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–Pero no las bibliotecas.

–Tanto da. Lo que importa es el hombre como es; por mucho que le embadurnen, maquillen o le pongan postizos no dejará de ser quien es. En una situación histórica cómoda, sin sobresaltos, es posible que el arte dé el pego; que la gente crea en eso de la cultura; pero cuando se tiene que enfrentar con la guerra entonces se ve que tanta pintura, tanta literatura superferolítica no sirve para nada.

–Parece un personaje de Baroja –le dice Cuartero a Villegas, por lo bajo.

–Hoy, el arte es una casualidad, no una causalidad como pudo serlo en la Edad Media. Lo que importaban eran las iglesias y Dios. Como ya nadie cree en él, se han dedicado a darle importancia a los altares. Es como los médicos; ya no les importa la salud, sino los microbios.

–Para curar, al fin y al cabo –aduce Cuartero que no tiene por qué sacar a relucir su catolicismo.

–No, hombre. Se han enamorado de las enfermedades. Como vosotros de las tablas. La vanidad tiene mucho que ver con todo esto. Es como la higiene. Acaba de morirse –en París– el hijo del doctor Pascual; tenía veinte años; nunca había probado un alimento que no estuviese perfectamente esterilizado. Comió un helado de los de la calle y se murió. No tenía defensas. Ese helado se lo come cualquiera y no le pasa nada. Si fuese verdad eso de la higiene no habría mundo. Hay una hipertrofia de médicos y de clínicas, como de pintores, de exposiciones, de conciertos y de museos. En vez de vivir, por las buenas, la gente se especializa. De seguir así todo se acabará: unos especialistas contra los otros.

–Entonces, usted, ¿qué propone? –pregunta Cuartero.

–¿Yo? Nada. Las celdas de los monjes, desnudas.

–Lo siguen estando.

–¡Qué diferencia! ¿O es que Lenin se puede comparar con Jesús? Claro, eso es lo que quisieran los comunistas. Pero Lenin está todavía vivo, es un decir; viven gentes que lo vieron y anda embalsamado. Los católicos empezaron a pintar a Jesús siglos después de su muerte. Lo que representaron primero fue a Dios padre. ¿Cuál es el Dios padre de los comunistas? ¿Marx? Como no sea por las barbas...

–Podrían pintarse únicamente paisajes, por real orden –aduce Villegas.

–¿Para qué? Basta salir al campo.

–Pero es que el campo no lo suele ver la gente. En las telas, sí.

–No. Lo que pintan los paisajistas no es la naturaleza, es su ánimo. El suyo. Eso no le interesa a nadie.

Chuliá es así de tajante. No se puede discutir con él. No hacían otra cosa.

–La gran diferencia entre el arte del Renacimiento y el de ahora –mejor dicho de la falta de arte– o, por lo menos, de un arte de la importancia del de Petrarca o Calderón, de Donatello o Velázquez, consiste en que, en aquel entonces, el arte precedía a la ciencia; y ahora sucede al revés. Es decir que, para la imaginación, para la creación de mitos y de belleza, la ciencia ha tomado el lugar que entonces ocupaban las artes.

–Y ahora, ¿usted propone lo contrario? –preguntó Cuartero por meter baza.

–Sí: que el arte sirva para algo.

–¿Es comunista?

–¿Yo? ¿Por quién me ha tomado?

–Perdone mi ignorancia.

–Cuando digo que sirva para algo no es que se rebaje a limpiarle las botas a unas ideas, sean las que sean, sino que cree; que de él –del arte– salga vida nueva.

–Así que, ¿tú te vas ahora a Marruecos por amor al arte? –comenta divertido Villegas.

–¡Calla, bocazas! No se te puede decir ni pío. ¡Qué verdad que en boca cerrada no entran moscas! ¡Maricón!

Villegas, tras el silencio obligado por la intemperancia, conociendo el paño, no hace caso del insulto y habla de otra cosa, tras su mesa, como si fuese un profesor:

–«Hay que comer para vivir y no vivir para comer», dicen; y el español se queda tan ufano y orgulloso de su sobriedad. Pero la razón no está ahí, sino en aquello que cuenta Guicciardini, y que le estaba leyendo antes a este: «Trabajan cuando la necesidad les obliga, y después descansan mientras les duran las ganancias».30

–Ya sabemos que eres un erudito. La cuestión es no trabajar.

