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–¿Cómo te metiste en esto?

–No lo sé: de pronto juzgué que era intolerable que los militares decidieran, por las buenas, de la vida de uno. Dije, no. Y me presenté en el Quinto Regimiento.49

–Clemencia –callando– no era extraña al hecho.

En aquellos días de marzo, muertos, no había qué hacer. Horas extrañas: ¿qué iba a pasar?, ¿a dónde irían a parar?

Los soldados rodeaban Náquera, sabiendo que allí había «jefes»; se iban por otros caminos llenando las carreteras, hacia Valencia, las calles de la capital levantina estaban atestadas de desertores, todavía con armas. Iban, venían sin saber a qué atenerse. Emplazaban cañones y tanques o, mejor, los dejaban abandonados en las orillas del Turia.

–¿Comprendes? Lo triste es que somos unos y nos importan los demás. Bueno, digo lo triste, desde tu punto de vista. Desde el mío... Yo soy yo y tanto me da lo que tú pienses. Pero tú quisieras saber lo que pienso de ti, y no pienso sino de mí. Uno solo puede pensar de sí y con ese parecer andar por el mundo: a ciegas, claro está. Y de topadas, descabezazos, quiebros y quiebras y requiebros está el universo lleno.

Ferrís calló mirando hundirse el día.

–¡Si a uno pudiese, de verdad, importarle únicamente su parecer y voluntad! Pero, ca. Lo que quiere el hombre es señorear. Y a eso llaman ética.

–¿Y el amor?

–Eso viene después, si viene, puro adorno. Pero las fundaciones, Templado, no se hacen con jeribeques. Contentarse con sus propios sentimientos no puede ser hijo más que de la conciencia de la propia superioridad. Por eso el estoicismo es una filosofía aristocrática.

–¿Y tú eres estoico?

–Por lo menos aristocrático.

–¿Por eso has hecho la guerra con nosotros?

–Naturalmente.

–Me das lástima.

–Nadie es digno de lástima, porque la lástima es un sentimiento turbio y bajo. No se puede sentir lástima, si es que a tanto te rebajas, más que por los que la tienen por lo que sea. Las cosas se remedian y si no se puede, se abandonan.

–Para un filósofo de tu especie, no está mal recordarte que «nada le sienta al hombre mejor que la grandeza de los sentimientos», según tu Séneca.

–Todo es cuestión de lo que se entienda por sentimiento.

–Para ti: ¡muerte o soberanía!

–Esa noción de muerte y soberanía solo se desencadena tres veces en la historia española: Séneca, Quevedo y el 98.

–¿El 98? No fastidies. Si dijeras Goya...

–No digo Goya porque no hablo de sentimientos, sino de dignidad.

–Que no es un sentimiento...

–No. Es una manera de enfrentarse a la vida. El español es estoico por dignidad personal; porque sufre mengua al solicitar o usar apoyo de quien sea. Y la soledad no nace de su misoginismo sino de la gallardía. Séneca y Cristo son poco más o menos contemporáneos, sus influencias contradictorias han influido en España: tan importantes son para el conocimiento del español el uno como el otro. Séneca crece derecho desde Córdoba y Cristo viene con el aire de Levante. El uno, árbol, y el otro viento, o la música: la música que no se puede ir a otra parte, que diría Bergamín.

–¿Y tú crees de verdad que Séneca era español?

–A menos que Córdoba esté en la luna.

–Era Roma. De verdad: debieras estar con los de enfrente. En el fondo eres falangista.

–Lo que sucede es que los de enfrente no son falangistas, sino banqueros y militares; y fabricantes de zapatos.50

Julián Templado mira con extrañeza a Ferrís, lo ignoraba así. Salía Clemencia con los diarios huevos fritos, que olían a gloria.

–«Terrible lugar es este para no comer carne que aun un huevo fresco jamás hay.» Lo digo yo porque lo dijo Santa Teresa. Y nunca mintió. La comida como la paz nunca hay que verla desde demasiado cerca. Por algo Fray Luis la compara al cielo: inmóvil. ¡Sí, sí!, fíate. Y, además, créeme: el cenar es costumbre bárbara y por eso hay tantos equívocos entre el almorzar y el comer, que los unos suponen al mediodía y otros por la noche. Lo trae el levantarse temprano y la culpa del sol; el español decente nunca desayuna, que no es menester, somos de hora nocturna y conviene dormir de día; quita las ganas de comer, y no sienta bien el alimento tan cerca del sueño. Y para ahorrar palabras –que suelen dar hambre–: no está bien levantarse antes de las doce. Almorzar: aire del aire; comer es otra cosa. Vamos allá.

