Read the book: «Travesía del manglar», page 3

Font:

Sin embargo, lo repito, la gente dice cualquier cosa.

Las broncas entre Francis Sancher y Moïse tenían otra causa.


Desde la visita de Émile Étienne, Francis Sancher multiplicó sus misteriosas deambulaciones por el bosque. Olvidó su máquina de escribir, se levantaba con el canto del pitirre, cuando el sol se desperezaba todavía sin fuerzas en el cielo, se iba a pisotear el rocío y no regresaba sino hasta la mitad de la noche, rendido hasta no poder pronunciar palabra, con la ropa llena de kouzen, esa planta salvaje que da comezón. ¿Qué buscaba, como la mosca de miel o como un colibrí fu-fu que no sabe dónde posarse? Esa pregunta le taladró tanto el espíritu a Moïse que se puso a seguirlo, pero sin conseguir indicio concluyente alguno.

Y fue así como cedió a la tentación fatal.

Francis Sancher tenía un baúl. Un baúl de hierro verde que había relegado al cuarto más pequeño de los dos y de donde sacaba todo.

El dinero para la carne, el pan o las latas de comida para perros. Los fajos de papel amarillo, todos del mismo formato para su máquina de escribir. Sus andrajos. Los libros que le gustaban, todos en español, a excepción de uno de Saint John Perse, de la colección de La Pléiade.

Ese baúl, Francis Sancher lo tenía bajo llave, pero, ilógico, dejaba la llave a la mano de cualquiera, en un candelero sobre su cama.

Una vez abierto el baúl, Moïse sintió un escalofrío. ¡Dinero! ¡Cheques! Más de lo que había visto desde que abandonó el vientre de Shawn. No sólo franceses, bonachones y familiares, también billetes extranjeros, gringos, verdes, angostos, todos parecidos y al mismo tiempo engañosos, pérfidos. ¿Cuánto habría?

Sin querer, todas las historias sucias que la gente de Rivière au Sel contaba sobre Francis Sancher le vinieron a la memoria y, con la confianza vacilante, se acercó un fajo a las narices, como si el olor pudiera informarlo. ¡Ay! Bien o mal habido, el dinero siempre huele igual de mal.

Fue entonces cuando la lluvia se puso a golpetear frenéticamente en el techo como si quisiera advertirle algún peligro. Casi de inmediato, el suelo tembló y una voz exclamó:

—¡Ay, por un pelo!

Cuando entró Francis Sancher, con el agua escurriéndole hasta los zapatos, Moïse estaba enroscado en el suelo, con el fajo pegado a los dedos como en el cuento del Konpè Lapen, castigado por el azar. Francis Sancher le dio vueltas y vueltas con el desprecio de su mirada, antes de dejar caer:

—¿Entonces era eso lo que querías? Ya decía yo que por algo te me pegabas todos los días, para chuparme la sangre como un verdadero zancudo. Porque así te dicen, ¿no? ¿Entonces no eres más que un ladronzuelo? Pero si lo que querías era dinero, sólo tenías que pedírmelo. ¡Si vieras el caso que le hago!

Desesperado, con el corazón destrozado por un terrible dolor, Moïse tartamudeó:

—¿Eso? ¿Eso es lo que crees?

Francis Sancher, ya sin mirarlo, exprimiéndose el agua, le escupió:

—¡Lárgate!

Moïse se vio obligado a obedecer.

En el Bar de Christian, los hombres despreocupados veían un partido de futbol en la televisión y coreaban “Ma-ra-do-na, Ma-ra-do-na”. Dodose Pélagie, leyendo Maisons et jardins, llenaba una mecedora sobre su porche.

Moïse regresó a su casa, a su cama todavía húmeda de sus sudores nocturnos, y, como un acusado tan desposeído como para pagarse un abogado, empezó a preparar él mismo su defensa:

—Crees que quiero tu dinero. Si quisiera dinero, habría seguido con el box. Me habría vuelto campeón de peso pluma. Doudou Robinson decía que tenía madera. A mí no me importa el dinero. Lo que buscaba era saber quién eras, para defenderte, ¿me entiendes?