–Estuvo aquí por 1512: «La pobreza es grande –lee– y en mi juicio no tanto proviene de la calidad del país cuanto de la índole de sus habitantes, opuesta al trabajo; prefieren enviar a otras naciones las primeras materias que su reino produce, para comprarlas luego bajo otras formas, como se observa en lana y seda que venden a los extraños para comprarles después sus paños y sus telas».

–¿Y América? –pregunta Chuliá, como si no hubiera pasado nada.

–Es otro cantar. Primero, nadie es igual a sí mismo en el momento en el que sale de casa. Luego, conquistar América no fue un trabajo. Un trabajo, lo que nosotros llamamos un trabajo, es hacer algo determinado de antemano a horas prefijadas. El español es capaz de hacer tres veces más trabajo del previsto con tal de que no se llame trabajo. De ahí el honor, y el hambre, que cuesta mucho más esfuerzo conservar viva que dedicarse a cualquier oficio honrado que la mate. «Y como no trabajan, muy dispuestos al robo».

–Teniendo en tan poco el esfuerzo de los demás, es evidente que el robo no parece tan mala cosa. El ladrón puede pasar por señor.

–Así acaba Guicciardini diciendo que somos «buenos ladrones».

–¿Hemos cambiado algo en más de cuatrocientos años?

–«No son aficionados a las letras, y no se encuentra ni entre los nobles ni en las demás clases conocimiento alguno». No olvidéis que escribe un veneciano del Renacimiento. «En la apariencia y en las demostraciones exteriores son muy religiosos, pero no en realidad; son muy pródigos en ceremonias y las hacen con mucha reverencia, con mucha humildad en palabras y cumplimientos, y besándose las manos, todos son señores suyos, todos pueden mandarles, pero son de índole ambigua y hay que fiar poco de sus ofertas».

Cuartero mira el patio que se dora, el cielo que se trasluce al vincapervinca; se vuelve hacia Chuliá, cuando este vuelve a estallar:

–Eso era antes. No voy a discutir si esas bribonadas florentinas son ciertas o no, pero he dado muchas vueltas por el mundo y en ninguno, me oyes: en China, en Rusia, en México –por no decirte en Alemania ni en Francia– he hallado tanta solidaridad, tanta honradez a flor de piel, tanta confianza.

–Lo peor es que tengas razón. Con la solidaridad se emborracha uno y vienen los malos y te destrozan a palos.

Hubo un silencio. Prosiguió Villegas hojeando:

–«Quizás tengan mejores soldados que generales, y que sus habitantes hayan sido más aptos para el combate que para el gobierno o el mando. Y el no ser de un reino solo sino el haber estado dividido entre muchos y varios señores, y en muchos reinos, cuyos nombres todavía subsisten». ¿Os dais cuenta del «todavía», recalcado a principios del XVI? Y los nombra: «Aragón, Valencia, Castilla, Murcia, Toledo, León, Córdoba, Sevilla, Portugal, Granada, Gibraltar». Gibraltar. Y sigue: «De suerte que quien la ha atacado, no ha combatido con toda España junta, sino ya con una parte, ya con otra».

–Ahora la ruptura es distinta. Económica, ante todo.

–¿Tú crees?

Villegas lo pregunta con sombría ironía.

–¿Tú crees que los moros y los de la Legión que ha traído Franco van a parar mientes en eso?, ¿o que son millonarios?, ¿o no os queréis acordar de lo de Badajoz?

Badajoz, lo que contaban de Badajoz. El diputado socialista banderilleado en el ruedo antes de rematarlo. La matanza de tantos en la arena, con ametralladoras emplazadas en los tendidos.

–Nunca hemos sido un pueblo decente.

–No fastidies. Es exactamente lo contrario –bufa Chuliá.

