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Parece asombroso que alguien viviera en aquellas latitudes azotadas por las tempestades, pero así era, y se había pedido a Ross que llevase provisiones a algunos de esos hombres: un grupo de once cazadores de elefantes marinos varados en la isla de la Posesión, en el archipiélago de las islas Crozet. Parecía que el viento iba a empujar al Erebus más allá de la isla, pero, empleando una habilidad considerable, Ross dio la vuelta y puso proa al oeste. Como no pudo enviar un bote a la orilla, anclaron a cierta distancia y seis de los cazadores acudieron a ellos. Estos no impresionaron a Ross. «Parecían más esquimales que seres civilizados […]. Tenían las ropas literalmente empapadas de aceite y despedían un terrible hedor». McCormick se mostró menos severo. Describió al señor Hickley, el portavoz de los cazadores, como «su líder, de aspecto viril, que parecía disfrazado a la perfección de “Robinson Crusoe”». Hooker consideró que Hickley era un hombre espectacular, «como si fuera algún príncipe africano, especialmente sucio, pero, a pesar de ello, el más independiente de los hombres». Dejaron a los cazadores de focas una caja de té, paquetes de café y una carta de su patrón, que, según apuntó McCormick, «pareció decepcionar al líder del grupo […], que evidentemente no esperaba que un barco les llevara víveres, sino que los recogiese».

Ross, consciente de las instrucciones del Almirantazgo, puso rumbo a su siguiente destino oficial. De nuevo, las observaciones magnéticas fueron el motivo primordial de la elección del siguiente punto de su ruta. «Es probable que las islas Kerguelen resulten especialmente adecuadas para tal propósito», escribieron los lores del Almirantazgo. Sin duda alguna, no resultaban especialmente adecuadas para nada más. Estas islas, descubiertas por el francés Yves-Joseph de Kerguelen-Tremarec en 1772, se encuentran indudablemente muy lejos de todo: según la primera frase de una página web de viajes que consulté, están «a 3300 kilómetros de cualquier tipo de civilización» (lo de «cualquier tipo» es lo que me parece más prometedor). Para remate, están cubiertas de glaciares y tan al sur que fue allí donde Ross anotó el primer avistamiento de hielo antártico de la expedición. No es sorprendente que el capitán Cook las bautizase como las «islas de la Desolación».

Mientras el Erebus se acercaba a esta fortaleza yerma, la entrada del 8 de mayo de 1840 del diario de McCormick ofrece la triste historia de la muerte de uno de los miembros más pequeños de su dotación, Old Tom, un gallo que se había traído de Inglaterra con una gallina con el propósito de colonizar la isla que ahora habían alcanzado, pues el establecimiento de nuevas especies en islas remotas era uno de los objetivos de la misión. «Tom […] ha muerto hoy —escribió—, cuando ya tenía a la vista los que iban a ser sus nuevos dominios; el asistente del capitán ha entregado su cuerpo a las profundidades: ha sido el entierro de un marinero».

Mejores noticias llegaron con el anuncio desde la cofa de que se aproximaban a la Roca Arqueada de las islas Kerguelen para desembarcar. Se habían avistado las velas del HMS Terror; era la primera vez que se divisaban en un mes. Pero el oleaje era tan fuerte que el Erebus tardó tres días, durante los cuales dio veintidós bordadas muy cerradas, en llegar a su fondeadero, y pasó otro día entero antes de que el Terror se le uniera. Luego, ambas naves tardaron otros dos días en ser remolcadas hasta la entrada del puerto, donde al fin echaron ancha, se bajaron los botes y se desembarcar los materiales necesarios para construir un observatorio.

La comunidad internacional había seleccionado ciertos días para realizar mediciones magnéticas simultáneas, o días de término. Ross se aseguró con detalle de tener a mano y listos, allí donde estuviera, los instrumentos para registrar la actividad magnética en ese lugar al mismo tiempo que todos los demás en el resto del mundo anotaban sus mediciones. Esto obligaba a asegurarse de que los equipos de medición se conservaban de forma adecuada. A tal fin, se construyeron en la playa del puerto de la Natividad de la isla dos observatorios, uno destinado a las mediciones magnéticas y otro, a las observaciones astronómicas, a tiempo para los días término del 29 y 30 de mayo. Se generó una gran expectación cuando, posteriormente, se coordinaron e hicieron públicos los resultados. La actividad detectada en Kerguelen resultó notablemente similar a la observada y medida en Toronto, más o menos a la misma latitud, pero en el otro extremo de la Tierra.