No hubo gran cosa y menos para el paladar. Acabaron en un quítame allá esas pajas con los nabos y las acelgas.

Siguieron hablando sentados en el poyo de la terraza, con la luz titilante y rectangular de la puerta en el suelo. Noche fresca, viento leve, oscuridad campesina.

–Tú, ¿qué quieres de la vida? –pregunta el médico, ya interesado.

–La gloria. Lo que quiero es la gloria. ¿Entiendes? La gloria verdadera.

–¿Qué es la gloria?

–Ser traducido a todos los idiomas y que se lo paguen a uno.

–¿Blasco Ibáñez?

–Para él, así fue. Para mí, sería distinto, pero en el fondo, el sentimiento debe ser parecido.

–Si te diesen a escoger entra una vida regalada –regaladísima– y el olvido, o una vida de penalidades y la gloria, ¿qué escogerías?

–¿Lo dudas?

El silencio hacía daño. Clemencia se levantó a fregar los platos.

Nada que hacer ni ganas de ir a hablar con los demás.

–Creí que la verdad me haría libre. Por eso estoy aquí, con vosotros: pero sois tontos, y sin embargo no puedo quitarme de la cabeza que la verdad es la única forma de libertad a nuestro alcance. Los fascistas mienten a sabiendas, creyendo servir sus fines. Como los comunistas. (Volvió la cabeza para asegurarse de que Clemencia no oía.) Acaban por creer lo que dice su propia propaganda. ¡He visto tantos seguros de lo que dicen o de lo que escriben porque lo dijeron o escribieron ellos mismos! No porque fuera verdad, sino sencillamente porque les susurraron que lo hicieran.51

–Que no te oiga Clemencia.

–Tanto da.

Clemencia pertenecía al partido comunista desde antes de la guerra.

–Si lo que buscas es la verdad, no creo que la guerra te sirva de gran cosa.

–Las noticias, desde luego, no. La guerra en sí, es otra cosa. Te ves como nunca te habías visto.

–¿Y a los demás? –preguntó con su habitual mala intención el médico cojuelo.

–El mundo es como lo pienso, porque también soy mundo. Si el mundo permite que lo piense como lo pienso, es como lo pienso, por disparatado que lo piense. Quiero creer en mi libertad. Pero lo único libre que tiene la libertad es mi imaginación.

–La imaginación no tiene nada que ver con la libertad. Hasta te diría que es su contrario. Porque, para colmo, puede uno figurarse que es libre.

–Libres, solo los vencedores.

–Pues estás aviado.

–Ya veremos.

Salió la mujer de la casa.

–¿No vais con los otros?

–No.

–Pues yo tengo reunión.

–¿Cuándo no? ¿Y Dalmases?

–Durmiendo.

A pesar de su terrible cansancio, tal vez por él, Vicente no concilia el sueño sino tarde y mal. Solo consigue, al principio, dar algún descanso a sus ojos. La fatiga puede más que el amodorramiento. La ansiedad de pensar que vería a Asunción al día siguiente le lleva a todas partes menos al descanso.

Templado y Ferrís vuelven del pueblo. Fueron por andar. Algo de luna, borrada a menudo por nubes, les basta para otear y seguir el camino. En una taberna dan con vino, agrio, pero vino, y no poco.