–No. Lo que nos contraría no es el aprender sino el esfuerzo que hay que realizar para hacerlo. Por eso el comunismo no tiene aquí nada que hacer. ¿Ves algún español convertido en estajanovista?

–Como no sea catalán o vasco...

–Ni esos, acuérdate del cantar. Bueno, no te acordarás porque es del tiempo de la nana. Pero era bueno:

Los rusos vienen por tierra

los ingleses por el agua

y yo, que soy español,

estoy tumbado en la cama.

O aquel otro:

A mí me llaman el tonto

los tontos de mi lugar,

ellos pasan trabajando,

yo paso sin trabajar.31

Aquí procesiones y fútbol porque es cosa de mirones.

–No lo dirás por las procesiones de Antequera, esas que llaman «a porfía».

–Claro que lo digo hasta por esas, porque ahí se trata de puñaladas. Puñaladas por la Virgenb de la Paz o la del Socorro: «¡Me cago en tal y viva la Virgen del Socorro y váyase a hacer gárgaras la de la Paz!». Para las puñaladas sí somos buenos; al fin y al cabo no es más que tender el brazo, y las tripas, mantequilla. Ni siquiera se suicida la gente.

–Aquí siempre hemos sido aficionados. Lo que decía este: sentado y que trabajen los demás. Por eso no hay ni filósofos ni estadistas. Nos basta con fantasear. Eso de pensar en serio es demasiado trabajo. Nos apañamos con lo que tenemos.

–Pero no me vas a negar...

–Si yo no niego nada. Pero lo mismo dicen los italianos de Italia, los griegos de Grecia, etc. Depende del humor.

–¿A que no lo dicen los alemanes?

–Claro que no: porque son bárbaros: les gusta la música.

–No veo la relación.

–Pues yo sí y si no acuérdate del mito de Orfeo. Para gozar de la música hay que ser animal.

–¿Y a ti no te gusta?

–Me encanta. Pero la cuestión es saber qué clase de música, si la jota o Beethoven.

–Todo es música.

–No es verdad; música: la jota, que sale de adentro; lo otro viene de fuera. La diferencia que hay entre dar y que le den a uno por detrás.

–Todo es de maricas –dice Villegas para molestarle.

–Contra esa tengo otra muy buena, sin contar a los egipcios, a los griegos o a los romanos, de los que nada sabemos: Leonardo, marica; Miguel Angel, marica; Verlaine, marica; Wilde, marica; Benavente, marica; y todos los comunistas, maricas porque basta que se les diga una cosa para que lo crean. Seres inferiores.

–¿Y lo eran Leonardo o Miguel Angel? Digo, inferiores.

–¿Pero lo eran Danton, Robespierre, Desmoulins, Saint-Just? –chilla Juanito Valcárcel. Cuartero no resiste más. Se enfrenta con Chuliá.

–Óigame: acaba de decir que basta que se crea una cosa –a pies juntillas, añado– para ser marica.

–Desde el punto de vista intelectual, sí.

–Le advierto que soy católico.

Chuliá no se desconcierta, sonríe, pregunta con mala uva:

–¿Y clerical?

–Déjate de historias –interviene Villegas, para templar gaitas–. El anticlericalismo es tan viejo en estas tierras como el mismo clero. Oye esto, que es de los pocos versos que me sé de memoria. Son de Gil Vicente, de una obra que hizo cuando Isabel, hija del rey de Portugal, llega a Castilla para celebrar sus esponsales con Carlos I. De Al templo de Apolo:

Y plantar todos los frailes

en la tierra que no es buena,

la corona so el arena,

las piernas hacia los aires

como quien pomar ordena.

Y si no diesen limones

en mitad del arenal,

todo género humanal,

y pérsigos a montones

¡luego fuego y... San Marzal!

Conque fíjate. Y antes:

Los monjes de estopa bella

que en llegando la candela

se acabasen de quemar...

¡Y luego fuego a su celda!

La quema de los conventos es una necesidad nacional.

–Cuando el pueblo mira quemar las iglesias, ¿en qué cree que piensa?

–El pueblo no piensa.