A Joseph Hooker le interesaban los desafíos que presentaban las islas Kerguelen por otros motivos. La expedición del capitán Cook había identificado solo dieciocho especies de plantas, pero Hooker encontró al menos treinta solo durante el primer día. Incluso cuando no podía salir del barco, sacó partido del embate de las olas que provocaban los fuertes temporales. «Permite que te cuente la placentera ocupación a la que dediqué los días en que los terribles vientos me confinaron a bordo […]. A pesar de la oscilación del barco, dibujé para todos vosotros», escribió en una carta dirigida a su familia. Lo más fascinante para Hooker fue el descubrimiento del maravilloso vegetal llamado Pringlea antiscorbutica, un tipo de repollo que crecía en las islas Kerguelen y que ya el botánico del capitán Cook, el señor Anderson, había identificado como un alimento milagroso para los marineros. Su tubérculo, que sabía a rábano picante, y sus hojas, que se parecían a la mostaza o al berro, eran tan eficaces en la prevención del escorbuto que se había servido durante ciento treinta días a la expedición de Cook, período durante el cual no se registró ningún caso de la enfermedad. Los hombres de Ross comenzaron a utilizar ese repollo milagroso de inmediato, lo cual gozó de aceptación general. Cunningham se encuentra entre quienes dejaron constancia de su agrado. «Me ha gustado mucho el sabor del repollo silvestre».

El 24 de mayo de 1840 celebraron el vigesimoprimer aniversario de la reina Victoria disparando salvas y sirvieron pudín de ciruela, carne en conserva y una doble ración de ron por la noche. Justo al día siguiente, recibieron por la fuerza un recordatorio de lo lejos que estaban del estío inglés cuando empezó a descargar sobre ellos una tremenda ventisca. Al caer la oscuridad, Cunningham la describió como «un huracán completo» sobre el barco. «Nunca he oído el viento soplar tan fuerte como lo ha hecho esta noche».

McCormick, el cirujano, compartía el entusiasmo de Hooker por las islas Kerguelen, pero desde una perspectiva geológica. «Estas, y Spitzbergen, en el hemisferio opuesto, constituyen, a mi parecer, las tierras más asombrosas y pintorescas que he tenido la suerte de visitar», anotó con entusiasmo en su diario. Y eso a pesar del hecho de que «ni las islas del Ártico ni las del Antártico tienen árboles ni arbustos […] que las animen». A McCormick no le interesaba lo que podía encontrar en las negras rocas basálticas de aquella solitaria isla, sino lo que había habido allí miles de años antes. «Bosques enteros […] de madera fosilizada están enterrados bajo grandes ríos de lava», escribió maravillado al descubrir bajo unos escombros un tronco de árbol fosilizado con una circunferencia de más de dos metros. Su intención era explicar ese fenómeno. En Inglaterra, encontrar corales y otras formas de vida tropical incrustadas en la caliza del norte de Devon le había parecido una experiencia fascinante. Por los mismos motivos, le intrigaba descubrir bosques de coníferas sepultados en las islas de Kerguelen, completamente yermas. «Me he preguntado cómo pudieron existir jamás en este lugar». Pasarían todavía otros setenta años antes de que Alfred Wegener propusiera la audaz teoría de que los propios continentes podrían haberse desplazado a lo largo del tiempo, y otros cincuenta años más hasta que la teoría de las placas tectónicas se probara.

Por lo que respecta a la vida animal de la isla, parece que McCormick la consideraba más bien una ocasión de practicar su puntería. Es imposible leer una página entera de sus extensos diarios sin maravillarse, o quizá desesperar, ante su inagotable capacidad de admirar las criaturas de la creación para, más tarde, cazarlas. El 15 de mayo identificó una paloma antártica o picovaina, un «ave singular y bellísima […], tan valiente y confiada que parece extraña en esta isla, a la que su presencia confiere encanto y animación, sobre todo para un amante de las razas aladas como yo». Al día siguiente, añadió de manera sucinta: «He abatido mi primera paloma antártica». Una semana después, mientras acompañaba al capitán Ross y a una partida de exploración, cazó «cinco cercetas y charranes, y regresé […] a las cinco de la tarde». El día siguiente, «cacé un petrel gigantesco […] y una gaviota de lomo negro que nos sobrevoló». El día 30, «me dirigí a la orilla alrededor de mediodía, cacé una gaviota de lomo negro desde el bote y un cormorán grande al desembarcar». Y el día no había llegado a su fin. En el camino de vuelta al barco, tras visitar al capitán Ross en el observatorio, cazó «dos palomas antárticas, dos petreles gigantescos, dos cormoranes y una cerceta que volaba sobre el cabo».

