Read the book: «El mundo que vimos desaparecer», page 2

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Dick Washburn se quedó parado en mitad de la sala y todos le miramos. Trató de devolver la mirada a todo el mundo a la vez, pero se acobardó. Estaba rodeado. Miró a Bone Briskett, aunque Bone estaba contemplando la horrible realidad del Engendro de Flynn y teniendo algún tipo de Dios sabe qué epifanía sobre sí mismo. Luego le echó una mirada a Sally, pero ésta le estaba devolviendo lo del apretón de manos de antes y se limitó a esperar como todos los demás. Estaba allí parado, con sus zapatos «hipoteca tu casa» echados a perder y su masculino aftershave, tan delicado como lascivo, en una habitación aromatizada con cerveza rancia y con la fragancia de camioneros, rollos de queso y electricidad alimentada por cerdos. Trató por todos los medios de no parecer fuera de lugar.

Examinemos a este hombre, el hijo más prescindible de Jorgmund. Viste su segundo mejor traje (o el tercero, o el décimo, quién sabe, pero seguro que no está arriesgando su Royce Allen diseñado a medida en un tanque, no por un ascenso) y su cutis está suave gracias al bótox y a la loción de afeitado. Sin ingeniería genética, sin intervención o desembolso, la Compañía de Jorgmund lo ha rehecho y acuartelado en alguna ciudad dormitorio a medio construir, lo ha despojado de su conexión con el mundo a través de un curso intensivo de escuelas de negocios y tarjetas de fidelización, rodeándolo de pseudoespacios, parques y cascadas artificiales, así que ahora es alérgico al polen y a la contaminación, a la arena, al pelo de animal y a la sal, al gluten, a las picaduras de abeja, al vino tinto, al lubricante espermicida, a los cacahuetes, a la luz solar, al agua no purificada y al chocolate, y a todo lo que no sea ese medio climatizado y envasado al vacío en el que transcurre su vida. Dick Washburn, conocido de ahora en adelante y para siempre como Lavacipotes, es un chupatintas tipo D: un insolente aspirantillo a tesorero con humanidad vestigial, lo que lo hace infinitamente menos malvado que un chupatintas tipo B (máquinas burocráticas sin corazón; tenis clase profesional) y algo menos malvado que un chupatintas tipo C (lacayo del sistema deshumanizante con afición a regodearse; golf ambiental), pero indiscutiblemente más malvado que un chupatintas tipo M a E (un humano real que grita por escapar de un personaje devorador de almas profesional, disponible en varios grados de desesperación). Nadie que conozca se ha encontrado nunca a un chupatintas tipo A, como nadie relata nunca su propio accidente mortal; un chupatintas tipo A sería una persona tan absolutamente consumida por el mecanismo en el que está empleada que habría dejado de existir como una entidad independiente. No tendrían olor, ni cara, ni rastro; carecerían de ambición o restricciones y tomarían decisiones completamente ajenas a las preocupaciones humanas; adoptarían soluciones por la compañía y para la compañía. Un chupatintas tipo A sería el tipo de persona que firma una tortura y presiona el botón nuclear sin ningún motivo más apremiante que cumplir con su trabajo y porque parecía el siguiente paso lógico.

Lavacipotes se aclaró la garganta y reveló la Misión como si hubiera hecho antes este tipo de cosas, escupiendo groserías de oficial porque, supongo, pensaba que eso era lo que hacían los Hombres de Verdad.

—Supongo que todos ustedes sabrán que hay un incendio en el Tubo de Jorgmund —nos dijo, con el ceño fruncido—. Bueno, pues es peor que eso Se trata de una estación de bombeo. Hay miles de barriles de FOX y se están incendiando como el queroseno, lo que está formando un agujero en el puto mundo.

