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II

Tan pronto como habló por teléfono con Vicente, Asunción fue a ver a Gaspar Requena.1

–Acabo de hablar con Vicente.

–¿Dónde está?

–En Madrid, camino de Alicante. Me dijo que me reuniera allí con él.

–A ver cómo te las arreglas.

–Por eso vine a verte.

Están solos en el despacho oscuro, grande, largo; ahora le parece mayor, siempre lleno de gente en tiempos que, de pronto, le parecen muy pasados.

–Tú, ¿qué vas a hacer?

–Todavía no lo sé.

–¿Cuándo entran?

–Cuando les dé la gana.

Gaspar está deshecho –partido a golpes de hacha–, tan duro como siempre, pero con arrugas verticales, que parecen –en la semioscuridad– tallarlo en madera carcomida.

–¿Con quién puedo irme?

–Arréglatelas como puedas.

–¿No hay coches?

–No.

–¿Y los demás?

–Luego nos reuniremos. Tal vez sea más fácil por Gandía.

–Me dijo que en Alicante.

Asunción se dispone a salir.

–Que te vaya bien. Salud.

–Salud.

Gaspar Requena la ve marcharse. Supone que no volverá a verla. Aunque no quiere confesárselo, la retuvo en Valencia. No que faltaran razones de peso: hacía excelentemente su trabajo, en el periódico, en la guardería, en la célula. Pero, con un poco de buena voluntad, con condescendencia, hubiera podido prescindir de ella. No quiso. Su presencia le compensaba de muchas cosas que nunca tuvo, que le faltarían siempre. Tener una compañera así. No que faltaran rubias a mano. Pero ¿quién con esos ojos?, ¿quién con esa decisión?, ¿quién con esa flexibilidad?, ¿quién con ese cuerpo?, ¿quién con esa constancia? (¿Quién con aquella pureza?2 De esto no puede darse cuenta en su inflexibilidad, pero es así).

Jamás le diría ni le dijo una palabra: ya estaba viejo para ella. Cuarenta años no son nada si no son más de cuarenta años, pero doce de cárcel los doblan. Sin tener en cuenta que no sabe más que mandar, aunque solo sea mandar lo que le mandan. Además, ¿a qué horas? Hace años que no pasa de dictar informes, discutirlos, rebatir opiniones, sentado alrededor de una mesa; de razonar sin fin, de impugnar, intentar vencer sectarismos, de rivalidades apenas o desaforadamente afloradas, de porfías y tozudeces. Casó, muy joven, cuando todavía trabajaba en la fábrica de gas. Murió estando él en la URSS: empezó a vomitar sangre y se fue. Hubo otra, de la que prefiere no acordarse. No aguantó. Quería un hijo, lo tuvo, se fue. En este aspecto de la vida, Gaspar Requena no ha tenido suerte. No se queja. ¿Con quién? Ahora ve salir a Asunción, tan pura, tan decente, tan enamorada de ese Vicente Dalmases, de su edad –de la de ella–; nacido señorito, además. Valiente, sí. Pero señorito al fin y al cabo.3

¿Cuántas noches no ha soñado con ella? Y ahora se va. A otra cosa. Hay que volver a la lucha, sea como sea.

En la puerta, Asunción se cruza con Raúl Tirado:

–¿Qué sucederá hoy?

–Si lo supieras ya no estarías aquí.

–¿Por qué?

–Sabrás lo que pasó ayer...

No lo sabe, no le importa. Tiene que marcharse. Vicente. No está para resolver enigmas. Vicente, en Alicante. Hay que llegar. Baja corriendo la escalera mientras Raúl se acerca a Gaspar.

–¿Qué vas a hacer?

–Todos preguntan lo mismo. ¿Y tú?

–Yo me quedo –dice resuelto el recién llegado.

–La orden es marcharse. Como se pueda.

–O el que quiera.

–¿No quieres?

–No.

–El partido...

–Me cago en el partido.

Gaspar le mira con extrañeza.

–¿Qué mosca te ha picado?

–Quiero dar con la pareja de la Guardia Civil que picó a mis padres. Si me voy, ¿sabes cuándo volveré?

–La orden es irse.4

–Yo me quedo. Tengo donde esconderme y esperar.

–No va a ser fácil.