A McCormick le gustaban las aventuras, pero en el transcurso de una expedición en tierra firme su espíritu audaz estuvo a punto de costarle la vida. Después de haber salido a buscar minerales y haber llenado su mochila con «algunos de los mejores especímenes de cristales de cuarzo […], que pesarían en total unas cincuenta libras [unos veintidós kilos]», al caer la noche se encontró con el paso cortado por unas cascadas torrenciales. Abandonó la mochila y, al final, se abrió camino hasta la base de un acantilado solo para darse cuenta de que desde allí no podría llegar al barco. «La oscuridad de la noche —recordó un poco después— solo se veía aliviada por el resplandor intermitente de la espuma blanca y vaporosa que los torrentes enviaban hacia el cielo; las espectaculares ráfagas de viento, acompañadas por un diluvio, se combinaban con ceñudos e intimidantes acantilados negros para formar una escena inimaginable». Cuando al fin regresó al barco, le ofrecieron té acompañado, precisamente, de unas palomas antárticas asadas que «nuestra atenta y amable tripulación había cazado en mi ausencia».

Mantenerse activo era la clave para sobrevivir en cualquier barco tan atestado como aquel, especialmente en aquellos lugares salvajes e inhóspitos, en los que debía de resultar demasiado fácil perder cualquier sensación de propósito. El capitán Ross siempre se aseguraba de que hubiera trabajo que hacer, ya fuera construyendo o trabajando en los observatorios. Por supuesto, desde un punto de vista personal, el imperativo científico de la expedición —fuera la historia natural, la zoología, la botánica o la geología— era claramente algo que lo motivaba y apasionaba tanto como a McCormick y a Hooker.

Para saber cómo respondían a esta situación los marineros comunes, solo disponemos de los diarios del sargento Cunningham. Y lo cierto es que estos ofrecen un retrato bastante lastimoso de unos hombres que trataban de hacer las cosas lo mejor posible en unas condiciones espantosas. Hubo tormentas y fuertes vientos cuarenta y cinco de los sesenta y ocho días que pasaron en las islas Kerguelen. El viento, la lluvia y la nieve azotaron el puerto mientras se esforzaban por trasladar el equipo a la orilla y de vuelta al barco. Lo más cerca que llega el sargento Cunningham a registrar algo parecido a la satisfacción es un día en el que cazó y cocinó varios cormoranes. Estos, según anotó, conformaron un «auténtico manjar». Por lo demás, la entrada de su diario del 19 de julio es representativa del resto de las jornadas: «Un intenso frío glacial; servicio religioso por la mañana. Otro de esos domingos horribles que un hombre pasa en un barco como este».

Al menos, aquel sería su último domingo en las islas Kerguelen, pues, a la mañana siguiente, el 20 de julio, tras varios días siendo empujados al fondeadero por los vientos en contra, el Erebus y el Terror abandonaron finalmente lo que Ross describió como «este espantoso y desagradable puerto». Joseph Hooker trató de ver el lado positivo, aunque no de una forma muy convincente. «Lamenté que nos marcháramos del puerto de la Natividad; al buscar alimento para la mente, uno se encariña hasta de los lugares más desdichados del globo». No es precisamente una cita que pueda utilizar una oficina de Turismo.

Hoy, las islas Kerguelen forman parte de las Tierras Australes y Antárticas Francesas, y solo se puede llegar a ellas en un barco que sale de la isla de Reunión solo cuatro veces al año. Los únicos habitantes que pasan todo el año en el archipiélago son científicos. Plus ça change.