Bajó la cabeza con remordimiento. Creo que trataba de hacerse el serio, pero solo parecía como si hubiera derramado un montón de vino tinto sobre la alfombra: Dios, Vivian, ¿qué puedo decir? Es todo culpa mía. ¡No! ¡Nada de sal! Si las dejas, pueden quitar la mancha; me refiero a estas cosas químicas ALUCINANTES: fulminan cualquier tipo de vino. Es el gas quitamanchas VX. Ya, ya lo sé, yo también lo pensé. ¡Pero hoooola, marinero! ¡Desde esta posición es el mejor vestidito subido de tono que jamás haya existido! No encontró eco en ninguno de los presentes, de manera que lo intentó de nuevo, esta vez con clichés tajantes.

—Tenemos que meternos ahí y apagar ese fuego cabrón, extinguirlo, sí, como una puta vela de mierda, si no… —momento en el que fue apagando su voz y dejando que la respiración saliera de él; una pausa para dejarnos construir nuestra propia metáfora de la catástrofe. Y justamente eso es a lo que se le llama una elipsis retórica, el mecanismo de oratoria más barato y el más difícil de llevar a cabo correctamente. Una elipsis es como un puñetazo directo; las únicas trampas retóricas más baratas son reírte de la novia fea de tu oponente o mencionar algo diciendo que no hablarás sobre ello. Todos nos quedamos mirándolo durante un minuto, hasta que se puso ligeramente rojo y cerró la boca.

—Explosivos —dijo Gonzo; Jim Hepsobah asintió.

—Sip —dijo Jim.

—¿Crear un vacío?

—Sip.

—¿Y va a funcionar con FOX?

—Debería.

—Necesitamos una buena explosión —apuntó Annie el Buey.

—Y tanto —dijo Gonzo.

—No podemos permitir que se vuelva a incendiar después… —Annie continuó— Una bien gorda. ¿Tenemos capacidad para generar una así de grande?

Annie el Buey era una mujer de uñas recortadas y grandes mejillas que sabía de explosivos. Tenía hombros estrechos y firmes, muslos y antebrazos gruesos. También coleccionaba cabezas de muñecos. Era imposible saber si Annie coleccionaba estas cosas porque le gustaba disponer de amigos suaves y afelpados con los que hablar o si eran los rostros de las personas de su vida que Desaparecieron. Nunca se lo llegué a preguntar; hay ciertos temas que son privados y Annie no era el tipo de persona que responde preguntas sobre temas privados.

Annie miró a Jim y Gonzo. Luego los tres a Sally. Sally miro a Dickwash.

—Sí —dijo Dickwash, con una certeza absoluta—. Puedo arreglarlo.

Los chupatintas siempre me han dado mucho yuyu. Si hablas con cualquiera por encima de un tipo E tendrás la sensación de que el ser con el que estás hablando no es totalmente humano, y no andarás muy desencaminado. Un chico llamado Sebastian me lo explicó así una vez:

Imagínate que eres Alfred Montrose Fingermuffin, un empresario. Eres dueño de una fábrica y tu fábrica utiliza imprentas gigantes de metal industrial para construir chismes Fingermuffin. Un sistema hidráulico impulsa enormes hojas que aplastan una cinta de metal —como la de un rollo de cinta, completamente de metal— y recortan chismes con forma de hombres de jengibre. Si consigues que la máquina vaya a cien chismes por minuto, seis segundos por cada diez chismes (porque la máquina imprime sobre la cinta de diez en diez), entonces vas bien. El problema aparece cuando ves que puedes conseguirlo en teoría, pero que en la realidad tienes que parar la máquina cada cierto tiempo para los controles de seguridad y los cambios de turno. Cada vez que lo haces, el tiempo muerto supone un coste para ti, pues tienes la máquina encendida y el personal sigue allí (el personal de ambos equipos a salario completo). De manera que quieres hacerlo el mínimo de veces al día. La única forma que tienes de saber cuándo estás en el mínimo absoluto es cuando comienzan los accidentes. Y, por supuesto, siempre habrá accidentes; los seres humanos tienen la costumbre de cagarla de vez en cuando. Se ponen cachondos y empiezan a pensar en sus amantes, se apoyan en el Gran Botón Rojo y alguien pierde un dedo. Así que reduces el número de cambios de cinco a cuatro, el número de controles de cinco a cuatro, y súbitamente estarás mucho más cerca de hacer a Fingermuffin el líder del mercado. A la señora Fingermuffin le encanta que la hayan invitado a hablar en la WI, y los pequeños Fingermuffin están muy contentos porque su padre les lleva juguetes nuevos, más brillantes, más resplandecientes. El inconveniente es que tus trabajadores trabajan más duro y necesitan una mayor concentración; los accidentes que tienen son algo peores, se dan con mayor frecuencia. Pero ya no puedes volver atrás porque tus competidores han hecho lo mismo y el mercado de los chismes se ha vuelto más agresivo, de manera que el tema se reduce a lo siguiente: ¿cuánto más puedes exprimir el margen sin convertir tu fábrica en un lugar donde nadie pueda trabajar? Es un ambiente arduo para trabajadores inexpertos y la cosa puede ponerse bastante fea. De repente, el bondadoso Alf Fingermuffin está dirigiendo la fábrica más terrorífica y peligrosa de la ciudad, porque esta empresa no puede sobrevivir de otra manera. Eso o la quiebra, y entonces Gerry Q. Hinderhaft toma el mando, y todo el mundo sabe lo mucho que presiona Gerry Q. a sus chicos.