–¿Quién te dijo que lo iba a ser?

Gaspar se extraña: Raúl siempre ha sido más que obediente, sumiso.

–Entonces, ¿a qué viniste aquí?

–A decírtelo.

–¿Por qué?

–No lo sé.

Calla un momento. Humilde:

–Tal vez por costumbre.

Asunción sale a la plaza de San Agustín, sin luces. Haberle impedido ir a Madrid desde hacía tantos meses, para reunirse con Vicente «porque el partido la necesitaba»,5 y ahora todo se ha perdido. Solo queda el futuro. Reunirse con Vicente, y olvidar. Olvidar, ¿qué? Para seguir adelante.6 En la ciudad, a oscuras, se mueve la gente como arañas o lombrices. Van, y vienen, corriendo, paso a paso, nadie tranquilo. Gusanera. ¿Miedo? ¿Qué hacer? ¿Ver a quién? De repente, nadie. La mente vacía, como la plaza: todos por las aceras, pegados a la pared, cobijados.

Luego –al divisar los árboles– se da cuenta de que dentro de nada empezará la primavera, de que en los dos años anteriores –¿o ya eran tres?– no se había fijado en el mudar de las estaciones, que los meses han pasado por encima de las condiciones del tiempo, que de lo que se acuerda es de las cosas, de los sucesos, no del ambiente, que lo mismo le daba que luciera el sol o que lloviera, que hiciera calor o frío. No le había importado el mundo sino su organización. Le parece mal. «Será que me estoy volviendo vieja» –piensa.

Cumplió veinte años el día anterior.7 Lo primero: despedirse de la tía Concha, ¿qué remedio? Además, la quiere.

La tía Concha no quiere saber nada de la guerra:

–A mí no me contéis nada: hijos de Satanás. Todos al Infierno, unos y otros.

–¿Y si no hay infierno?

–¡Eso faltaba! Si no lo hubiera, lo inventarían para vosotros.

–¿Hemos querido la guerra?

–La hacéis.

–¿Y qué? ¿Debemos dejarnos?

–No lo sé ni me importa, no quiero saber, ni hablar.

–Sí, tía.

La tía Concha cuida de la hija de don Juanito Valcárcel. Le ha tomado un odio feroz a la contienda, que ha crecido a medida que parecía perderse:

–De hacer guerras, ganarlas, recontrapuñeta...a

–¿Ya no me quiere usted, tía?

–Eso, ¡qué tiene que ver! Pero todos sois unos asquerosos y acabaréis hechos tizones, juntos y revueltos para pagar vuestros pecados. ¡Mira que irte a vivir con la Monse esa!

–¡Si usted nunca está en casa!

Asunción ya no es tan callada, pero tampoco, ni mucho menos, peca de habladora. Bástanle los ojos, muchas veces, para darse a entender. Con ser grandes parecen haber crecido estos últimos meses y su azul es más profundo. Muchos darían cuanto tienen a mano para que les dijera algo. Se defiende como puede: haciéndose muchas veces la tonta. No suele contestar, tratando de alzar barricadas en el iris de sus ojos. Se adarga tras ellos.

–No creas que te va a servir hacerte la mosquita muerta.

Se lo dice su tía, se lo han dicho otros. Ha tenido que luchar contra sus compañeros, sobre todo con Requena, que nunca le ha dicho nada. Podía haberla mandado a Madrid. Está segura de que podía haberlo hecho.

–No puede ser: te necesitamos aquí.

El que la necesita es él, aunque nunca se lo haya dicho, pero ella lo sabe. Quien manda, manda, y más en la guerra.

–Pero, si yo...

–Tú, aquí. Ya irás el mes próximo.

(Seis desde la última porfía.)

–¿Cómo me voy a ir? No puedo llevarme a mi hija.

–Déjala.

Valcárcel mira a su amigo.

–¿Con quién? ¿Cómo?

–Con quien la cuida... Franco no puede durar mucho.8

–Eso dices tú. Ignoro, como todos, lo que pueda prolongarse la nueva situación, pero estoy lejos de compartir tu optimismo.

–La guerra europea no tardará.9

–¿Y eso, para ti, es una esperanza?10 Por la vida de mi hija, digo, y por la mía.

