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Y tan pronto como apareció, se fue. Era un lugar pequeño, después de todo. Gonzo giró el volante, lo que condujo al camión a un amplia y poderosa vuelta, y la última casita vacía se esfumó detrás de nosotros. El carro de combate de Bone Briskett rugió hacia adelante y Gonzo golpeó el volante con los nudillos: ¡papapapahhhh!

—¡Camino libre! —chillé por la radio.

—¡Ahh, genial! —gritaron Jim Hepsobah y Sally Culpepper.

—¡Viento en popa! —gritó Gonzo Lubitsch.

Bone Briskett no dijo nada, pero era evidente que pensaba que estábamos locos.

Por favor, Dios mío.

Quiero volver a casa.

Capítulo 2

En casa del pequeño Gonzo;

burros, chicas y gente nueva.

—A comer —dice Mamá Lubitsch, un gran delantal coronado por una cabellera grasienta de color cacahuete. El viejo señor Lubitsch no la oye con el zumbido de las colmenas, o puede que no quiera oírla, porque su figura blancuzca y flácida permanece en el patio trotando de un abejero a otro con una lata de humo espeso. Oigo respirar a Mamá Lubitsch, que parece imitar a una ballena expulsando agua por el espiráculo mientras pone cuchillos y tenedores con la barriga rozando el filo de la mesa, que tiene la capa protectora despegada. La madre de Gonzo está tan gorda que ocupa dos asientos en la iglesia y una vez casi mata a un ladrón de un revistazo. Gonzo, que aún puede decir su edad solo con los dedos de una mano, tiene la constitución más frugal de su padre.

Uno de mis primeros recuerdos es ver a Gonzo mirándome, solo unos meses antes, con aspecto preocupado. Está jugando él solo en un rincón del parque a un juego de una complejidad indescifrable. Anda de un lado para otro del arenero alisándolo en una zona en particular, marcando fronteras, puentes, áreas de dispersión y líneas de demarcación, pero necesita a otro jugador y no lo encuentra. Entonces empieza a buscar a su alrededor y ve a un niño menudo y perdido, también solo, en un momento de inconmensurable dolor. Con mucha entereza, llama la atención de su madre hacia el objeto del problema y ella se acerca rápidamente, aunque con dificultad, y me pregunta qué me pasa, si me he hecho daño, dónde están mis padres, dónde vivo. No sé responder a ninguna de esas preguntas. Lo único que sé es que estoy llorando.

Como respuesta ante el desastre, Gonzo se acerca al camión blanco de helados que está en la puerta más alejada del parque, compra un polo rojo en forma de cohete con algo pegajoso en el centro y me lo entrega con gran solemnidad. Diez minutos después, gracias a la magia del azúcar, al sabor artificial y a la seguridad que estos representan, mis lágrimas ya se han secado y endurecido en el blusón y yo me he unido al incomprensible juego de Gonzo, que voy ganando —aunque puede que me esté dejando ganar. Durante un momentáneo cese de las hostilidades, Gonzo me informa de que esa tarde puedo ir a su casa a conocer a su padre, que es más sabio que nadie, y probar la comida de su madre, que no tiene parangón en el mundo de los mortales. Incluso puedo darle alguna galleta a los burros Lubitsch, que tienen el pelaje más brillante y los ojos más centelleantes de todos los burros del mundo mundial. Mamá Lubitsch, que nos observa desde cierta distancia, se percata de que su familia tiene un nuevo miembro, gracias a su instinto natural de madre polaca expatriada, pero no le importa lo más mínimo.

Mamá Lubitsch sigue mirando por la cristalera con los guantes del horno y el delantal que la envuelve, pero el padre de Gonzo está persiguiendo por la colmena con una pistola de humo a una abeja descarriada. Las discrepancias políticas no están permitidas en el colmenar. Mamá Lubitsch se balancea hacia adelante y hacia atrás y cambia el peso de los pies una, dos y tres veces hasta que vuelve a la mesa para fregar los platos mientras refunfuña en polaco. El pequeño Gonzo se siente fuerte por la afrenta filial, así que va a regañar a su padre y a hacer que entre en casa. Yo tan solo tengo cinco años y lo sigo con precaución debido a mi poca experiencia. Las apariencias engañan. Los rostros amables mienten y los barcos grandes se hunden allí donde los pequeños capean el temporal. Pero no me preguntéis cómo lo sé porque no sabría qué decir.