La lluvia no cesaba. El Torrente Vilaine salía de su lecho, se inflaba; en un caudal de limo negruzco paría cuerpos de animales que había sorprendido en las sabanas. Se alzó una pestilencia y, para espantarla, quemaron enormes cantidades de incienso en las capillas votivas hundidas en las laderas de los cerros.


Una noche Moïse ya no pudo más de la pena, entonces aprovechó la calma chicha y corrió a casa de Francis, con palabras y palabras de explicación en la boca, con los pies hundiéndosele en el barro y extirpándose de ahí con sonidos golosos de succión. Saciados, los dóbermans bostezaban entre sus cadenas.

Iba a empujar la cerca cuando una silueta de mujer se dibujó en el porche, su panza de chabin dorada, rasgos negros y piel blanca, iluminaba el sereno. Sin poderlo creer, Moïse reconoció a Mira y, paralizado, se quedó de pie observándola, como si la viera por primera vez, como si no la hubiera visto robustecerse año con año, crecer entre ellos, planta prohibida cuyas ramas, hojas y flores destilaban un perfume ponzoñoso.

¿Qué hacía ahí?

Temblando con todos sus miembros, se atrincheró en la sombra de un ébano hasta que la lluvia, que había retomado sus fuerzas, lo empapó hasta los huesos. Entonces, en pánico, corrió pecho tierra hasta su casa.

Unos días después, en el Bar de Christian, los hombres hablaban de violación. Por supuesto que él no había creído en la violación ni un solo instante. Si una persona había violado a otra, seguramente no era la que decían. Pero ése no era el asunto. Lo que importaba era que, desde entonces, la vida había retomado su sabor a agua estancada. Los árboles de Rivière au Sel se habían vuelto a cerrar en torno a él como las paredes de una cárcel. Se despertaba en las noches como antes, todo sudado de pena y angustia. Al volante de su camioneta, arriesgando la vida, sacaba la cabeza por la ventana y veía el cielo sin grilletes peinando las cabezas de otros hombres que no conocería jamás.

Irse. Sí, pero ahora, ¿hacia qué América?

A veces, algunos colegas de correos se dejaban explotar en la metrópoli. Se los veía en las vacaciones anuales, una rubia al brazo, un lago de tristeza al fondo de los ojos y el oleaje amargo del exilio surcándoles las comisuras de los labios.

Irse. Pero, según Francis Sancher, que había recorrido la Tierra, no había ni una esquina bajo el sol que no conllevara su parte de desilusión. Ni una aventura que no acabara en amargura. Ni un combate que no terminara en fracaso. Entonces, ¿vivir en Rivière au Sel a perpetuidad? ¿Terminar los días solitario como un cangrejo macho en su hoyo?

Aterrorizado, Moïse vio a su alrededor al círculo de rezadoras, como si todos esos rostros no le fueran familiares: desde el de la señorita Léocadie Thimothée, triturado, amasado, deformado, lijado, vuelto pesadillezco por la avanzada edad, hasta los de Mira, radiante obsesión de sus noches, y de Vilma, aún informe, surgiendo de la adolescencia. Un dolor sin causa conocida le perforó el pecho, y de los párpados se le desbordó un caudal de agua salada.

Dinah Lameaulnes entonó un nuevo salmo:

Alabad al Eterno.

Alabad al Eterno en los cielos;

alabadlo en los cielos tan altos.

Alabadlo, todos Sus ángeles.

Él inclinó muy bajo la cabeza y mezcló su voz con la del coro.

