Read the book: «El misterio Perling»

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El misterio Perling

© Del texto, el autor.

© De la edición, Ediciones Trébedes, 2020. Centro Comercial Buenavista, local 45, 45005 - Toledo.

Diseño de la portada: Ediciones Trébedes

Correctora: María Alcaide Escalonilla

www.edicionestrebedes.com

info@edicionestrebedes.com

ISBN: 978-84-122679-1-4

ISBN del libro impreso: 978-84-122679-0-7

Edita: Ediciones Trébedes

Imprime: Publicep S.L.

Printed in Spain. Impreso en España.

Este escrito ha sido registrado como Propiedad Intelectual de su autor, que autoriza la libre reproducción total o parcial de los textos, según la ley, siempre que se cite la fuente y se respete el contexto en que han sido publicados.

Miguel Ángel Martínez

El misterio Perling

Ediciones Trébedes


Contenido

La oficina de Correos 9

Cafetería Summum 17

Sobre el arte y la belleza 29

Carmen, la mujer misteriosa 51

La mirada 59

Un tipo raro 65

El club de los poetas vivos 69

Sobre el arte y la libertad 77

Carmen Sorpresa 99

Su espalda 105

El doctor Watson 107

Las contradicciones de Perling 115

Despedida 131

Las puertas se cierran 135

Entre dos aguas 139

Sangre en las almohadas 147

Funerales remotos 153

El misterio 157

La oficina de Correos

Entré en la oficina de Correos con la intención de mandar un ejemplar de mi último libro a un viejo amigo de Barcelona. No nos vemos mucho, pero tenemos la costumbre de enviarnos lo que vamos publicando y, con la excusa de intercambiarnos comentarios de las obras, mantenemos un trato que, de otra manera, se hubiera diluido en la distancia hace ya muchos años.

Yo acababa de publicar mi último libro, titulado El puente del agua, que era una novela de ambientación histórica pero con trama policial. Se desarrollaba en el Toletum romano, por lo que tuve bastante libertad para inventarme los personajes y gran parte del entramado histórico, porque no se conservan muchos datos concretos de esa época remota; con lo cual me evitaba la molestia de que los estudiosos de la época fueran sacándome las vergüenzas de mi ignorancia como historiador. El protagonista era Licinio Pompeio, un arquitecto romano que llegaba a Toledo para construir el acueducto que cruzaba por la escalofriante altura de 120 metros sobre el cauce del Tajo el agua potable que venía de la zona de Mazarambroz, desde el lugar que ocupa ahora la Academia de Infantería, hasta el Alcázar, que en aquellos tiempos ya cumplía la función de fortaleza. Sin embargo, los intereses de los aguadores de la ciudad, los enemigos del gobernador romano y los celos de una mujer siniestra, Antonia, que se sintió despreciada por el inteligente arquitecto, complicaron los trabajos del esforzado constructor y llegaron a comprometer su vida. No faltaban asesinatos, conspiraciones, pasiones, engaños, mentiras, traiciones, sangre, sexo y la lucha por la libertad y el progreso de unos ciudadanos explotados por el comercio del agua y por la tiranía de un ejército invasor. Un libro redondo, con todo lo que se necesita para triunfar en estos tiempos. La verdad es que estaba muy contento de mi obra y esperaba, como ya lo había esperado de todas mis obras anteriores, cosechar un éxito rotundo que me otorgara un merecido hueco en las vitrinas de la literatura. He de apuntar que, una vez más, eso no ocurrió. Pero en ese momento estaba seguro de mi éxito y me sentía muy contento, casi eufórico.

Por eso entré en la pequeña oficina de Correos como César regresando de las Galias: el pecho henchido, la cabeza alta, una imaginaria armadura brillando como una estrella reluciente y otra virtual corona de laurel ciñendo mis nunca bien ponderadas sienes que aún no daban signos de mi perdida juventud. Estaba a punto de proclamar un «Ave, amado pueblo y Senado de Roma» cuando volví súbitamente en mis cabales y saludé con un discreto «Buenos días» respondido por una indiferencia absoluta que inundaba la triste estancia.

