Campo de los almendros

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Campo de los almendros
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ÍNDICE

ESTUDIO INTRODUCTORIO

Francisco Caudet

CAMPO DE LOS ALMENDROS

PRIMERA PARTE

I

II

III

IV

V

VI

VII

SEGUNDA PARTE

I

II

III

IV

TERCERA PARTE

PÁGINA AZUL

CUADERNO DE FERRÍS

ADDENDA

APARATO CRÍTICO: VARIANTES TEXTUALES

NOTAS DEL ESTUDIO INTRODUCTORIO

NOTAS DE CAMPO DE LOS ALMENDROS

GALERÍA DE PERSONAJES HISTÓRICOS

GLOSARIO DE VOCES ESCOGIDAS

Campo de los almendros

Estudio introductorio por Francisco Caudet

Universidad Autónoma de Madrid

El laberinto mágico de Max Aub nace y se desarrolla, como habrá tenido la ocasión de comprobar el lector de los anteriores Campos, bajo el doble signo de la fragmentación y de la totalidad, de lo que siendo parte en apariencia autónoma está destinado a conjuntarse en un todo unitario. El laberinto mágico, inmerso en un continuo proceso de investigación de la realidad, va presentando sus resultados a través del tamiz de la transposición literaria. Y lo hace de manera escalonada, sin descanso, con la fijación de quien necesita, palabra tras palabra, novela tras novela, Campo tras Campo, alcanzar a todo trance una meta omnicomprensiva.

La Guerra Civil, y el trauma del fracaso de tantas esperanzas, fue el detonante. Dar testimonio escrito de lo ocurrido en aquellos tres años de enfrentamiento fratricida había de convertirse en una obsesión. Pero no ya por razones personales –inevitables por su condición personal de víctima–, sino sobre todo porque se impuso a sí mismo el imperativo ético de levantar acta de la destrucción de los ideales republicanos y de la población que los asumió y defendió. Para ello, la obra aubiana hubo de hacer un largo y laberíntico recorrido que había necesariamente de terminar, aunque tuviera luego otras ramificaciones –las más importantes, las relacionadas con los campos de concentración y con el exilio–, en el puerto de Alicante. O sea: en Campo de los almendros.

Los acontecimientos habían seguido un derrotero que la pluma aubiana estaba determinada a rastrear hasta las últimas consecuencias. Por tanto, si, de un lado, persistió en reconstruir lo ocurrido con el testimonio de los testigos y de su propia experiencia; de otro, la narración de los hechos tenía marcado el recorrido. Además, como ese recorrido lo iba a hacer sin abdicar de sus fueros de novelista, se le plantearon, desde un comienzo, unas cuestiones de escritura, de creación –cuestiones, en suma, teóricas–, a las que también se propuso dar cumplida respuesta.

En una entrevista de 1968 que sigue inédita, refiriéndose a la serie de los Campos, explicaba Aub a su entrevistador:

Hay una línea profunda en esa serie que le voy a indicar, porque usted no la va a encontrar, no por su culpa, ni por la mía. Hay una línea horizontal que es el plan del Laberinto y luego otra vertical, una línea que encuentra usted desde la primera escena de Campo cerrado: es el agua.

La idea del agua, de la disolución del Laberinto, de la imposibilidad del Laberinto, la tiene usted desde el agua que corre en las acequias de Viver hasta el mar de Alicante. No digamos ya en la otra parte de la obra, la parte del océano y el éxodo: esa línea del agua es curioso seguirla dentro de toda la primera parte del Laberinto, hasta la salida del puerto de Alicante. Luego se pierde… Como el Guadiana. […] Eso sería la guía. Hay el agua, la guía moral. De pronto la encontramos en caños, pero siempre hay una línea de agua que sigue dentro de la guerra. Después, no. Se pierde, entra en el desierto y ya no hay agua.1

Establecía Aub en estas declaraciones, por consiguiente, una relación directa entre Campo cerrado y Campo de los almendros, una línea que estaba marcada por el recorrido de las aguas, símbolo aquí de la fatalidad histórica que en julio de 1936 había caído sobre España. Ese recorrido geográfico-histórico tenía una pluralidad de ramificaciones, que narró en los demás Campos que precedían a Campo de los almendros, donde se recogen todas aquellas aguas, todos aquellos antecedentes históricos, antes de congregarse frente al mar y en él, precipitarse, hundirse, perderse… aguas muertas, vida apagada, ya. Muerte. Olvido…

Pero contra la muerte y el olvido, está la escritura, el poder de la palabra. En 1944, decía Aub en Morir por cerrar los ojos: «El olvido –que es prenda política– es lo contrario del afán que nos mueve a los escritores» (1944: 7). Un afán que, como dijera Paulino Cuartero en Campo de sangre, es la respuesta a una necesidad: «Me duele el alma. Me duele el alma. ¡Una palabra, una palabra para decir lo que siento!».