MIRA

HAY QUE BAJAR AL TORRENTE DESPUÉS DE LA PUESTA DE sol, cuando el agua es negra, aquí tranquila, hoyo negro sobre el negro de la nada, allá inquieta, rebotando sobre las rocas que el ojo ya no alcanza a distinguir. De niña, bajaba cada atardecer al Torrente y me quedaba ahí horas enteras. Había descubierto que el agua sabe mejor en esos momentos, en la oscuridad que se espesa poco a poco. Me hacía ovillo bajo las hojas de filodendro gigante y oía sus voces enojadas:

—¿Y ahora dónde estará? Deberíamos dejarla ahí.

—Una buena tunda es lo que esa niña se merece. Pero su papá no quiere que la toquen.

Cuando el ruido de las voces ya se había callado, me quitaba el vestido y toda la ropa. Me deslizaba en el agua que penetraba, ardiendo por el calor del sol del día, hasta las profundidades de mi cuerpo. Me estremecía bajo esa caricia brutal. Luego me sentaba en la orilla y me secaba con el viento.

Hay que bajar al Torrente después de la puesta de sol, cuando el cielo es redondo, hueco como una concha pintada por encima de nuestras cabezas.

A veces, cuando no lograba quedarme dormida a mitad de la noche, recorría de puntitas el pasillo central de la casa. A la derecha oía los ronquidos de mi padre, quien todavía no se había casado con Dinah, la sanmartinense, y que acababa de hacer el amor con Julia, nuestra criada. A la izquierda, un rayo de luz brillaba bajo la puerta del cuarto de mis hermanos. Uno de ellos, Aristide quizá, debía de estar leyendo algún libro prohibido. En el jardín, los perros se me acercaban gimiendo, moviendo la cola. Me querían seguir. Pero yo los ahuyentaba, porque de noche el Torrente sólo me pertenece a mí. Odio el mar estruendoso, violeta, que despeina. Tampoco me gustan los ríos, con su agua lenta y turbia. Sólo me gustan los torrentes vivos, e incluso, los violentos. Me sumerjo. Duermo en sus orillas pobladas por batracios. Me tuerzo los tobillos en sus rocas resbaladizas. Son mis dominios, sólo míos. Las personas ordinarias los recelan, creen que es la guarida de los espíritus. Además, nunca hay nadie ahí. Por eso, cuando tropecé con su cuerpo, invisible en la negrura como un caballito del diablo, creí que, como yo, él también había venido por mí.

La soledad me acompaña. Ella fue la que me arrulló, me alimentó. No me ha abandonado hasta el día de hoy. La gente habla, habla. No saben lo que significa salir ardiendo del vientre ya frío de su madre, decirle adiós desde el primer momento del mundo. Mi padre se secaba los ojos rojos. Había amado a su negra Rosalie, Rosalie Sorane, de pechos de berenjena. La comadrona le repetía:

—¡Agarre valor, Señor Lameaulnes!

Mi padre no tenía hijas. Su primera mujer, Aurore Dugazon, que murió por un fibroma, no le había dado más que niños. Tres niños, uno detrás de otro. Y a mí, mi padre me tomó en sus brazos mientras sus lágrimas tibias me recorrían la cara. Pero yo, desde ese momento, no quería su amor. No quería darle el mío. Él era culpable.

Pues si hubiera dejado en paz a Rosalie Sorane, si la hubiera dejado dormir en casa de su mamá, que se instalaba cinco veces a la semana en el mercado de la calle Hincelin para revender tomates, quingombós y ejotes, y quería que su hija fuera a estudiar a la metrópoli y se convirtiera en licenciada, no se habría muerto a los dieciocho años, vaciada de toda su sangre joven, acostada con los pies fríos entre dos sábanas de tela de lino bordada.