Todos los mostradores estaban ocupados y dos señores mayores esperaban sentados su turno. Una pantalla sobre cada mostrador señalaba el último número. Fui a sacar mi papelito numerado a la máquina dispensadora, que se hallaba apoyada en la columna central en la mitad de la sala.

La oficina de Correos presentaba una estética peculiar que siempre me había llamado la atención. No faltaban vitrinas con los reclamos publicitarios de marketing de última generación, pero tampoco eran pocas las señales de un deterioro manifiesto en las paredes, las mamparas o los muebles del otro lado del mostrador. Un cuadro de la luz colgaba medio abierto como un perro ahorcado en la pared del fondo y la pantalla de uno de los ordenadores llevaba un filtro sujeto al monitor por una mugrosa cinta de embalar. En ese decorado decadente no desentonaba la máquina dispensadora de los billetes de los turnos. Inicialmente tenía dos botones, uno para recogidas y otro para envíos. Actualmente solo conservaba uno en uso, el otro había sido tapado con un cartón sobre el que habían dibujado a mano una flecha en ángulo recto que apuntaba hacia su compañero. Era como si en el parche de un pirata tuerto hubieran pintado una flecha para avisar del correcto funcionamiento del otro ojo. Tras unos instantes de análisis pulsé el botón superviviente, pero no pasó nada. Tuve que repetir empujando con empeño y, por fin, la ranura escupió un nuevo numerito: A035.

Llegados a ese punto esperé junto a la máquina a que llegara mi turno. Es de destacar que en la oficina de Correos el tiempo pasa más despacio que en el resto del universo, o así lo parece. Intenté hacer memoria sobre algo que recordaba vagamente: si Einstein había estado trabajando muchos años en una oficina de Correos o si era de patentes. La inspiración era manifiesta.

Entró una mujer, más o menos de mi edad, y se quedó mirando a un lado y a otro sin saber muy bien qué hacer. Traía en la mano un aviso de llegada de paquete. Se acercó a mi lado y miró con atención la máquina expendedora.

—Tiene que pulsar ahí para sacar el número de turno —le apunté educadamente.

—Muchas gracias —me sonrió con cortesía.

Intentó hacerlo, pero el número se resistía a salir.

—Tiene que apretar con fuerza, es una máquina un poco vieja.

Siguió mis instrucciones y la máquina escupió el papelito triangular. Ella me sonrió de nuevo.

—Es usted todo un experto.

En ese momento sonó un zumbido sordo. Mi turno, A035, aparecía en una de las pantallas. En el mostrador, una señora canosa amenazaba con volver a pulsar el botón que corría el turno. Me abalancé hacia el mostrador abandonando el protocolo de cortesía en el que se había iniciado la anterior conversación para pasar a otra muy distinta.

—Buenos días —empecé yo ante la mirada inquisitiva de la funcionaria que no era muy partidaria de repetir el mismo saludo a todo el mundo—, querría enviar este libro a Barcelona. Necesito un sobre acolchado para el envío.

La funcionaria observó un momento el tamaño del libro y, sin haber pronunciado palabra alguna, se alejó hacia unos armarios al otro lado de la oficina. Pensé por un momento que era sordomuda o quizá simplemente manifestaba un desprecio absoluto a mi persona. No era así, el armario contenía sobres acolchados de diversos tamaños. Sorda no era. Muda, aún era posible.

En el impasse no pude evitar fijarme en el mostrador de al lado, donde mi reciente amiga comenzaba a explicar al funcionario, que, por cierto, era mucho más amable que el cardo setero que me había tocado a mí en suerte, el motivo de su visita.

—Sí —explicaba ella—, Robert Perling. Un paquete para Robert Perling. Aquí traigo el boletín firmado y la fotocopia de su pasaporte.