–Cuando se está borracho se puede decir todo –perora Paco–. La cuestión es que estoy borracho y no tengo nada que decir. Etwas mehr?52 Es curioso: cuando estoy borracho me da –y a otros que conozco– por hablar en extranjero. Wohin gehst du?53 A ninguna parte. He llegado a la estación de término. De aquí no puedo pasar. Terminus, dicen los franceses. Aquí se acaba la vía, avec deux tampons.54 Dos discos de acero gris, pintados de rojo y puestos en una viga. No hay más allá. Lo que me gusta, cuando estoy borracho, es mirarme en un espejo. Me encuentro otro, con otro. ¿Ese soy yo? No hay duda. Soy yo. Tengo una cara extraña. ¿Cómo es posible que ese sea yo? ¿Quién me asegura que sea yo? ¡Qué ojos! ¡Qué extraña nariz! Tampoco, por ahí, se puede ir más allá... También podría resultar que no fuera yo. Sería más divertido... ¿Cómo es uno por dentro? Los músculos, la sangre. ¿Lo sabes tú, médico? Un grano. Este señor, que soy yo, tiene un grano en la mejilla derecha, no: en la izquierda... Estoy borracho, ¡qué bien!, da gusto. La verdad es que el emborracharse es agradable. Vuela uno. El mundo se ensancha y se pisan alfombras por todas partes. Puedo decir: Alfonso es un cabrón. Y es verdad. O Gustavo es un tacaño. Lo cual también es cierto. Pero la cuestión es que me van a matar. A matar como a un perro. Y no me importa. La verdad es esa: borracho, no me importa. Pero despierto, sí. Lo difícil es estar siempre hecho un cuero.

–¿Siempre te estás dando importancia? ¿O pagaste algo por nacer? Pura casualidad, y fuiste. ¿Y eso tienes quec defender? Mírate bien, ya que te gusta. Igual que un pollo o una col; estos, a veces, deben su vida a la decisión de seres que los necesitaban: fueron plantados.

–¿Crees que nosotros también?

–No lo creo; se sabría.

–¿Crees que las coles saben que fueron plantadas?

–Habría que preguntárselo.

–Te aseguro que no lo saben.

–¿De qué poder usas para saberlo?

–Esto nos llevaría a suponer que a nosotros también nos plantan. Es decir, dar la razón a los católicos o a otros de la misma ralea.

Templado calló un momento:

–Bueno, vamos a considerarlo de otra manera: pura casualidad, sin más. ¿Qué importa entonces la vida?

–Será la tuya.

–Sí, desde luego, la mía. Y la de los demás.

–¿Entonces? ¿Por qué quieres que sea de una manera y no de otra? ¿Por qué has luchado? ¿Por qué estamos aquí?

–Como hay una razón es evidente que no sabes lo que dices.

–Lo que queréis es, sencillamente, privar al hombre de su historia. No me refiero a vuestros cortes en ella o a su enfoque –cada quien hace lo que puede– sino que de veras queréis plantar al hombre en el mundo como si no tuviera pasado, como si no hiciera sombra, como si lo que existe fuese lo único que existiera.

–A ti lo que te importa es tu sombra. Mírala, te la regala la luna. Dentro de un momento ya no la tendrás, por las nubes.

Trastabilla Ferrís. Se detiene.

–Hasta se te enredan los pies en ella.

Se embravece:

–Hago lo que me da la gana.

–Creo que no. Eso es precisamente lo que no haces. Eres de esos para quienes lo que cuenta es la memoria.

–El hombre es su memoria. ¿Te figuras un mundo sin memoria? No. La memoria es la base de la humanidad. Recordar, si se piensa un momento, es monstruoso: es la muerte –lo muerto, lo pasado– que determina en todo momento la vida. Entonces, ¿por qué me echas en cara mi pasión de inmortalidad?, lo más puro del hombre, su razón más firme.55

–Te lo figuras. Eres lo que haces; en cuanto a las razones, es cuenta tuya: la cuenta que te haces; lo que cuenta es lo que eres. Ni siquiera el vino que trasegaste, sino el efecto que te hace.

–¿Eso lo dice un forense?

–No lo soy: lo olvido todo, embotado el entendimiento.

–Un botarate.

–Servidor. Pero si, de verdad, crees en el tiempo –ese descubrimiento de ayer–, no podrás vivir: te abrumará. Solo te quedaría un remedio: irte lo más pronto posible al otro lado, avergonzado de lo que no has hecho.

–O de lo que voy a hacer.

Se para a mear.

–A lo mejor te hago caso.

Embragueta.