Cuando nací, mi padre me envolvió en un albornoz azul, pues Rosalie Sorane esperaba un niño y había preparado todo su ajuar de ese color, y me acostó en la parte trasera de su enorme automóvil norteamericano. Cuando llegamos a Rivière au Sel después de una hora de camino, era de noche. Un viento fresco se colaba por las laderas de la montaña, densa, con relieve de sombra chinesca. Aurore Dugazon, pálida y enclenque, estaba sentada en el porche. Mi padre pasó por donde estaba ella, sin mirarla, como de costumbre, y me puso en brazos de Minerve, la criada, que se había precipitado por el ruido del motor. Él le dijo simplemente:

—La bautizaremos el sábado que entra.

El sábado siguiente me bautizaron en la iglesia de Petit Bourg: Almira (el nombre de mi abuela, la madre de mi padre) Rosalie Sorane. Como mi padre había tenido a bien tutear a todos los directores de banco, al presidente de la Cámara de Comercio y al de la Oficina de Turismo, no podía transformar a una hija de adulterio en hija legítima. A pesar de eso, jamás me llamaron por otro nombre que no fuera Mira Lameaulnes.

A los cinco años me fugué por primera vez. No podía entender que, para mí, no hubiera una mamá en algún lugar sobre esta tierra. Estaba convencida de que se escondía en la montaña, de que la protegían los gigantes de la selva densa, de que dormía entre los desmesurados dedos de los pies de sus raíces. Un día, buscándola desde la mañana, subí por una vereda. Estaba cansada de poner un pie delante del otro. Cansada a morir. Entonces me apoyé sobre una roca y rodé hasta el fondo de un torrente, escondido bajo el amontonamiento de las plantas. Jamás he olvidado ese primer reencuentro con el agua, ese canto delicado, apenas audible, ni el olor de la tierra en descomposición.

Cuando me encontraron después de una batida de tres días y tres noches, mi hermano Aristide se burló:

—Tu mamá era una negra que atrapaba hombres. ¿Cómo puedes imaginar que está arriba en la montaña? A esta hora ha de estar bajo nuestros pies, quemándose en el infierno, con la piel chamuscada como chicharrón de cerdo.

A pesar de lo que pudiera decir, su crueldad no me alcanzaba. Había encontrado el lecho materno.

Desde ese día, cada vez que tengo el corazón ensangrentado por la crueldad de la gente de Rivière au Sel, que no sabe más que afilar el cuchillo de sus maledicencias, bajo al Torrente. Bajo en cada aniversario de la muerte de Rosalie Sorane, que es también el de mi nacimiento, y trato de imaginar cómo sería la vida si ella estuviera aquí en carne y hueso para verme crecer, para recibirme en el porche cuando regreso de la escuela y para explicarme todos los misterios del cuerpo de las mujeres, mismos que yo debo descubrir sola. Porque si tuviera que contar con Dinah, creería que fue por la mediación del Espíritu Santo que tuvo a sus tres hijos.

Le tenía cariño a Aurore Dugazon, la mamá de Aristide, tan pálida, tan pálida que sabíamos que tenía los días contados sobre esta tierra. Cuando murió, cubrimos todos los espejos con chales negros y morados para que no viniera a mirarse en ellos, llorando por su juventud perdida. La gente decía:

—¡Ay Dios, parece una mujer casada!

Aristide se había encerrado en su cuarto. Mi padre fue a buscarlo y lo amenazó con golpearlo si no iba a darle un último beso antes de que clavaran la tapa del ataúd.

De verdad creí que él también iba a morirse ese día. Es por eso que los dos estábamos listos para Dinah, la segunda mujer, cuando llegó de San Martín una buena mañana. Aristide me había advertido:

—¡Vas a ver cómo te la voy a amansar!

Pero no fue necesario. No fuimos nosotros quienes la amansamos.

¡Ay, al principio Dinah parecía una flor de tuberosa! Por la mañana cantaba frente a la ventana abierta de par en par ante la frescura de la montaña. Mandaba fregar toda la casa con raíces de vetiver y con ramilletes de hierbas. El aire se embalsamaba. Por la noche, nos contaba cuentos.