–Déjese de puñetas: el pueblo piensa. Es decir, fulano, más mengano, más perengano. Y si ven quemar las iglesias no les importa, porque no son suyas. Si las tuviera por tales, ahorcaría. Ellos –fulano, perengano– no tienen más que sus brazos. Las piedras no son suyas, no les llega a la entraña, no tienen nada que perder; más el placer de destruir lo ajeno.

–El desierto...

¡Fiat Justitia, pereat mundus! No, señor cristiano: la justicia sobre el desierto no me tienta como a usted. Prefiero un poco de injusticia y vida, señor, vida. Los juristas son gentes archirreaccionarias –ya lo dijo Bebel, o Lenin– y los funcionarios también son juristas, los que tienen médula de funcionario. Habéis olvidado que Marx concedía una gran importancia a la destrucción; a la destrucción, subraya Lenin, de la maquinaria burocrática.

–A mí no me interesa ni me ha interesado nunca la política.

–No dices más que tonterías.

–¿Y qué diferencia hay entre decir tonterías y no decirlas en la situación en que estamos? Yo no voté al Frente Popular. La CNT se equivocó, con ministros y todo el jollín. Ya sé que es muy bonito eso de ser ministro. Y más bonito todavía oírle decir a uno, cuatro días antes de serlo: «Yo no seré nunca ministro», y serlo a los cuatro días. Esto es histórico:32 me lo dijo Juan López,33 aquí.

–No os las deis de más hombres que los otros –dijo Cuartero, que ya empezaba a calar a Chuliá.

–Pues lo hemos probado.

–¡Qué habéis de probar!, como no sea vuestra ignorancia.

–Hombres son los que faltan. ¡Hombres! –grita Chuliá.

–Como tú –le dice Villegas.

–Aunque lo digas en broma.

La amargura de Chuliá decanta de que no podía hacerlo todo. Si nada se le escapa, si es capaz de resolver cualquier problema: ¿por qué se lo encargan a otro? No era envidia –¿cuál podía sentir siendo tan superior?– sino rabia de no ser ubicuo.

–Y usted, además de católico, ¿qué es? –le pregunta a Cuartero.

–Los comunistas dicen que soy anarquista. Y los anarquistas aseguran que soy comunista. Así que me va a ser muy difícil vivir, a menos que deje de pensar. Que es lo que hacen muchos por aquello de que es necesario alcanzar el fin. Pero ¿qué fin? Si uno no lo ha de ver lo que importa son los medios. Y los medios de hoy no me gustan nada.

–Así que lo que usted quiere es que los ricos sigan explotando a los pobres.

–Lo que quiero ante todo es no discutir.

Intervino Valcárcel:

–Todo esto es viejo: durante la Revolución Francesa decían: Fraternidad o Muerte.

–¡Ya está bien de Revolución Francesa!

–¡Allí está todo!34

Había en Juanito Valcárcel un antagonismo fundamental entre sus ideas anarquistas –enemigo personal, como se decía, de la propiedad privada y el comercio que había heredado de sus padres– . Lo resolvió a la medida de su magín, convirtiendo la tienda de antigüedades en vulgar baratillo. Cambalacheaba con honradez, lo que hizo, en tiempos muy pasados, aumentar su clientela, a su desesperación.

–Cambias las sospechas en certezas –le decía Villegas.

El diminutivo le venía de la estatura y no de los años, que ya le asomaban en las sienes, semicalvo joven; los ojillos azules muy claros, la color azafranada y unas herpes en el pescuezo que no hubo quien curara y le obligaron a llevar –desde mozo– pañuelo, inmaculado eso sí, en vez de cuello en la camisa. Cuando arreciaba el frío, boina.

–El trueque no es comercio –aseguraba, no muy seguro de sí, queriéndose convencer–. Sin trueque no hay vida.

–No deja de ser un cambio, una permuta, una reversibilidad –le oponía Villegas para molestarle, blandamente, a su manera–. Toma y daca.

–De alguna manera hay que comer en este cochino mundo.

–Al fin y al cabo eres un materialista.

El trocador le miraba fijo:

–Eso faltaba; ¡que no lo fuera!