Hay un hilo, cuyo grosor se espesa a medida que las cuartillas escritas con firme trazo se apilan en los rimeros de papel de la mesa del escritor, que ha ido uniendo el tiempo fundacional de la esperanza –el 14 de abril de 1931–, con el tiempo de su declive –el para los republicanos fatídico mes de marzo de 1939–. El primer tiempo, que el golpe de Estado de julio de 1936 amenazó de muerte, aparece expresado, de manera simbólica, en el primer capítulo de Campo cerrado, titulado «Viver de las Aguas». De ese pueblo castellonense, donde había veraneado de niño Max Aub, toma el recuerdo del agua y lo funde con el de la fiesta local del toro de fuego. Es –insisto– el momento fundacional de los Campos. Esos recuerdos, aún un hilo finísimo, son la primera urdimbre que le va a permitir ir tejiendo el macrotexto, el gran mural de los seis Campos, así como otros microtextos y paratextos de El laberinto mágico. Viver de las Aguas, casi en la raya de Aragón, se encuentra, como el destino que aguardaba a la esperanza republicana, entre el camino de la tierra firme, «el áspero, desnudo camino de Teruel», o el que, conduciendo carretera abajo, se precipita hacia la disolución, hacia la muerte, «hacia la mar».

Ese recorrido, que es el recorrido de la memoria, permite componer a la pluma de Max Aub el macrotexto, o mural de palabras, que es El laberinto mágico.

En Campo de sangre, con una contundencia a la que era dado Max, encontramos esta afirmación: «No existe el mundo sino su recuerdo». De ahí, pues, ese aferrarse a la memoria y a la escritura, que son una misma cosa: una tabla de salvación.

En «No basta la nostalgia», artículo publicado por Max en la efímera, pero excelente, revista UltraMar, mantenía un imaginario diálogo con un joven exiliado a quien llama Marcos. En ese artículo decía Max Aub:

¿Tú crees que el hombre es sólo el hombre? ¿Tú crees que sólo se trata de reconquistar el hombre? No, Marcos, no: se trata también de volver a tener lo que el hombre hizo y, además, lo que lo hace: el Arlazón y el Tajo, los picos de Europa, Urbión y el Guadarrama. Cuando luchas por España, por reconquistar España, no es sólo para volver por el derecho de los hombres españoles: es para que las piedras de Valladolid, las de Burgos, las de Alcoy, las de Granada, vuelvan a ser tuyas, claras y libres; para que San Marcos y San Isidro de León, San Juan de los Reyes, el puente romano de Córdoba, el castillo de Medina y toda Salamanca vuelvan a ser tuyas, de todos los españoles. (Salamanca entera: San Esteban, dorado; la Catedral, como ascua; la casa de Monterrey, la Universidad, de oro cálido). Y Candelario, y Miranda de Castañar, y las Hurdes. ¿No oyes las piedras? ¿No te dicen nada los ríos? (Entre Eresma y Clamores, Segovia mía…). Porque, piénsalo, dices: allí están, inmutables, y no es cierto: ni el Tormes es ahora el Tormes, ni el Duero es ahora el Duero, ni el Guadalquivir es ahora el Guadalquivir que tú conociste. Los ríos y las montañas de tus recuerdos no son ahora, Marcos, más que recuerdos (Aub, 1947: 16).

 

Poco más adelante, con ese apasionamiento tan propio de Max que a menudo alcanzaba un intenso lirismo, seguía diciendo:

El mar también es de reconquistar… Me dirás: –¡Cuánta literatura! Tan pronto como caigan los hombres… Pero es que sin las piedras los hombres no tienen patria. Son las piedras y los ríos los auténticos padres de los hombres, sus progenitores. Y no bastan los recuerdos que envanecen desvaneciéndose, sino las piedras; y las sombras de los árboles en los ríos y en los canales. (¡Álamos invertidos en los canales de Castilla y Aragón!) Para reconquistar, no olvidar. Y el olvido nace del recuerdo vago e impreciso (ibíd.: 16).