Por desgracia, pronto la vimos languidecer, marchitarse como la hierba privada del rocío de la mañana. Mi padre ya no le dirigía la palabra: pasaba por donde estaba sin mirarla; en la mesa, apartaba su plato tras un bocado; por la noche salía o se encerraba en uno de los cuartos del ático con mujeres recogidas quién sabe dónde: los oíamos reírse, reírse detrás de la puerta cerrada. Por eso, cuando mis ojos se clavaban en él, se mofaba:

—¿Lo que quieres es matarme?

Era cierto, el odio me sofocaba, me preguntaba qué podría inventar para lastimarlo. Por eso le hice caso a Aristide; a él, en realidad, sólo lo quería como hermano. Mi dicha, creí encontrarla en el sabor del mal, de lo prohibido.

Muy pronto eso ya no me bastó. Desde que me corrieron de mi cuarta escuela de paga, no hice nada y germiné sin gozo alguno. Empecé a tener un sueño, siempre el mismo, noche tras noche; en él, estaba encerrada en una casa sin puerta ni ventana, intentando salir en vano: de repente, alguien daba un golpe contra la pared y ésta se resquebrajaba, se caía a pedazos, y yo me encontraba frente a un desconocido, sólido como un pié-bwa, que me liberaba.

Bien o mal, mataba el tiempo de los días. En cierto momento, a Aristide se le metió en la cabeza encontrarme un trabajo en el Vivero. Ahí preparé gavillas para las novias o coronas para los muertos. Y si me acercaba a los hombres, éstos no hacían nada, excepto comerme con sus ojos llenos de vicios. Por eso aquello no podía durar mucho. A veces, mi padre me miraba:

—Te tengo que buscar un marido. Cuando tenga tiempo para ti.

Yo ni siquiera le respondía.

La vida empezaba cuando bajaba al Torrente. Una noche como las otras, ni más ni menos luciérnagas en el sereno, tomé el camino conocido. Al acercarme al agua, di con su cuerpo invisible sobre las hojas de filodendro. Se enderezó y preguntó:

—¿Eres tú? ¿Eres tú?

Con mi linterna proyecté su cara en la negrura. Lo reconocí al instante. Entonces murmuré:

—¿Me estabas esperando?

Tartamudeó:

—No tan pronto.

Me incliné hacia él:

—¿Crees que es demasiado pronto? Hace veinticinco años que te estoy esperando sin ver nada venir. Estaba perdiendo la esperanza.

Preguntó:

—¿Veinticinco años? ¿Cómo que veinticinco años?

Le puse la mano en el hombro. A él le temblaba todo el cuerpo y le pregunté:

—¿De qué tienes miedo?

—Pues de ti. ¿Cómo lo vas a hacer?

Me acerqué mucho, mucho, y puse mi boca sobre la suya, seca, inerte y sin respuesta:

—Así…

Después de ese beso, me miró fijamente, con los ojos dementes por un terror que yo no comprendía:

—¿Es todo?

Me reí:

—No. Podemos seguir si quieres.

Le desabotoné la camisa azul marino, desabroché su duro cinturón de cuero. No dijo una palabra. Parecía un niño delante de una persona mayor. Hicimos el amor sobre la tierra fértil al pie de los helechos arborescentes. Él se dejó hacer, no reacio, pero al acecho de cada uno de mis movimientos, como si creyera que escondían golpes mortales. Luego permaneció un rato largo sin moverse, junto a mí, y después dijo:

—Me llamo Francis Sancher.

Yo contesté:

—Eso ya lo sé, figúrate.

Se volteó hacia mí:

—Tú no eres la que esperaba. ¿Quién eres?

Me puse de pie y bajé burlándome hacia el agua que brillaba negra entre las rocas:

—¿No sabes quién soy? Me sorprende. La gente de Rivière au Sel cuenta cualquier clase de historias sobre mí.