Valcárcel no parecía ser nadie: inconsolable, jamás le perdonó al cielo que se llevara el magín de la única auténtica prenda que tuvo. Sin contar que la niña, desde los seis años, no pudo andar; ahora, a los veinte, parece una vieja. No se mueve de su sillón, leyendo novelas rosas. Concha, balumbona, la lleva y trae de la cama a la silla de ruedas y de vuelta.

Muchas noches Juanito Valcárcel sueña que le atormentan en el torniquete. Le van apretando poco a poco. Las maderas, sobre todo las de los lados, le van estrechando, quitándole la respiración, rompiéndole lentamente las costillas, metiéndole los brazos en el cuerpo y entonces, solo entonces, empieza a sentir cómo se van acercando las partes superiores e inferiores del ataúd, cómo le van prensando la morra y los dedos de los pies y, poco a poco, va quedando hecho papilla.

–Dentro de cien años, todos calvos.

–Un poco antes –susurra Cuartero.

Oscurece, no hay luz.

–Oye, ¿te sabría mal llevarte una chica a Alicante?

–¿Otra?

–No, hombre, no. Una chica de primera.

–No lo dudo. ¿Lo sabe Pepa?

–No tiene nada que ver. Sencillamente, tiene que reunirse con su marido, y no tiene con quién irse.

–No faltaba más.

Así llegó Asunción a Alicante al amanecer del día 20.35 El viaje tuvo de todo. Tan pronto como Chuliá supo que la muchacha era comunista, empezó a despotricar:

–No debes olvidar nunca una cosa: el comunismo está basado interiormente en la policía y exteriormente en el ejército, y un policía y un general podrán ser comunistas o no, pero nunca dejarán de ser policías o generales... Nadie más que yo es testigo de lo mucho que han hecho los comunistas, pero también puedo decirte que, si no obedecen, aun en contra de su voluntad, dejan de ser: te expulsan y ya sabes lo que eso significa: te conviertes automáticamente en «enemigo del pueblo», y, ¿eso es un partido político? No, es una orden, una iglesia. Desde este punto de vista, claro, ya no hay nada que decir. Pero si lo que quieren es formar parte de un partido, dar, intercambiar, influir: no. Mandan los mandamases y sanseacabó. (Cambia de tono, consciente de sus efectos si no de su inconsecuencia.) Ahora bien: siempre el mismo problema, sin esa disciplina férrea, sin ese monolitismo, ¿cómo cambiar el mundo?

–El mundo cambia, aunque no queramos.

–Entonces hazte mahometana y espera con tranquilidad, a la puerta de tu choza, ver pasar el cadáver de tu amigo.

–Para eso habría que colgar, primero, en un árbol cualquiera, la piel del capitalismo. Y todavía está muy dura. Por lo menos aquí.

Chuliá se asombra de que haya jóvenes capaces de enfrentarse con él.

–¿Y qué has hecho estos días de la sarracina de Madrid?

–Intentar hacer lo que hago ahora: reunirme con Vicente.

–¿Dónde trabajas?

–En la radio. (Miente porque no se fía.)

(Chuliá se acuerda –¡Cómo no se ha de acordar!– del día 11 de julio de 1936; parece mentira que haga cerca de tres años... Aquel día, en Valencia, unos jóvenes fascistas se hicieron con la estación de radio, en la calle Juan de Austria, frente a El Pueblo. Aquel edificio era de los Carles, que allí tenían su casa de Banca.36 Se acuerda del speaker, después de aquel Serret, autor de un sermón para él famoso, que murió frente al micrófono, de una angina de pecho.37 ¿Qué se habrá hecho de aquel Llopis Piquer, un gachó un poco contrahecho, con una cabeza grandota –parecido al Sebastián de Morra, de Velázquez–, con su chambergo negro y sus pretensiones de poeta, que hacía recados, escribía sobres y membretes en El Pueblo? Llegó a redactar la sección de sucesos; se creía muy importante; hijo único de un bedel del Instituto –Morote, entonces director, le ayudó para que estudiara–.38 Muy calmoso el muchacho, bajo, ancho, con su cabezota y sus aficiones literarias. Recomendaba libros para leer: versos de Núñez de Arce. Modesto y bueno y su madre jorobadita, muy apañada. Vivían muy unidos; su mayor deseo: que el hijo fuera muy destacado en lo que fuera, cosa que al principio parecía que iba a cumplirse. Hacía versos, entró en El Pueblo...

A Chuliá le parece prehistoria. Lo es.

–¡Que los fascistas se han sublevado en toda España y han tomado la radio! Lo acabo de oír. Estaban reunidos en un bar, pensando ir a cenar, con su mujer y unos amigos, a la Marcelina.39 El bar era de unos muchachos republicanos, de Utiel, que habían salido de allí por sus ideas políticas. Primero habían tenido otro, en la Posada del Rincón, al lado del cine Romea,40 donde había un quiosco y una casa de transporte, esquina a la casa de la calle de Linterna donde vivía Paco Galán,41 cuyo hermano tenía un negocio de medias, con especialidad para las de toreros. ¡Qué Paco Galán aquel!, tan aficionado a los toros... Sus queriditas iban a buscarle a la tienda, se acercaban al mostrador y él les daba medias y géneros de punto. Se quería actor, recitador. Aquella peña de «Alma joven», en la casa de la Democracia, en la calle de Alfredo Calderón...42 Y ahora los fascistas. En un rincón del bar estaba Faustino Valentín, un diputado.

–Hombre, no fastidies.

Estaba con Sanchís Requena que había sido anarquista de acción antes de pasarse al grupo de los Treinta.43 Tenía influencias en la factoría de Sagunto, en los Altos Hornos.

–¿Has oído?

–No hay que hacer caso.

Insiste el que habló.

–¡Oye, que es cierto! Y gritan que se ha proclamado el Estado fascista en España.

El diputado se alzó de hombros:

–No te creas nada de eso. Estoy esperando a Martínez Barrio y no me voy a mover por una tontería.44

Chuliá, a Sanchís Requena:

–Por aquello de las dudas, ¿vienes? ¿Traes pistola?

En la calle de Juan de Austria, entre la puerta de la redacción del periódico y el patio del edificio donde estaba instalada la radio había doce o catorce personas que no se atrevían a subir.

–¿Qué demonios esperáis?

Patio de mármol, escalera empinada, gran bola dorada rematando el pasamanos. En el estudio, atado con cordeles en un sillón, el pobre de Llopis Piquer, muerto de miedo. Desatado, cuenta cómo cinco o seis jóvenes, pistola en mano, lo maniataron, obligándole a decirles cómo funcionaba la estación.

–Aquello se llenó y mi Llopis Piquer empezó a querer echar hombría. Reconocí a un tal Vicente Cantí, hijo del ingeniero jefe del Ayuntamiento, estudiante en Deusto. Me dio una idea. Yo era amigo del padre y alguna vez este me había comentado que su hijo tenía ideas raras. Lo de «ideas raras» para el bueno de don Vicente era el falangismo, que empezaba a estar de moda. Sabía que aquel y algunos de sus amigos se reunían en un bar cercano de la avenida Victoria Eugenia. Al bajar a la calle, llena ya de gente, recluté al portero de El Pueblo.

–¿Tienes una pistola? Dámela.

–Yo voy a donde vayas.

–Quédate; y dámela.

Chuliá y Sanchís Requena fueron directamente al bar. Era un bar moderno, las ocho de la noche: señoritos.

Chuliá le dijo a Sanchís Requena: –Tú en la puerta– y, a un guardia de asalto, que los siguió: –Tú en la ventana. Si no veis nada, nada: yo entro.

En el fondo, Juan Manuel Rincón; alrededor de una mesa de mármol, redonda, el hijo de Vicente Cantí, el hijo de Francisco Morote –que de comunista había pasado a ser falangista– y dos o tres más. Chuliá metió mano a la pistola:

–No os mováis, os jugáis la vida.

El hijo de Cantí: –Pero, don Alberto, ¿qué le pasa?

El hijo de Morote: –No jodas, no dispares.

