo que era muy peligroso. En esa época había muchos grandes maestros: algunos eran muy poderosos, otros eran un poco poderosos y a otros se les consideraba poderosos por mera cortesía. Este era del grupo del medio: rápido como un gato, pero no como el rayo; fuerte como un buey, pero no como un oso ni como un gigante; inteligente, pero no sabio; además, disfrutaba al utilizar su fuerza, rapidez y poder en los demás. Entonces, este gran maestro, que no era muy buena persona, se emborrachó en la taberna del pueblo y empezó a repartir golpes con un larguero de madera roto, de tal forma que le dio al dueño de la taberna entre los ojos, le rompió el cráneo y lo mató. Luego atacó a los clientes y a la familia del dueño.

El curtidor y su hermano —el padre y el tío de nuestro protagonista, ¿os acordáis?— entraron a decirle que se comportara como un maestro y no como un criminal. Él bajó la mirada y se mostró muy arrepentido, pero luego, cuando bajaron la guardia, los mandó rodando por la puerta con el larguero de madera. El padre de nuestro joven amigo acabó un cardenal en la cabeza y el tío bizqueaba y le sangraba un oído. Entonces, el chaval, que nunca había estado en una pelea, entró en la taberna y le dijo al viejo y acomplejado maestro de kung-fu que era un hombre sin importancia, un miserable, un debilucho, un zoquete y un borracho sin conversación ni posibilidad con ninguna mujer a la que no hubiera pagado previamente. El maestro le miraba y él seguía diciéndole cosas mucho menos educadas y quizá un poco injustas, pero que resultaban muy efectivas para atraer su atención. Así que lucharon.

El maestro Wu sonríe y estira sus hombros estrechos, que crujen. Le brillan los ojos mientras el recuerdo le quita años.

—Fue una pelea increíble. Muchos golpes. Puede que cien. Brincaron y se golpearon; el joven rompió el larguero de madera con el pie y el gran maestro lo lanzó hacia atrás. Él rodó por el suelo y volvió al ataque y así una y otra vez hasta que todo el mobiliario de la taberna quedó hecho trizas y los dos se quedaron temblando y llenos de cardenales. Pero el gran maestro aún se mantenía de pie y su rival no podía imponerse. El joven estaba lleno de cortes y cardenales y tenía la boca hinchada. Entonces el gran maestro dijo:

—Lo has hecho muy bien, pequeño, pero veo que estás cansado y yo soy más mayor y más fuerte que tú. Ríndete y no te haré más daño, pero, si te quedas, te romperé igual que tú me has roto el larguero. Tu madre llorará por los años que ha perdido—. No obstante, el joven no respondió. Sonreía como si acabara de darse cuenta de una cosa. Cerró los ojos y escuchó el sonido de las olas. Entonces empezó a moverse. Se movía en consonancia con el ritmo lento e ineludible que resonaba en su cabeza; el mar le daba fuerza a sus músculos cansados y la corriente y su cadencia le hacían olvidar las heridas y las dudas. En un momento, la fuerza de la marea había llenado toda la habitación. El gran maestro cayó en la misma cadencia y sus pasos parecían uno solo hasta que el joven escuchó bramar una ola a sus espaldas y se la echó encima al gran maestro con la fuerza que rompe las rocas. El gran maestro lanzó un grito y cayó de rodillas. La batalla había terminado. El maestro resollaba en el suelo de la taberna y se pasó muchas semanas en cama recuperándose de sus heridas. Tras pagar por los desperfectos, se fue humildemente. Se dice que, a partir de ese momento, empezó a trabajar como panadero, se casó y tuvo muchos hijos. Fue mejor persona.

Al joven le pusieron el apodo de Océano. Aún se le daba mal la agricultura y seguía bailando fatal, pero su padre, su tío, su madre y toda la familia estaban muy orgullosos de él y era feliz. El Secreto es que…

El maestro Wu encoge un ojo y abre mucho el otro. Se retuerce las manos y se traba. Por lo visto, esa es la cara que hay que poner para contar Secretos.