–Entonces, ¿qué piensas hacer? Supón que te quedas. En el mejor de los casos, irás a la cárcel. ¿Quién se ocupará de Claudia?

–¿Por qué me han de meter en la cárcel?

–Si no bastara por republicano, por masón.11

–¿Quién te ha dicho que soy masón?

–Nadie; todos. Sabes lo que ha sucedido en el resto de España. Y ahora que recuerdo: bien está que hace veinte años que no nos hayamos visto, pero eras de la misma logia de mi hermano Fernando.

–¿Qué ha sido de él?

–Acabó, de muerte natural. Ahora parece extraño. Cuando hablamos de alguien y decimos que faltó parece necesario añadir: en el Jarama, en Bilbao, en Asturias...12 Amigos tienes pocos y, entre los fachas, supongo que ninguno. ¿Quién te va a proteger? ¿Dónde piensas acogerte? Si tuvieras algún falangista amigo, algún cura conocido...

Paulino Cuartero13 tiene razón.

–¿Con irme qué ganaría la pobrecita?

–Pero tú...

–Yo, olvídalo.

–Por lo menos estarías vivo.

–No sé hacer nada.

–A nadie le faltará un trozo de pan en Francia, en Argelia, en América.14

–¿Qué se me ha perdido a mí en Santa Elena?

–No eres Napoleón. Lo sientes: pero no lo eres.

–Estoy ya medio muerto.

–Es decir, medio vivo. Vivo.

–Emigrado, ¿a mi edad?

–No lloriquees. Tienes, o mejor dicho aún no tienes cincuenta años. Te quedan muchos por delante. Y emigrados hay cientos de miles de españoles.

–El problema no soy yo, sino Claudia.

Algo he adelantado, piensa Cuartero. Remacha:

–No seremos emigrantes sino desterrados.

–Es lo mismo. (Miente.)15

–Como quieras, no vamos a discutir. ¿Cómo me voy?

–Conmigo.

–¿A dónde?

–A Alicante.

La seguridad de su amigo hace mella en el chamarilero. Por unos momentos no piensa en su hija sino en su negocio al que, quieras que no, se ha acostumbrado. Y en sus libros. Su incómoda comodidad. Vuelve atrás:

–¿Y querrá la Concha cargar con la niña?

–Eso, tú sabrás.

–¡Qué ha de querer! No conoces a la gente. ¿Por qué ha de cargar con la niña? ¿Y el negocio?

–No faltará postor.

–Es fácil de decir.

–¿No tienes a nadie?

–No. A Marcelo, un muchacho que a última hora me ayudaba, lo mataron... en Brunete.16

–Algún vecino, algún competidor.

–Todos son...

El gesto despectivo de Juan Valcárcel dibuja, mejor que nada, su agrio concepto de la vida.

–Ciérralo.

–¿Y de qué vivirá la niña?

–Lo primero que tienes que hacer es hablar con quien la cuida.

–No va a querer.

–Tú, como siempre, pesimista de oficio. Pero hazlo en seguida.

–¿Cuándo te vas?

–Cuando hable con el Gobernador, paso por ti.

–Será inútil.

–A ver.

Don Juanito no ha pensado nunca en separarse de su hija; jamás de su negocio. No por nada sino porque así es su vida. Irse, enfrentarse con algo nuevo le parece disparatado. No porque tenga ninguna ilusión. Vive porque sí. Leer, lo único que le distrae, siempre podrá hacerlo, en cualquier parte, y discutir acerca de la revolución, de la francesa, claro está, supone que también. Por eso la cárcel no le asusta. Morir tampoco: si hay nada después, ¿para qué preocuparse? Y si no, no dejará de haber bibliotecas en el Limbo, que es donde, hace tiempo, ha decidido que deben enviarle si hay justicia. Si no la hay, tanto monta.

Entraba Concha.

–Óigame.

–Usted dirá.

–Es posible que me marche.

–¿Usted también?

–Ah, ¿pero es que se va?

–¿Yo? No. (Asunción.)

–Usted, ¿se quedaría cuidando a la niña?

–Claro.

–¿Y con el negocio?

–¿Qué sé yo de eso?

–No es difícil. Podría buscar a alguien que la ayudase.

–Como usted diga.