—Muy bien, está todo. Ahora mismo se lo traigo.

La marcha del funcionario vecino coincidió con la llegada de mi bruja particular que me extendía el sobre acolchado con el logotipo de Correos.

—Rellene el destinatario aquí y el remitente aquí.

Muda, tampoco. Con la tensión que produce sentirse observado por la mirada de un clon de Margareth Thatcher, rellené los cuadros blancos con mi dirección y la de mi amigo barcelonés. Una parte lejana de mi cerebro se entretuvo en darle vueltas a la memoria inmediata y pidió ayuda a la memoria remota que buscaba en los archivos: «Perling, Perling, Perling de Toledo…, me suena mucho ese nombre. Perling y Toledo…, no me viene nada».

—Dos con cincuenta y seis por el envío y cinco por el sobre, siete cincuenta y seis.

Le pagué con un billete de diez euros. A mi lado sentí un vacío que me pasó inicialmente desapercibido. «¿Perling y política? No me viene nada». Recibí el cambio.

—Esto hace sesenta…, ochenta y ocho euros…, y con esto diez.

—Muchas gracias.

«Perling y arte, quizá literatura. ¡Claro! El rebelde. Robert Perling, El rebelde, 1971. Un libro de referencia para la generación del 68. Perling el revolucionario, el libertario, el inconformista…».

Miré al mostrador de al lado. El funcionario amable atendía a un señor bajito y con bigote. La mujer había desaparecido. ¿Una gran oportunidad perdida? No me di por vencido. Salí corriendo de la oficina. Robert Perling, ídolo de la generación perdida, iconoclasta del orden establecido, cerebro de la nueva revolución. La vi calle arriba, llegando a su coche. Corrí. ¡Cómo había disfrutado leyendo ese libro! Que, por cierto, presté a aquel jovencito que tanto prometía y tan poco cumplió y se quedó con él, ¡el muy canalla!

—¡Disculpe!

La alcancé justo cuando abría la puerta del coche.

—Perdone este atropello —le dije recuperando el resuello tras la carrera—, permítame que me presente. Me llamo Julio Díaz Bermejo, soy periodista y escritor, dirijo un programa de radio de temas culturales en una emisora local y colaboro con varias publicaciones. No he podido evitar escucharla en la oficina de Correos y he oído que nombraba a Robert Perling. Me preguntaba si era el mismo Robert Perling que fue mi ídolo de juventud, autor de El rebelde. Quizá no tiene nada que ver, pero no perdía mucho por preguntarle.

Ella me miró de arriba a abajo, como a un loco. Me respondió con la seriedad de un mayordomo.

—El señor Perling es un anciano y está muy enfermo. No recibe visitas y desearía no ser molestado. Si usted realmente le admiraba, estoy segura de que respetará su anónimo descanso.

—Me conformaría con que le hiciera llegar mi tarjeta y un saludo de un admirador. Me encantaría hacerle una entrevista, pero me conformo con mandarle un saludo.

Busqué una de mis tarjetas y se la di. Ella la leyó, me volvió a mirar.

—Si solo quiere eso, lo haré. Nada más. Buenos días.

Se metió en el coche, arrancó y se alejó cuesta arriba. En mi cabeza quedaron un montón de preguntas sin respuesta: ¿dónde vivía?, ¿qué ha hecho en todos estos años? Perling era inglés, ¿no?, ¿qué hace en Toledo? Pero esa mujer, con una fuerza misteriosa, había bloqueado mis fuerzas y había cerrado mis labios.

Me quedé de pie en la acera, como un pasmarote. «¿Qué puede pasar? Que no la vuelva a ver y no vuelva a saber nada de Perling. Que la próxima noticia que tenga sea una esquela en el ABC. Es posible, pero no probable. Ésta es una ciudad muy pequeña. Pondré a trabajar mis redes de contactos». Entonces, Julio César, se volvió hacia la formación que tenía a su espalda, alzó su mano y gritó una orden a sus tropas: «¡Buscad al bretón Perling, sin descanso!». Un gato cruzó la calle a toda prisa. Sin duda, iba a transmitir mis órdenes.