—«Al unir tu chi con el de tu rival, al alinear el aliento de tu vida con el suyo, asaltarás la mayor fortaleza». ¡Ahí lo tenéis! ¿Es un buen Secreto?

No tengo ni idea. Suena como si pudiera ser muy profundo, pero también suena a camelo. Por tanto, memeces orientales, bazofia marcial de primera calidad. No sé si confiarlo a mi memoria y estudiarlo o considerarlo un caso práctico de cómo falsear los antiguos proverbios. El viejo Lubitsch trabajó una vez en una casa de subastas en la lejana Nueva York. Le encanta contar que una vez, cuando estuvo allí, oyó, en mitad de una conversación sobre el origen de iconografía religiosa en Europa del Este: «Del siglo xvii, pero el artista aún sigue vivo».

—¿Qué significa eso? —dice Elisabeth.

—Ni idea. Es un Secreto. Puede significar lo que tú quieras, pero ahora que lo sabemos, ¡podemos ocultárselo a todo el mundo! —Ríe. Wu Shenyang del Dragón Sin Voz se inventaba historias como si fuera Lydia Copsen.

Entonces pone otro disco en el gramófono (de Ella Fitzgerald, que —según el maestro Wu— sabía mucho sobre el chi). Elisabeth y yo somos los primeros alumnos que conocen la Enseñanza Interior de la Escuela del Dragón Sin Voz.

El verano de ese año es especialmente caluroso y seco. El jardín de Mamá Lubitsch se convierte en polvo grado a grado y el césped se cuartea y desaparece. No importa cuánta agua le eche, la tierra está tan sedienta que ya no puede absorber más humedad y el sol la evapora antes de que las plantas puedan beber de ella. Al final, decide regarlo todo por la noche y el viejo Lubitsch hace una tienda de campaña enorme con sábanas sobrantes para darle sombra al jardín durante el día. Gonzo, exceptuando algún viaje ocasional a casa de Angela Gosby para bañarse en la piscina (y caer en una lujuria desenfrenada junto a su joven anfitriona), permanece a la sombra y se declara incapaz de moverse. Cuando la temperatura aumenta un grado más, solo están contentas las abejas e incluso ellas tienen un límite. El panal central de la colmena no debe estar a más de treinta y seis grados. Un sendero de zumbidos va de la casa de los Lubitsch a Arroyo Cricklewood, un tráfico entrante de gotas de agua en las patas meticulosas de las abejas. Aire acondicionado gracias a la mano de obra esclava si se considera que la colmena está dirigida por un déspota, aunque el viejo Lubitsch nos explicó hace tiempo que la reina es un activo, querida y alimentada, pero a la que no se obedece. La colmena es como una máquina biológica. No sabe muy bien si representa una armonía social un tanto inquietante o una desalentadora pesadilla de supervivencia mecánica con un patrón repetitivo, interminable y sin propósito. Con este calor y en voz alta, medita sobre esta cuestión imponderable hasta que Mamá Lubitsch la declara una conversación inapropiada para acompañar la limonada y su marido deja, agradecido, la filosofía política en favor del descanso cítrico.

En septiembre llegan las lluvias torrenciales. También hay días soleados, e incluso días de barbacoa, pero el tórrido verano ya se ha marchado. Volvemos al colegio y me encuentro con un nuevo torturador entre los reclusos que llegan para recibir la curiosa sabiduría de La Predicadora.

Donnie Finch es un Gran Niño Malo. Es decir, es fuerte, se le dan bien los deportes, es un delincuente (a pequeña escala) y es hostil hacia cualquiera que preste más atención en clase que él. Desde el primer momento, le cae bien a todo el mundo y, desde el primer momento, es odioso y muy consciente de la inferioridad social a su alrededor. Me arrincona contra la pared entre francés y biología y me dice que a partir de ahora tengo que llamarle «señor».