–Mira, solo hay dos maneras de escribir: desnudarse –destacar, se dice– o emperifollarse. El escritor –el angustiado– intenta echar de sí cuanto le puede hacer aparecer vestido. Cuanto más desnudo, mejor. Hay otra manera –tan ilustre– que requiere toda clase de adornos y abalorios. La historia manda y hay –como no puede menos de ser– épocas de confusión en que creyendo desnudarse, y aun echar las tripas, el artista no hace más que enredarse en telas de araña. Añade, médico, que uno puede desnudarse pero que es imposible hacerlo con los demás. Para pintar a otros se tiene que recurrir a lo que les recubre; aunque sea la piel.

–Se les puede desollar.

–Eso tú, para la anatomía. Para los mortales sería sangre y entrañas, my friend. Y, ahora, a callar, que los demás duermen.

–A desnudarse.

Vicente sueña poco. Si sueño –supone– no lo recuerdo. Ahora, traspuesto, transido, despierto otra vez, quebrantado, rememora la pesadilla entre duerme y vela. ¿O sueña?

El mar, un mar sin orillas, negro, enorme: de betún. Sin cielo. Si lo hay no lo ve. Vicente ve el agua negra desde lo alto. ¿Dónde está? ¿En un barco? ¿En lo más alto de un mástil? Porque volar, no vuela: está fijo, ve desde arriba la prodigiosa extensión del océano negro que lentamente empieza a arremolinarse sobre sí mismo. Agua negra pesada, oleaginosa, con largas espirales finas de espuma parda, musga, sucia. ¿Quién, qué produce el remolino? No hay viento. El agua da vueltas cada vez más rápidas. Del rodar lento y lejano al torbellino. Vorágine del centro que poco a poco empieza a hundirse –arrastrando largas espirales finas de espuma oscura–. Todo –a su vista– se arremolina hacia una hoya profundísima, sin fondo. Maelstrom.

La fuerza de la corriente le atrae, le llama para sí, le arrebata. Resiste. Puede. (¿Atado al mástil? No.) Puede, de voluntad. Nada de lo que ve resiste, la corriente arranca cuanto se le pone delante, engolfa objetos que no distingue con claridad. ¿Maderos, barcas? Residuos de no sabe qué. No hay viento que explique el fenómeno.

Enajenado, desfallece. Ahogado, suspenso el entender; todo ojos. Arrecia la ronda. Cae. Pero, no. Ve, sigue mirando, fijo, el fin de todo. El agua negra rueda y da vueltas revolviéndose, revolcando. En el fondo estrecho un punto todavía más negro. Mareo, ansia, congoja. Despertar relampagueante, dolor de cabeza. Fin del mundo. Interpreta: estamos perdidos. Estoy perdido. Única luz: Asunción. Buscarla, buscarla. Debe de estar aquí, ahí, aquí fuera. Perdida. ¿Cómo dar con ella entre miles? Un altavoz. ¿Dónde? Encontrarla y todo se arreglará. Encontrarla y todo será fácil. Se levanta a duras penas. Crujen –o se lo figura– sus articulaciones. Y las del pensamiento. No se le va de la retina el inmenso remolino.

Anda, busca, tropieza; aterido. El mar, el mar oscuro. Quieto. Si ahora empezara a arremolinarse, a tragarnos a todos... La gente amontonada, como nunca. Nunca hubo tanta. Anda, busca, tropieza, grita:

–¡Asunción!

Estoy soñando. Se da cuenta de que está soñando. Cree estar soñando. Cree estar despierto. Está seguro de estar despierto. Hay que destruir inmediatamente el sueño, atacándolo en su médula. Se dirige, a pie firme (¡sobre qué!), al centro del hoyo. Allí se abre un largo corredor, un larguísimo corredor que se pierde en la perspectiva de sus ojos. (¿Cómo es posible que siendo todo igual de alto, de ancho, acabe en un punto visible? Porque tiene dos ojos. No recuerda la ley. Si fuese bizco vería las cosas tal como son. Se lleva la mano derecha al ojo derecho y se lo arranca –sin dolor–, siente correr la sangre por su mejilla derecha.) Pero el corredor sigue igual, estrechado en un punto hacia el que marcha con paso seguro.