La mayoría de los personajes del Laberinto, como el propio Max, se habían quedado ya para siempre a solas con los recuerdos personales y colectivos –República, guerra, exilio–, y con la memoria de los paisajes familiares. Con ese pesado hatillo de tiempos y espacios del pasado habrían de habérselas –era parte de la condena– en adelante.

Max parece expresar su propia situación cuando, en Campo de sangre, pone en boca de Paulino Cuartero estas palabras: «Prodigiosa soledad, con mis monstruos a cuestas, personajes que vivís, hongos, esclavos, rémoras mías, os llevo, tras mi cortejo de lamas, por un mar sombrío sin viento. Soledad de frío, soledad de lluvia. Esa inmensa celda del cielo…».

La última palabra siempre la tiene, aun cuando la imaginación emprende el vuelo, la realidad. Es lo que también vino a decir Max en estos versos, en los que nuevamente declara su adscripción a los principios de la estética realista:

Sólo los pájaros pueden despegarse

de su sombra.

La sombra siempre es de tierra.

Nuestra imaginación vuela:

somos su sombra, en tierra (Aub, 1998b: 173).

A menudo, el olfato es el acicate de la memoria. En Campo abierto, de pronto, como si tal cosa, nos sorprende Max diciendo de sopetón: «Olía a magnolias». Y ese olor le devuelve el recuerdo de un viaje en un cansino tranvía al Grao, un viaje iniciático al prostíbulo, una escena del pasado personal que se funde con la ciudad ahora prohibida: «Olía a magnolias. Pasó el tranvía por el puente, sobre el cauce seco del Turia. Todo eran luces en la noche y el silencio mecido por el ruido monótono del tranvía. […] El paso a nivel. El paso a nivel. ¿Pero no lo habíamos pasado ya? El Grao. Ancha calle. Los cines. El puerto. Hay que bajar».

A veces, el recorrido se hace a la inversa. Y las magnolias, en vez de ser punto de partida, lo son de llegada. Así, cuando Ambrosio Villegas –Max– sale, en Campo de los almendros, del Carmen, pasa por el Gobierno Civil y llega a la plaza de Tetuán, se detiene allí a contemplar la «enorme pared de cantería carcomida» del convento de Santo Domingo que nunca le había producido, y dice: «tanto amor, admiración y tristeza». Y de pronto repara en que el aire parece haberse detenido. Y dice Max: «Ni un soplo de aire. Las inmóviles magnolias de la glorieta recogen en sus hojas charoladas las luces del día».

Volvamos a Viver. El tema del agua, que compite con la dualidad toro-fuego –a veces, transmutada en otros símbolos, como Minotauro o Polifemo–, es recurrente a lo largo de los Campos y, en particular, en Campo de los almendros. El agua conjura todas las significaciones que Aub atribuye a los conceptos de renovación y de progreso. Por eso, derramar y desperdiciar el agua, desaprovechar su capacidad fertilizadora, resulta incomprensible e inimaginable –y desde luego inaceptable– a los personajes aubianos entregados al empeño de transformar aquella España.

El 15 de marzo de 1938, en el periódico La Hora de Valencia, diario de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), muy próximo a Max Aub –lo codirigió en su primera etapa–, aparecía un joven que gritaba con el rostro desencajado: «¡Resiste, Joven Guardia!». Resistir, un muro elevado sobre las aguas para impedir que se derramaran, se desaprovecharan… Un año después, en marzo de 1939, los últimos combatientes republicanos eran atrapados en el puerto de Alicante, frente al mar. Tuñón de Lara, en su introducción a El laberinto mágico, que hasta hace poco permanecía inédita, recordaba: En aquel puerto, que no fue puerto («asilo o refugio» dice el Diccionario) para nadie, el laberinto real en el que perdidos se buscan Asunción y Vicente, en el que otros están perdidos para siempre porque han perdido, es quintaesencia y trasunto del Laberinto español. ¡Demasiado bien lo sabe el autor, que así lo dice en sus «Páginas azules»!: «Llegué al lugar donde la palabra laberinto cobra su significado» (Tuñón de Lara, 2001).