Juan Valcárcel se queda estupefacto.

–Y perdone, pero es hora de que la niña tome algo, ¡con lo que me ha costado encontrar un puñado de arroz!

La mole sube la escalera, haciéndola rechinar, como siempre, en el tercer escalón.17 Suena la campanilla de la puerta de la tienda; entra un mocito, de luto, sin dejar tiempo a Paulino Cuartero para rematar su triunfo.

–¿El señor Valcárcel?

–¿Qué quieres?

–Vengo de La Mastaba.

La Mastaba, una funeraria de la calle de Colón.18

–¿Quién se ha muerto?

–Dicen que su mujer.

Es más la sorpresa que el dolor. Hace ocho años que Ángeles está recluida en el Manicomio Provincial.19 Fue a verla hace quince días; la encontró como siempre: flaca, ida, callada, sin conocer a nadie. Perdida. Ahora había muerto.

–¿Cómo no me han avisado antes?

–No lo sé.

–¿A qué hora es el entierro?

–A las cuatro.

–Lo siento –dice Cuartero–; si no tienes inconveniente, te acompaño.

Se habían vuelto a hacer amigos por medio de Ambrosio Villegas. Solían reunirse todos los días en el Museo.20 Sin nada que hacer, Paulino había ido a la tienda de Valcárcel para ver –de paso– una colección de obras teatrales sueltas, del XVII, que el baratillero había conseguido.21 Le convenía, de hecho se las regalaba. Pero ¿qué hacer –ahora– con ese bulto?

La familia es un animal extraño –negro, informe, con mil patas– que solo sale a la superficie con la muerte de uno de sus miembros. Y aun así no se la ve nunca entera. Los santos no se celebran con la misma unanimidad –y menos ahora–; los nacimientos pasan inadvertidos; a las bodas faltan los enfadados con este o con aquel –a más de ser dos las familias–. Solo la muerte de una de sus partes es capaz de reunirlas: se quedan todos mirándose con extrañeza y asombro.

–¿Este es este?

–¿Este es aquel?

Velas, mantos, abrigos, café, coñac, flores, coronas, callados chismorreos.

–¿Quién es este?

–¿Quién es aquel?

–No nos vemos nunca.

–¡Cómo ha crecido!

–¡Cómo ha envejecido!

Teatro del siglo XIX. Ya nadie se quiere. Solo en los pueblos, y aún...

Van por la calle de Lauria.22

–Tú no la conociste, ¿verdad?

–No.

–Tu hermano, sí.

De cómo Fernando Cuartero, vallisoletano, como Paulino, había venido a parar a Valencia hacía cerca de veinte años, tras una segunda tiple, era una historia de la que solo se acordaba Pilar, de cuando en cuando, para ejemplo de liviandades masculinas. Pilar, en París, Rosario, hecha pedazos, en Barcelona. Y ahora él, en Valencia. ¡Señor!

–¿Ya no haces teatro?

–¿Te parece poco este que vivimos?

Una comedia o un drama: todo él en un velorio. No es mala idea: redondearla estos días en que no tiene nada que hacer.

Los pésames. El ataúd. Las velas. Indudablemente le habían cortado la cabeza. Era una equivocación. Ahora bien, en estos tiempos absurdos y revueltos no había por qué armar un escándalo. Pero ¿por qué la habían guillotinado? Siempre había sido más bien reaccionaria. Sí, por girondina...

A Juanito Valcárcel lo que le importa, ante todo, es la Revolución Francesa. Ha leído todos los libros que han caído en sus manos acerca del asunto; no han sido pocos en los cuarenta años que lleva de leer por lo menos tres o cuatro horas al día.23

–Te vas a volver ciego.

–No sé para qué te sirve tanto destrozarte los ojos.

–¡Qué ganas de perder el tiempo!

–¿No tienes otra cosa que hacer?

¿Quién no se lo había dicho en casa? Los padres, la mujer. Se alzaba de hombros, teóricamente, que, de hecho, a lo sumo, no hacía sino levantar los ojos o quitarse las gafas para ponérselas otra vez y continuar leyendo los avatares de la Convención, los discursos de Desmoulins, las proclamas de Saint-Just.24 A fuerza de leer historias enfocadas favorablemente a unos u otros no tuvo –por lo menos hasta 1936– posición en favor de nadie. Lo que le entusiasmaba era la Revolución Francesa, en bloque.