La enorme fotografía del ojo de un hombre; el iris, la pupila, el blanco, el párpado, las pestañas, la ceja. El corredor se aboveda, entra en el ojo, pisa lo blanco, penetra en la pupila camino del iris que se va cerrando como el objetivo de la Kodak que le regaló su padre al cumplir quince años. Tropieza, cae, la cabeza en el agujero de la guillotina. Arriba la cuchilla. ¿Cuándo cae? Cae, rueda su cabeza. La ve en el cestón de mimbre, exangüe, los ojos cerrados, gris. Mantegna: el Tránsito de la Virgen. Asunción: Botticelli: la cara de Venus.56 Se pone de pie, echa a correr. Hay que salir, escaparse del laberinto. Ahí está la reja, la puerta. Corre: allí, al final. La alcanza: diminuta, casi invisible, da al huerto de la tía María. Los naranjos cargados todavía de frutas – algunas por el suelo–, el azahar apuntando. Huele. No sueña: los olores no se sueñan. Está, de verdad, en el huerto de la tía María, en Alcira. La tierra, roja; las hierbas, verdes; las naranjas, de su color; el cielo azul y el zumo por la boca, escurriéndosele entre los labios: sangre que le empapa la camisa.

Llueve menudo. ¿Era yo quien soñaba u otro? Asunción. Erección. Micción, a tientas.

¿Quién es esta Clemencia? ¿No era maricón Paco?

–Ahí tienes un orinal.

Vuelve, como puede, a la cama fría.

¿Dónde está mi libertad, dónde mi libre albedrío? ¿Si hago lo que no quiero... si lo hago sabiéndolo, empujado por lo que no quiero, y es más fuerte que lo que quiero...? Pero, entonces lo que no quiero, es, para los demás, lo que quiero. Y vengo a no ser yo. La voluntad es el hombre. Y no soy hombre.

Duerme. Apunta el clarear. Despierta.

–¿Dormiste?

–Apenas.

–¿Ya te vas?

–Sí. Gracias por todo.

Vuelve, desde el pie de la escalera.

–Me alegro por ti y por Paco. Dale un abrazo. Recuerdos a Templado. Ya nos veremos.

–¿Y tus pies? –le grita todavía Clemencia.

–Bien –contesta sin volverse.

Vicente tomó el tren de vía estrecha, en Bétera. Al parar en Rocafort, se le fue el recuerdo hacia don Antonio Machado, un día que fue a verle, a poco de casarse con Asunción, con ocho días de permiso, con algunos del Teatro Universitario. Aquel hombre viejo, desdentado, en su sillón de felpa raída, le dio sensación de camino, de estar siempre caminando. Hablaron de las colinas verdes de Espeluy. Tres arrugas al sesgo le dibujaban la boca, caída por falta de dentadura; la barba, de días. Delgado –por el traje que le quedaba ancho, la camisa desbocada–, chupadas las mejillas, los hombros salpicados de caspa. Su resignación tranquila, con su hermano Manuel clavado en el costado. Manuel, vivo, en Burgos. Don Antonio, enterrado en Francia. Nadie le habló de su hermano, pero él sí, con su sevillano cecear:

–Mi amigo Cassou tiene un drama. El drama de un soldado. Hoy se podría representar. Es de Manolo y mío. Pero yo lo firmaría solo. A él le podrían molestar.

Los ralos pelos canos hacia atrás, despeinado, la frente casi calva, todo él imagen del cansancio, la mirada velada, sin las viejas gafas que se puso luego para ver de cerca un programa que le traían.

Unas niñas corrían de aquí para allá; Pepe, su hermano, pasó sosteniendo a la madre –todos de negro– yendo hacia los adentros por el pasillo ancho, embaldosado. Los muebles eran viejos, de mal gusto: la villa de un valenciano a medio enriquecerse o rico, tal vez. El jardín delantero con sus macizos y arriates cuidados a medias, circundados de azulejos modernos; todo destartalado. Pero la huerta olía a maravilla; más allá, unos árboles altos partían el horizonte que ya se presentía marino.

Naranjos y fuente. El pueblo a la espalda y la espalda del mar, delante, adivinada. Salió don Antonio a acompañarle hasta lo alto de la escalinata, arrastrando los pies.

–Escribiré versos sobre Valencia. Cuando me marche de aquí. Siempre ha sido así. El recuerdo es una gran fuerza.57

El recuerdo, el recuerdo de Asunción, más fuerte que si estuviera sentada frente a él, en el trenecillo. Godella, Burjasot, la estación del Puente de Madera.