—Mamá dice que ya está la comida —anuncia con firmeza el pequeño Gonzo. El viejo Lubitsch levanta una mano enguantada pidiendo indulgencia, un pecador en el camino de la perdición por la apicultura. La abeja está en una losa frente a él, tosiendo quizás. Por un momento parece que Gonzo fuera a pisarla para acabar con ese obstáculo que se está entrometiendo en la paz familiar, pero su padre se mueve rápidamente y se le queda la cara como una lana descolorida. A lo mejor es que sabe de la importancia de colocarse estratégicamente. Se mueve precipitadamente para bloquear la línea de ataque de Gonzo y cuidadosamente coge la abeja con los dedos y la coloca en la colmena número tres.

—A comer —responde el viejo Lubitsch y, por un momento, creo que me sonríe.

Volvemos a la casa, pero la madre de Gonzo no se ha calmado. Las cosas están tensas. Llevan tensas desde antes de que yo llegara, desde que el hermano mayor de Gonzo se hiciera soldado y olvidara ponerse a cubierto en un rincón olvidado de un campo extranjero que será por siempre Valle Cricklewood. Para Mamá Lubitsch, la comida es un pequeño hechizo de magia blanca, su dogma de fe: si puede proporcionarle a Gonzo una alimentación copiosa y una casa sólida y segura, estará preparado para el mundo. Conquistará, sobrevivirá, no tendrá la necesidad de ir en busca de aventuras. No la abandonará. Para Mamá Lubitsch, la comida desafía a la muerte. Sin embargo, el viejo Lubitsch sabe que, a veces, por razones que son desconocidas incluso para las abejas, la colmena tiene que desprenderse de sus hijos y verlos lanzarse al viento. Por eso, se prepara para el momento en que su hijo encuentre a una reina con la que comenzar una familia o vuele sin parar hasta que ya no pueda más y caiga en la tierra para volver a formar parte del prado musgoso que nos rodea.

Mamá Lubitsch no le dirige la palabra a su marido durante la comida. No habla desde la primera patata al último trozo de cobertura de chocolate, no habla durante el café ni cuando Gonzo se va al arroyo a pescar. Es como si nunca más fuera a hablarle, pero cuando vuelvo a recoger los aparejos que se nos han olvidado, la veo en los brazos de su minúsculo marido con el cuerpo arqueado por los sollozos. El viejo Lubitsch le canta en el idioma de su antiguo país mientras sus ojos ensombrecidos e inteligentes, oscuros y profundos, se clavan en los míos pidiéndoles omertà: estos son secretos de los hombres, hijo, de los hombres de corazón verdadero. Lo sé. Lo entiendo.

Cada vez que Gonzo se embarca en un acto de heroísmo precipitado, se me viene a la mente la imagen de un hombre-pájaro con un mono protector blanco que le presta ayuda a una montaña hecha añicos.

Gonzo se pone a pescar. Atrapa dos pececillos de especie desconocida y los devuelve al agua cuando parecen estar incómodos. No le digo lo que acabo de ver y, cuando me doy cuenta, han pasado cinco años.

Con diez años, Gonzo Lubitsch es el centro del cotarro, un temerario, un cabra loca, siempre se mete en líos, odia las reglas y todas las niñas están loquitas por él. Lydia Copsen le da la mano en público, por lo que Gonzo es objeto de las envidias de toda la región, aunque nadie sabe identificar la fuente de nuestra resentida desilusión y lo achacamos a que la madre de Lydia es un poco ligera de cascos. Lydia es una niña menuda y arrogante, que posee con orgullo una colección de vestidos con motivos frutales. Desde la distancia, veo claramente que también es hija de Satán y esposa de Bath. Si en un momento es altiva, al otro es adorable, al mismo tiempo que reparte besos suaves con una perspicacia política instintiva y administra un acceso fácil a chucherías para crear una fuerte y leal hermandad entre las niñas, que entregan sus secretos y reverencias a la diosa del vestido de sandía. A los nueve años, Lydia Copsen es una mezcla entre una editora de prensa amarilla y una señora de Beverly Hills. Su admiración por Gonzo es tan grande como su desprecio hacia mí, pero él es un amigo fiel y no me deja de lado, así que hago de carabina en sus paseos diarios por el patio del recreo y los escolto cuando la acompaña a casa. Camino detrás de ellos, a diez pasos de distancia por insistencia de Lydia, pero no hace más que marcarse un gol en propia puerta porque lo único que quiero es estar tan lejos como sea posible de la encantadora pareja.

Es por esta época cuando pierdo totalmente la fe en una deidad compasiva gracias a la directora del colegio. Su nombre «real» era La Predicadora y así la conocían Dios y sus ángeles, Yahvé y sus ángeles, Alá y sus ángeles y todos los dioses del mundo y sus ángeles, demonios, avatares, secuaces, esbirros y personas que no se posicionan políticamente, y así está inscrita en las cientos de listas de los vivos y los muertos que llevan los contables celestiales. Sin embargo, se hace pasar por la señora Assumption Soames, de la familia Warren de Valle Cricklewood, donde es directora del colegio epónimo Soames para Niños de Vecinos. Es bajita y delgada para su edad y, aunque esta nunca ha sido divulgada, cualquier niño que tenga acceso a la Biblia (y todos los niños del colegio Soames tienen un fácil, quizá exageradamente fácil, acceso a la Biblia) la dataría sin ninguna duda en el décimo capítulo del Libro del Génesis entre Aram y Lud. Se rumorea entre los estúpidos valientes que especulan sobre este tema que podría llegar a los cincuenta. El señor Soames, cuyo bisabuelo fue el fundador del colegio, murió hace tiempo de malaria y el consenso generalizado entre los padres es que aceptó la muerte con bastante alivio. El señor Brabasen incluso sugirió la posibilidad de que el único propósito del señor Soames al ir tan frecuentemente de pesca y durante varios días a la zona más oscura e infecta de las Tierras Bajas de Cricklewood era contagiarse de dicha enfermedad, un agresivo virus que en el ochenta por ciento de los casos se llevaba por delante el oído o la vida de la víctima. Ninguna de las dos opciones era un resultado muy alegre, pero, según el señor Brabasen, cualquiera de ellas le merecía la pena al señor Soames.

El apodo de Assumption Soames suena un poco sofisticado para nuestro ingenio infantil porque, en realidad, se originó entre los profesores, un surtido decrépito de mentes brillantes y laicas que fueron seleccionadas de instituciones demasiado remilgadas como para tolerar sus rarezas. Para La Predicadora, esas debilidades son una carga que otorga la Providencia junto con los dones para demostrar su entereza. De acuerdo con la inconmensurable sabiduría del plan divino, el fracaso en estas pruebas solo sirve para reconducirles hasta sus brazos, críticos y consoladores, y que puedan enseñar a sus pupilos el valor del arrepentimiento y la templanza.

Varios de ellos sufren de crisis nerviosas durante mi estancia en el colegio y al menos uno tiene que tomar medicamentos muy potentes como resultado del creativo despliegue de Gonzo con una bobina de hilo de pescar de nueve metros, una calavera de plástico y una manta para caballos. A pesar de todo, son un buen grupo y, pese a La Predicadora, llevan al sistema educativo más allá de lo que lo harían en una situación normal. El señor Clisp, el de las apuestas, no solo nos enseña matemáticas, sino también ética materialista. Nos pone puzzles de lógica en la pizarra que parecen neutrales en términos de valores, pero que, tras resolverlos, condenan de forma estridente a la vieja arpía. También nos explica las bases del póquer y el oficio de hacer libros. La señora Poynter (cuyo pecado en concreto se cuchichea que está relacionado con ciertos servicios negociados de naturaleza física) incluye en sus clases de biología conocimientos rudimentarios de primeros auxilios y de historia natural, además de una educación sexual cada vez más sofisticada según pasan los años. A los diez años, podemos recitar una lista de zonas erógenas y diferenciar entre las características sexuales primarias y secundarias de los seres humanos. Cuando comienza la pubertad, a nadie le dan miedo los abultamientos y las secreciones. Más tarde, La Predicadora destituye temporalmente a la señora Poynter antes de que el Consejo escolar pueda oponerse a su decisión de dar una clase sobre técnicas sexuales a las niñas y sobre buenas costumbres y autocontrol a los niños (sazonado con una corta pero memorable digresión sobre la teoría y práctica del cunnilingus). Mary Jane Poynter pasa dos semanas de vacaciones en Hawái con Addison McTiegh, la profesora de Educación Física, y las dos vuelven más tranquilas. Cuando llegan las notas de los exámenes, hay una tasa de aprobados casi perfecta, por lo que La Predicadora decide no despedirla con la condición de que no se queje ningún padre. A la mayor parte del Consejo le gustaría ver arder a la señora Poynter en algún tipo de madero vertical, pero está demasiado ocupado luchando con la implacable resolución de La Predicadora de prohibir por motivos religiosos varios de los textos que los alumnos tienen que estudiar ese año. Los viajes de Gulliver se salva de la tijera, al igual que Cuento de Navidad, pero Relatos cortos actuales en lengua inglesa queda relegado a la zona prohibida para toda la eternidad. Por desgracia, es tan aburrido que ni siquiera esta recomendación podrá hacer que lo leamos más de una vez.

Mi pérdida de fe es repentina y no es tanto una conversión como una reevaluación. Los niños aún están modelando el mundo y comprendiendo cómo funciona, sus convicciones son maleables igual que sus huesos; por eso, cuando se arrancan mis creencias de raíz, no me sobreviene una angustia horrible sino la sensación de que me he puesto las gafas adecuadas después de mucho tiempo llevando las de otra persona. La Predicadora me llama a su despacho para regañarme por una de las atrocidades de Gonzo y yo me quedo allí sentado, esperando a que intervenga un poder divino y le digo a la Predicadora que no ha sido mi culpa. Miro de forma natural hacia arriba, hacia el lugar por encima de mi pelo donde están los adultos, donde, en términos generales, se encuentran las cabezas y las autoridades ejecutan su poder en nombre de la justicia. Pero no encuentro a nadie. No tengo claro si estoy buscando a Dios o a una figura paterna más terrenal que actúe como su instrumento. No aparece nadie. La Predicadora añade el delito de «poner los ojos en blanco» a la lista y paso una semana castigado después de clase. Misteriosamente, Gonzo parece indispuesto durante ese tiempo con un fuerte dolor de garganta que seguramente es contagioso y que Lydia parecer haber desarrollado también, pero que no afecta a su habilidad para holgazanear. Se recuperan de la enfermedad juntos, tocándose con los pies bajo la manta y sentados uno frente al otro en ambos extremos del sofá mientras tosen de una forma horrorosa.

La primavera pasa a ser verano y el verano, otoño, y Gonzo y su amada se separan, dada la incapacidad de ella de comprender la trascendencia de los paseos embarrados y las peleas de hojas. Ella aprovecha la oportunidad para informarle de que solo estaba saliendo con él para estar cerca de los burros de sus padres, a lo que Gonzo responde que los burros la odian, a ella, a su estúpido pelo y a su nariz respingona. Los burros le han pedido por lengua de signos que le transmita su más profundo e inalterable desprecio hacia su opinión sobre todos los temas importantes. Tras vengarse de la mezquina niña, que se va hecha una furia, Gonzo se retira a la orilla del río y pescamos en silencio. Esta vez, Gonzo atrapa una trucha de un tamaño decente con su caña nueva, pero yo soy el encargado de matarla y de llevársela a Mamá Lubitsch, que la destripa obedientemente y la hace para la cena. Menos mal que se sirve con un plato más apetecible, un pastel de carne.

Gonzo no es el único con problemas del corazón. Una triste noche de octubre nos sentamos, por insistencia del viejo Lubitsch, en la salita de Mamá Lubitsch a ver al mundo sufrir de nerviosismo. El televisor de Mamá Lubitsch es muy singular: es un cacharro con paneles de madera y recios botones que gimotea y parpadea de forma alarmante y a veces se sobrecalienta y tenemos que apagarlo. De todas formas, en la pantalla hay más gente junta de la que he visto nunca, la mitad parecen muy contentos y la otra mitad parecen enfadados. Ni un lado ni el otro tienen mucha paciencia. El señor Lubitsch nos explica que eso es normal en lo que normalmente llamamos «política», que básicamente consiste en el intento de países y grandes grupos de personas de convencer a la gente de que vea las cosas desde su punto de vista. Sin embargo, como nunca lo consiguen, no se avanza mucho, y los políticos van y vienen, así que el gobierno (así nos lo explica el señor Lubitsch) no es tanto un viaje como una serie de paradas de emergencia y de discusiones sobre como sostener el mapa.

Lo que ha pasado hoy ha sido todo un shock. Han tomado una decisión de verdad, contra todo pronóstico, una decisión que nadie veía venir. Esta decisión es también, por usar un término técnico acuñado por un analista muy simpático, la bomba. La isla de Cuba, que está muy lejos, ha echado a sus dirigentes comunistas (que en realidad no eran comunistas, sino totalitarios, y en ese momento parece que el señor Lubitsch fuera a escupir, pero Mamá Lubitsch le dedica su propia mirada totalitaria y se tranquiliza) y ha tomado el improbable camino de introducirse en el mundo moderno. El pueblo cubano ha pedido la admisión al Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte (que en realidad tampoco es un reino, ya que sería otra forma de totalitarismo) y ha sido aceptado. La entidad resultante son los Reinos de Islas Unidas de Gran Bretaña, Irlanda del Norte y Cuba Libre. Los listillos de turno ya la llaman Cubritaña.

Como introducción a la «política» entiendo que esto ya son aguas profundas, pero el señor Lubitsch está bien informado y es paciente por lo que, al final de la noche, comprendo que he presenciado un momento histórico y que el pueblo cubano ha elegido adherirse a una nación de tenderos porque quieren infraestructuras (carreteras y alcantarillado), libertad (no ser apaleados por hacer muecas a los políticos) y una buena inyección de efectivo y comida basura (lo que se le llama calidad de vida). El pueblo británico los ha aceptado porque les entusiasma la idea de una afluencia de gente culta y preparada, con una apariencia física agradable y con ritmo. Además, la psique nacional necesita encontrar un lugar que reemplace a una isla llamada Hong Kong que perdieron a saber cómo ya que, por lo visto, todavía siguen enfurruñados con el tema. Pero, sobre todo, parece que han aceptado el acuerdo porque ha fastidiado al resto del planeta y eso los hace sentirse muy bien. Los más molestos forman parte del sector empresarial internacional con base en Johannesburgo, Nueva York, Toronto y París, que básicamente habían asumido que Cuba era de su propiedad y que solo se la habían alquilado a los comunistas totalitarios.

Toda esta información no me importa mucho, pero el señor Lubitsch insiste en que llegará el día en que me alegre de haberlo visto y me enorgullezca de recordarlo. Gonzo lo encuentra poco probable y ve en los ojos de su madre una paciencia infinita ante las tonterías de su marido, pero yo me lo creo. El padre de Gonzo está henchido de una convicción silenciosa y acaba pasándome a mí una pequeña parte. Guardo a Cubritaña en un rincón de la mente con cuidado y la cubro con una manta para asegurarme de que está bien calentita. Al día siguiente es miércoles, la primera clase que tenemos es Historia. La Predicadora asoma la cabeza por la puerta para decirle específicamente al señor Cremmel que no comente el tema y se sienta con nosotros para asegurarse. En su lugar, el señor Cremmel nos habla, sumiso, de la Revolución Industrial, pero comete un error inocente al decirnos la página de los deberes y nos manda al capítulo que habla de Cuba.

La nieve llega ese invierno a Valle Cricklewood. Estamos a principios de diciembre y la temperatura se mueve entre los grados negativos y los confortables uno o dos grados. Hay un extraño y fresco olor a pino, a madera quemada y a algo claro y diferente. Una nube baja y grande se instala sobre la ciudad, sobre la casa de los Lubitsch y (gracias a Dios, en el que ya no creo) sobre el colegio. La nube no se cierne, ni amenaza. Es más cálida y profunda que una nube de lluvia y da cierta sensación de benevolencia. Cuando por fin aligera su carga, arroja una gran cantidad de copos blancos que caen directamente. No son los copos gruesos y húmedos de la primavera, que parecen perdidos, como gansos confusos, sino que caen en un flujo ininterrumpido, pequeños y secos, y quedan flotando uniformemente cubriéndolo todo. Te resbalan por la parte de atrás del cuello, te refrescan la columna y llegan sólidos aún a la gomilla de los pantalones. Esto sí que es nieve auténtica y de verdad, que baja de las altas montañas, estabula a las ovejas, se pasa por las tabernas y causa un revuelo con una niña por unos pantaloncitos de volantes (las ventiscas me encierran dentro de casa y allí descubro el wéstern y John Wayne se convierte para siempre en mi héroe, aunque lo admiro más que lo imito porque al final siempre acaba muerto. Gonzo se tumba dramáticamente en imitación al Duque, abierto de piernas de una forma probablemente autoerótica, en la alfombra de la entrada, exhalando su último aliento).

Se despejan las nubes, pero no sube la temperatura. Hace mucho más frío, tanto frío como para causar una glaciación, matar a varios mamuts y provocar la migración de los hombres neandertales, cuya existencia niega La Predicadora y que inspira una breve pero frenética expedición a la biblioteca en busca de Biblias sacrílegas mal impresas y un violento debate sobre el origen de Esaú. Cuando los niños testarudos se aburren, son unos eruditos de una calaña muy dogmática.

Cuando aparece una grieta en el termómetro de alcohol del jardín de Gonzo, el señor Lubitsch decide desarrollar un curioso sistema de calefacción externa para conservar las abejas y apila montones de abono sujetos a una reacción exotérmica (aunque el padre de Gonzo lo llama «reación sotérmica») que significa que el proceso de descomposición genera calor. El señor Lubitsch coloca las pilas del mejunje caliente y putrefacto alrededor de la colmena generando un olor que curiosamente es agradable y yerboso más que infecto y decadente, pero Mamá Lubitsch no está de acuerdo y murmulla amenazadoramente sobre los malditos bichos: «Tenemos más miel de la que podríamos comernos en toda una vida». Pero el señor Lubitsch se lo toma bien y la abraza —en realidad la coge en brazos y la levanta del suelo— ella le da un golpecito y le exige que la baje inmediatamente antes de que se haga daño. La casa de la familia Lubitsch conserva su método poco ortodoxo de calefacción externa (aunque Mamá Lubitsch nos jura que la quitará en cuanto llegue la primavera para evitar explosiones). El domingo siguiente, el lago Megg se congela por primera vez.

El lago Megg es un meandro abandonado, una bolsa de agua en forma de aro al que llamaron así por la letra griega Ω, una de las pocas letras griegas que se gana la aprobación de La Predicadora, ya que las otras son por alguna misteriosa razón «la puerta a la promiscuidad». El agua se renueva constantemente gracias a un río subterráneo que baja de las Colinas Mendicantes y, cuando llueve con mucha fuerza, hace que el lago burbujee por encima de las rocas en el extremo oeste y encuentre su camino hacia el mar. En cualquier momento, el lago Megg se convierte en un organismo agitado y turbulento con corrientes que fluyen desde el centro, donde está hirviendo el agua, y llegan a la abrupta orilla, lo que da lugar (según nuestros libros de texto de Geografía) a un patrón de «interferencia constructiva», donde rompen las olas, y de «interferencia destructiva», donde esas interacciones resultan en remansos. Sin embargo, ahora está congelado y crea un hielo curvo en forma de media luna de color azul grisáceo, grueso y gutural.

Mamá Lubitsch aparca el coche. Es un 4x4 que el señor Lubitsch tiene totalmente prohibido coger porque (en las ocasiones en las que las exigencias de la vida lo ha puesto al volante en contra del criterio de su mujer) lo ha conducido como si fuera un coche de carreras con unas indecentes gafas de sol puestas, lo que provoca que mujeres mucho más jóvenes que él le lancen miradas de admiración. Mamá Lubitsch aparca la bestia junto al lago y Gonzo salta en desbandada por encima de mí, y seguramente también a través de mí por las prisas, y luego todos salimos a descargar las cosas. Aparejo, listo. Esterillas, listas. Encendedor para barbacoa, listo. Sierra para el hielo, lista. La familia —y los parientes lejanos— van a pescar en el hielo. El señor Lubitsch y Mamá Lubitsch ya salían de pesca cuando ella era una sílfide sin caderas y él como un toro, pequeño y fuerte como una tormenta tropical. Dios, cómo lo adoraba Mamá Lubitsch. Y, por el brillo de sus ojos, al menos lo que me dejan ver las capas de pelo del abrigo de lana y su ligero estrabismo, todavía lo adora y lo hará siempre. Entre ellos solo está la sombra de un soldado, ni siquiera eso es una separación, sino un puente triste y extraño y una comprensión mutua sin igual. Marcus Maximus Lubitsch, jugador de tenis y buen cocinero, ahora descansa en paz y recibe visitas esporádicas en su cuidado rincón del cementerio a las afueras de la ciudad. En este momento, Marcus está presente. Incluso Gonzo, que jugueteaba con la nieve alegremente y se hundía hasta los muslos, se queda en silencio y comparte con sus padres una sonrisa solemne.