Puede que el puerto de la Natividad fuera un lugar desolado y desagradable para la tripulación del Terror y del Erebus, pero, al menos, les había brindado cierto refugio. Ahora, de vuelta en mar abierto, se vieron expuestos de nuevo a toda la fuerza de los Cuarenta Rugientes. Una serie de cadenas de bajas presiones se sucedieron día tras día, y los icebergs que amenazaban en el horizonte y quince horas de oscuridad a través de las que navegar hicieron que mantener el rumbo supusiera un reto para el navegante y el contramaestre.

Con la fuerte lluvia y las constantes turbulencias, el Erebus perdió de vista al Terror en poco tiempo. La disparidad entre las dos embarcaciones todavía irritaba a Ross. Anotó con no poca irritación que hubo de moderar las velas del Erebus mientras buscaba a su barco gemelo, más antiguo, «con no pocas molestias, pues la nave se balanceaba en demasía como consecuencia de no desplegar las suficientes velas para mantenerlo firme». Al final, abandonó la búsqueda y el Erebus continuó solo.

Por irónico que parezca, fue durante uno de los pocos días favorables cuando aconteció lo peor.

La tripulación estaba ocupada limpiando y había hombres en las jarcias que desplegaban las velas para que se secaran cuando se soltó la vela de un estay que golpeó al contramaestre, el señor Roberts, quien, según cuenta un testigo, «salió volando y cayó por la borda». Se le lanzaron inmediatamente un salvavidas y varios remos, pero el barco avanzaba a seis nudos y quedó rápidamente atrás. Se bajaron dos cúteres al mar, pero, como habían tenido que reforzarse sus ataduras a causa de las tormentas, se perdió un tiempo precioso mientras los soltaban. El cirujano McCormick, que se encontraba en esos momentos paseando por el alcázar, presenció la tragedia. «La última vez que lo vi asomaba por la cima de una ola, donde uno o dos gigantescos petreles que volaban sobre su cabeza quizá lo golpearon con sus poderosas alas o el no menos poderoso pico, pues desapareció por completo entre dos olas».

Uno de los cúteres que fueron al rescate recibió el impacto de una ola en un costado que lanzó a cuatro de sus ocupantes al agua. Es poco probable que ninguno de ellos supiera nadar, pues existía entre los marineros la superstición de que aprender a nadar traía mala suerte, como si hacerlo fuese admitir de antemano que las cosas iban a ir mal. El intento de rescate, por lo tanto, podría haber provocado la pérdida de varias vidas de no haber sido por la rápida reacción del señor Oakley, el suboficial del Erebus, y del señor Abernethy, el artillero, en el otro bote, que se apartaron inmediatamente del barco y rescataron a los cuatro hombres de entre las olas, «completamente entumecidos y estupefactos por el frío». El sobrecargado cúter tuvo entonces que navegar junto al barco durante un tiempo y se llenó cada vez más de agua, hasta que, finalmente, lo izaron a bordo.

Se recuperó la gorra de Roberts, pero eso fue todo. La figura del contramaestre es tan importante para la vida de un barco que su muerte debió de conmocionar a todo el mundo. El sonido de su silbato y su orden de «¡Todo el mundo a cubierta!» eran, con toda seguridad, un sonido tan habitual a bordo como el de la campana del barco. La expedición había sufrido su primera baja, justo antes del aniversario de su partida.

El 12 de agosto atisbaron una costa cubierta de nubes. Las cartas y el sextante les confirmaron que estaban frente al extremo suroccidental de Nueva Holanda (lo que hoy es Australia Occidental). Al recibir esa noticia, quizá creyeron que lo peor había pasado, pero la peor tormenta que sufrirían estaba aún por llegar. Al día siguiente, un temporal furibundo los azotó. El barco quedó atrapado; el viento soplaba con una intensidad tan diabólica que la gavia mayor quedó hecha girones y el aparejo de juanete de estay salió volando, por lo que el palo del que colgaba quedó desnudo. «Una enorme montaña semoviente de ondulante mar verde se acercó a popa —recordó McCormick—, y amenazó con sepultarnos. Pasó por encima de la popa por estribor y rompió sobre la cubierta; me calé hasta los huesos mientras me aferraba a un aparejo del palo de mesana para evitar que me arrastrara al mar». Su gráfica narrativa continúa con una memorable descripción de su capitán, atado en su puesto de cubierta para que no se lo llevara el mar y desafiando a los elementos, como si fuera el capitán Ahab en Moby Dick: «El capitán Ross mantuvo su posición en cubierta a barlovento gracias a haber ordenado que lo rodearan tres veces con la driza de la vela mayor de mesana para fijarlo donde estaba». La fuerte marejada continuó, y, aunque los vientos amainaron, las escotillas tuvieron que permanecer cerradas durante todo el día siguiente y «se encendieron velas en la santabárbara» para ahuyentar la oscuridad bajo cubierta.