—Me rehúyen como a la peste. Nadie me habla.

—¿Ni siquiera el Zancudo?

—¿El Zancudo?

Dejé que el agua me corriera por la cabeza:

—Moïse, si prefieres. Así es como le dicen a tu amigo el cartero. ¿No te ha hablado de mí?

No contestó.

En la oscuridad, oía los pesados pasos de los sapos que cazaban insectos bajo las hojas. El viento cayó bruscamente, helado sobre mis hombros, y salí del agua para ponerme otra vez la ropa. Él me veía en silencio todo el tiempo. Cuando me estaba alejando, me preguntó:

—¿Te veré otra vez?

Por encima del hombro le lancé:

—¡Le agarraste gusto, al parecer!


La gente de Rivière au Sel no me quiere. Las mujeres le recitan sus plegarias a la Santa Virgen cuando cruzan mi camino. Los hombres recuerdan sus sueños nocturnos, cuando empaparon las sábanas, y sienten vergüenza. Entonces, me confrontan con los ojos para esconder su deseo.

¿Por qué? Quizá sea demasiado bella para su fealdad, demasiado clara para la negrura de su piel y su corazón. Mi padre, tras las apariencias, me tiene miedo. Podrá hostigar a sus capataces y a sus obreros haitianos. Podrá traer marcando el paso a sus hijos del segundo lecho, sin siquiera hablar de Dinah, zombi perdida ante él. Podrá correr a las sirvientas por un sí o por un no cuando ya no quiere nada más de ellas o cuando se le resisten. Pero frente a mí, es otro asunto. Sabe que el cuerpo de Rosalie Sorane está entre nosotros. Aristide también me tiene miedo, a mis enojos, a mis lunas, como él dice. Cuando llegué a Rivière au Sel, envuelta en mi albornoz azul, Aristide acababa de cumplir tres años. Por mí soltó la mano de su madre. Crecimos como dos salvajes. No tenemos secretos el uno para el otro. Sin embargo, jamás lo he llevado al Torrente: éste sólo me pertenece a mí. Es mi reino, mi refugio.

Aristide dice que no podría vivir lejos de la montaña. Cada mañana se adentra en su vientre y regresa con la mochila llena de tordos de patas amarillas, de carpinteros negros, de perdices y torcaces que atrapa con pegamento de los helechos y que encierra en jaulas de bambú al fondo del Vivero. Junto con los invernaderos de orquídeas, es su reino propio. Los que dicen que tiene el corazón duro como una roca, no lo conocen. Tiene el corazón sensible como el de un niñito.

El día que me encontré a Francis Sancher en el Torrente, Aristide estaba fumando en el porche. Gruñó:

—¿Y ahora a dónde te fuiste a vagar?

Le di la espalda y me dirigí a mi cuarto. Me siguió y se sentó con todo su peso en la mecedora. Me empecé a peinar para dormir. Luego pregunté, poniendo mucha atención en los tonos de mi voz, porque conozco sus celos.

—¿Qué dice la gente sobre Francis Sancher?

Me miró y sus ojos me quemaban:

—¿Te interesa?

—¿No le interesa a todo el mundo aquí?

—La gente dice que es un cubano. Cuando Fidel abrió las puertas del país, se fue.

—¿Por qué vino para acá a donde no hay trabajo, nada que hacer?

—Ésa es la pregunta.

Hubo un silencio. Luego volvió a empezar:

—Óyeme bien, te voy a contar un cuento: “Un domingo, en misa, la pequeña Mari vio a un hombre que no conocía, todo vestido de blanco, ataviado con un sombrero panamá. A la salida de la iglesia, le preguntó a su madrina: ¡Madrina, Madrina! ¿Viste a semejante hombre del sombrero panamá? ¿Sabes cómo se llama?”.

Me alcé de hombros:

—¡Ya déjate de cuentos! ¿Crees que soy un bebé de cuna?

