Tagherot

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Hace más o menos 2500 años vivió en una colonia jónica de Asia Menor, Éfeso, un hombre llamado Heráclito. Se llamaba Jonia al Ática después de la invasión de los pueblos jonios, pero sobre todo a la región al otro lado del mar, en la actual Turquía, que abarcaba desde el río Hermus al norte hasta el Meandro al sur y sus islas adyacentes. La Liga Jónica estaba formada por doce ciudades: Focea, Clazomenas, Eritras, la isla de Quíos, Teos, Lebedas, Colofón, Éfeso, la isla de Samos, Priene, Míos y Mileto.

Se llama también jonia a una de las divisiones del pueblo griego, que pobló Eubea y la mayor parte de las islas del Egeo.

Aunque hay otros Heráclitos poetas e historiadores, el más conocido, o el menos, es el filósofo presocrático. Éfeso era el puerto natural de Sardes, la capital de Lidia. Los persas toleraban de una u otra manera la presencia de estos colonos, que eran sobre todo comerciantes. Desde el siglo xi antes de Cristo, vivían los griegos en esta región. El padre de Heráclito era rey, o más bien magistrado en la ciudad. Su hijo renunció a sucederle en este cargo a favor de su hermano. El filósofo, que luego fuera llamado el Oscuro, no sentía mucho aprecio por sus conciudadanos. Según él: «Los perros ladran a los que no conocen, el nombre del arco es vida, pero su obra es muerte, uno es todo, una armonía invisible es más intensa que otra visible».

Para Heráclito la vida es un juego que nunca termina, un niño que juega a los dados sin parar, o también, que mueve las piezas de un tablero. Es un incesante comienzo y término de las cosas, una relación entre vida y muerte.

No tenemos que entender todo, parece que Sócrates dijo que «lo que se entiende de su obra es excelente y lo que no se entiende creo que también lo será, pero necesita un buen intérprete».

Nada es, todo cambia, ser y no ser coinciden. Para el jonio lo único verdadero es el cambio, y los sentidos nos engañan. La naturaleza del mundo es el devenir, la noche y el día, la vigilia y el sueño. Sin dolor, no existiría el placer. Todo sale del fuego y vuelve al fuego, que es generador y destructor. Siempre ha existido el mundo y siempre existirá, sin principio ni fin. Este fuego puede ser también el éter, el aire cálido, la luz y la llama, tal vez el impulso, el alma. Después de todo, son nombres. ¿Qué podemos hacer? El hombre debe resignarse al orden universal: «Todo lo que es debe ser». El mundo es cambio, sucesión; los objetos son o parece que son.

Este pariente nuestro también dijo que «el camino que sube y el que baja es uno y el mismo» y, además, que «sobre los que se bañan en los mismos ríos fluyen siempre distintas aguas».

«Somos y no somos, porque vivir significa transformarse».

No hay que hacer caso a los que dicen que Heráclito a los sesenta años se cubrió de estiércol y se dejó devorar por los perros, ni a los que afirman que murió en los bosques donde se alimentaba de hierbas. Para él, sus conciudadanos no valían gran cosa, les llamaba «los durmientes».

Salí de nuevo a las calles de La Habana; logré enviar un mensaje a Patricia, que será mi compañera de trabajo en la empresa; quedamos para el día siguiente, por la tarde, en el vestíbulo del Habana Libre. Me dijo que ella era una chica alta, morena y con un bolso grande, amarillo; me resultó simpática.

El martes por la mañana estuve dando vueltas y empecé a hacerme una idea de la ciudad, que es muy extensa, muy llana. Los carros son muy antiguos, van llenos y arrojan un humo negro cancerígeno, la gente cruza por donde quiere, y las aceras están llenas de agujeros y de charcos. La parte llamada Centro Habana parece haber sufrido un bombardeo; de casas que están en ruinas sale gente, niños con sus mochilas; hay colegios de primaria con las ventanas abiertas de par en par, y los niños hacen sus tareas, muy serios. Llovió mucho de pronto y las calzadas se llenaron de agua tibia. Algunos se quitaron los zapatos y se metieron en los charcos, luego salió el sol enseguida.