La noche del 16 de agosto, a la luz de una brillante luna llena, Ross anotó, con lo que debió de ser un inmenso alivio, las siguientes palabras: «Frente a nosotros se extendía la tierra de Tasmania».

Capítulo 5
Nuestro hogar en el sur

Hobart en 1840, hogar de una mezcolanza de colonos libres y de convictos. La llegada del Erebus en agosto de ese mismo año causó un gran revuelo local.

En 2004, durante una visita a Tasmania, leí el libro Viajeros ingleses de Matthew Kneale. Aunque hay mucho humor negro y excelentes descripciones en esta historia de un emigrante del siglo xix a Tasmania, el libro constituye también una elocuente denuncia de la rigidez y la crueldad de las certezas victorianas, las mismas certezas que motivaron a Barrow, a Ross, a Sabine y a Minto, y a Melville, Von Humboldt, Herschel y a todos los grandes personajes que dominaron la vida y la época del HMS Erebus. El espíritu de la Ilustración estimuló a estos hombres, inteligentes y de viva curiosidad intelectual, a explorar y descubrir, a ampliar las fronteras del conocimiento humano, convencidos de que cuantas más cosas midieran, rastrearan, calcularan y anotaran, mayores serían los beneficios para la humanidad. Pero este sentido del deber también contenía implícitamente una sensación de superioridad que, en su peor faceta, alimentaba el lado oscuro de la creciente confianza en sí mismo que sentía el Reino Unido. Y en ningún lugar estaban más claramente definidas las luces y las sombras de la Gran Bretaña victoriana que en la colonia gobernada de forma independiente a cuyas orillas llegó el HMS Erebus más de tres meses después de zarpar de Ciudad del Cabo. La Tierra de Van Diemen tenía una población de 43 000 personas, y 14 000 de ellas eran convictos.

A bordo del HMS Erebus en su trayecto a la bahía de la Tormenta, más allá del faro de Iron Pot y tras adentrarse en el refugio que ofrecía el estuario del Derwent, había hombres que habían destacado en muchos viajes y en diversos campos, que habían dominado el arte de la navegación en las aguas más difíciles del planeta y que llevaban con ellos cajas —y, de hecho, camarotes enteros— llenos de pruebas científicas. En tierra, había muchos miles de hombres y mujeres que habían sido forzados a abandonar su país natal tras haberse juzgado que eran criminales natos, moralmente insalvables e incapaces de rehabilitarse. Thomas Arnold, el famoso director de la escuela Rugby, encarnaba esta actitud inmisericorde y la expresó sin ambages en una de sus cartas: «Si colonizan con convictos, estoy convencido de que la mácula no solo perdurará durante la vida de estos, sino durante más de una generación; de que ningún convicto o hijo de convicto debería ser jamás un ciudadano libre […]. Es la ley de la Providencia Divina, que no está en nuestras manos cambiar, que los pecados del padre pasen al hijo por la corrupción de su estirpe». El destinatario de esta carta era el entonces teniente del gobernador de la Tierra de Van Diemen, sir John Franklin.

Mientras el Erebus navegaba hacia el puerto de Hobart a mediados de agosto de 1840, su capitán expresó alivio y comparó «el bello y frondoso paisaje a ambos lados de las amplias y plácidas aguas del Derwent» con «las desoladas tierras y el turbulento océano que acabábamos de dejar atrás». El lugar también resultó agradable a la vista para McCormick: «Las cercanías de la ciudad de Hobart son muy pintorescas». Las reflexiones del sargento Cunningham, en cambio, son bastante diferentes: «Siendo esta la Tierra de Van Dieman [sic], no puedo evitar pensar […] cuántos desdichados la habrán habitado […] con el corazón lleno de melancolía al saber que habrían de terminar sus días en ella, desterrados de la sociedad y extranjeros para su patria, separados de sus esposas, padres, amigos y de todos los vínculos que unen a un hombre con este vano mundo sublunar. Aparté la vista agradecido al pensar en lo mucho mejor que era mi situación que la de miles de mis congéneres».