Se levantó y salió sin decir nada.

La noche no está hecha para dormir en un lecho como una rueda de carreta sumida en el lodo de un campo de caña. Está hecha para soñar despierta, la noche. Está hecha para revivir las pobres dichas de los días. Reviví los momentos con Francis Sancher. Hasta entonces, jamás había acariciado más que un solo cuerpo familiar, sin misterio, tan cercano al mío como el tronco del hule al filodendro epifito. Ahora tenía que descubrir qué era lo que escondía esa forma extraña. Como la pequeña Mari, enamorada de su desconocido del sombrero panamá desde la primera ojeada, todo vestido de blanco, tenía que saber quién era.


En el desayuno, mi padre piafaba como caballo vicioso. Empezó con Joby, el mayor de sus hijos del segundo lecho, un joven paliducho que a todo teme:

—¿Por qué gasto mi dinero para mandarte a la escuela, eh? No vales más que los negros haitianos que acarrean estiércol en mi Vivero.

Por una vez, Dinah protestó:

—No se te olvide que le dio dengue. Hasta ayer estuvo en cama enfermo.

Se abalanzó sobre ella:

—¡Cierra la boca cuando les hablo a mis hijos!

Luego se volvió hacia Aristide:

—¿Y eso qué quiere decir, por los truenos de Brest? ¿Mandas desbrozar la sabana?

Aristide no perdió la calma y terminó de tomar su café muy tranquilamente:

—Fui a Martinica y visité el jardín de Balata. A un tipo se le ocurrió sembrar toda clase de flores y plantas en la casita de cambio de aires de su abuela. Y llegan los turistas de todos lados y pagan por entrar. ¿Por qué no hacemos eso? Tenemos tierra hasta para vender, y el clima necesario.

Mi padre se burló:

—¡Salvo que los turistas no vienen jamás por aquí!

—¡Vendrán si hay algo que ver!

Sabía que iban a empezar a echar espuma, a desgarrarse como dos perros, entonces salí al porche. La mañana es mi momento preferido. Las hojas bailan suavemente en las ramas de los árboles que acaban de despertar bajo el sol. El aire huele a agua. Hecha ovillo en la mecedora en la que, desde las seis de la tarde, Dinah doma su soledad, vi al Zancudo dejándole el correo a Cornelia.

Si hay alguien que me ha seguido, y me ha espiado con sus ojos mal hendidos, es el Zancudo. Un día que paseaba sobre la meseta de Dillon, pues de ahí se ven las nubes correr por encima del mar, me lo encontré, como alma en pena. Me sonrió:

—Buenos días, preciosa, ¿te puedo acortar el camino?

Ni siquiera me tomé la molestia de contestarle. Se quedó un momento balanceándose sobre un pie y luego se fue todo atontado.

Pero esa mañana me pareció que era más bien un regalo del Buen Dios y corrí hacia él:

—Llévame a la tienda, voy a ver si encuentro papel para cartas.

No sabía bien cómo hablar así de repente de Francis Sancher cuando, en la cesta en la que acomoda su correo por paquetes amarrados con ligas de diferentes colores, noté una carta con un nombre raro, de otro lado, totalmente diferente a los de la gente de Rivière au Sel, que se apellidan Apollon, Saturne, Mercure, Boisfer, Boisgris —ni qué decir, los Amos se han de haber divertido al bautizarlos—: “Francisco Álvarez Sánchez”.

Comprendí en seguida, pero me hice la sorprendida.

—¿Es de Rivière au Sel, ése de ahí?

Él gritó:

—¡Deja mis cartas! ¿Qué no sabes que si estuvieras en Estados Unidos te meterían a la cárcel?

¿Qué sabe él de Estados Unidos? Aristide fue una vez a Estados Unidos por una exposición de orquídeas en Monterey. Me contó de los pájaros blancos y los árboles que el fuerte viento raspa a voluntad.