Max, que había ido escribiendo la epopeya de la lucha y el ideario republicanos en los Campos anteriores a Campo de los almendros, ahora, en este último Campo, se hallaba frente al precipicio, en el lugar de la tragedia: «Este es el lugar de la tragedia: frente al mar, bajo el cielo, en la tierra. Este es el puerto de Alicante, el treinta de marzo de 1939. Las tragedias siempre suceden en un lugar determinado, en una fecha precisa, a una hora que no admite retraso».

Ferrís, llegado a ese lugar de la tragedia, se impone a sí mismo –según también se declara en Campo de los almendros– el deber de escribir esa tragedia. Y ya, desde ese primer momento, se dice: «Lo que debo hacer es tomar notas desde ahora». Y añade el narrador: «Transido, empapado, Ferrís busca su cuaderno, saca y desenrosca su estilográfica, mira a su alrededor. No sabe por dónde empezar. Sin embargo, escribe: “Este es el lugar de la tragedia, frente al mar del que lo esperamos todo”».

Es exactamente lo que hizo Aub al salir de España en febrero de 1939: empezar a transcribir en cuadernos su memoria de los sueños y las pesadillas de la España republicana. Aub, como Ferrís, se había erigido en notario, en escribano. El empeño de Aub –y el de Ferrís, su trasunto literario– sería dejar en adelante testimonio escrito de una epopeya que acabó en tragedia. Que Ferrís perdiera la pluma, y su vida por salvarla –«La diñó por no dejar la pluma de la mano. Es edificante»–, tiene un clarísimo significado alegórico. Y autobiográfico, también.

Aub, al tiempo que emborronaba sus recuerdos en cuadernos, de los que se conservan muchos en la Fundación Max Aub de Segorbe, e iba recopilando testimonios de otros testigos con los que estuvo compartiendo cautiverio en las cárceles de Marsella y de Niza, y luego en los campos de concentración de Vernet y de Djelfa, fue planteándose los problemas del realismo, que en Campo de los almendros dirá que ya le habían dejado de preocupar. Afirmación que hay que poner en entredicho porque este Campo, como los anteriores, es en buena medida una reflexión sobre la escritura realista.

El mar, espacio límite de la tragedia, acabó siendo, en los últimos días de marzo de 1939, una muralla. Algo que ya habían experimentado los personajes del cuento «Santander y Gijón»: «El mar, de pronto, se nos aparecía muralla: en pie, vertical. Hacia el mar se pueden hacer muchas cosas menos echar a correr» (Aub, 1995b: 99).

El mar convertido, pues, en una muralla que solamente dejaría de serlo para, de un golpe – cuestión de tiempo–, tragarse, como en Campos de los almendros, aquel río humano. Las palabras, como las aguas, habían estado precipitándose por centenares de páginas –de riachuelos–, hasta encontrarse, convertidas en el río humano de la novela –reflejo o trasunto de la historia–, frente al mar. En este Campo se dice: «Han caído de la altura de Madrid a la de la huerta de Alicante; verticalmente, como de un cantil altísimo a una playa enorme sin más salida ni límite que el mar que no es lo uno ni lo otro, a menos que les sustente. Están encerrados, enrejados sobre la dura piedra del puerto».

Mar y tiempo. Y el hombre, en medio, a la espera de saltar al agua y nadar. Y nadar hasta, irremisiblemente, ante la impasibilidad del tiempo, acabar ahogándose. Aub decía en un poema de Antología traducida:

Oh tiempo, oh mar,

vamos nadando

hasta no poder más,

todos ahogados

al fin y al cabo

el tiempo permanece quieto (1998b: 111).

Campo de los almendros remite, sobre todo en la primera parte, a los Campos anteriores. No hay manera de adentrarse en la lectura de este Campo sin conocer los demás. Los personajes ficticios, como los reales, tienen una historia, un pasado que les da sustento. De ahí que las continuas alusiones en Campo de los almendros a los restantes Campos y otras narraciones (las incluidas en Enero sin nombre) del Laberinto sean como la savia que alimenta, que da vida, a un frondoso árbol. Eso es, en definitiva, Campo de los almendros.