Para mantener viva la empresa, salvaguardar la felicidad familiar y los trabajos de sus empleados, Alf Montrose Fingermuffin (ese eres tú) se ha convertido en un monstruo. La única forma que tiene de afrontarlo es dividirse a sí mismo en dos personas: el Amable y Viejo Alf, un hombre normal, y el Severo Señor Fingermuffin, el jefe de la fábrica. Sus gerentes hacen lo mismo. Así que, cuando hablas con uno de los gerentes de Alf Fingermuffin, no estás hablando en absoluto con una persona. Estás hablando con una parte de la máquina que es Fingermuffin S. L. y —al igual que los trabajadores de la propia fábrica— los mejores en funcionar como esa parte son los mismos que actúan menos como una persona y más como una máquina. En la fábrica, eso significa hacerlo todo dentro de un tempo perfecto, siempre de la misma forma, una y otra vez. En gestión y dirección de empresas, eso implica vivir por y para las ganancias, la cuota de mercado y las gráficas. Los gerentes abandonan la parte de sí mismos que piensa y sus cabezas solo se encargan de seguir ejecutando el programa.

Así que no esto iba a ser, casi seguro, una tarea fácil. Pero, a menos que hubiese un terremoto u otra guerra, Gonzo se apuntaba, lo que significaba que yo también, y si nosotros nos apuntábamos era posible que el resto del personal viniera con nosotros para asegurarse de que estábamos bien y, de paso, de que no hacemos nada increíblemente chulo con lo que luego pudiéramos tomarles el pelo y, en definitiva, asegurarse de que no volviéramos hipermegamillonarios y se lo restregásemos por la cara antes de dejarles la vida resuelta. Gonzo Lubitsch es adicto al protagonismo. Yo solo trabajo para ganarme la vida, me llevo el sueldo a casa con mi mujer y nos emborrachamos, nos desnudamos y comportamos como adolescentes, alimentándonos con pizza el uno al otro.

De vuelta al bar: Sally había encerrado a Dick Washburn en una granja con todo el ejército mexicano cayéndole encima. El había pensado que nos daría caña, que embaucaría a los estúpidos camioneros para las cinco y que tendría su culo atlético de vuelta en la ciudad para abandonarse a unos cuantos martinis y Dios mío, Vivian, aquello era un infierno. Sin embargo, Sally tenía un kung-fu negociador de primera clase. En el reducido mundo de las compañías civiles, ella es la persona de confianza, la líder, la abeja reina y la waka sensei. Sus ojos desnudan la letra pequeña y sus dedos recorren su contorno; la conoce y es suya, deja que se ponga cómoda y espera a que suplique sus caricias como una boba feliz. El chupatintas veía como su extra de Navidad se encogía como una trufa blanca en enero mientras desaparecía la sensación de temeraria testosterona con la que había llegado. El cuerpo de Vivian, enfundado en ropa deportiva de licra, se desvanecía e iba siendo reemplazado por la posibilidad de que Sally le cortase la cabeza. Así que Dick Washburn escarbó en las oscuras profundidades del kit de magia de escuela de negocios e intentó poner en marcha una maniobra tramposa, una retorcida pastilla «curalotodo», lo que quizás estuvo intentando todo este tiempo: aislar a Sally y conseguir que hiciéramos un trato con él. Un chupatintas tipo D tenía vestigios de humanidad, de la clase que puedes llevar en tu pitillera y ofrecérsela a otra gente en alguna fiesta.