Lo primero que hice fue pasarme por la librería de mi amigo Alberto.

—Necesito un libro un poco viejo: El rebelde de Robert Perling. Creo que lo sacó Planeta, allá por el año ochenta, aunque el libro original, en inglés, creo recordar que es del setenta y uno.

—Déjame mirar en el ordenador —Alberto repitió varias veces la búsqueda—. Tuvo un montón de ediciones, pero está agotadísimo. No ha vuelto a ser publicado, al menos en España.

—He oído que el autor vive ahora en Toledo, ¿tú sabes algo?

—Ah, ¿sí? No sabía nada.

Después pregunté en la emisora en la que trabajo. Nadie sabía nada. Casi nadie lo recordaba. Soy más viejo que lo que creía. Me sentí algo deprimido por ello.

Fui a la biblioteca, conseguí un ejemplar muy manido. Lo puse en mi torre de libros por leer.

Busqué en internet. Muchos lugares comunes. Nada interesante en español. Busqué en inglés. Había más referencias, pero no entendí casi nada. «Tengo que volver a clases». Hablaba algo de unos cuentos para niños; también de algunas películas, pero no entendí si el guion era suyo, si estaban basadas en algún libro suyo o si participaba de alguna manera. Busqué en francés, encontré casi lo mismo que en español.

Esa noche hablé con mi mujer del asunto. Ella es unos cinco años más joven que yo, lo suficiente como para no saber nada del tal Perling. Además, ella no comparte mis ardores literarios, aunque es mi fan número uno. Lo suyo es la puericultura. Dirige una guardería y su mundo es bastante diferente al mío.

Al día siguiente, le pregunté a un vecino mío, don José Carlos, historiador, especialista en los místicos del XVI, canónigo jubilado, un cura viejo, pero con una cabeza que parecía la biblioteca nacional, un minero tenaz de archivos y bibliotecas, de una raza que ya no se encuentra. Si hay algo cultural en la ciudad seguro que él lo sabe. No sé cómo lo hace, pero siempre se entera, sea de la izquierda o de la derecha, de lo divino o de lo humano. No supo decirme mucho. Le sonaba que, hace ya muchos años, se había convertido al catolicismo y había dejado la literatura. «¡Las ganas que tú tienes!», pensé para mis adentros. «Este hombre empieza a perder la cabeza».

Quizá es tarde ya para explicarlo, pero cuando escribo un libro me suelo sumergir en sus aguas durante varios meses más de lo que pudiera imaginarse. Todo autor se identifica de alguna manera con todos sus personajes, pero con mi último libro la cosa había sido radicalmente distinta. La necesidad de embutir mi mente en la cultura y ambiente romano me llevó a leer varias biografías y novelas sobre Julio César y, por no sé qué misteriosa sincronía neuronal, quizá por el nombre que compartíamos, me quedé tan mimetizado con mi estudiado personaje histórico que es imposible recordar aquellos días sin revivir los pensamientos paralelos, en el borde de la comicidad o la locura, que me llevaban a ver el mundo vistiendo una coraza metálica, un casco con penacho de plumas y unas sandalias de cintas hasta la rodilla. Digo esto porque evoco aquel momento como el descubrimiento de Julio César de que una parte importante de la Galia no había sido aún conquistada y él acababa de descubrirlo con una mezcla de rabia y de entusiasmo. Sin embargo, este sentimiento solo duró dos días.

Otras urgencias me apremiaban. El gran Julio debe atender las necesidades del Imperio. Me puse a preparar el programa de la semana siguiente, las dos exposiciones del centro cutural San Marcos y el Premio Nacional de Narrativa. Tenía dos artículos pendientes de enviar y hablar con mi editor sobre la Feria del Libro; quedaban unos meses pero luego se echa el tiempo encima… Me absorbió el trajín cotidiano, mi cabeza se ocupó de preocupaciones urgentes y olvidé rápidamente mi feliz descubrimiento en la oficina de Correos.