El narrador puede –y lo hace– inventar personajes y situaciones, dar saltos temporales hacia adelante y hacia atrás, cambiar el orden de ciertos sucesos, intercalar narraciones, divagar sobre los más variados temas… Como dice Tuñón de Lara, dentro de cada una de las tres partes de Campo de los almendros,

... la acción transcurre a modo de secuencias cinematográficas, óptimo método para dar vida al protagonista colectivo (que no es él sino los cientos, miles de hombres y mujeres) sin descoyuntar la obra. Alguna otra vez, el autor se sirve del procedimiento de salto atrás; no faltan algunas historias marginales pero, sobre todo, se trata aquí de evocaciones; del comienzo de la guerra, de los acontecimientos vividos de ella… Como al término de una vida dicen que surgen en visión cinematográfica, así una colectividad en el momento en que va a terminarse como tal, evoca el pasado (2001: 121).

La trama de la Historia, el inexorable transcurrir del tiempo y de los sucesos históricos impone, inflexiblemente, su ley. La Historia tiene siempre la última palabra, dicta el orden – aunque sea relatada con discontinuidades y hasta con personajes y sucesos inventados– de la narración. En las «Páginas azules» de este Campo se dice: «Para narrar una historia, nada más absurdo que intentar seguir exactamente los sucesos según la hora en que acontecieron; no hay un solo personaje –sin eso no sería una novela– que viva a la misma hora que otros».

Esas premisas son aplicables igualmente a la escritura de la Historia. Hasta el punto de que Historia y novela, inmersas en la narratividad, entran en un proceso dialéctico que hace añicos la división que establece Aristóteles entre Poesía e Historia (1964: 45). Como dice Hayden White:

De acuerdo con la opinión común, la trama de una narración impone un significado a los acontecimientos que determinan su nivel de historia para revelar al final una estructura que era inmanente a lo largo de todos los acontecimientos. […] Estos acontecimientos no son reales porque ocurriesen sino porque, primero, fueron recordados, y segundo, porque son capaces de hallar un lugar en una secuencia cronológica ordenada. Sin embargo, para que su representación se considere relato histórico no basta con que se registren en el orden en que ocurrieron realmente. Es el hecho de que pueden registrarse de otro modo, en un orden de narrativa, lo que les hace, al mismo tiempo, cuestionables en cuanto a su autenticidad y susceptibles de ser considerados claves de la realidad (1992: 34).

A continuación, amplía Hayden White su argumentación con los siguientes comentarios:

La autoridad de la narrativa histórica es la autoridad de la propia realidad; el relato histórico dota a esa realidad de una forma y por tanto la hace deseable en virtud de la imposición sobre sus procesos de coherencia formal que sólo poseen las historias.

La historia, pues, pertenece a la categoría de lo que puede denominarse «el discurso de lo real», frente al «discurso de lo imaginario» o el «discurso del deseo» (White, 1992: 34-25).

Los historiadores, en la medida en que son narradores, comparten muchos de los problemas que han de afrontar los novelistas que se ocupan de la realidad histórica o simplemente novelan sobre el cañamazo del referente histórico. A prejuicios que los novelistas despiertan todavía en algunos historiadores, se deben juicios como estos:

Muchas noticias se han difundido sobre lo ocurrido en los últimos días de Alicante, a través de relatos directos e indirectos. En una novela, Campo de los almendros, se dedican a este episodio numerosas páginas, basadas en relatos que le hicieron a Max Aub; pero el entreverar tramas más o menos novelescas, introducir personajes de ficción y reivindicar las libertades que al novelista corresponden, hacen que el rigor de aquella narración quede diluido (Romero, 1975: 446).

 

Al contrario, argumentaría yo. Porque un libro como Campo de los almendros pretende, entre otras cosas, remediar un problema creado por los no pocos historiadores que, como vaticinó Manuel Azaña, iban a prestar su pluma, tal el más vulgar de los plumíferos, al poder: «Se tejerá –escribía Azaña en junio de 1937– una historia oficial para los vencedores, y acaso una antihistoria, no menos oficial, para los proscritos» (Romero, 1975: 11).

El narrador retoma, en las primeras páginas de la primera parte de Campo de los almendros, el tiempo –la primera quincena de marzo de 1939– en que transcurre Campo del Moro, machihembrando –para utilizar un verbo muy del gusto de Aub–2 Campo del Moro y Campo de los almendros.3 Por otro lado, llegados al final de Campo de los almendros aparece una clara referencia al comienzo de Campo cerrado. El círculo narrativo se cierra sobre sí mismo, entrelazando tanto las distintas partes del ciclo novelístico-histórico como su comienzo y su final.