El debate sobre si el lugar en el que desembarcaron debía llamarse Tierra de Van Diemen o Tasmania se cerró a favor de esta última opción quince años después, en 1855. No obstante, existía un nombre todavía anterior: Lutruwita, que era como los aborígenes conocían la isla y como la habían llamado desde hacía al menos mil años; esta denominación fue rechazada. Con la llegada de los presos, se expulsó a la población local. Para cuando llegó la expedición de Ross, el brutal proceso de arrancar a los habitantes autóctonos de sus tierras prácticamente había acabado. Aquellos que seguían con vida fueron confinados a una misión aborigen en la isla Flinders, al norte de la isla principal, donde se les enseñó a comportarse como ingleses.

La clase educada de Hobart —los que conocían las costumbres inglesas— probablemente supo de la expedición antártica mucho antes de que llegara. Los periódicos locales siguieron sus preparativos con gran interés. Sería, después de todo, una de las empresas más audaces y prestigiosas que habían presenciado desde que se había establecido oficialmente la colonia, dieciséis años antes. Se especulaba casi a diario sobre cuales serían los objetivos de la expedición —encontrar el polo sur magnético, descubrir un nuevo continente, llegar más al sur de lo que nadie había llegado antes— y sobre sus posibilidades de alcanzarlos. The Hobart Town Courier describió con extraordinario detalle todos los instrumentos de tecnología de vanguardia que había a bordo de los dos barcos, sin olvidar ni siquiera los bastones huecos que contenían en su interior redes para cazar insectos. «Se quita la contera y se sacan las redes, listas para utilizarse», decía con gran sorpresa.

Ahora, todas aquellas maravillas se habían hecho realidad. La expedición había llegado a tierra firme.

El Erebus amarró a las cinco de la tarde del lunes 17 de agosto. Para entonces, el Terror ya estaba anclado, y el capitán Crozier y los oficiales subieron a bordo para dar la bienvenida a su barco gemelo y para llevarles cartas procedentes de casa que los esperaban a su llegada. Sin perder un instante, McCormick, el cirujano, celebró su llegada con unos cuantos oficiales, con quienes fue a ver la última representación de una obra de teatro llamada Rory O’More en el Teatro Real. Rory O’More era un héroe católico irlandés, un recalcitrante rebelde que se oponía a los ingleses, que ofrecieron una recompensa de mil libras por su cabeza. Esta fue rápidamente entregada y se expuso en el castillo de Dublín para disuadir a otros insurrectos.

Para Joseph Hooker, el desembarco trajo consigo poca alegría. Una carta de su padre, con el marco negro, le informó de la muerte de su hermano mayor a causa de la fiebre amarilla, que había contraído mientras trabajaba como misionero en las Indias Occidentales.

Pocos se alegraron más de ver los dos barcos de la expedición anclados en la seguridad del estuario del Derwent que el teniente del gobernador de la Tierra de Van Diemen. Sir John Franklin no cabía en sí de gozo cuando volvió a ver a su amigo y compañero de exploraciones James Clark Ross. Formaban una pareja realmente extraña. Franklin, catorce años mayor, era un hombre de baja estatura (167 centímetros) y su afabilidad era célebre, mientras que Ross era alto y apuesto y se tomaba a sí mismo muy en serio. En una película, su papel lo podría haber interpretado Errol Flynn, también nacido en Tasmania.

«En 1836 —escribe su biógrafo, Andrew Lambert—, Franklin tenía cincuenta años, era famoso y estaba gordo». Y se hallaba en la Tierra de Van Diemen porque no había conseguido nada mejor. El sistema de ascenso dentro de la Marina Real seguía un estricto sistema rota, por lo que las posiciones de mayor importancia solo estaban disponibles tras la muerte de quienes las ocupaban. La fama y el éxito no permitían que nadie se saltara el sistema para obtener un ascenso. Así pues, el capitán Franklin había buscado otras posiciones acordes a su talento, su experiencia y su propósito de misión evangélica.