Mi mujer me recordó el tema una semana después.

—¿Qué fue de aquel Perling? ¿Lo encontraste?

Fue como un destello en el que pensé: «Vaya, se me olvidó aquello tan importante». Pero tan fugaz como brillante, a la mañana siguiente lo había vuelto a olvidar por completo, hasta que recibí aquella llamada.

Cafetería SumMum

Habían pasado exactamente tres semanas cuando recibí la llamada de aquella mujer misteriosa. El señor Perling aceptaba una entrevista, si es que yo estaba interesado en entrevistarle, pero debían cumplirse algunas condiciones. Necesitaba verme para explicar los detalles y comprobar si yo estaba de acuerdo.

—¿Conoce la cafetería Summum? Está en la avenida de Portugal, esquina con la calle Agén. No tiene pérdida. Podemos quedar el jueves por la tarde, a las cinco, tomamos un café y me cuenta.

—Muy bien, el jueves a las cinco —respondió ella—. Me apunto el sitio. Espero que sea fácil de encontrar.

Mis preocupaciones volvieron a darse la vuelta. Todo el olvido que se había acumulado sobre este tema se volvió urgencia y frenesí. Julio ordenó a las tropas que empuñaran las armas: «¡Nos atacan!».

—Hoy es martes, me quedan dos días.

Salí de casa. Me acerqué a la librería a preguntarle a Alberto.

—¿Alguna novedad?

—Te puedo conseguir unos cuentos para niños escritos en inglés, editados por McAlince Publishers. Se titulan The Prince of Goldenwood, que significa: El príncipe de Goldenwood — o del Bosque Dorado—. Son diez aventuras para niños de diez a doce años.

—¿No están traducidos?

Alberto se encogió de hombros.

—Bueno, menos es nada. Consíguemelos y ya veremos. Si son para niños serán fáciles de traducir.

Rescaté de mi torre de libros pendientes la novela de Perling. Estaba entre un libro de poemas de Santiago Sastre y una novela de mi amigo Copeiro. La puse sobre el sillón.

Llamé a una buena amiga, profesora de inglés:

—Necesito un favor. Tengo una página de internet en inglés y necesito una traducción fiable.

—[…]

—No, no es para publicarla, es para enterarme de lo que dice. Necesito la información para preparar una entrevista. Sobre Robert Perling.

—[…]

—Sí. Te paso el enlace por correo. ¿Podría tenerlo mañana?

—[…]

—Eres un sol, te debo una.

Volví sobre el libro. Me senté en el sillón a leerlo, con lapicero a mano para marcar los párrafos más interesantes.

—Tengo dos días. Trescientas páginas. Son las siete de la tarde.

Me enfrasqué en la lectura. El libro se abrió como una vieja caja de cartón llena de recuerdos. No leía ese libro desde hacía muchos años. ¿Veinte? Alguno más. Me pareció mejor escrito de lo que recordaba, aunque no me identifiqué tanto con el rebelde que lo escribía. Sin duda, yo era ahora más viejo y más tranquilo.

A las diez de la noche hice una pausa, después de que Clara, mi mujer, me reclamara repetidamente. Setenta y cinco páginas, un cuarto de libro. Comí unos espaguetis que se iban quedando fríos.

De pronto me di cuenta de un detalle importantísimo: no recodaba la cara de esa mujer. «¿Era morena? No era mucho más joven que yo. ¿Cuarenta y tantos? Ni gorda ni delgada. Llevaba un abrigo largo. No puedo recordar su figura. ¿Sus ojos? No me acuerdo». Siempre me he reprochado mi falta de memoria fotográfica. ¿Se puede ser escritor sin memoria fotográfica? Con un gran esfuerzo, por eso se me escapa el éxito sin remedio. «¡Oh, Dios! ¡Qué error! ¿Y si no la reconozco? Tampoco sé su nombre ni tengo un miserable número de teléfono. Yo le di mi tarjeta. Ella no me dio nada. ¡Tonto! ¡Tonto! No soy más que un tonto. Cuando me llamó no dijo su nombre, solo dijo que llamaba de parte del señor Perling. Soy un idiota, un profundo idiota. Si no se presenta, no tengo cómo perseguir el tema. Si no la reconozco, pierdo la oportunidad. Tendré que preguntar a todas las mujeres que se pasen esa tarde por la cafetería: “¿viene usted de parte del señor Perling?”».

Mi mujer me tranquilizó:

—En cuanto la veas, la reconoces. Seguro.

Los nervios me destrozaban. Volví al ordenador. Seguí buscando Perlings por el ciberespacio. Nada nuevo. Cuando estaba a punto de dejarlo recibí un correo de mi amiga con la historia de Perling traducida del bárbaro, de una página bastante más completa que la que yo le envié. Buscando en inglés y entendiendo un poco se encuentra mucho más.

«Robert Perling. Escritor. Nacido en Casablanca en 1937. Hijo de un diplomático norteamericano y de una profesora española. Trabaja como periodista en Los Ángeles Report hasta 1968, año en que se incorpora al movimiento hippie. Publica en 1971 El rebelde, novela que le lanza al éxito mundial. Traducida a más de quince idiomas. En 1975 se convierte al catolicismo. Nunca más publicó nada serio. En 1980 comienza una pequeña serie de cuentos para niños titulada El príncipe del bosque dorado. En 1984 colabora con varios guiones cinematográficos. Publica, en 1993, una colección de poemas infantiles titulados Three Wises in Crisis (Los tres Reyes Magos en crisis). Durante los años noventa realiza varias exposiciones de pintura en Los Ángeles (California) en colaboración con varios grupos artísticos. Sigue ligado al mundo del arte colaborando con galerías y exposiciones. Trabaja en el gabinete de estrategia de la petrolera Shell y en el proyecto Petersson de arte conceptual».

Adicionalmente, solo puedo incluir el dato de que El rebelde no se publicó en España hasta 1978, por razones políticas obvias.

Pasé los días posteriores como un manojo de nervios. Incapaz de concentrarme en nada. No pude avanzar en la lectura ni conseguir nuevas informaciones. Entre la impotencia y la decepción. Silencio informativo sobre Perling. Converso al catolicismo. No vuelve a escribir nada serio. Incursión en la literatura infantil. Trabajando en una petrolera. ¿Hubo algún tipo de accidente? ¿Golpe en la cabeza? ¿Crisis existencial? ¿Cómo el autor iconoclasta por excelencia se convierte en un beato compositor de nanas para niños? ¿Cómo el incendiario de la revolución del amor libre pudo acabar haciendo versos tontos sobre los Reyes Magos? ¿Cómo un progresista lleno de vitalidad puede acabar en una multinacional del petróleo?

El Julio César que llevaba dentro esos días se revolvía contra el puñal de sus recuerdos con una buena dosis de odio y de decepción: «Perling, hijo mío, ¿tú también?».

Empecé a pensar en que mejor hubiera sido no haber encontrado nunca a aquella mujer. Aún me quedaba la esperanza de no reconocerla en nuestra cita o, incluso, tenía la posibilidad de dejarla plantada. Si me volviera a llamar inventaría alguna excusa, como que tuve que viajar a Oviedo o a Sevilla. Pero así perdería la posibilidad de enterarme de lo que pasó. Quizá ella pudiera explicarme.

Me presenté en Summum media hora antes de la cita y me senté en la mesa de la esquina con la compañía de una cerveza Domus y el diario Marca. Leí, más bien pasé la vista por las superficiales noticias del deporte nacional tres o cuatro veces. La media hora se hizo eterna. Cada vez me sentía más irritado, casi colérico. Pensé cómo durante tantos años, desde que leí El rebelde, había estado admirando a su autor, aunque su nombre se me hubiera quedado prácticamente olvidado. Yo, de mayor, quería ser «el rebelde». Era mi ideal. Y, de pronto, me sentía víctima de un fraude, de una traición. ¡Oh, destino! «Perling, Perling, hijo mío, ¿tú también?». Este es el destino fatal de los Julios.

Ella apareció puntual. Me vio y se dirigió hacia mi mesa. Yo la reconocí al instante. Entonces me di cuenta de muchos detalles que seguramente ya sabía, pero que mi memoria se había entretenido en ocultarme: no era fea; morena; cara alargada algo caballuna; ojos oscuros, con un ligero maquillaje; delgada; no sé si llegaba a los cuarenta; las patas de gallo solo aparecían al sonreír. Me extendió una mano delgada, con las uñas cortas, pero bien cuidadas, me saludó con una voz grave y dulce a la vez.

—Esta es la tercera vez que hablamos y no me ha dicho aún su nombre —le disparé a bocajarro al soltarnos la mano.

—Tiene usted razón —contestó mientras se sentaba, manteniendo una sonrisa que la embellecía—, mi nombre es Carmen del Bosque, perdone mi descortesía.

—No hay nada que perdonar. Es que me di cuenta, después de hablar con usted, de que no tenía cómo contactarle y ni siquiera sabía su nombre. Si hubiera habido algún imprevisto no habría podido avisarla.

Le noté contrariada. Parece que no le gustaba mucho que le pusieran en evidencia. Una secretaria eficiente no hubiera dejado ese lazo suelto. Titubeó antes de contestar. Cuando ya iba a hacerlo llegó el camarero. Ella pidió un refresco, yo otra Domus.

—Soy todo oídos, Carmen —hice hincapié en su nombre. Me sentía en poder de la iniciativa.

—El señor Perling estaría de acuerdo en ser entrevistado, si es que usted quiere entrevistarle.

—Por supuesto, no puedo permitirme dejar pasar esa oportunidad. En una capital de provincias los periodistas somos pobres de acontecimientos.

—Solo pone un par de condiciones.

—Yo también tengo mis condiciones. Pero escuchemos antes las del señor Perling.

Carmen se puso algo más tensa. Borró su sonrisa. Mezcla de sorpresa y rabia por el tono hostil que yo iba dando a la conversación que, lejos de la cordialidad, se desarrollaba en una aspereza que me hacía disfrutar. Los nervios de estos días, la falta de información sobre Perling y las noticias tan decepcionantes sobre su evolución personal y artística habían ido segregando un rencor en mi interior que se cebaba con esa pobre y desconocida mujer.

—Son muy sencillas y razonables. Como le dije el otro día, está muy mayor y su salud es delicada, pero la cabeza le funciona de maravilla; si me permite decirlo, mejor que nunca.

—¿Y cuáles son esas condiciones?

—Serán tres sesiones, de una hora, más o menos, a discreción del señor Perling. El señor Perling podrá revisar el texto y el tema principal de la entrevista será el arte.

—¿Sobre arte? —contesté yo con un mal gesto.

—Sí, sobre arte, ¿no dijo usted que era crítico de arte? ¿No era así?

—Sí…, bueno…, no exactamente. Tengo un programa en la radio, sobre arte —dije balbuciente—, pero ¿por qué no le hago una entrevista de las que interesan al público, al autor de un libro rompedor en su época, libertario, censurado en España por la dictadura franquista, irreverente, progresista, audaz, revolucionario…?

El tono subía, la sangre me inundaba el rostro y la ira me iba poseyendo. Ella me miraba pálida, impasible, contemplando mi rabia como una estatua de mármol en medio de una matanza palaciega. Ausente. Me callé medio refunfuñando. Ella me contestó con un tono apacible pero duro, como si volviéramos a comenzar la conversación.