Los cubanos y las cubanas gritan, escupen, arrojan cosas al suelo, comen de unas cajitas de cartón, parecen tener sueño o cansancio; otros están muy contentos; hay algunos viejos decrépitos, quemados por el sol, con el color de las maderas oscuras.

Fui andando por el Malecón hasta la calle Rampa y luego subí por ella hasta el hotel. El mar estaba algo revuelto y saltaban algunas olas sobre el muro. Este mar parece diferente al que yo he visto en otras ciudades, en Santander, en San Sebastián, en Barcelona; no hay barcos, es muy abierto, no tiene fin. El arco que forma la bahía es simplemente maravilloso, único. La calle Rampa no es muy bonita, está sucia, tiene mucho tráfico, hay algunos edificios que parecen cerrados.

A las seis me encontré con Patricia. Tal y como me había dicho era alta, al menos como yo, morena, y estaba sentada en el poco acogedor vestíbulo; me dijo que no sabía que fuera tan joven, que estaba contenta de tener una compañera española, que el trabajo bien, que algunas veces mucho y casi siempre muy poco, que era muy relajado y no había jefes. Ella llevaba en La Habana dos años.

—Ya verás —dijo—, pronto te acostumbras, al principio todo es un poco raro, pero luego nada.

Patricia era guapa. Cruzamos el semáforo de la calle L y nos fuimos andando por 23; era una chica nerviosa, habladora, ocurrente, lo pasaríamos bien; me preguntó qué había visto de la ciudad, me habló de las guaguas, de los almendrones (taxis compartidos), de las tiendas, de la gente y del calor. La verdad es que también yo tenía gana de hablar con alguien. Me aseguró que dentro de muy poco me gustaría y odiaría la ciudad al mismo tiempo, que en ocasiones era un desastre y al mismo tiempo era mágica, eso dijo, mágica, que las playas no estaban lejos. Tenía un carro viejo que iba como un tiro, vivía en la calle D, junto a Cáritas, en una casa que le gustaba mucho. Me resultó muy simpática desde el primer momento, como si fuera una persona conocida de hace tiempo.

Volvimos desde la puerta del cementerio de Colón callejeando por el Vedado que al atardecer me sorprendió: larguísimas calles rectas, muy arboladas, con muchas zonas umbrías, tranquilas, y casas de dos o tres plantas muy hermosas con terrazas, porches y columnas y jardines delanteros, y un silencio acogedor, sin apenas tráfico, salvo dos o tres avenidas. La verdad es que había también muchas casas destrozadas, ruinosas, pintadas de tres colores diferentes, con escaleras llenas de herrumbre y ventanas arrancadas, no es fácil explicarlo. En algunas esquinas se amontonaban los escombros y la basura, y malvivían los gatos minúsculos y de todos los colores.

Anocheció de repente y fuimos a cenar a una paladar, como aquí llaman a algunos restaurantes; tardaron mucho, pero luego trajeron ropa vieja, arroz moro, viandas, malanga frita, tostones y boniato; Patricia comió pescado y arroz pilaf, luego un helado de chocolate. Pagamos a medias. Me acompañó hasta la calle Línea, llamó en la casi oscuridad un Chevrolet verde que venía con dos chicas y el chófer; nos despedimos y volví a La Habana Vieja, papito, con Adelita.

Diógenes no fue el primero con este nombre ni el último. Hay un Diógenes de Apolonia que vivió en el siglo v antes de Cristo y nació bien en Creta, bien en Frigia. Este es el filósofo del aire: las emociones del ánimo nacen de la mayor o menor facilidad que tiene el aire de mezclarse con la sangre. También hay otros Diógenes, de Esmirna; Diógenes de Oionanda; Diógenes de Seleucia; y siete santos mártires, entre ellos el obispo de Arrás, degollado por los vándalos; otro santo del mismo nombre martirizado en Macedonia; uno más perseguido por Diocleciano y otros asesinados en África y en Tomis del Ponto. En el siglo ii de nuestra era vivió un tal Diógenes Antonio que escribió una novela de veinticuatro libros y que se titula De las cosas increíbles que se ven más allá de Thule. También hay un general cartaginés que peleó con el romano Escipión Emiliano.

El Diógenes más conocido es el que llevaba un farol encendido en Atenas en pleno día: «Busco un hombre», decía. Dormía envuelto en su túnica, dentro de un tonel, y comía, bebía y conversaba en cualquier lugar. Según Montaigne, también hacía otras cosas como masturbarse, orinar y defecar sin importarle gran cosa la presencia de otras personas. Cuando le preguntaron por qué comía en las calles y en las plazas, respondió que también sentía hambre en esos lugares.

Diógenes tenía un cuenco para beber, pero después de ver a un niño que lo hacía en el hueco de la mano, lo arrojó al arroyo. Era pobre, expatriado, mendigo, excéntrico y cínico. La raíz de esta última palabra tiene relación con la palabra «perro» en griego, como insulto. Había nacido en el 414 antes de Cristo, y su padre era falsificador de moneda, él mismo le ayudaba, por lo que fue desterrado. En realidad esto es mentira, el oráculo de Delfos dijo a Diógenes: «Reforma las costumbres», paracharaxalto nómisma, que algunos tradujeron por «Vuelve a acuñar moneda».

El cínico fue discípulo de Antístenes en Atenas, pero le hacía la puñeta afirmando que no creía en lo que enseñaba, y que él era una trompeta (el maestro) para que la oyeran los demás, pero no se oía a sí mismo, pues su vida no estaba de acuerdo a su doctrina. Se dice que Diógenes era en realidad un esclavo comprado por un corintio, Xeniades, a unos piratas.

De Atenas pasó a Corinto después y allí vivía en un bosque de cipreses en la colina de Kraneión, donde tumbado o sentado tomaba el pelo a sus discípulos o a los curiosos. El ser un mendigo no le privó de tener un esclavo llamado Manes, no entendemos para qué. Diógenes era libre de espíritu, apreciaba a los humildes y detestaba a los poderosos. Este hombre singular murió o se suicidó con cerca de noventa años y, según algunos, el mismo día que murió Alejandro. En su tumba se colocó sobre una columna un perro esculpido con mármol de Paros.

 

A la India, con Alejandro, llegó también Pirrón, otro filósofo, nacido en Elide o Elis, en el Peloponeso. Allí se encontró con los yoguis, con los sabios gimnosofistas, maestros que alcanzan la sabiduría por medio del cuerpo. Pirrón era un escéptico, un buscador: el pensamiento se expresa mediante la duda, la inexistencia de verdades absolutas; por tanto, es imposible saber si una proposición es verdadera o falsa. Los hombres están sujetos a elementos subjetivos que condicionan su manera de interpretar la realidad. Les diré algunos: la salud, el miedo, la vejez, el odio, la abundancia y la pobreza, el amor, el dolor, la alegría. La epojé, la duda, puede llevar al escepticismo y este a la aphasia, el silencio. Sabemos de Pirrón por un discípulo, Timón. Según este, conocía a los atomistas y megáricos, a los sofistas y a los socráticos. Moralmente, la razón se funda en la costumbre. Por último, la verdadera dicha está basada en la adiáfora, en la ataraxia y en la apazeia, es decir, en la indiferencia, la inacción y en definitiva, la impasibilidad.

A Pepe Madero y a su mujer les pasó algo grave al poco de casarse. En mi casa siempre sobrevoló un secreto, que conocían mis padres; ni ahora hemos podido mi hermana y yo, después de interrogarles de muchas formas y maneras, enterarnos de la cuestión. Pepe y Jacinta son una pareja alegre y bromista; alguna sombra oscurece en pocas ocasiones la expresión de ambos. Es necesario conocerlos de toda la vida para poder apreciarlo. Mi madre, en esas ocasiones, me mira desde el otro lado del salón o de la cocina y sabe lo que estoy pensando o notando y me advierte sin palabras. He dicho me mira, pero tal vez ni siquiera eso. En esos momentos se suele romper un vaso o derramar el vino, siempre después. Una vez, el tapón de la botella de cava que abría mi padre derribó uno de los números puestos sobre la tarta de chocolate de mi cumpleaños y, en vez de diecisiete, quedó un uno solo y triste.

Mi hermana vio un domingo por la tarde a Pepe Madero hablando solo y tal vez llorando en la Rosaleda; él no la vio, desde luego. Según ella, parecía otra persona, un extraño. El domingo siguiente fueron todos a comer a nuestra casa, y Madero estuvo haciéndonos reír a todos con las imitaciones de sus vecinos y de su portera y con un viaje que hizo en autobús a Bilbao. Creo que es el hombre más gracioso que he conocido.

El último libro del Nuevo Testamento es el Apocalipsis. Esta palabra en griego se puede traducir como «quitar el velo» o «revelar». Se escribió a finales del siglo i, seguramente entre los años 95 y 96, de esto tengo más dudas, cuando el malvado emperador romano Domiciano torturaba y asesinaba a los cristianos. Fue escrito por Juan en la isla de Patmos, donde estaba desterrado; este Juan puede o no ser el autor del cuarto Evangelio. Ciertas iglesias cristianas no lo incluyeron en el canon hasta el 950 de nuestra era.

Para poder entender algo o mucho de los textos deberíamos conocer los símbolos, que pueden ser cifras, figuras de animales, colores, imágenes del cosmos, así como otros que vienen del Antiguo Testamento. No les voy a decir todos, pero sí algunos.

Cuando se habla de «tres y medio», se está hablando de un tiempo delimitado, finito, terrenal.

Cuando se habla del «cuatro», se representa el universo, los cuatro confines de la tierra y de los astros. Cuando se quiere expresar una masa infinita de personas, los elegidos, se cuentan 144 000.

El color blanco significa pureza, dignidad, hay un caballo blanco.

El color negro, miseria, hambre, desgracia, hay un caballo negro.

El color rojo es violencia, guerra, sangre derramada; también hay un caballo bermejo.

El color amarillo, verduzco, es granizo y fuego. Este caballo no me gusta nada.

Hay otros colores que no suponen que haya ningún caballo, el color púrpura, el color escarlata: son los colores de la lujuria y el desenfreno.

La mujer, el dragón, la ramera y la bestia son otros símbolos interpretados por los exégetas preteristas, los historicistas, los futuristas y los idealistas. En el Apocalipsis figuran los gobernantes corruptos y malévolos, crueles, representados como bestias, como escorpiones y también como señales funestas en el cielo y cursos de agua extraviados y caóticos. Sin embargo, los leones dormidos, los árboles frondosos son los símbolos del maltratado pueblo cristiano. El fin está cerca, y luego habrá cielos y tierra nueva para los buenos, en la Gloria, tras la segunda venida de Jesucristo; algunos dicen que Jesús ya volvió.

Se cree que el autor del Libro es el hijo de Zedebeo, pero puede ser otro Juan, llamado el Anciano. Marción, hereje del siglo ii, negó que el Libro fuera de san Juan, así como la secta de los álogos. Era una impostura para Cirilo de Jerusalén, Gregorio de Nazianzo y para Teodoro de Mopsuesta.

El Apocalipsis se escribió en cualquier caso en Patmos, una de las islas Espóradas, al sureste de Icaria, cerca de Samos, frente a la costa turca. Espóradas significa dispersas. La visión de la isla pudo impresionar a Juan. En una foto en blanco y negro vemos un islote volcánico, rocoso y desolado, árido, en mitad de la desesperación. Cerca, flotan en el Egeo: Kos, Kalymnos y Leros.

Una mujer, Jezabel, viene a turbarnos. Según el Apocalipsis es la mujer de un rey de Israel, Acab, y lo incita a la inmoralidad, a la adoración de falsos dioses, de ídolos. Mientras, vive y hace vivir una vida de promiscuidad sexual. Un profeta, Elías, anuncia que manchará con su sangre la viña de Naboth (había persuadido a su esposo para que acabara con él y se quedara con la tierra). El caso es que tras una vida de fornicación, sacrificios a los ídolos y otros pecados, Jehú, un nuevo tirano, manda a los eunucos que la arrojen por una ventana del castillo o palacio, es arrastrada hasta la viña y allí es devorada por los perros. No sé dónde he leído que en tiempos de Juan «existía una influencia satánica considerable en Asia Menor».

En el último libro de la Biblia aparecen ángeles que tocan las trompetas del fin, y caen sobre la tierra mortíferas plagas, dragones de siete cabezas y diez cuernos y diez diademas, la Gran Prostituta embriagada de la sangre de los mártires, Satanás, y también el Cordero y el Libro de los Siete Sellos. Intervienen los veinticuatro Ancianos, y se muestran entre truenos y relámpagos los cuatro seres vivientes llenos de ojos, el arco y la corona.

Que Dios nos perdone.

Estuve el resto de la semana paseando por toda La Habana, al menos por muchas partes. Una chica holandesa, Martha, me acompañó el primer día, pero resultó tener muchos prejuicios y mucho miedo a todo: al agua, a la comida, a hablar con cubanos o con cubanas, a subir en la lancha de Casablanca; tengo algunas debilidades, fumo, y estando en La Habana no puedo dejar de beber algún daiquiri o algún mojito. Esta chica de piel tan blanca, un poco torpe, no hacía ni quería hacer nada de esto y tampoco tenía mucha conversación, así que los siguientes días me fui sola y pude disfrutar de la ciudad.

La Habana es una ciudad segura, eso dicen todos. Estuve en el Capitolio, en el Museo Napoleónico y en la universidad y un poco en todos los sitios hasta llegar al río Almendares. La semana que viene iré a trabajar a Miramar, por los túneles. Patricia me llamó dos veces desde el trabajo, dice que seré bienvenida. Me gusta Cuba.

El trabajo me pareció bien, aún no puedo saber cómo será en el futuro. Es en una casa muy grande de dos plantas, azul, en la Quinta Avenida, dentro de un jardín muy bonito, junto a una embajada. Patricia es allí la que organiza, junto a dos secretarias y un administrativo, porque el jefe, que se llama Álvaro, no suele estar casi nunca. Estuve hablando con él diez minutos y luego se marchó enseguida.

Tengo un despacho que da al jardín, en el que hay un árbol muy extraño. Lo que tengo que hacer es muy parecido a lo que hacía en Madrid, así que no creo que tenga problema; el ambiente es relajado, la oficina parece provisional, como ocurre con muchas cosas que veo en La Habana. Hay muchos cables, enchufes, aparatos casi en el suelo y muchos papeles en estanterías abarrotadas, pero según Patricia casi todo funciona. Puedes llevarte la comida o salir a un local cercano en el que hay poca variedad. Necesito encontrar un piso o una casa, esta tarde iré con mi amiga, la verdad es que parece muy competente.

Me pregunto qué hago en Cuba, puede que estuviese mejor en mi casa. Hace un tiempo magnífico, fresco, me gusta ir a todos los sitios andando, todas las calles me parecen iguales y diferentes al mismo tiempo. Estuve dudando entre un piso segundo en una avenida principal, y una casa en la calle 19, en el Vedado. El piso era más caro, más moderno, mejor amueblado, pero lo noté un poco oscuro; me gustó más la casa, salvo la cocina. Al final me mudé a otra diferente, en 21, muy cerca del parque Víctor Hugo, que es muy bonito; tengo una terraza a la que se sube por una escalera de caracol, un jardín lleno de plantas con una fuente, una cocina comedor muy grande y un dormitorio pequeño que da al oeste; los techos son altísimos, el suelo es de baldosas de color verde, muy bonitas, la ducha es muy moderna y el agua sale con fuerza. Creo que aquí estaré bien. La dueña es una chica muy joven, negra, muy guapa, que me dice «mi querer», «mi amor», «mi tesoro» y «mi vida». Tengo una estantería baja y alargada llena de libros y dos mecedoras que brillan con el sol de la tarde. Mañana empezaré a comprar cosas para llenar el frigorífico. Patricia me invitó a cenar en un local muy barato, luego nos bebimos dos rones, y me estuvo contando algunas cosas de su vida. Al salir, vimos una luna grande, muy blanca, y una pequeña estrella a su lado.

Es difícil comprar cosas en La Habana, no exagero: las tiendas están casi siempre medio cerradas, revueltas, desordenadas y sin apenas nada, y los empleados suelen ser hoscos, antipáticos, parecen estar deseando que te vayas cuanto antes, te devuelven el cambio sin mirarte y sin hablarte, en ocasiones te engañan. Compré lo que pude, pero aún veo difícil poder hacer comidas o cenas en casa, aunque una persona sola lo tiene más fácil. El sábado fui al agro, que es un mercado al aire libre lleno de gente; llovía y el suelo estaba algo embarrado. Casi todos los puestos tienen lo mismo: boniatos, malanga, yuca, limones, algunos tomates bastante feos. Poco a poco voy llenando el frigorífico. Ayer se fue la luz durante bastante rato, tengo que encontrar velas en algún sitio.

Hasta ahora los cubanos no me han parecido muy simpáticos, me miran descaradamente con una mezcla de deseo y desprecio que no me gusta nada. A veces, me hablan en inglés o contestan con los dedos y las manos como si fuésemos sordomudos; cuando llego a casa me siento agotada, hay algunos mosquitos. Patricia dice que todo eso es normal, que no me preocupe, que ella me dará yogur y patatas y huevos, que hay mucha fruta, que el próximo sábado iremos a 19 y B y a comprar cerveza y ron a Tercera y 70, todo me suena a chino, no me oriento, las calles están llenas de latas y botellas y papeles sucios, pero los atardeceres son maravillosos; vuelvo a casa andando por el puente sobre el Almendares, y otras veces me lleva Patricia, o regreso en un almendrón. Un perro escuálido me espera en la puerta de casa, creo que me estoy acostumbrando.

Mis padres me llaman cada cuatro o cinco días y me dijeron que Emiliano me enviaría unas historias por correo electrónico. Más adelante hablaré de Emiliano.

Patricia me llevó al faro del Castillo del Morro, a la casa de Hemingway en San Francisco de Paula y a Matanzas por la carretera de la costa. Cuba es extraña, diferente, no sé bien qué pensar, todavía no soy más que una turista que ha empezado aquí a trabajar. Hago muchas gestiones, también hablo con mucha gente por teléfono, el trabajo me gusta; mi jefe, Álvaro, con el que hablé otros diez minutos, me dijo que estaba muy contento conmigo y que todo iba bien y luego se fue, y no sabemos nada de él desde hace cuatro días, debe estar de viaje.

He tenido que matar algunos bichos en mi casa, algunas tardes me siento a leer en el parque mientras me mira la cabeza de piedra de Víctor Hugo, tengo que buscar una biblioteca o una librería. También fui al teatro con una compañera cubana, Taymí, pero no entendí gran cosa, todo eran gritos y carreras en un escenario sin decorados; la gente aplaudió mucho. Los cines son en La Habana grandes, con telones en los bordes de la pantalla que ya no se abren ni cierran, bastante mortecinos, con unas luces tristes y feas. He visto varias películas francesas y españolas, es casi gratis; cuando no me gustan, me salgo y doy un largo paseo mirando todo lo que me llama la atención. Me gustaría entrar en algunas casas.

 

No siento tristeza ni tampoco soledad, estoy a gusto. Algunas tardes llueve muy suavemente, como en un otoño dulce en España, nunca hace frío. Ahora tengo un perro pequeño que me mira con cariño, tuve que acogerlo, nunca ladra, es un perro mudo. Desde hace tres días le llamo Mudín, no Mudito, y viene detrás de mí por las escaleras hasta la terraza, que le vuelve loco. Después se duerme bajo la luna y las estrellas.