–Bueno, pues entonces poneos de pie y cara a la pared.

En este momento entró el guardia, y los muchachos se acobardaron. Les sacaron dos pistolas pequeñas y en un coche los llevaron al Gobierno Civil.

Chuliá volvió al otro bar donde había dejado a su mujer, la de turno, una rubia gorda, basta, chillona aguda que empezó, en un valenciano correspondiente a su volumen, a gritarle:

–¡Hora y media esperándote! Vago de la porra, ¿no te da vergüenza? ¡Con el hambre que tengo!

Tal como habían planeado fueron a cenar a la Marcelina. Al enfilar la calle de Colón empezó a seguirles un coche. Al entrar al camino del Grao se les unió otro y al rebasarlos les dispararon sin puntería. Contestaron, al buen tuntún y decidieron no cambiar sus planes.

Quince días después, los primeros de la sublevación militar,45 Chuliá tomaba café en Negresco, un bar grande de la calle de Ribera;46 en el primer piso, algunos partidos habían organizado un retén al que solían traer sospechosos. Por la calle, Vizcaíno, un socialista grande y gordo, traía detenido a un muchacho como de veinticinco años, guapo, fino, bien vestido, descorbatado. El detenido vio a Chuliá y se le acercó:

–Oye, tú no me conoces, pero yo a ti sí. Y prefiero entregarme a ti a que me cace cualquier otro.

–Yo no le conozco, no sé quién es.

–Tal vez te baste saber que yo fui quien disparó contra ti en el camino del Grao.

–Es una buena recomendación.

–No puedo andar escondido, porque no es cosa de hombres. Ni puedo liarme a tiros con vosotros, porque sería inútil. Toma mi pistola, te la has ganado porque con ella disparé contra ti, y contra ti también, Martincho, que tú también ibas en el coche.

En eso se equivocaba. Le subieron al primer piso. Vizcaíno quiso interrogarlo. Chuliá se opuso:

–Mira, ese no te dirá nada. Lo único que hay que hacer es llevarlo al Gobierno Civil.

–Si hubiéramos ganado –dijo el detenido a Chuliá– hubieras caído de los primeros. Y tú también –por Martincho– aunque creíamos que solo eras aficionado a los toros.

Y a Vizcaíno:

–Ni te digo cómo me llamo, ni dónde vivo, ni cómo me llaman, ni quiénes son amigos. Porque teniéndome que matar como me vais a matar, tú dirás: ¿qué adelanto con una traición?; cosa que, además, no haría nunca. Y, aunque no venga a propósito, ¿vosotros habéis comido hoy? Porque yo no he probado nada. ¿Me podéis dar un café?

–Hombre –dijo Chuliá–, no solamente un café. Un café y una cena.

–¡Coño, no jodas! –protestó Vizcaíno.

–Déjale, que cene. Yo pago. ¿Dónde quieres cenar? ¿Aquí?, ¿o abajo?

–Pues hombre, abajo.

Se sentaron a cenar en una mesa que daba a la calle. Martincho, Vizcaíno, Chuliá y el detenido. Les rodeaban muchos. Cenaron tranquilamente hablando de cosas baladíes: que se había echado a perder la feria. ¿Qué harían con los toros?

A las once, el detenido se encaró con Vizcaíno:

–Mira, oye, tú, que se ve que eres el encargado de estas cosas: ¿cuándo quieres que vayamos hacia el Saler?

Vizcaíno se puso nervioso.

–¿Qué prisa tienes? –le preguntó Chuliá.

–Lo mismo me da. Primero tengo interés con este, porque parece un hombre feroz... (Y a Chuliá) ¿Tú no vienes?

–Yo, no hombre.

–Pues, Chuliá, hasta más ver: perderéis al final.

Subieron en un coche, seis.

–En Madrid me encontré un día con Vizcaíno y me dijo: aún llevo detrás al tipo aquel. Jamás he visto un tío más echao p’alante ni quien se burlara ni nos insultara más. Hizo parar el coche, nos ordenó bajar y encendiendo un cigarrillo, con un encendedor que tiró, me cogió por las solapas y me dijo: –Ya puedes disparar. Te aseguro que, después, nos fuimos sin volver la cara.