Le puse la mano sobre la rodilla dura y puntiaguda como guijarro de río; él se puso a temblar a tal punto que llegué a sentir piedad por ese cuerpo desgraciado que jamás descubrirá el amor.

—¿Qué sabes de él?

Intentó reír, pero sus ojos resplandecían como los de los insectos:

—¿Qué me das si te digo lo que sé? ¿Un beso?

Ni siquiera respondí. Tartamudeó:

—Su familia era de aquí y él está buscando sus rastros. Eran bekés que huyeron después de la abolición.

—¿Eso es todo?

Lo miré de arriba abajo.

—Déjame decirte. Si quieres tu beso, tienes que averiguar más.

Después de eso, me bajé de su camioneta y azoté la puerta. La gente ya nos estaba viendo.

Esperé una semana, dos semanas, pero el Zancudo no vino a verme. También bajé cada noche al Torrente. Francis Sancher tampoco regresó.

De vuelta a casa, rechazaba a Aristide, que no entendía nada; y yo mojaba mi almohada con agua salada.


El amor llega por sorpresa, como la muerte. No se acerca con el golpe del gwoka, con el golpe del tambor. Su pie se hunde despacio, despacio en la tierra suelta de los corazones. De golpe perdí el sueño, perdí el gusto de comer y beber. Ya no podía pensar más que en esos momentos que pasé en el Torrente y que aparentemente ya no reviviría, porque él me había olvidado.

Ese lunes —me acuerdo que era un lunes, pues como cada semana mi padre había bajado a La Pointe y había comido en casa de su primo Edgar, el cardiólogo al que no puede ver ni en pintura—, la noche descerrajó la puerta ante el gran viento. Siempre hay que recelar del gran viento, de su voz demente que resuena y rebota a través de montes y sabanas, que se insinúa por todos los intersticios, que siembra el desorden hasta en el calabazo cerrado de nuestras cabezas. Fue él, el viento, quien plantó esa idea en la mía. Ahí estaba yo, echada en mi cama, cuando él se puso a dar vueltas alrededor de mí, a picarme:

—¡Ve! Ve. Anda a alcanzarlo. No te quedes ahí a llorar como una magdalena.

Acababa de subir del Torrente, desierto, cuya agua se había enrollado alrededor de mi cuerpo despreciado. ¿Por qué me había preguntado “Te veré otra vez”, si no sabía el significado de esas palabras, si no sabía que estaba haciendo una cita?

A todo lo largo del camino, la luna oblonga había caminado delante de mí, burlándose de mi pena:

—Mira, Mira Lameaulnes, ¿en qué te has convertido? En una muñeca de trapo que llora por un hombre.

Ahora que conozco la continuación de esta historia, mi historia, y que acabé siendo devorada como la pequeña Mari, ya no entiendo por qué puse todas mis esperanzas en ese hombre al que no conocía en absoluto. Quizá porque venía de Fuera. De Fuera. Del otro lado del agua. No había nacido en nuestra isla de murmullos, abandonada a los ciclones y a los estragos de la maldad del corazón de los negros.

De Fuera.

Sí, fue el gran viento quien me plantó esa idea en la cabeza bajo el sofoco del pelo. Idea loca, idea insensata, pues iba a regalarle la vida y el amor a alguien que no esperaba más que la muerte.

En la madrugada, aventé en desorden todo lo que me cupo en una cesta caribe. Y luego, salí. El gran viento había caído. El agua de la lluvia escurría, acostaba las largas hierbas de un verde vivo, bañado de fresco. Todo parecía a la espera del humor del sol. Por un momento, tuve miedo. Me vi, mujer loca en vestido rameado, tomar el camino de la desdicha. Estuve a punto de dar marcha atrás, pero me acordé de la triste vida que dejaba tras de mí y mi deseo de vivir por fin al sol fue más fuerte. Bajé el camino.

The free excerpt has ended.