—Nada le impide hacer un monográfico sobre la obra del señor Perling cuando usted desee, pero si quiere una entrevista con él tendrá que ser sobre un tema acordado por ambas partes y, por lo que dice, deduzco que no está de acuerdo.

La verdad es que me sentí bloqueado. Mi apasionado enfado chocaba con su lógica fría y se neutralizaba. Yo necesitaba discutir y ella no entraba al trapo. Se me ocurrió otra forma de provocar.

—Me siento humillado por esas condiciones. Usted no sabe quién soy yo.

Según salían esas palabras de mi boca me sentí el ser más ridículo del mundo. Ella arqueó sus cejas y me miró con cierta lástima. Sacó una pequeña libreta negra y la abrió con precisión por la cinta marcapáginas. Me fijé que sus dedos delgados y pálidos eran muy hermosos. Me miró fijamente como si leyera mis pensamientos y leyó:

—«Julio Díaz Bermejo, periodista, escritor y crítico de arte. Nacido en Toledo en 1970. Ha publicado una docena de novelas, todas ellas ambientadas en Toledo. Es un buen escritor pero de corta ambición, lo que le ha restringido, hasta ahora, a los temas localistas. Ganador, en su juventud, de casi una decena de premios a jóvenes promesas y concursos literarios de segundo orden, se ha ganado un hueco en el panorama cultural local. Bien relacionado en la ciudad, especialmente con las autoridades locales y autonómicas. No le han faltado ayudas ni apoyo institucional. Aunque ha coqueteado con la política, con especial afinidad al PSOE, nunca ha aceptado nombramiento alguno, aunque varias veces le tentaron para concejal o delegado de cultura». ¿Quiere que le lea la lista de sus obras?

Cerró su libreta y me miró con dureza. Yo solo acerté a decir:

—Veo que me han hecho la ficha.

Sin embargo, ella ignoró mi comentario y siguió hablando.

—El señor Perling es un escritor que, a pesar de tener un solo libro importante editado, tiene un prestigio reconocido en todo el mundo, ha sido traducido a más de quince idiomas y ha vendido cientos de miles de ejemplares. Ha tratado a personalidades de todo el mundo, especialmente a artistas: pintores, escritores, escultores, músicos… Desconozco por qué ha accedido a atender la petición que tan inapropiadamente realizó usted en su momento. Realmente no me lo puedo explicar, pero él ha querido que usted sea quien le entreviste, cosa que ha rechazado más de cien veces a un montón de periodistas y escritores con mucha más relevancia. Pero si usted no está de acuerdo con las sencillas y vagas reglas que se le imponen, será para mí un placer informar al señor Perling de su rechazo. Por mi parte, no tengo mucho más que decir.

Se levantó y me alargó su mano.

Yo me levanté también pero con el vértigo del que ve que sus pies patinan hacia un precipicio, le invité con toda mi persuasión a que volviera a sentarse.

—¡Por Dios, Carmen, siéntese! Seguramente me he explicado muy mal. Esto se está yendo de las manos. Siéntese, por favor, y hablemos como personas civilizadas.

Ella se sentó de nuevo, con gesto molesto. Indudablemente, esto se me estaba yendo, a mí, de las manos y era yo el que debía volver a un comportamiento civilizado.

—Mire, Julio —comentó—, francamente, no acabo de entender. El otro día me asalta usted como un loco en plena calle para tener la remota posibilidad de poder charlar con el señor Perling, argumentando que es usted un seguidor suyo desde su infancia, y hoy parece que no hay nada en el mundo más enojoso que esa entrevista porque se le limita al tema del arte. Ahí es nada, ¡el arte! Es algo así como si la única condición puesta a un preso para su libertad fuera que no puede salir del planeta tierra. ¡Como si pudiera ir a otro sitio! Francamente, no le entiendo. ¿De qué pensaba hablar si no?