En la segunda parte de Campo de los almendros retrocede el narrador a un tiempo –los últimos días de marzo de 1939– que al ser narrado al final de la primera parte ya había, por consiguiente, narrativamente transcurrido. Pero ese retroceso permite al narrador engarzar las dos partes. Se trata, pues, de una licencia o estrategia narrativa que tiene esa explicación y esa finalidad; y que, desde luego, en nada afecta al tiempo real histórico. Un tiempo que solamente puede repetirse en el tiempo, siempre posterior, de la narración. La Historia, como el tiempo en que sucede, se diluye, se esfuma, desaparece. Es un tiempo irrepetible cuya reconstrucción – únicamente factible en términos imaginario-verbales– se da tan solo en la memoria oral o escrita de los testigos y de quienes, desde la distancia, historian o narran lo sucedido.4 Tal es, al cabo, la función de la historia oral o escrita, y de la novela histórica.

La tercera parte de Campo de los almendros podría haberse convertido por separado, desgajada de este Campo, en otra novela. Ya dijo Aub en una ocasión que en Campo de los almendros había «varias novelas».5 Pero creo que fue un acierto haberlas integrado, haber creado esta única unidad narrativa. Si, por contra, esta unidad la hubiera dividido en varias unidades, en varias novelas, no habría tenido mayor importancia. Porque estarían integradas todas ellas en la unidad superior de los Campos. Que, a su vez, constituyen con otros muchos textos –cuentos, teatro, ensayos, diarios…– la macroestructura narrativa de El laberinto mágico. A esa macroestructura se le puede aplicar lo que Paul Kohler, con sagaz y certero juicio crítico, dijo a Aub, en carta fechada el 19 de mayo de 1968, de Campo de los almendros:

La larga serie de estas evocaciones se parece a un grabado longitudinal que corre al pie de un pedestal masivo sobre el cual se erige el monumento conmemorando la lucha. […] La mayor prueba de su valor: que nunca se cansa uno volviendo a leer estas páginas, dondequiera que sea, que son como esbozos infinitamente reales cuya economía verbal enfoca el interés y evoca percepciones muy finas y profundas (EMA, 8-8).

La idea de conjunto o totalidad orgánica –o macroestructura narrativa– prevalece sobre la de unidad segregada. Así pues, resulta a la postre igual que una unidad –en este caso, Campo de los almendros– contenga una o varias novelas porque es, de una u otra manera, una o varias partes del gran fresco que Aub llamó El laberinto mágico.

La parte tercera de Campo de los almendros, que empieza el 1 de abril de 1939, no necesitaba de ningún machihembrado, porque el 31 de marzo, día en que termina la parte segunda, había dado comienzo una nueva era. Esto es, el tiempo en que los republicanos, desgajados de su espacio-tiempo natural, fueron a la vez desposeídos de su condición de sujetos históricos.6 España tenía un único amo y señor. Los días posteriores al 1 de abril transcurren con agobiante lentitud, acentuando así el tiempo inaugural de la tragedia. Cada día traía, morosa e implacablemente, desgracias, vejaciones, muerte. Y quienes seguían presos habían empezado a perder, irremisiblemente, la noción de tiempo.

Esperar. Esperar, sin saber qué y sin esperanza.

El tiempo de la esperanza se había convertido, para los que quedaban vivos en el interior, en tiempo de disolución, de descomposición.7 Luis Romero llega, en El final de la guerra, a esta conclusión:

Lo ocurrido en el puerto de Alicante es uno de los actos más espeluznantes y deprimentes de la guerra y probablemente uno de los grandes errores políticos de los nacionales, azuzados por el deseo de justicia vindicativa, consecuencia del sino cainita que había presidido la guerra y de lo exacerbado de la propaganda que actuaba a manera de bumerang (1975: 446).

Campo de los almendros solamente podía ser, pues, la novela-tragedia de la esperanza fallida. Un mundo separa los últimos días de marzo de 1939 de los heroicos primeros días de noviembre de 1936. Muy lejos queda aquella bravura, aquella defensa de la legalidad que alientan muchas páginas de Campo de sangre y de Campo del Moro. En Campo de los almendros se recuerda aquel mundo tan cercano y tan lejano ya, pero no para repetir lo dicho en los dos anteriores Campos sino para contraponer –otra vez el juego de espejos– la ilusión a la desilusión, la esperanza a la desesperanza, la vida a la muerte.