Lo primero que hizo fue ir, lo más rápidamente que pudo, a casa de la tía Concha. Sentía los latidos de su corazón en el cuello y los temporales. Subió corriendo las escaleras. Llamó. No contestó nadie. Insistió. Bajó al primer piso.

–¿No hay nadie en casa de los Meliá?

–La señora Concha solo viene a dormir, y no todos los días.

–¿Y Asunción?

–Hace muchos días que no la hemos visto. (¡Vive!)

No hay razón de que le engañen y menos la señora Petra, que le conoce. ¿Se atreverá a ir al local del Partido? Lo más probable es que no haya nadie y es exponerse a que le detengan. Lo mejor es pasar por la casa de los Jover. Aunque el Retablo58 ya no existe, sus componentes se han seguido viendo, un poco al azar. Va, en tranvía, hasta la Gran Vía,59 baja en la esquina de Almirante Cadarso. Todo está igual. Le abre una criada. Ninguno de los chicos está en casa.

–¿La señora?

Se asoma.

–Buenos días. No sé si se acordará de mí. ¿Sabe algo de José?

–Está herido, en el hospital de Onteniente.

–¿Y Julián?

–No lo sé, estaba en Madrid.

–Sí, le vi.

–¿Cuándo?

–Hace unos meses. ¿Y Julio?

A la señora se le aguan los ojos. No puede contestar.

–Perdóneme, señora, pero busco a mi mujer. A Asunción. Asunción Meliá. ¿Sabe algo de ella?

La señora niega con la cabeza. Vicente no se atreve a preguntar más, dándose cuenta de su impertinencia. A pesar de todo, insiste:

–¿Y Luis Sanchís?60

La criada interviene:

–La señora no está para nada.

Vicente se vuelve hacia la doméstica:

–¿Y usted no sabe nada de ninguno de ellos?

–Vi hace poco a la señorita Josefina.

Josefina Camargo. ¿Dónde vivía? Por el Mercado. Pero ¿dónde? Josefina Camargo: Santiago Peñafiel.61 Se despide atropelladamente. ¿Recurrir a Peñafiel? No y, sin embargo... Le duele todavía la herida. No lo recuerda, así en general, pero ahora se le pone por delante la confesión de aquella noche del 6 de noviembre, en Madrid, y algo insufriblemente agrio le regurgita en el estómago.62 Vuelve a subir hasta el principal. Entreabre de nuevo la criada.

–¿Y no ha visto a Santiago Peñafiel?

–Le mataron en el frente de Aragón. Ustedes tienen la culpa. ¿Quién les mandaba meterse, tan jóvenes, en ese lío de hombres? ¡Malditos! ¡Al infierno irán todos, derechos, de cabeza!

Vicente Dalmases baja corriendo. Peñafiel muerto. A pesar de sí, se alegra. Un fantasma menos entre Asunción y él. Peñafiel poseyendo a Asunción. Claro –se dice después de habérselo dicho mil veces– entonces ella no era nada mío. ¡Claro que lo era aunque no se habían dicho palabra!

Buscar a Josefina Camargo... Buscarla, ¿dónde? Tal vez en la Alianza de Intelectuales. Tal vez... Anda lo más aprisa que puede hacia Trinquete de Caballeros. Se encuentra con Paco Bolea que sale del que fuera Diario de Valencia y luego Verdad.63

–Hola.

–¿Sabes algo de Josefina Camargo?

–No.

–¿Y de Asunción?

–Hace días que no la veo. Desde que no sale el periódico. ¿No vivía con su tía?

–Sí, pero no hay nadie en la casa.

–Claro. Ahora dormimos cada noche en sitios distintos, por si acaso. Oye, ¿por qué no preguntas en casa de don Juanito?

–¿Quién es?

–El librero de viejo, bueno, el chamarilero.

–¿Por qué?

–Su tía cuidaba a la hija que tiene.

–¿Dónde vive?

–No lo sé, pero creo que va todos los días al Museo; es muy amigo de Ambrosio Villegas.

–Villegas está en Madrid.

–Andas muy atrasado de noticias: hace mucho que los de la junta volvieron a destinarle aquí.64 No quiso pasar a Cataluña.

–Para allá voy. Hasta luego. ¿Luego? ¿Dónde?

Vicente no puede con su alma cuando llega al Carmen. Ambrosio Villegas; otros. Don Juanito Valcárcel. La dirección: la tía Concha, la niña lela.

–Claudia, saluda a mi sobrino. Se llama Vicente.

–¿Y Asunción?

–Tú sabrás.

–No.

–Se fue a Alicante, a reunirse contigo.

–¿Cuándo?

–Hace cuatro días.

Vicente se deja caer en un sillón que cruje y se ladea.

–Ahí, no. Siéntate ahí.

Vicente no se mueve. No puede.

–¿No fuiste a Alicante?

–No pude.

–¿De dónde vienes?

El joven hace un gesto vago.

–De Madrid.

–¡Eso ya lo sé! ¿Qué vas a hacer?

Dormir, piensa Vicente, pero dice:

–Irme a Alicante.

Una pausa.

–¿Cuándo?

–Ahora.

–Lo que debes hacer es dormir.

Vicente no tiene fuerza para contestar. Luego pregunta:

–¿Cómo está?

–¿Cómo quieres que esté? Bien.

Sobreponiéndose, Vicente busca a Monse. La encuentra en el Instituto para Obreros, de la calle de Sagunto,65 donde seguía haciéndose una vida relativamente normal, por lo menos en la Colonia Escolar. La joven se quedó asombrada al verle.

–¿Hasta ahora no has llegado?

–Ya ves.

–Asunción debe de estar como loca buscándote en Alicante.

–¿No sabes dónde puede estar allí?

–Ni la menor idea.

¿Quién podría decírselo? ¿A quién recurrir?

–Lo mejor es que te vayas allá lo antes posible.

Recurrir al Partido.

–¿Quién está aquí?

–Todos, hasta en la cárcel, pero no se les ve. Otros, sueltos, en Náquera...

–De allí vengo.

–Por aquí anda Hernández y pasó Checa, a quien habían detenido en Alicante.66 A ver si das con Ángel Gaos.67 Dicen que está encargado de la evacuación. Debe de tener bastantes enlaces. Lo mejor: que te fueses lo antes posible.

–Es lo que pienso hacer. ¿Y Bonifacio?

–Debe de estar en su casa. O, por lo menos, allí te dirán dónde está.

El sueño aumenta su confusión, todo se le mezcla y perturba. La algarabía de los niños acrecienta el remolino de su desdicha. Gritan, corren, se persiguen, juegan.

–Lo que necesitas es descansar. Tienes cara de muerto, ¿por qué no vas a casa y duermes?

Y luego será otro día. Tiene razón, pero resiste.

–Dame unas aspirinas.

Las toma, sentado en una mesa del gran comedor. Largas mesas desiertas.

–¿Cómo está?

–Bien. Pero lo único que quiere es estar contigo.

Vicente deja caer su cabeza sobre sus antebrazos. Se le enturbia la vista y duerme de golpe. Monse duda y sale.

Le despierta a la hora de comer la gritería de los párvulos. Lee, como idiota, los grandes carteles pegados en las paredes.

EL TALENTO,

NO EL DINERO

ABRE LAS PUERTAS DEL ESTUDIO

LA CULTURA HA DEJADO DE SER PRIVILEGIO DE UNA MINORÍA

EL GOBIERNO DEL FRENTE POPULAR HA CREADO MILES DE BECAS PARA COSTEAR LOS ESTUDIOS DE TODOS LOS HIJOS DEL PUEBLO QUE ACREDITEN SU TALENTO

Pedid informes detallados en todos los Centros de Enseñanza, en vuestros lugares de trabajo, en vuestras organizaciones y en el

MINISTERIO DE INSTRUCCIÓN PÚBLICA 68

–¿No vas a ir a casa?

–No. No lo sé. Voy a ver a Bonifacio Álvarez. Después...

–¿Después?

–Dar con ella, como sea.

Villegas y Valcárcel pasan frente a los Salesianos. Han ido a comprar unos chorizos en la trastienda de una ferretería, que Pepa ha descubierto, en la calle de Serranos.