Eso es lo que más odio en el mundo. Donnie Finch no me conoce. No tiene ninguna razón para ser hostil. Simplemente cree que es lo normal. Él es Donnie Finch y yo no. Juega genial al fútbol, fuma, es gracioso; yo no. Por lo tanto, los únicos cálculos que le interesan son los que hace para humillarme y meterse conmigo. Me golpea en el pecho con una mano enorme y sudada y se burla de mí (Yo pienso en el señor Lasserly). Es la costumbre. Es inconsciente, literalmente: la terrible y determinista sociedad abejera del viejo Lubitsch a gran escala y con dedos pegajosos. No hay sitio para el debate o para otra opinión porque cualquiera de estas cosas reivindica un mundo que la idea de vida que tiene Donnie Finch niega. Él las rechaza y opta por una alternativa más directa.

Calculo mentalmente las ventajas y desventajas. No estoy totalmente indefenso. Podría matar a Donnie Finch. Ahora mismo, me encantaría matarlo. Su cuerpo es frágil. Tengo cuatro blancos al alcance de la mano que acabarían totalmente con la discusión, aunque tres (la sien, la laringe y el hueso de la nariz) requieren más fuerza de la que puedo reunir para asestar un golpe mortal, así que solo conseguiría incapacitarlo y asustarlo. El blanco que me queda (la arteria carótida) es una lotería. El golpe preciso lo dejaría KO, pero podría desplazar un coágulo o una bola de colesterol y provocarle una embolia en el cerebro. No quiero matarlo por casualidad.

No es la solución, por muy satisfactorios que me resultaran el caos y el (corto) combate. Solo son las reacciones que experimento, tan tontas como Donnie. Así que sigo paralizado y frustrado. Quiero desatar mi furia, pero creo que no debería. Es horrible que la conciencia te ponga trabas a los dieciséis. Observo el rostro rosado de Donnie y su asquerosa boca llena de pecas, pienso qué debería hacer y cómo será Donnie cuando crezca. A lo mejor es un matón para siempre. Me empuja contra la pared y yo exhalo aire mientras me preparo para poner a prueba mis destrezas menos letales. Por definición, ahuyentar a tu enemigo es más difícil si no quieres hacerle daño de verdad, pues requiere mucha más habilidad de la que él tiene. Afortunadamente, en ese momento Donnie Finch es eclipsado. La órbita del planeta Gonzo lo ha llevado hasta el pasillo en el que estoy y la gravedad de la situación lo empuja hacia mí. No dice nada. Solo se interpone entre nosotros y le aprieta la mano a Donnie Finch. Donnie Finch me suelta y yo no sé si sentir alivio o no.

La Navidad llega con lazos, pinos y la famosa tarta de Mamá Lubitsch. La Predicadora, llevada por un miedo mezquino a los actos inmorales que podrían darse por las hormonas en la época del nacimiento del Señor, anuncia que las escrituras prohíben tener novio o novia. Es un hecho tan increíble que hacemos cola en la biblioteca para leer la Biblia por si nos hemos saltado algo. Se abre un debate teológico que dura hasta pasado febrero.

La hija del maestro Wu se muda a Lindery, que está en la costa. Tiene la edad de Mamá Lubitsch, pero parece ser de la mía y es pequeña y muy guapa. Se llama Yumei y su hija de dos años, Ophelia. Ophelia me mira ofendida mientras practico el Tigre que Abraza y me golpea una y otra vez en la cadera. Dice que sobresale demasiado. Lo intento de nuevo. Ophelia consulta el cambio con el maestro Wu y lo aprueba. Él sonríe ampliamente y su asistente se gira hacia el siguiente alumno.

Un burro padece un caso de halitosis incluso peor de lo que resulta tolerable en un burro. Los otros lo ignoran, lo que genera un aumento de desgraciados rebuznos de soledad y de traición hasta que llega el veterinario y realiza una especie de milagro relacionado con un absceso y todo vuelve a la normalidad.