–Esos son los valientes que a mí me gustan.

–Ahí es donde te equivocas –le dijo Uliberri–. Los más valientes, en el concepto que tienes de la valentía, son los que más pronto cantan.

El valenciano se subió por el mástil de la indignación:

–¡Tú qué sabes! La valentía es la valentía y cuando un tío es echao p’alante, ya pueden darle.

–Mira, hablo porque sé –dijo Uliberri que había visto muchas cosas–. A los valientes como los que dices no les da un comino la vida. Ni la suya ni la de los demás. Cuando se ven cogidos lo único que les importa es acabar cuanto antes: morirse y que no les hagan demasiado daño. Su valentía –la de estos tipos– es muy personal. Les tienen sin cuidado los demás. Acabados ellos, puede hundirse el mundo. Y cantan.

–¡Tú qué sabes!

–Porque lo sé lo digo. Los que no sueltan prenda, bueno, no se puede ser tan afirmativo, que los hay de una manera y de otra... Siempre te llevas sorpresas. Los que no dicen nada, en general, son los que tienen ideas. Callan porque saben. No digo yo que sepan más que los demás de la organización o de las organizaciones acerca de las que se les puede interrogar; no: saben por qué luchan, están preparados. Estudian para sufrir.

–¿Así que tú crees que los sabios son los que más resisten? ¡Vamos!

–Todos tienen miedo, la cuestión es aguantárselo. Todos se cagan en los pantalones, la cuestión es que no les importe. Yo sé precisamente de un falangista, de esos valientes de los que te gustan, que se chivó precisamente por eso: por haberse cagado de miedo. Se lo dijo a otro en la celda, que se lo echaba en cara: –¡Pero cómo quieres que no dijera lo que sabía si me había cagado en los pantalones! Eso le rebajaba a sus propios ojos, no podía llegar más bajo. Entonces, que acabaran con él, que se hundiera el mundo. Eso de morir gritando: ¡Viva la República!, es más fácil de lo que crees. Lo difícil es que le arranquen a uno las uñas de las manos o de los pies y no abrir boca.

Hizo una pausa:

–Y lo peor es que digan que has hablado cuando no lo has hecho.

–Cuenta.

–No.

Uliberri era un gran tipo; vino a policía por casualidad y carencia de Julio Godínez que, nombrado de la noche a la mañana, sin que le abonara más que la amistad del ministro, gobernador de Murcia, lo necesitó.47 A Godínez le importaba la publicidad y los aplausos.

–Yo, soy yo.

Se relamía los intestinos. Cosquillas:

–Señor Gobernador... Llamó a Uliberri para que le organizara manifestaciones de simpatía. Lo hizo tan bien que lo llamaron de Madrid para otros menesteres.

–Aunque no te lo creas, se establece una especie de amistad entre el interrogador y el interrogado.

–La tortura es una expresión de amor...

–Sí, aunque lo digas con mala uva: una expresión.

–Hay otras.

–Y otros que no conocen otras. Generalmente acaban siempre con la muerte.

–Del mal. Del adversario.

–Es una amistad.

–Que nunca se dice. Yo soy tu amigo –dice el comisario al prisionero– y miente. Pero hay algo más sutil. El comisario –no el policía que le aniquila a golpes–, el juez, con la aureola de la legalidad, de la justicia, es el primero con quien el prisionero habla de verdad, el primero con quien se abre de palabra, el primero con quien ve la luz. Y eso cuenta como no tienes idea. Muchos se dejan engañar, por las buenas, sabiendo que los engañan. Pero es un descanso.

Uliberri, ¡qué tipo!, aparte de lo de Ibiza, ¡cuántas cosas sabía! Tantas, que nadie supo nunca lo que pensaba ni lo que fue. Desapareció. Era alto, delgado, de León o de Zamora, a pesar de su apellido vasco. Parecía que lo único que le importaba era no dejar rastro. Lo consiguió. ¿Qué se habrá hecho?, se pregunta Chuliá, arrellanándose.