–Total, no te cuesta nada, al ir al Museo. Tomas el tranvía... Es cuestión de diez minutos.

Al salir encuentra a don Juanito, que iba a verle. Le extraña la hora desusada.

–Acompáñame.

–¿Qué hago?

–Ya hemos hablado bastante de eso. Es cuestión tuya.

–Por eso.

Los Salesianos...69 Villegas recuerda los primeros días de la insurrección militar, de cómo acudían, en tropel, a apuntarse en las «milicias» toda clase de gente, buenos, malos y regulares. De cómo se despobló el río cercano; allí los escapados de San Miguel de los Reyes,70 mendigos, gorrones, vagos, lisiados que solían dormir en el «lecho» del río, al socaire de los puentes, sobre todo del de Serranos; los sopistas, los zampalimosnas, los del bodrio, alguno del asilo, unas manflas vestidas con monos azules, todos, en fila, con algo rojo: un pañuelo, una faja, un gorro, un cojo con una flor.71

–Apunta a este.

–Y a mí.

¿Qué se han hecho? Tal vez alguno vuelva a ser lo que fue.

Las puertas de Serranos; en aquella época, ese bárbaro de Escriche, vestido de general ruso – tal como él se lo figuraba–, con chamarra de piel de cordero, gorro de astracán, en agosto, con un calor insoportable –subido en un cajón, arengando a los que no tenían otra cosa que hacer, enhebrando lugares comunes:

–¡Compañeros...! ¡Camaradas! ¡La República! ¡La democracia! ¡La reacción! ¡La patria está en peligro! ¡A las trincheras...!

Y aquel chusco voz en cuello:

–Y tú, ¿por qué no vas?

El desconcierto del fanfarrón. Ayer; hace cerca de tres años, aquel empuje, aquel entusiasmo, aquella fuerza de la opinión, aquel fulminar contra los agresores, aquel poder implantarse, aquel desenredarse de las ocasiones, aquella salida al cerrado laberinto de la vida diaria... Torres, su peluquero, convertido en jefe de una columna... Este vencimiento.72

–¿Qué hago?

Don Juanito sigue y sigue hablando. Pasan frente a la Asociación de los Desamparados.73

–Me preocupan estos niños. No tendrían que marcharse los mayores sino ellos –dice Villegas.74

–No se puede evacuar todo, nunca.

–Todos estos que levantan la naricita al cielo mirando los aviones diciendo: –¡Son nuestros! Ellos son, de verdad, los que van a perder la guerra, la vida. De aquí en adelante irán a la escuela bajo la égida de Franco, de los curas, ya verás; bueno, no lo verás, pero te lo puedes imaginar, lo que les van a decir de sus padres. De ti, de mí.

–Tú no tienes hijos y en cuanto a mi hija...

A Juanito Valcárcel le regurgita de la garganta a la boca el agrio constante de su estómago.

–No es mayor cambio que para los que estudiaban con los jesuitas o los maristas, o lo que fueran, si hubiésemos ganado nosotros.

–Pero hemos perdido y la reacción se entronizará por quince o veinte años. No me digas que no.

–No te preocupes, los españoles estamos hechos para crecer en la adversidad. La bonanza no nos sirve. ¿La Revolución Francesa cuánto duró? Y ya ves.

–Pero es que ahora tampoco hemos hecho la revolución. Hemos intentado detener la contrarrevolución, sin éxito. No hemos sabido aprovecharnos.

–De las calzadas romanas lo que cuenta todavía hoy son los puentes. No por lo que sirven o sirvieron, por hermosos.

–Pero se hicieron...

–Con fines utilitarios. De acuerdo. ¿Y qué? Ídem, los templos, ¿y qué? También las novelas se escriben para ganar dinero.

–Con lo que destruyes toda tu argumentación.

–¿Qué argumentación? Lo único que dije fue que me preocupan estos niños.

–Déjalos, ya crecerán y tal vez lo que hicimos no haya sido en vano.

–¿Qué dirán cuando se enteren de esto que está pasando? ¿De este fin que les legamos sin querer?

–No te preocupes, no se lo contarán y, si lo hacen, será de tal manera que no les quedarán ganas de saber de nosotros. Lo tendrán que redescubrir todo por sí mismos.