En abril, camino por Arroyo Cricklewood con Penny Greene, que está en geografía con Gonzo y lleva una mariposa de plástico en el pelo. Hace frío y todo está muy bonito. Miramos el agua y hablamos de patos y ella se tira hacia delante. Por un momento, me parece que se ha caído, pero me abraza con sus brazos delgados y fuertes, se apoya suavemente sobre mi pecho y me planta un beso en la boca. En algunas zonas es muy blanda y en otras muy huesuda. La diferencia entre su cuerpo y el mío es como un interruptor que se enciende en mi cabeza. Nos besamos durante mucho tiempo. Está contenta. Se va a casa. Yo espero que esto lleve a una cita oficial, pero no. Seguimos siendo amigos y me doy cuenta de que no me importa. Penny Greene se enamora de un niño que se llama Castor y —desde fuera al menos— no parece que el asunto vaya a ningún sitio. Yo salgo con Alexandra Frink, pero es muy aburrida, o a lo mejor el aburrido soy yo, y nos despedimos castamente y con cierto alivio.

Un día, cuando el maestro Wu y yo estamos sumidos en una maraña de extremidades, acciones y reacciones (¡Newton! ¡Un kung-fu muy bueno!), veo un hueco y asesto un golpe preciso. En cuanto lo hago, me doy cuenta de que he cometido un error y pienso en el gramófono y en mi horror al pensar en la posibilidad de romperlo, en lo espantoso e imposible que sería si golpeara a mi profesor y le hiciera daño, incluso si llego a dejarle un cardenal o, Dios no lo quiera, le rasgara la piel. En ese momento, su mano izquierda me agarra el puño con tanta delicadeza como firmeza y su mano derecha me impulsa en el aire con el mismo movimiento, cambia el punto de apoyo a la base de la columna vertebral, gracias a que utiliza mi fuerza, y caigo en un estanque decorativo de peces. Esto hace que el maestro Wu y media docena de estudiantes mayores se partían de risa y yo me siento tan contento y aliviado con la pericia de ese viejo cabrón sinvergüenza que me tienen que ayudar a salir antes de que me ahogue. El maestro Wu está aún más contento que yo porque también está orgulloso.

—¡Excelente! ¡Has ganado!

—¡Pero si me he caído en el estanque! —le contradigo y él niega con la cabeza.

—¡Me has hecho calcular mal! ¡Has sido rápido! ¡Me has obligado a hacer una cosa que no quería hacer! —Sonríe—. ¿Ya sabes cuál es el Secreto? ¡A lo mejor has estado muy cerca de unir tu chi con el mío! ¡Vas a tener que enseñarme! —Se ríe.

Está radiante y yo también. Elisabeth nos mira desde la terraza con un rostro completamente inmutable y me acerca una toalla. Sé que es todo un honor.

—¿Alguien le gana realmente alguna vez? ¿Se acercan siquiera? —le pregunto al maestro Wu esa tarde mientras balancea las piernas que le cuelgan del pequeño puente que hay al final de su jardín y se refresca los pies en el agua.

—Se acercan muchas veces —dice—, pero nunca saben que están a punto de ganar y yo nunca se lo digo.

—¡A mí me lo ha dicho!

—¡Una vez! Ni una más. Ahora tendrás que averiguarlo tú solo igual que los demás. ¿Vale? ¡Sí! Para cada uno la enseñanza que necesita y nada más. —Sonríe—. Hay un estudiante que podría vencerme, pero no lo hace.

—¿Por qué no?

—A lo mejor piensa que es lo que yo necesito o lo que necesitan los otros alumnos, que pueda irme a la tumba como el profesor a quien nadie venció. —Muestra una gran sonrisa—. Pero lo más seguro es que le dé miedo intentarlo por si falla—. Se ríe con fuerza y me salpica con el pie.

Una semana después, el profesor de Alan Lasserly llama con mucha educación a la puerta del Dragón Sin Voz y observa durante media hora al maestro Wu dándole una clase a Ophelia. Observa los pies y las manos del maestro Wu y cómo se mueve, observa cómo el dedo índice del maestro Wu le da a Ophelia en la parte de atrás de la rodilla y se derrumba. Parece una pequeña guerrera más que una niña haciendo como que sabe kung-fu. Cuando Yumei llama a su hija para darle un vaso de leche, el señor Hampton se inclina profundamente ante el maestro Wu y le da las gracias por la clase. El maestro Wu le dice que no hay de qué y el otro le responde que le gustaría haber conocido al maestro Wu con la edad de Ophelia y el maestro Wu le contesta que, cuando el señor Hampton tenía la edad de Ophelia, era un joven salvaje dado a los excesos y a la bebida que tenía la costumbre de bajarse los pantalones en lugares públicos. El señor Hampton sonríe y dice que supone que es posible, a lo que le maestro Wu responde que le puede asegurar que hay fotos que lo demuestran, aunque nadie las verá jamás. El señor Hampton dice que seguramente sea lo mejor. Beben té. Después de interesarse por la salud de la familia y los amigos del señor Hampton, el maestro Wu pregunta por el señor Lasserly. El señor Hampton dice que, por desgracia, el señor Lasserly sigue siendo imbécil y ambos coinciden en que es lamentable y muy divertido.

Me fijo por primera vez en las campanas tras la visita esa tarde del señor Hampton. Al verlas, me doy cuenta de que han estado allí todo ese tiempo, que son tan parte de la habitación como los patos de porcelana, pero que se diferencian de ellos porque están allí deliberadamente. Las campanas resaltan entre el desorden de vida del maestro Wu porque tienen una estructura.

Elisabeth, el maestro Wu y yo holgazaneamos. Hemos comido un poco de todo. Tarta, queso, fruta y unas lonchas de salami. Elisabeth y el maestro Wu están hablando del programa espacial chino. La conversación es bastante animada. Se han apropiado del plato de mantequilla (la Luna), del plato de tarta (la Tierra) y de un mango (el Sol, claramente a una distancia mucho mayor y a otra escala, pero es un componente necesario para reproducir este planetario) y el maestro Wu hace girar una cuchara que simboliza los cohetes Apolo. El quid de la discusión es que la Luna está en el cielo y Estados Unidos (como muestran los mapas europeos y americanos) está en la parte de arriba del mundo. Por lo tanto, el viaje desde Estados Unidos a la Luna es un poco más corto que desde China, que está (según los mapas europeos y americanos) en la parte de abajo del mundo. Por eso, es totalmente lógico según su opinión que los Estados Unidos lleguen antes a la Luna que China, país que, a pesar de sus defectos, es el más avanzado del planeta. Es solo que no han tenido que esforzarse tanto.

Elisabeth se queda sin respuesta ante su argumento por dos razones. En primer lugar, es una tontería tan grande que sería difícil rebatirla. En segundo lugar, no puede evitar sospechar que su venerado profesor sabe perfectamente el nivel de imprecisión de lo que acaba de decir y está quedándose con ella para suavizar sus prejuicios culturales. En realidad, se está cachondeando de Elisabeth, que balbucea un momento.

Al principio era un gran pasatiempo. Les escuché hablar un rato e incluso sugerí que los cohetes americanos estaban en desventaja porque la Tierra estaba girando y tenían que construir un barco que navegara muy rápido para alcanzar la Luna antes de que les pasara por encima, mientras que los cohetes chinos tenían más tiempo para corregir el rumbo, ya que estaban a una mayor distancia. El maestro Wu lo descartó por ser algo secundario y Elisabeth lo vio como una traición y así siguieron discutiendo, el maestro Wu exultante e irritante y Elisabeth en un momento de duda. Es divertido ver esos momentos porque no son muy frecuentes. La característica principal de Elisabeth es la seguridad. Sin embargo, después del debate sobre la posición del mango, sobre si esta debería afectar al plato de tarta y sobre si el mango debería sustituirse por un objeto a varios kilómetros de distancia del tamaño de una casa, yo vuelvo a desengancharme de la conversación y observo la habitación con ojos nuevos o, al menos, con ojos que ahora prestan atención a los detalles.

Lógicamente, todo me resulta familiar. Me he sentado allí cientos de veces desde que vi por primera vez los muebles atestados y las armas en la pared y me enamoré del gramófono. Ahora me fijo en los marcos de las ventanas. Hasta ahora, no me había dedicado a hacerlo, pero un largo día de mucho kung-fu seguido de tarta (el planeta Tierra) y de té (que es un error experimental no muy pertinente o un evento cosmológico aterrador que amenaza con perjudicar el balance gravitacional del sistema solar) me ha inducido un estado de calma contemplativa y atenta. He estudiado la boca del maestro Wu y mi conclusión es que el tic que a veces tiene en el labio superior es una excentricidad y apoya la teoría de que nos está tomando el pelo. He estudiado el labio superior de Elisabeth y concluyo que es un ejemplar muy bonito, fino, rosa pálido y cubierto ligeramente por un poco de azúcar glasé. Y ahora desvío mi atención hacia el techo y la parte exterior.

Los marcos de las ventanas están hechos de madera oscura cubierta de una fina capa de barniz y con los bordes de una costra amarilla parecida a la resina. Seguramente será lo que ha sudado la madera tratada a lo largo de los años. Si lo tocara, sería suave, brillante y un poco flexible, pero se rompería como el azúcar cristalizado. El cristal es antiguo y está un poco deformado. El cristal es un misterio. Una vez escuché al señor Carmigan, el profesor de Química, hablando con la señora Folderoi, la profesora de arte. El señor Carmigan estaba diciendo que el cristal técnicamente es un líquido y que lenta pero inevitablemente obedece a la gravedad con el paso de los años, mientras que la señora Folderoi decía que no es un líquido y que no obedece a la gravedad. El señor Carmigan le respondió que ninguno de los dos viviría para hacer una observación empírica y la señora Folderoi le pegó con el borrador. La discusión era algo irascible, pero amigable —igual que la que se desarrolla ante mí ahora— e, igual que entonces, muestro poco interés por ella. Vuelvo a reflexionar sobre la ventana.

El maestro Wu tiene un gusto ecléctico en cortinas. La ventana que hay detrás de la cabeza rubia de Elisabeth está cubierta de algodón blanco con cerezas. Las cortinas no están echadas, así que puede verse la Luna en el cielo (la de verdad, no el plato de mantequilla). La ventana de detrás del maestro Wu tiene un grueso velvetón verde, invernal y cálido, con un dibujo de monedas de oro. Giro la cabeza. La ventana que está sobre el escritorio tiene cortinas marrones. Son de una seda tosca y, aunque seguramente fueron bastante caras en su día, resultan irremediablemente aburridas.

No obstante, hay otra cosa que me llama la atención. En cada ventana hay un caminito de campanitas. Son pequeñas, pero no tanto como para producir solo un suave tintineo. Estas campanas producirían un sonido agudo y estridente. Cada campana está sujeta por una cuerda y cada cuerda está atada en la otra punta a otra cuerda más gruesa que cae de una fina estantería clavada al marco. Si le doy a una campana, sonará, pero a lo mejor no les molesta. En cambio, si quito una de las campanas, seguro que todas suenan. Si abro la ventana, aunque solo sea un poco, sería como la fiesta de después del espectáculo del conjunto de percusión. Me giro y miro la puerta. Allí las campanas están dispuestas de forma diferente. También hay como un juego de gomas sobre la pantalla de la chimenea. De hecho, cuando el maestro Wu se acueste y ponga la pantalla frente a la leña, estará rodeado por una rudimentaria alarma anti-ladrones. Me doy cuenta de que he visto las campanas y las ventanas muchas veces sin mirarlas de verdad. Qué raro.

El maestro Wu y Elisabeth siguen con su discusión planetaria, pero al menos él ha perdido interés o, mejor dicho, ha encontrado una cosa más interesante. Mi descubrimiento me ha despertado. Estaba en modo vaca, tranquilo y haciendo la digestión (la verdad es que rumiando). Al examinar las campanas, parece que he pasado a estar más concentrado y activo y ha cambiado mi presencia en la habitación. El maestro Wu lo advierte rápidamente y me mira mientras explica que «aunque la Luna estuviera más baja, aun así China tendría que subir mientras que Estados Unidos solo tendría que dar un pequeño salto». Elisabeth también se ha dado cuenta de que la atención de su profesor está dividida y la sigue hasta mí. Dejan la cosmología en un segundo plano y el maestro Wu me pregunta si me pasa algo.

—No, no pasa nada. Me acabo de fijar en las campanas de las ventanas.

—¡Ah, sí! —asiente—. Muy importante. Soy el maestro del Dragón Sin Voz. Muchos enemigos.

—¿Enemigos?

—Sí. —Sonríe afablemente—. Claro.

—¿De qué tipo?

—Bueno —dice el maestro Wu con naturalidad—, ya sabes, ninjas.

Y se encoge de hombros. Coge un bocado de la tarta y espera a que uno de nosotros diga «pero». Sabe que, tarde o temprano, lo diremos. Elisabeth y yo también lo sabemos. Que el maestro Wu diga «ninjas» es como un violonchelista tocando «Mamma Mia» con un ukelele. Los ninjas son una tontería. Son como las hadas del kung-fu y el kárate. Pueden dar saltos tan grandes como casas y moverse bajo tierra. Pueden hacerse invisibles, dominan las imprecisas Enseñanzas Secretas (como la que sabemos ahora y nadie más sabe) y pueden hacer cosas que parecen magia. A eso se refiere el maestro Wu. Se está haciendo el gracioso.

Antes de que pueda sentir la vergüenza que me sube por la espalda, Elisabeth dice «pero». La amaré por siempre.

—Pero…

—¿Los ninjas son una tontería? —pregunta el maestro Wu.

Asentimos.

—Sí —dice—. Son una tontería. Llevan pijamas negros y esquivan las balas. Ya lo sé, pero la palabra no es lo importante. Y, en cualquier caso, la palabra está mal. —Para y se reclina hacia atrás. La voz se le hace más profunda y pierde su crujido alegre y su aspereza. Parece más débil y mucho más viejo.

—La noche que nací, mi madre se escondió en un pozo bajo la cubierta de piedra. Yo nací a la luz del candil. Lo primero que olí fue barro, hollín y sangre. Mi padre y un ganadero asistieron a mi madre en el parto porque no teníamos médico. Mis tíos golpearon hasta la muerte a un cerdo en la zona del pueblo en la que estábamos descansando e hicieron que gritara durante siete horas, hasta que llegó la mañana, para que nadie supiera que una mujer estaba dando a luz y mi madre no tuviera que reprimir los gritos. Mis tíos la llevaron cuatro días en una camilla y le dijeron a todo el mundo que su amigo Feihong estaba enfermo. Llevaban fingiendo tres meses que era un hombre muy gordo. Mi madre llevaba una bolsa de piedras en la barriga y las iba tirando una por una según iba creciendo yo para que la gente solo viera al gordo Feihong con sus brazos extraños, sus piernas arqueadas y sus pies pequeños. Los pies de mi madre no seguían la moda porque eran muy grandes para una mujer, pero muy pequeños para un hombre. Sin embargo, tras cuatro días, ya no podían llevarla o la gente se daría cuenta y diría que a lo mejor Feihong tenía algo serio y que mejor sería dejarlo atrás. Entonces, mi madre se levantó de la camilla y empezó a andar. Me llevaba colgando en una tela como antes llevaba las piedras. Aprendí a ser un bebé callado. Casi nunca lloraba y, cuando lo hacía, ella se ponía a cantar con voz muy alta y chillona, como un hombre que intenta cantar como una mujer. Lo llamaban Feihong el Chillón y mis tíos y mi padre cantaban también con ella. Chillido de Gato Wu, Mono Wu y Balido de Cabra Wu. Se los oía a kilómetros y los granjeros decían que agriaban la leche. Siempre nos estábamos escondiendo. Los últimos del Dragón Sin Voz siempre huíamos y nos escondíamos siendo lo más escandalosos posible.

¿Por qué? Por los ninjas. No los ninjas de las películas. No podían volar ni, por supuesto, esquivar las balas, pero… sí atacar en la sombra. Matar en la oscuridad. Esas cosas las hacían muy bien. Y un día, hace mucho tiempo, alguien les pagó para que mataran a todos los miembros de mi familia y para que el kung-fu del padre del padre de mi padre dejara de existir. Nunca se rinden. Siempre siguen intentándolo. Ellos son así. La guerra es para siempre. El hermano mayor de mi padre, sus hijos, su madre. Todos murieron antes de que yo naciera.

El maestro Wu suspira.

—En esa época, en China había mucha gente en guerra. Chiang Kai-shek perseguía a Mao por todo el país. Nos escondimos con la gente de Mao en la Larga Marcha. Cientos de kilómetros, montañas y lagos. Nuestra guerra se confundió con la de ellos y cuando ellos murieron (a lo mejor los ninjas los mataron en lugar de a nosotros), entonces nuestra guerra también desapareció. En esa época, la gente se moría continuamente. —Se encoge de hombros mirando a la pared, donde están las armas en las repisas. Yo creía que estaba orgulloso de ellas, pero supongo que están ahí para no olvidar. Ahora pienso que está más orgulloso de esos patos horrendos.

—Su guerra —continúa el maestro Wu— era para saber quién estaba al mando; la nuestra era por sobrevivir, claro, pero también era por elección. Es más o menos lo mismo. Enseñamos kung-fu para tener elección, en caso contrario… el hombre que está al mando tiene todo el poder, ¿no? ¿Y si no es un hombre? Un centenar de personas inclinándose ante un niño que hace lo que le da la gana. Sin ninguna responsabilidad, solo poder. Sin sabiduría, solo sabe de acciones. Como si el trono estuviera vacío. China ya ha tenido demasiados niños emperadores.

El que pagó a los ninjas cree que no tenemos razón, que el poder debería estar en un solo sitio y que nada debería perturbar el funcionamiento de las cosas. No hay alternativa. O quizá fueran ellos, la Sociedad de la Mano Mecánica, ninjas, llámalos como quieras; y nosotros, el Dragón Sin Voz. Ellos y nosotros, para siempre. Así que mi madre me llevó a Yenan en una cama de piedras. Mi padre me enseñó kung-fu cuando tenía tres años. Aprendí en Yenan, que es un lugar duro, pero ya había aprendido el silencio antes. Mis primeros profesores eran ninjas.

Si el maestro Wu fuera un camionero viejo y canoso o un veterano de guerras más conocidas, encendería un cigarrillo o nos cogería de las manos y nos diría que teníamos mucha suerte. Pero no lo hace. Solo suspira y el remordimiento que desprende es algo físico. He escuchado hablar de gente que lucha con ira, que convierte la rabia en fuerza física, pero nunca he escuchado que alguien lo haya hecho con la tristeza.

Miro a mi alrededor. Ha caído la noche mientras hablaba. La ventana que da al porche está abierta y escucho unos pasos sigilosos sobre las tablas de fuera. Hay algo husmeando en los arbustos del final del jardín del maestro Wu. No sé si los ninjas husmean. Creo que un ninja muy sutil podría husmear para que pensaras que es un perro del vecindario o para que te dieras cuenta de que estaba ahí y te quedaras con la duda. Por otra parte, puede que un ninja lo considerara un truco amateur.