Campo de los almendros es la novela del duelo. Del duelo por un mundo perdido irreparablemente, perdido para siempre. En las «Páginas azules» de este Campo, remedando las Coplas de Jorge Manrique, escribía Aub:

¿Qué se hizo el rey don Juan?

¿Quién sabe quién fue ese rey don Juan? Los eruditos, los historiadores. Queda la música del verso, el sentido; el personaje que le importaba a Jorge Manrique se ha borrado.

¿Qué fue de Largo Caballero? ¿De Besteiro? ¿Qué fue de Sanjurjo? ¿Qué de Azaña, de Juan Negrín? ¿Qué fue de Mola? ¿Qué de los vencedores que algún tiempo anduvieron luciendo sus nombres y apellidos por las placas de plazas y calles? Fueron, en su tiempo, importantes. Los demás desaparecieron antes, pero sólo antes.8

En otro lugar de Campo de los almendros recordaba las «tristes figuras llorosas, resignadas» del sepulcro de la familia Boyl. A mí esas figuras, que se encuentran en una capilla de Capitanía, no me parecen solamente «resignadas», porque están rígidas, en estado catártico. Tampoco me parecen simplemente «llorosas», porque lloran con un llanto que es la expresión máxima del desconsuelo. Eso es, por cierto, lo que el narrador, poco más adelante –como si rectificara los adjetivos anteriores: «llorosas, resignadas»–, viene a decir en afortunada pirueta acrónica: «¿Qué lloran estas figuras enlutadas? La derrota de la República, hoy. Lo han llorado todo desde el siglo XIV. Y seguirán haciéndolo por los siglos de los siglos. Están llorando por él. Él por ellas».

Pero, como sea, Max no paraba de preguntarse cómo narrar lo sucedido en Alicante. O lo que es lo mismo, cómo escribir Campo de los almendros. Aub intenta dar la respuesta propia de un novelista que había estado durante años investigado un suceso histórico de enorme trascendencia y que, como novelista que era, no podía limitarse a transcribir fríamente, como meros documentos, sus hallazgos. Aub siempre tuvo presente que tenía que dejar testimonio, memoria del pasado, pero ese imperativo moral en absoluto implicaba tener que renunciar – sino todo lo contrario– al imperativo estético que reclamaba su oficio de novelista. Pues, como había anotado en uno de sus diarios: «Al fin y al cabo, si mi obra tiene algún valor es como literatura. Si no vale como tal, las ideas que contiene mi obra están mejor en cualquier otro autor» (1998a: 237).

Precisamente ahí es donde entra la apuesta aubiana por una escritura realista que, sin renunciar a moldes ya canonizados, presentase una puesta al día del realismo. Lo cual no debía hacerse de manera caprichosa y, por ello, falsa; sino porque los nuevos tiempos, las nuevas realidades, así lo exigían. En 1945, en Discurso de la novela española contemporánea, había lanzado este augurio:

Todo parece predecir el éxito de un realismo que un crítico mexicano adjetivó trascendente, y a mi juicio con acierto. No por la importancia, sino por el hecho de ser llamado a traspasar y penetrar en un público cada vez más amplio. Realismo en la forma pero sin desear la nulificación del escritor, como pudo acontecer en los tiempos del naturalismo. Subjetivismo y objetividad parecen ser las directrices internas y externas de nuestra novelística (1945: 102-103).

Atendiendo a esa premonición, Aub decidió realizar la conjunción del periodismo de investigación con el melodrama, con el cine y con el teatro, conjunción que acabó siendo la argamasa con la que construyó los cimientos y el edificio de los Campos y, de manera muy especial, Campo de los almendros.

La investigación, que en Aub consistía en el acopio continuo de testimonios orales o escritos, se ha de relacionar en su caso más con el periodismo que con el menester propio de un historiador. Pero la dependencia de las fuentes tenía en él primordial importancia porque aspiraba, al igual que un historiador, a un conocimiento fidedigno y lo más objetivo posible de los hechos, conocimiento que consideró previo al proceso de transposición literaria. De ahí que tardara tantos años en componer Campo de los almendros.