Lo mismo le sucede con su insania. Sabe muy bien que la seguridad de su locura demuestra lo contrario; le consta –¿por qué?– que el que piensa –o sabe– está loco y no lo está. La prueba es que no delira ni desatina ni disparata. Tasa. Pero, cosa extraña, saber es muy distinto que estar seguro. Y está seguro de haber perdido la razón sin haber perdido la de vivir. Sucedió y está archivado el año 1928. Exactamente el 28 de octubre, precisamente porque no recuerda a consecuencia de qué lectura. Eso es aparte. La Revolución Francesa –y algo de Garibaldi– es una cadena de oro que le une al pasado y le deja franca la salida a su laberinto sin saber exactamente a qué atenerse. Ahora bien, si se pone a pensar en serio –cuando se queda solo– que no es muchas veces porque se duerme entonces rápidamente, sabe cuántos dedos tiene en una mano, y aun en dos. Lo que no acaba de comprender es por qué Ángeles perdió la chaveta. Los médicos, tampoco; lo que no le extraña, nunca les tuvo en mucho.

Los lunes, miércoles y viernes dedica cinco minutos al onanismo, que le sirve para rememorar físicamente a Ángeles; a otras horas se le sube por las paredes. La visita cada ocho días, no sabe por qué ni para qué: igual podría enviar a cualquier otra persona: no reconoce a nadie y enflaquece. Dicen que come, pero adelgaza. Está más allá de los huesos. Claro que, vestida de negro, quién sabe con cuántas enaguas y un pañuelo negro en la cabeza, atado bajo la barbilla, no se puede saber exactamente lo flaca que está. Tampoco habla, solo mira fijo. ¿Qué ve? ¿Qué piensa? ¿Qué quiere? Juan Valcárcel daría cualquier cosa por saberlo, pero se queda con las ganas. Ángeles tiene treinta y tres años, parece el doble.

Juan está satisfecho de estar loco y que los demás no lo sepan (ni lo hayan de saber nunca). En eso no pierde el juicio. Al contrario –desde fuera, donde cree estar–, tasa las cosas de Dios con la mayor objetividad. Hubo un tiempo, muy pasado, en el que se indignaba de las iniquidades que le rodeaban; ahora solo las juzga y almacena para el día de mañana, cuando haya, de verdad, que pasar cuentas, según el módulo de Robespierre, claro está.

Lo de marcharse de Valencia, abandonándolo todo, trastorna sus firmes creencias. Le faltan puntos de referencia y por bien que sepa su lección –Blanc, Thiers, Michelet, los textos mismos de la Convención– le parece que va a serle difícil ir por el mundo sin las dos hileras de libros que se enfrentan a su sillón. (La pantalla de cristal, verde por fuera, blanca por dentro; el alto pie de su cama de latón, la alfombra raída sobre el piso de azulejos carcomidos en los bordes.)

Ahí, en ese nicho del cementerio civil, estará bien. Ni demasiado alto ni demasiado bajo. «A Ángeles, su amante esposo». Desconsolado, no. Para él sigue viva; ¿qué diferencia? No ir los jueves al Manicomio. Hace años que la niña la cree muerta. Y tantos. A nadie le importa que uno esté loco y menos cuando es uno mismo.

La familia de Ángeles. ¡Qué curioso! Tenía familia. Los conoce a todos. Los saluda. Les da la mano. Los abraza. Los mira como si fuese la primera vez. ¡Qué seres tan extraños! Qué extraños son los seres.

–Ya descansó la pobre.

–En gloria esté.

–Te acompaño en el sentimiento. (¿Qué sentimiento?)

–Tal vez ha sido lo mejor. (¿Que hayamos perdido?)

Paulino Cuartero, de pie, alejado, mirándole. ¿Cómo se le ocurrió ir hoy a la tienda? Claro, quería ver esos folletos... No decirle nada a Villegas. Un «Lo siento» menos. Él sí era amigo de la difunta. ¿Amigo? La conocía.

–¿Dónde vamos? –le pregunta Cuartero.

–Al museo –dice Valcárcel.

Toman el tranvía.

–No les digas nada.