—Los camiones —dijo Dick Washburn.

—¿Qué pasa con los camiones? —preguntó Sally.

—Cuando terminemos —dijo el chupatintas— pueden quedarse con ellos. Son unos camiones increíbles.

Golpeaba la palabra camión con algo más de fuerza en cada ocasión y, tras pronunciarla por tercera vez, todo el mundo en la habitación la oyó por encima del bullicio. Jim levantó la vista y Sally le devolvió la mirada como si supiera que algo estaba pasando, pero no sabía cómo detenerlos.

—Realmente increíbles —repitió el chupatintas.

Sally señaló que ya teníamos camiones, que la posesión de vehículos y la destreza de su manejo resultaba central para nuestra identidad profesa como camioneros; por otra parte, aquella era la razón de que el chupatintas hubiese recurrido a nosotros, el deseo de poner ese talento al servicio de la población y de la empresa de la que era representante, embajador plenipotenciario y hombre sobre el terreno, y para cuyos intereses a corto plazo buscaba estafarnos, engañarnos, timarnos y embaucarnos más allá de los deberes de protección legal y contractual propias del sector y de un sólido sentido común, pero cuyos accionistas, al igual que lo haría la mayor parte de la población anteriormente mencionada, indudablemente mirarían con desaprobación y consiguiente litigiosidad, por los desacuerdos y disputas imposibles de evitar que resultan de dichos timos, engaños, estafas y charlatanerías que algo malo suceda en el legítimo ejercicio de nuestra discreción y criterio durante el transcurso de cualquier aventura descabellada que la parte contratante —el chupatintas— decidiera asestar sobre la suave piel y el encanto juvenil de la parte contratada —los inocentes y generosos conductores de la más dura y competente compañía civil libre del mundo—.

—Todo eso se puede solucionar —dijo el chupatintas—. Solo tienen que venir —sonrió maliciosamente — y echar un vistazo a los camiones. —Y esta vez sonó como el primer orgasmo, o tal vez como el último.

Total, que eso hicimos. Sally a regañadientes, Jim con calma, Gonzo entusiasmado y Tobemory Trent de reojo, y los demás, acordes con nuestro sentido común, salimos del Sin Nombre y nos metimos en el aparcamiento del local. El chupatintas agitó el brazo y el grupo avanzó entre quejas y traqueteos; una gran luz blanca y el olor a goma fresca, a vinilo, a motor, y ¡voilá!: Ahí estaban los camiones.

Pero no eran como los que conocíamos. Aquellos eran camiones de leyenda, los camiones que cualquier vehículo con más de seis ruedas sueña con ser. De cromado negro y apestando a gasolina obscena y a potencia vibrante. Si hubiesen podido cantar, su música habría sido la grave, profunda, lenta y empapada del blues del Delta. Tenían asientos de cuero, sistemas de posicionamiento y cristal blindado. Estaban como nuevos y ya tenían nuestros números de placa. Había una muñeca hawaiana en el salpicadero del camión de Baptiste Vasille y un montón de fotografías pornográficas en el de Samuel P; el camión de Gonzo tenía llamas en uno de los lados y el de Sally Culpepper un toque de ante rojo. Alguien allá fuera nos entendía, entendía nuestras necesidades, nuestras pequeñas y locas manías, las cosas sin las que no podíamos ser la Compañía Civil Libre de Emergencia y Transporte de Material Peligroso de la región de Exmoor (con la directora general Sally J. Culpepper al mando), sin las que tan solo éramos chicos y chicas con ropa del todo a cien.

En pocas palabras, un delicioso cebo. Si das a gente como nosotros un equipo como este para hacer un trabajo como ese, es porque o 1) vais a ganar un montón de dinero o 2) no creéis que tengamos ni la más mínima posibilidad de volver vivos. Lo más probable: que ambas opciones sean correctas.

Lo de siempre. Si hubieran podido hacerlo ellos mismos —si no hubiesen estado tan acojonados para hacer de lo que había que hacer, por miedo a la supervivencia de sus calcetines de seda—, nunca hubiesen acudido a nosotros. La Compañía Civil Libre trabajaba por horas y solo tenía tres mandamientos: cuida a tus amigos, haz el trabajo, gana mucho dinero. A estos, el chupatintas estaba añadiendo un libro apócrifo de sanciones por daños graves y derroche de materiales que teníamos la firme intención de ignorar, pues él era la herramienta de una pandilla de acojonados legales a los que no solo les daba miedo la muerte sino también los abogados caníbales, las demandas colectivas, los inversores cabreados, la comisión antimonopolio, todo aquello, y el primer y segundo mandamiento prohibían escatimar recursos durante un trabajo. Observamos sus numerosas cláusulas y anexos y dijimos «Bah».

Plan básico:

1. Ir al lugar A (almacén) y recoger el objeto X (caja grande que hace bumbum).

2. Llevarlo al lugar B (estación de bombeo), que sufre un estado Q (en llamas, v.g. malo).

3. Situar objeto X en lugar B (caja grande que hace bumbum, te presento a estación de bombeo en llamas; estación de bombeo en llamas, caja grande que hace bumbum. Estrechar la mano. ¿No nos vimos una vez en lo de van Kottler? Vaya, ¡creo que sí!) y provocar reacción P (bumbum, pum, pum-ni-pum, BUUUM) y ahí estado R (privación de oxígeno, pseudovacío, ¡eshlarrrp!) y así extinguir B (~Q, ~R, lo siento mucho, viejo amigo, tengo que irme, los niños tienen colegio mañana, chao-chao, mua-mua), y como resultado de ello

4. Ganar suficiente dinero para comprar un pequeño Estado-nación y una granja de watawabas y comer mango todo el día (vamooos, cantemos aleluya, no hemos muerto).

La pregunta que debería haber estado haciéndome todo este tiempo —aquello que todos deberíamos haber querido saber, urgente e intensamente— es la siguiente: ¿cómo narices pudo una parte del Tubo, el objeto más seguro y duradero jamás fabricado por manos humanas y por ingeniería humana, el producto de redundancia triple más segurístico fruto de la más profundamente dedicada colaboración de la historia… cómo pudo este objeto indestructible llegar siquiera a incendiarse? Cuando te lo planteas así, la respuesta es obvia:

Alguien lo hizo.

Pero, eh, que nosotros no somos esa clase de gente. Más bien somos de los de «podemos hacerlo», no de los de «pero qué pasa con», exceptuándome a mí, quizá. El chupatintas sonrió a Sally Culpepper, aunque su sonrisa triunfante se aflojó un poco en cuanto se dio cuenta de que nunca habíamos tenido la intención de decir que no; sabíamos que él sabía que perder a algunas personas era parte del plan. Por un instante creí que podría sentirse avergonzado. Luego bajó la mirada hasta sus pies, vió el destrozo de unos zapatos que valían un año de su sueldo y aborreció este lugar tan estúpido, tan feo, pero, sobre todo, tan barato. Su chupatintería retrocedió un poco al descubrir aquella parte de sí mismo que se mantenía indiferente. Suavemente se fue deslizando en las cálidas aguas del «todo importa una mierda».

Obsérvalo de nuevo: no es Dick Washburn el que estás viendo, no exactamente. Dick ha abandonado su cuerpo durante esta charla. El que está ahí parado no es Richard Godspeed Washburn, el mismo que sufrió un golpe que le provocó una grave conmoción cerebral el día de su decimoquinto cumpleaños, la misma víspera de la Guerra de Desaparición, y que pasó las siguientes semanas entre la oscuridad y la luz de las velas en el hospital al que le habían llevado para que se fuera apagando, agotando, hasta finalmente morir. Pero no lo hizo, y más tarde se hizo un hombre en un nuevo mundo despedazado. Este no es el rápido Dick de los niños de la calle Harley, el mismo que —antes de que los buscahuérfanos llegaran y lo metiesen en un orfanato y las cosas volvieran otra vez a alguna especie de normalidad— podía abrir la puerta trasera de un camión del ejército y mangar medio kilo de chocolate antes de que los soldados ni siquiera se diesen cuenta. Era la propia Jorgmund, que observaba a través de los ojos de Dick y medía su entorno como si se tratase de números y márgenes de beneficio. Por supuesto, Jorgmund no era más que una alucinación colectiva, una serie de reglas que componían el trabajo de Richard Washburn, y cada vez que hacía eso —escabullirse de una situación humana y dejar que el patrón utilizara su mente y su boca porque prefería no tomar la decisión él mismo— estaba un poco más cerca de convertirse en un chupatintas tipo C. Perdía un trocito de su alma. Había un destello de dolor e indignación en él cuando, como el animal que era, sentía que la máquina estaba a punto de morder otra vez, y rugía desde su jaula, en lo más profundo de su pecho musculoso y depilado y de su segundo —o noveno— mejor traje. No obstante, era un animal muy, muy pequeño y no de los más feroces.

Todo había acabado. Trato hecho. Hora de trabajar. Avancé furtivamente hasta Sally y le susurré al oído:

—Así que, antes de que apareciera Dickwash…

—Ajá.

—Llamaron.

—Sí.

—¿Se equivocaron?

Sally movió la cabeza.

—Mentí —murmuró, igual de sigilosa—. Era una mujer. No la conocía.

—¿Qué te dijo?

—Me dijo que no aceptáramos el trabajo.

—Genial.

—Sip.

—¿Algo más?

—Sí —contestó Sally—. Preguntó por ti, en particular.

Sally no me dijo que mantuviera los ojos bien abiertos, porque me conocía y no hacía falta. Asintió —una vez— y cogió las llaves de su nuevo camión, que descansaban en los sumisos dedos del chupatintas.

Sally y Jim en el primer vehículo, Gonzo y yo en el segundo, Tommy Lapland y Roy Roam en el tercero y, los demás, al final de la cola. Los veinte que éramos, dos por cabina, diez camiones broncos, vaqueros y espuelas, y Tobemory Trent en la retaguardia con su parche para las ocasiones especiales. Trent era de Preston, nacido y criado en la región del pastel de carne y con polvo de carbón en la sangre. Perdió el ojo en la Guerra de Desaparición; se lo sacaron rápidamente para que no muriera o algo peor. Trent escupió a la carretera y rugió; el maldito Capitán Ahab de las nuevas carreteras, con el portaarpones sobre el asiento del conductor por si la cosa se ponía fea. Saltó hacia el enorme asiento y dio un portazo lo suficientemente fuerte como para sacudir todo el vehículo. Solo quedaba algo realmente importante por hacer. Sally y el chupatintas se dieron la mano, Sally se volvió para mirarnos desde el estribo de su camión y allí estábamos nosotros, orgullosos, nerviosos y mudos por aquella delicia de dieciocho ruedas. Gonzo William Lubitsch, de Valle Cricklewood, metro ochenta y robusto como los Alpes suizos, se bajó los pantalones y se meó en nuestra rueda delantera derecha para darnos suerte. Annie el Buey y Egon Schlender le gritaban y azuzaban desde el número ocho, así que se bajó también los calzoncillos y mostró su musculoso culo en su dirección; luego saltó al camión y lo arrancó. Con los pies en el salpicadero, yo me centraba en enviar una pequeñísima oración al Dios que gobernaba mi cielo personal.

Señor, quiero volver a casa.

La mayor parte de las veces que nos alejábamos del Sin Nombre era rumbo al oeste, a lo largo del Tubo. Exmoor estaba como a kilómetro y medio al sur de la carretera principal y de las montañas nos llegaba un clima particular. A 130 o 140 kilómetros en dirección contraria se encontraba uno de los puntos de fricción de la Zona donde tenías que estar atento a la gente que veías por si no eran personas en realidad. Cada tanto, los comerciantes venían a la ciudad. Había una casa de huéspedes especial en la parte trasera del Sin Nombre donde Flynn alojaba a aquellos de los que no estaba muy seguro. Era cómodo y seguro, pero estaba lejos de su familia. Flynn es un hombre decente, pero cauto.

Esta vez fuimos al este, muy rápido. El carro de combate de Bone Briskett era del tipo con ruedas que puede ir a buena velocidad y estaba exprimiéndole todo lo que podía y pidiendo más. Condujimos a lo largo de la noche y o habían despejado la carretera o nadie venía por el otro sentido. Nos precipitamos a través de una ladera empinada y a lo largo de una especie de corredor. El viento soplaba a nuestro favor, lejos, desde las montañas. Incluso así podías ver una amplia cortina de bruma al sur, quizá a ocho kilómetros de distancia con extrañas sombras retorciéndose. En unos pocos kilómetros podríamos girar a la izquierda bajo el Tubo, donde había una curva que nos llevaría rápido hacia el noreste. Esperé. No la tomamos.

En su lugar seguimos adelante y adelante y adelante, sin parar. El atardecer comenzó a formarse en el cielo y empecé a tener esa sensación que te dice «prepárate», pues solo había una ruta por aquí que pudiese llevarnos a Haviland y a una gruesa sección del Tubo principal. Era una carretera vieja y nos llevaría allí de un tirón, pero nunca antes la habíamos tomado porque pasaba por Drowned Cross. Le pegué un codazo a Gonzo, giró la cabeza hacia mí y se encogió de hombros. Drowned Cross era una mala zona, en el límite justo con la Frontera. Esa era la razón de que se encontrase vacía y muerta.

Nos lanzamos hacia una planicie; no había más desierto. Una llanura amplia y verde se extendía frente a nosotros, cortada por una línea gris, como la ceja de una viuda, que partía del camión principal y se dirigía hacia el sur. El carro de combate de Bone Briskett tomó la curva sin aminorar el ritmo y Gonzo chasqueó la lengua —no sé si por la prisa o por nuestro destino, pero estaba prestando más atención: estaba mirando los escondrijos de la carretera y calibrándolos, comprobando la escolta y preguntándose si eran lo suficientemente buenos—.

Justo después de la Reificación y de la Guerra de Desaparición hubo un periodo de lo que podría llamarse excesivo optimismo. Construyeron una ciudad en particular como si fuera un corte de mangas al pasado más reciente, la primera de una raza de lugares luminosos y seguros donde todos podíamos continuar con nuestra vida real, pagar impuestos y preocuparnos por las entradas o por los michelines de la mediana edad y, ¿ese chico de la casa de al lado se está saltando la prohibición de regar en verano? Lo llamaron Heyerdahl y lo vendieron como una aventura en la frontera neosuburbana. Vivieron allí alrededor de 5 000 personas. Tenía su propio y pequeño capilar del Tubo de Jorgmund que lo hacía seguro y lo habían montado sobre una cumbre, de manera que la gente pudiese mirar valle abajo hacia la peligrosa niebla de lo irreal y saber que estaban haciendo retroceder el límite solo por estar ahí.

—Algún día —podrían haberse dicho los unos a los otros con un descafeinado en la mano— todo esto serán campos de cultivo.

Aquella zona se llamaba ahora Drowned Cross.

Doblamos una curva y allí estaba, arropada por una pequeña colina y oscura y vacía como la caseta de tu perro después de llevarlo al veterinario y haberle dicho adiós. La carretera se dirigía directa hacia ella, al igual que Bone Briskett, así que le seguimos. Drowned Cross había aumentado en tamaño pero no en luminosidad; escarpada, se extendía por el cielo. Los grandes dientes rotos que dominaban el lugar eran los restos del chapitel de la iglesia y aquello de bordes ásperos era el reloj del pueblo, que se había parado para siempre en las cinco y cuarto. Las casas eran blanquecinas y tenues, con tejados de terracota. Las ventanas estaban intactas. Un par de coches permanecían cuidadosamente aparcados en la plaza principal. Los pájaros volaban sobre el techo solar mientras pasábamos, palomas grises y negras con ojos de paloma histérica. Una de ellas era demasiado estúpida para esquivarnos en la dirección correcta y rebotó contra el cristal. O quizá fueron las demás las que la empujaron: el asesinato entre palomas no es algo precisamente inverosímil. Gonzo soltó un taco. El aturdido pájaro se tambaleó y cayó sobre la carretera. Si todavía hubiese estado cuando Samuel P. circuló por allí, le habría pasado directamente por encima.

Nadie sabe qué ocurrió realmente en Drowned Cross. No quedaron supervivientes. Nadie apareció, confundido y desesperado, en el siguiente pueblo del camino. Ningún pastor solitario lo vio todo desde una colina adyacente. Fuera lo que fuese, no produjo ningún ruido, no que sepamos, ni tampoco dejó imagen de sí mismo. Algo vino desde lo Irreal y se tragó el lugar. Quizá la colina junto a Drowned Cross se trague pueblos. Escuché una historia una vez, en la radio, sobre un grupo de marineros a la deriva que finalmente llegaron a una isla donde atracaron por la noche. No esperaban encontrar tierra, tan lejos como estaban de su ruta y desconcertados por estrellas desconocidas; habían previsto sed y locura. Lloraron, besaron el suelo, encendieron un fuego para cocinar la cena y finalmente cayeron en un sueño ligero. En mitad de la noche, por supuesto, se despertaron por un terrible aullido y la isla en la que se encontraban empezó a temblar. Unos brazos sin hueso de descomunal tamaño salieron del agua para atraparlos y solo entonces se percataron de que habían buscado refugio en la espalda de algún terrorífico monstruo de las profundidades.

Me encantaban los cuentos con moraleja como éste en mi niñez, pero sentado junto a Gonzo y mirando hacia abajo, a las casas impolutas y desiertas de Drowned Cross, no dejaba de pensar en almejas con salsa de ajo que eran sorbidas y cuyas conchas se lanzaban de nuevo al cuenco. Lo que allí había pasado era repugnante, así de simple, y había habido otros casos desde entonces. En las tranquilas horas de la noche, la gente de las casas circundantes al Tubo se despertaba y escuchaba, asustada por las cosas de más allá de la Frontera. Alguien ahí fuera comía ciudades, hasta la última gota, y seguía su camino. La gente decía que eran los Mil Encontrados. Esperaba que no fuese cierto.

El Cruce en sí —nuestra carretera y la otra, la del este-oeste que cruzaba la ciudad y se dirigía hacia lo que todos imaginábamos que sería la siguiente porción de tierra recuperada— estaba al otro lado de la plaza. Fuimos despacio, porque los adoquines resbalaban por el rocío y porque no se rechinan los neumáticos en un cementerio, no importa cuántas ganas tengas de irte. Algo brillaba en el polvo donde las carreteras se encontraban: un trozo plateado de metal grabado con lo que podría ser una nueva luna o un tazón de sopa con una cuchara dentro. Parecía caro y me pregunté cuánto tiempo llevaría ahí. Desde el día en el que Drowned Cross tomó su nombre, lo más probable. Pudo haber sido un gemelo o un brazalete. Parecía triste que a alguien le faltara —quizás era uno de un par y la persona tendría todavía el otro—, pero luego me sentí culpable y grosero, pues no cabía duda de que su dueño estaba muerto, y la correa suelta no iba a molestarlo nunca más.