Después de que le ofrecieran (y él rechazara) el puesto de gobernador de Antigua, aceptó el más lucrativo puesto de teniente del gobernador de la Tierra de Van Diemen, en gran parte porque sintió que tenía el deber de poner su talento, gestas y amplia experiencia al servicio de la gran nueva iniciativa colonial, y porque su enérgica segunda esposa, Jane —una mujer fuerte, sociable y con una considerable habilidad para mantener una amplia red de contactos— creyó que sería un peldaño útil en el ascenso social y político que estaba decidida a que su esposo emprendiera.

Pero las cosas no habían ido según lo previsto. La petición de sir John de que se redujera el número de convictos que llegaban a la Tierra de Van Diemen, para así mejorar un poco las condiciones de los ciudadanos libres de la isla, fue ignorada por el Ministerio de las Colonias, que, en cambio, procedió a aumentar todavía más las deportaciones de presos. Cuando se concedió el autogobierno a Nueva Gales del Sur, su parte de convictos deportados fue desviada al sur. Solo en 1842, llegaron a la Tierra de Van Diemen 5663 presos.

Para colmo de males, sir John no era buen político, y, aunque era popular entre la mayoría de los isleños, se encontró en la difícil situación de tener que ahorrar dinero para complacer al Ministerio de las Colonias y gastarlo para complacer a los colonos. En teoría, buena parte de la carga política debería haber recaído en John Montagu, un funcionario astuto, ambicioso y muy capaz que llevaba años trabajando en la Tierra de Van Diemen, pero Jane usurpó cada vez más sus funciones y, con la ventaja de tener acceso directo a su marido, procedió a poner en práctica las medidas que, en su opinión, eran adecuadas para la colonia. Y, entre las prácticas que consideraba correctas, estaba la de desviar fondos del Gobierno para financiar proyectos que le gustaban a ella, como la creación de una escuela para instruir a los niños en la fe cristiana, fomentar la educación de los convictos y varios proyectos artísticos. Su injerencia hizo que se enemistase con Montagu y sus partidarios, que la describían como «un hombre con enaguas». Como expone el geógrafo Frank Debenham, debió de ser «muy duro» para sir John y lady Franklin «gobernar una comunidad que, en parte, disfrutaba de la libertad e independencia propias de un asentamiento de colonos y, en parte, estaba encadenada por un sistema penal extremadamente severo». Pero convertir a John Montagu en un adversario fue un error que tendría graves consecuencias tanto para Jane como para su marido.

Jane Franklin creyó que Hobart carecía de hombres importantes. Sir John simplemente no tenía adversarios que estuviesen a su misma altura. En una carta a su padre, Jane deja absolutamente claro que los Franklin estaban deseosos de abrir de par en par las puertas de la Casa del Gobierno al glamuroso capitán Ross y a sus intrépidos oficiales: «La llegada de los capitanes Ross y Crozier alegró mucho a sir John […] —escribió—. Se tratan como amigos y hermanos, y la gente de aquí comenta que ahora ven a sir John bajo una nueva luz, pues se muestra alegre y feliz con sus nuevos compañeros». Lady Franklin subió a bordo del Erebus y se fijó en que el capitán Ross tenía colgado en su camarote el retrato que Negelin había hecho de su marido (es uno de los mejores: Franklin aparece vestido de uniforme, sonríe jovialmente y las charreteras le caen como cascadas sobre los hombros). De vuelta en tierra firme, mostró un interés infatigable en todos los aspectos de la expedición e invitó tanto a los oficiales de mayor graduación como a los más júniores a asistir a la Sociedad Científica local, en la que participaba a menudo y donde los interrogó sobre sus trabajos. Por supuesto, dado que había damas presentes, debía mantenerse cierto recato: en una ocasión apuntó que, cuando se mostraron «ciertos dibujos y descripciones de la posición de la cría en la bolsa de algunos animales marsupiales», fue necesario que «los caballeros se retiraran a la biblioteca para examinarlos».

No es que las damas de Hobart fueran lo que se dice pacatas. La historiadora tasmana contemporánea Alison Alexander describe cómo los rumores locales explicaban la ausencia de hijos en el matrimonio entre el gobernador y su esposa, y que llevaron a cotilleos muy descarados durante una cena en la que, evidentemente, Jane y John Franklin no estaban presentes. «Cuando se retiraron las damas […] se estaban preguntando por qué sir John no tenía familia. “Oh, querida —dijo una de ellas—, ¿no lo sabes? Siempre se ha dicho que perdió sus miembros por congelación cuando fue al Polo Norte”».

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