Cuartero se equivoca acerca del motivo. Pero se le crispa el corazón –¿no se dice así?– pensando en Pilar. Si en vez de regresar de ennichar a la mujer de este, volvieran del entierro de Pilar... En París no hay nichos. ¿Qué haría con los niños? ¿Qué haría? Lo curioso, piensa volviendo en sí gracias a los demás, que es él quien tiene más probabilidades de pasar pronto a condición de cadáver.

Fue desde que Ángeles se volvió loca que Valcárcel se convenció de que él también lo estaba. No lo dijo ni hizo cosa que diera en hacerlo sospechar. Pero sabía que se había vuelto loco porque quería tanto a su mujer que le pareció natural que así sucediera. Que la muerte de Ángeles coincidiera con la pérdida de la República también le pareció normal. Desde que se convenció –le convencieron– de que a Ángeles convenía recluirla en el manicomio, Juanito Valcárcel se encerró en su casa y juró no tocar otra mujer. Lo hizo. Con la guerra tuvo que volver a salir a la calle alguna que otra vez para diligencias necesarias, sobre todo para la niña.

Por la noche, se puso a pensar en que la idea de marcharse, una vez muerta Ángeles, no era tan mala. En el fondo odiaba a su hija, a quien hacía responsable del trastorno mental de su progenitora. El amor de Ángeles y Juan había sido perfecto. Ambos habían llegado vírgenes al matrimonio y descubierto conjuntamente los placeres del acoplamiento, hasta que ella devoró un libro pornográfico –perdido en un lote de otros de texto–, con ilustraciones, y el sexo se le subió a la cabeza.

Don Juanito ignoraba la existencia del volumen, que Ángeles quemó después de aprendérselo de memoria.

Lo único que no varió para él, durante esos años, fue su afición por la Revolución Francesa, aunque, a última hora, sintió mayor simpatía por las facciones más radicales.

La locura de Juanito Valcárcel tuvo, eso sí, expresión gastronómica: durante meses decidió tomar únicamente leche, hasta que un feroz estreñimiento le hizo variar de régimen. Hubo entonces tiempos en que solo comió caracoles, otros col o zanahorias. Como se lo preparaba todo, nadie se llamó a engaño. Dormía mucho y bebía bastante vino grueso de Utiel lo que tal vez tenía cierta relación. Atendía mal el negocio, con cuidado de que sus clientes no se dieran cuenta de su demencia. Lo consiguió fácilmente porque, de verdad, jamás supo si estaba loco o no.

Poco antes de la rebelión militar, le dio por tomar café a todas horas. Bueno o malo no le importaba, con tal de que fuera hijo del grano; con o sin achicoria, recuelo, moca, planchuela, caracolillo o triache. Con la guerra, como es de suponer, y más a medida que pasaba el tiempo, le fue cada vez más difícil, más caro, conseguirlo, así pagara lo que le pidiesen. Su economía se resintió y hasta sus existencias, pero no careció nunca de la infusión. Lo que hizo fue no convidar a nadie, Concha aparte; lo que facilitó mucho sus relaciones con la mole, que se perecía por el brebaje. También Asunción, de tarde en tarde, participó de lo que, dadas las circunstancias, entraba en la categoría de festín. En América tendría, por lo menos, el café asegurado.

Asunción llamó varias veces a la puerta de la tienda. Su tía tardó en bajar a abrirle.

–Hola. ¿Qué hueso se te ha roto para que tenga el reverendo honor de verte? Pasa.

–¿Y don Juanito?

–Se fue al entierro de su mujer.

–¿Qué?

–Sí, se murió Ángeles.

Asunción creía que el chamarilero era viudo. Pero no tenía tiempo de aclararlo, ni de pedir explicaciones.

–Me voy.

–¿A dónde?

–A Alicante. Me habló Vicente por teléfono; de Madrid.

–¿Y te vas a ir así?

–¿Cómo si no?

–¿Sin ropa ni nada?

–Con lo puesto voy bien, y si no ya me las arreglaré.

Concha siente que se le sube la congoja a la garganta. No quiere, pero no puede luchar contra el sentimiento que la sobrecoge. Se desparrama:

–¡Ay, filleta! ¡Ay, Sunción! ¡Ya se lo decía yo a tu padre, que en gloria esté! ¡Desde que se volvió a casar no hemos tenido hora buena!25

La abraza, besa, anega. Asunción estaba segura de que tenía que suceder así, sin remedio.