Mamá Lubitsch prende el encendedor, pero utiliza demasiado líquido y provoca tal erupción que hasta se chamusca la bufanda. Grita alguna obscenidad en polaco y luego dirige una mirada culpable a su alrededor, no hay ningún lingüista en cincuenta kilómetros, por lo que ríe juguetonamente (seguro que con interferencias constructivas y destructivas en el patrón de su grasa oscilante, pero eso no podemos verlo) mientras el señor Lubitsch va a por la sierra para el hielo.

El hielo no se corta fácilmente. Es extrañamente claro y duro, más como el hielo glacial (que se ha presurizado y apretado tras miles de años) que como hielo de lago (que está lleno de rajas y riachuelos). El padre de Gonzo embiste el hielo con la sierra —al principio cerca de la orilla, pero luego se va alejando cuando ve que no hay peligro de que se rompa— aunque sin mucho resultado. El viejo Lubitsch le da con la sierra, pero está muy congelado; es un hielo como del Ártico, con muy malos modales y cabezota. En realidad se parece mucho al viejo Lubitsch, al que expulsaron los comunistas de su ciudad por ser un insolente y al que luego le negaron la entrada los nuevos gobernantes por la misma razón. El padre de Gonzo, exiliado perpetuo, escritor de cartas descontento, «furioso y decepcionado con Valle Cricklewood», nunca cederá. Vencerá al hielo aunque tenga que mantener una contienda eterna con él. Por ello, Gonzo se acerca a él con un plan.

Por regla general, yo soy el confidente de los planes de Gonzo. A mí me cuenta sus peores ideas y yo soy el encargado de destruirlas y de proponer como alternativa a conectar una linterna eléctrica directamente a la red para hacer una espada láser alguna otra actividad menos cercana a la muerte. Hoy, sin embargo, el plan de Gonzo tiene un público más receptivo y, quizá, menos sensato. Los padres chochean. En concreto, los padres consienten a sus hijos tareas de comportamiento varonil que normalmente están relacionadas con las funciones sagradas del heteropatriarcado, como disparar a los enemigos, explotar cosas y arrastrar un montón de animales muertos por el páramo blanco para alimentar a su tribu. Esta situación —la posible derrota de los cazadores del clan por una capa inanimada de hielo— entra de lleno en esta categoría, por lo que, cuando Gonzo propone una sencilla solución, rápida e infalible, se le enciende la mirada al viejo Lubitsch. Una mirada que dice que, cuando tenía su edad, a él también se le ocurrían ideas de magnificencia similar, pero que fueron aplastadas bajo el oneroso peso de la vida adulta. Sin embargo, el padre de Gonzo tiene la libertad para llevar a cabo esa hazaña y toma la decisión para vengarse a sí mismo y demostrar una comprensión más tolerante ante el ingenio desenfrenado de su hijo de la que le mostraron a él. El señor Lubitsch, de pelo cano y constitución robusta, con una camisa de franela roja y un ridículo sombrero de pieles, mira a su hijo con benevolencia.

—¡Dilo otra vez! —dice el padre de Gonzo con orgullo.

—Podríamos usar el líquido inflamable —dice el pequeño anarquista— ¡y quemar un agujero en el hielo!

Mamá Lubitsch suspira débilmente aunque bajo su fachada de madre de familia aún hay una grupi que se queda sin aliento al ver los ojos salvajes de su marido y su cabello al viento (o lo que queda de él), porque hay algo en ella que grita que no lo aprueba, que no cree que sea muy inteligente y que no será responsable del resultado pero que está deseando ver qué va a pasar y que recompensará en gran medida al príncipe que pueda llevar a cabo esa magnífica fantochada.

Tras establecerse esa complicidad tácita, mi vaga preocupación queda a un lado y se redacta el siguiente programa:

1 Se designará un lugar a unos treinta metros como mínimo donde pueda realizarse la conflagración de forma segura y donde luego pueda efectuarse la práctica de la pesca,

2 el señor Lubitsch y solo él se acercará al lugar designado y desplegará el material en abundante cantidad. Hará lo siguiente:vaciará un cuenco pequeñoverterá bastante cantidad del líquido inflamable potenciado con maderas de los alrededores y algo que lo avive que haya en el cochehará un detonador con más cosas de estas o un reguero que llegue a la orilla del lago, donde

3 lo esperaremos y, cuando esté a salvo,

4 prenderemos juntos el fuego.

Seguimos punto por punto el programa y ocurre una cosa extraña y preciosa, que no es para nada lo que teníamos en mente.