–¿Cuándo nos volveremos a ver? No sé por qué me da que ya no.

–Pero, tía...

–No, no me digas nada. Aquí ganaron los moros. Acuérdate del abuelo y de Cucala; de los carlistas.26 Si el padre es músico el hijo es bailarín. ¿Qué se te había perdido entre tantos hombres? No hay perdición que no venga por ellos y de la política. Y tú, sola, por esos mundos, sin saber nada de la vida. ¿Con quién te vas?

–Todavía no lo sé. Pero no se preocupe, no faltará algún camarada...

–¡Camaradas! ¡Camaradas! Todos de la misma camada. Locos que pensáis que el mundo puede cambiar así como así, de buenas a primeras.

La puerta de la tienda había quedado entreabierta, se asoma Ambrosio Villegas.

–Buenos días. ¿No está Juanito?

Se da cuenta de que algo sucede...

–¿Qué pasa?

–Que faltó Ángeles y esta se va.

–¿Que se murió Ángeles? ¿Cuándo?

–No lo sé. A las cuatro es el entierro.

–Y tú, ¿dónde vas?

–A Alicante. A reunirme con Vicente.

Asunción se acoge al archivista para marcharse.

–¿Hacia dónde va?

–Al Gobierno Civil.27

–Voy con usted, para el pase.

Besuqueos frenéticos.

–¡Me dejas sola!

–Será por poco tiempo.

–Sí, sí: créetelo.

Las mejillas, los labios, los ojos, la frente mojados por las lágrimas y la saliva de la gordísima que ya llora sin contención.

Ambrosio Villegas corta:

–Si quieres que te acompañe, vámonos. ¿A las cuatro el entierro? ¿Desde el manicomio?

–No lo sé –dice la tía, enjugándose, antes de sonarse–. Supongo que sí.

–Adiós, tía.

Y se queda sola. Mira todos los cachivaches amontonados en la tienda; trebejos, trastos, escritorios, trincheros, tocadores, perchas, jardineras, cómodas, aparadores, baúles, sillas, braseros; todo cojo, sucio, amontonado de cualquier manera, sosteniendo paquetes de libros atados, platos, cojines, macetas, vasos, relojes, lámparas; todo desmantelado, viejo, desportillado; el aparador, la caja, con su balaustradita de maderas torneadas, la prensa para copiar la correspondencia, las libretas, los legajos; todo con un pie en la sepultura, avellanado, provecto. Concha se siente más vieja de lo que es y se deja caer en una silla baja, a la que se ha aficionado. Inclina la cabeza, cierra los ojos, quisiera morirse, pero recuerda –un relámpago– que se ha dejado a la niña a medio comer su plato de arroz, se endereza con dificultad, pero con decisión y sube la escalera. Cruje el tercer escalón.

–Voy, niña, voy.

Al llegar a la plaza de Tetuán,28 Asunción se despide de Villegas. Este le pregunta:

–¿No ibas al Gobierno Civil?

–Voy a subir, a ver si hay alguien.

La casa del Partido. Fue de los Fernán Núñez.29

–¿Sabes –le pregunta su acompañante, antes de dejarla– que en esta casa Fernando VII abrogó la constitución de 1812?

–No.

–¿Que aquí María Cristina firmó su abdicación a la Regencia?30

–Tampoco, ¡a qué santo!

A nadie le importa la Historia, comprueba una vez más el bibliotecario.

Enfrente está Santo Domingo y Capitanía General,31 entran y salen militares y paisanos, se paran coches, salen otros. El cielo gris pesa. La fachada filipesca del convento tiene las puertas cerradas. La enorme pared de cantería carcomida nunca le ha producido a Villegas tanto amor, admiración y tristeza.32

Al pasar por la puerta, da con el general Miaja, forrado en una pelliza.33

–Hola, mi general. ¿Cómo van las cosas?

–Muy bien, muy bien –dice el rubicundo y miope militar, metiéndose en un coche–. Muy bien.

Atardecer. Desembocan cientos por el puente del Mar, uniéndose a otros, que han penetrado en la ciudad por el de Serranos.34 Encima del tanque, el cadáver del Uruguayo.35

Enfilan hacia la plaza de Tetuán. Ni un solo soplo de aire. Las inmóviles magnolias de la Glorieta recogen en sus hojas charoladas las luces del día.36

Los cuarteles cerrados, Santo Domingo, dorado del reflejo del cielo y su piedra carcaveada.

El tanque –un camión cubierto con planchas de hierro atornilladas– avanza testudíneo sacando centellas al roce del metal con los adoquines.37

Tendido sobre el techo plano del mastodonte, el cadáver sangra todavía y entre el orín de las planchas se abre paso el reguerillo oscuro. Fáltale un ojo al muerto, saltado por el pistoletazo en la nuca, aborbóllanse los sesos en el entrecejo derecho.38

–¿A qué vienen? ¿Qué buscan? ¿Qué esperan?

Fue ayer, hace cerca de tres años. Ambrosio Villegas aprieta el paso hacia el Gobierno Civil.

Ahora llegan otros, con tanques de verdad. Los abandonan.39

Al fondo del zaguán del local del Partido, Asunción encuentra a Bonifacio Álvarez.40 No pensaba volver. ¿Qué la ha empujado? ¿Librarse lo antes posible de la compañía de su tía? ¿El redil? Podía haber ido al Instituto; buscar a Monse. Contra todos los consejos regresaba al local del Partido.

–¿Qué hacemos?

–Nada. Esperar.

–¿Qué hago?

–Vete a casa, y espera. Ya te avisará Pilar.

–¿Y Vicente?

–En Madrid, ¿no?

–No, en Alicante.

–¿Y?

–Me quiero reunir con él.

–Allá tú.

Bonifacio Álvarez, de pie, a punto de salir; pequeño, duro, más bien cerrado de mollera, no ha cambiado con la guerra; su pelo erizado, corto, más cano. Ha sido un poco de todo: policía, director de una revista, comisario, jefe de los talleres de los Altos Hornos de Sagunto, donde trabajó en su juventud. Ahora es «responsable» de la Agit-Prop. Nunca ha tomado una decisión de por sí.

–Han empezado a detener a camaradas.

–¿Para eso quieres que vaya a casa?

–No van a enchiquerarnos a todos.

(Como diciendo: tú no cuentas.)

–¿Qué pasó de verdad en Madrid?

–No lo sé.

No lo sabe.

–Dicen que el Gobierno ha huido.

–No lo creo –rectifica–: de todos modos, no habrá huido.41

–¿Y la guerra?

–De Madrid dicen que todo sigue igual.

–¿Sin nosotros?

A Asunción no le cabe en la cabeza que la guerra pueda seguir sin los comunistas.

–Salud. Voy a ver a...

Se marcha, apretando el paso; la muchacha quiere alcanzarle, pero se da cuenta de que es inútil. Le conoce y comprende el reburujo de ideas y sentimientos contradictorios que debe llevar encima de los hombros. (–¿Ese, cabeza? ¡Vamos!)

–Vete a casa.

La que fue de sus padres; como si fuera antes. Otra vez: la tía Concha. Asunción, desde que casó con Vicente, ve poco a su tía; no porque no la quiera: por falta de tiempo –se convence–: Ver a la familia, igual a perder el tiempo. A veces, en cualquier reunión, oyendo discusiones inútiles, pesadas, ininteligibles para ella, se acuerda de la obesota; pero está fuera de su vida. Es la guerra. Sí, y algo más: la entrega al trabajo. Ahora, como un hachazo:

–Vete a casa.

Es imposible que se acabe la guerra sin ganarla. Se lo dice cada día, a cada momento. Lo ha asegurado, repetido; lo ha escrito en la revista de la Juventud. Están contentos con su trabajo. Se lo ha dicho Ángel Santiesteban, que para todos tiene más años de los que representa, a pesar de sus solos veinticinco.

Oye sonar el teléfono, abre; cuando descuelga la bocina ya cortaron la comunicación.

Desde que se casó, Asunción vive con Monse, una muchacha que trabaja con ella, en el Instituto de la calle de Sagunto. No solo tan morena como rubia Asunción, sino distinta de todo en todo: