Travesía del manglar

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Travesía del manglar
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TRAVESÍA DEL MANGLAR

COLECCIÓN AMÉRICA

TRAVESÍA DEL MANGLAR

Título original:

LA TRAVERSÉE DE LA MANGROVE

© Éditions Mercure de France, 1989

Primera edición, 2020

D.R. © 2020, Maryse Condé

D.R. © 2020, Ana Inés Fernández, por la traducción

Director de la colección: Emiliano Becerril Silva

Diseño de portada: Elizabeth Builes

Formación: Lucero Vázquez

D.R. © 2020, Elefanta del Sur, S.A. de C.V.

Tamaulipas 104 interior 3,

Col. Hipódromo de la Condesa

C.P. 06170, Ciudad de México

imailiano@gmail.com

www.elefantaeditorial.com @ElefantaEditor elefanta_editorial

ISBN LIBRO IMPRESO: 978-607-9321-73-4

ISBN EBOOK: 978-607-9321-77-2

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

TRAVESÍA DEL MANGLAR

MARYSE CONDÉ

TRADUCCIÓN: ANA INÉS FERNÁNDEZ

ÍNDICE

Prólogo a la traducción

El sereno

La noche

Moïse, el cartero, llamado “el Zancudo”

Mira

Aristide

Doña Sonson

Joby

Dinah

Sonny

Loulou

Sylvestre Ramsaran

Léocadie Timothée

Cyrille, el cuentacuentos

Rosa, la madre de Vilma

Carmélien

Vilma

Désinor, el haitiano

Dodose Pélagie

Lucien Évariste

Mira

Émile Étienne, el historiador

Xantippe

El antedía

Glosarios

RIVIÈRE AU SEL


PRÓLOGO A LA TRADUCCIÓN
TRADUCIR

TRADUCIR ES DECIR ALGO YA DICHO EN OTRO CÓDIGO. TRAducir es traicionar. Traducir es transmitir culturas. Transvasar. Llevar de un lugar a otro. Traducir es todos esos lugares comunes. Sí. Pero es también una forma de vida. Es leer con otros ojos. Es buscar. Contar historias ajenas que no pueden quedarse sin contar en nuestra lengua. Traducir es jugar con nuestras herramientas lingüísticas. Tratar de dominarlas. No poder nunca. Poder sólo a veces. Es interpretar. Ver desde otro punto de vista. Conservar el punto de vista primigenio. Traducir es estar en los márgenes y estar en el medio. Traducir es ser árbitro. Juez y parte. Traducir es decirse y contradecirse. Traducir es pensar.

QUÉ TRADUCIR

La semilla de este proceso de traducción está en una clase de literatura francófona entre los años de 2012 y 2013. Como traductora, reconocer que hay otras latitudes francófonas fuera de Francia es un hallazgo y un alivio enorme: se puede traducir literatura en ciertos sentidos más cercana a nuestro bagaje histórico y, sobre todo, se pueden traducir otros relatos que por lo general son desdeñados en el mundo editorial; se pueden recrear discursos marginados que muchas veces no caben en los discursos occidentalizados que más tendemos a recrear porque son los que se leen, porque son los que se venden, porque son los que tienen fama y denotan mundo. Los discursos y relatos del Caribe francófono muestran otra visión del mundo que quizá no estemos acostumbrados a leer, pero que, al final, resulta tan universal como cualquiera.

Travesía del manglar es la única novela de Maryse Condé que se sitúa enteramente en su tierra natal, la Guadalupe, ese archipiélago minúsculo en las Antillas Menores bastante desconocido para el mundo. Muy cercana geográficamente al continente americano y a otras islas caribeñas, Guadalupe está mejor conectada en todos sentidos con Francia: es más fácil volar de Pointe-à-Pitre a París que a otros lugares del Caribe. Guadalupe es un pueblo lleno de contradicciones que en gran parte se deben a no haberse desprendido nunca de su metrópoli, a haber pactado —junto con Martinica, isla vecina y hermana— su adhesión voluntaria a Francia como territorio de ultramar, en lugar de sumarse a la ola de independencias de mediados del siglo XX que les habría correspondido. A cambio del trauma de no haber logrado parir su revolución, como dice uno de los personajes de la novela, Guadalupe y Martinica tienen niveles de vida más parecidos a los europeos que a los caribeños, usan euros y gozan de una estabilidad económica asegurada por Francia que no podrían siquiera soñar sus vecinos del Caribe o, incluso, muchos del continente.

La historia se desarrolla a lo largo de una noche de velorio. Los habitantes de Rivière au Sel velan al extranero de aquel pueblo ficticio y, mientras los hombres beben y las mujeres rezan, cada personaje le dedica al muerto un fragmento de sus pensamientos. A cada lector le corresponde armar el rompecabezas de la vida de aquel extraño que yace muerto en la hierba; al que sólo podemos conocer por lo que cuentan los demás personajes. Con el pretexto del velorio y del muerto en el que hay que pensar, cada relato individual, además, cuenta su propia historia y la de su familia, la de su pueblo, la de su cultura. La multiplicidad de visiones que no permite una verdad única y completa dentro de la novela se corresponde muy bien con la propia visión que Condé tiene de su tierra natal: un mosaico de sentimientos encontrados con el que difícilmente ha logrado sentirse en paz durante toda su vida.

POR QUÉ TRADUCIR

Traduzco Travesía del manglar, en primer lugar, porque al llegar al punto final de la novela original, no pude pensar que mi lectura se detendría ahí, en esa actividad relativamente pasiva. Es entonces cuando la vocación adormecida te indica el resto: traduce este texto. Y sin que nadie te lo pida y sin saber muy bien por qué o para qué —mucho menos, para quién— empiezas a rayonear algunas frases, a buscar palabras en el diccionario, a jugar con los juegos que ya existen dentro. Es mucho después, cuando ya el trabajo se vuelve recurrente y, digamos, serio, que te das cuenta de que no se puede quedar en esa pulsión primera, en esa necesidad casi física, y que hay que armarlo, proponerlo, publicarlo para que, quizá, algún otro hablante de tu lengua pueda experimentar una sensación similar.

Pienso sobre todo en el público hispano inmediato, el mexicano, y considero que Travesía del manglar puede traerle una visión del mundo que no conoce, la de una islita francófona en el Caribe con un estatus políticoadministrativo muy particular; pero el lector también puede identificarse con sus personajes, tan guadalupeños y tan universales al mismo tiempo, que sienten vivir un exilio permanente por los resabios de la esclavitud, que siguen teniendo una marcada diferenciación racial directamente relacionada con la brecha de clases, que aman y odian, rezan y beben, nacen y mueren. Pero más allá de la historia de la novela, es el uso de la lengua lo que me indicó la necesidad de traducirla: Condé tiene un estilo particular que en esta obra prevalece sobre la trama del relato, escribe con un lirismo que puede oírse en la lectura, encadena las frases de manera compleja, musical, rítmica, a veces repetitiva, y sume al lector en una cadencia ajena pero comprensible. No podría decir que es un lirismo caribeño sino, como suele decir la propia autora, condiano.

A la música de las palabras se suma la extrañeza de las lenguas: la novela original está escrita en francés, lengua oficial de la isla, sin embargo, Guadalupe conforma una sociedad bilingüe cuya lengua de uso cotidiano, no oficial, es el créole, que fue creada por los esclavos africanos durante el siglo XVII. En el texto vemos la mezcla del francés caribeño y del créole guadalupeño, por ejemplo, en duplicaciones de términos que nos parecen pleonasmos, pero que son calcos del créole y tienen un carácter enfático (p. e. “arrodillarse en dos rodillas”); en términos culinarios, culturales y de especies botánicas endémicas difíciles de encontrar en otra lengua; vemos también palabras o frases propiamente en créole o calcadas del créole que no son inteligibles para el francófono monolingüe. Estos elementos conforman la riqueza lingüística del relato. La intención de esta traducción y de los paratextos que la cobijan para que se entienda mejor, como este prólogo, es que el lector hispanohablante se sumerja en una dimensión que le es ajena, pero que pueda asirla y sentirla cada vez más propia.

 

CÓMO TRADUCIR

Con ganas. La receta de Eliseo Diego es la mejor que he leído en varios años de estudio sobre traducción. Yo agregaría sólo: con tiempo. Ganas y tiempo sería la fórmula general, pero después hay que trabajar con palabras y nadie logra decirnos bien qué hacer con ellas.

El oficio del traductor es uno artesanal. Así como en carpintería se puede tener cierto método para fabricar una silla, pero no se puede saber exactamente dónde estarán los nudos de la madera, en traducción se puede tener una idea del texto final, pero no se pueden tomar todas las decisiones a priori, pues el proceso va exigiendo soluciones que no se adivinaban en la lectura. Entonces, tratar de hablar de sistematicidad en traducción literaria es como tratar de encontrar dos sillas idénticas hechas a mano: si existiera la perfección en la artesanía, radicaría exclusivamente en la incapacidad de replicarse.

Cada obra literaria crea un mundo de ficción. Cada traducción crea otro. Lo que hacemos las traductoras es crear nuevos mundos de ficción a partir de unos ya creados, pero que no funcionan para todo público. La razón más evidente es la barrera lingüística, que resulta bastante simplista para la mayoría de las obras literarias, pues en realidad lo que se traduce no son lenguas —o no simplemente—, sino lenguas que describen mundos, discursos, situaciones, y muchas veces no existen los equivalentes inmediatos para describirlos en otras latitudes. Entonces, al traducir literatura, lo que verdaderamente importa subsanar son las barreras culturales, pero esto se logra, paradójicamente, mediante recursos lingüísticos, pues ahí radica la naturaleza de este arte: crear mundos con palabras. De esta forma, todas las barreras —lingüísticas y culturales— se entremezclan y se vuelven una sola, enorme.

La cultura guadalupeña que se refleja en esta novela resulta tan compleja como cualquier otra; sin embargo, presenta un mayor grado de dificultad para traducirla que reside en su carácter de cultura marginada: los niveles de acceso a información sobre esos pueblos son muy bajos. En el plano lingüístico, dado que el francés antillano está totalmente teñido de elementos del créole que no se reconocen en el francés europeo, muchos términos no se encuentran en fuentes de consulta ni en los diccionarios francófonos tradicionales. Además, al ser una lengua no oficial y mayoritariamente oral, el créole no tuvo una ortografía bien establecida ni diccionarios monolingües o bilingües sino hasta las últimas décadas del siglo XX, lo cual dificulta la búsqueda e incluso la identificación de muchos de sus términos en textos como éste.

Las características mencionadas representan un problema incluso para los autores francocaribeños que quieren publicar y ser leídos. Para empezar, la mayoría escribe en francés y no en su lengua materna, porque el público de habla créole es todavía ínfimo. Y como su francés no es el francés del hexágono y sus textos forzosamente incluyen créolismos, muchos de ellos usan recursos como prólogos, notas, glosarios, etc., para cobijar al lector no caribeño y para que las editoriales de la metrópoli acepten publicarlos. A veces se dice que su escritura es ya una forma de traducción: de una cultura criolla a una lengua occidental impuesta. En ese sentido, añadir una tercera lengua —el español en este caso— sería un segundo grado de traducción donde los elementos extraños se alejan un poco más, es decir, se comprenden un poco menos por la mayor separación lingüística, por lo que resulta casi imposible no recurrir a explicaciones de diferentes tipos. Este prólogo es la primera.

Además, en la novela se usan dos recursos para que el lector hispano entienda lo que los personajes y el narrador dicen en créole. Para las oraciones completas en créole dichas por los personajes, es decir, diálogos y algunas canciones, se usan notas a pie de página; así, en el cuerpo del texto queda sólo el créole, sin ninguna marca, ni siquiera letra cursiva, con el fin de darle a esa lengua del relato un cierto carácter de naturalidad. Sin embargo, los términos aislados en créole y ciertas frases que salen de boca del narrador no se anotan a pie de página, pues el flujo de la narración permite otro recurso que no hace al lector salir de la ficción, bajar la vista y regresar al relato un par de segundos después: junto al término aparece el significado como tal o algún tipo de explicación que permita intuirlo. Todos estos términos créoles se reúnen en un glosario al final del libro, al que se añaden algunos otros elementos culturales para los que el lector hispano difícilmente podría encontrar una explicación en su lengua (personajes de cuentos populares guadalupeños, como el Zapotito; términos de otras culturas o lenguas, como el klerén haitiano; calcos del créole que no se explicaron en el relato porque se apeló al cobijo del contexto, como el ron seco y los platillos regionales).

Todos los términos de otras lenguas que aparecen en cursivas en el texto original se mantuvieron así en la traducción, incluidas las palabras en español. Con esto, las lenguas que no pertenecen propiamente al relato original se marcan como extrañas desde el punto de vista de los personajes y del narrador, aunque al lector hispano le resulten más familiares, por ejemplo, los anglicismos que los créolismos. Estas palabras en cursivas, salvo las españolas, están también en el glosario de términos.

Por último, hay un segundo glosario que recoge elementos botánicos, donde se anotan los nombres científicos de plantas y árboles cuyos nombres se calcaron o bien del créole o bien del francés, por no encontrar equivalentes en nuestra lengua, o bien había tantos nombres comunes en español que se tuvo que elegir alguno y dar el nombre científico para tranquilidad de los curiosos.

En este proceso de traducción hubo ganas y tiempo. No sólo de la traductora, sino de lectores e informantes que ayudaron a tomar las decisiones con mayor seguridad. Sobre todo de Hugo López Araiza Bravo, que leyó y corrigió más de una vez la versión en español, y de Marie Claire Elise, guadalupeña que esclareció varios términos de su lengua.

En diciembre de 2018, la Nueva Academia, creada ex profeso, le otorgó a Maryse Condé el Nobel alternativo de literatura. La autora casi nunca menciona esta obra situada en su isla natal aunque, personalmente, considero que es su novela de mayor calidad literaria. En este relato, Condé logra contar una historia bien acotada en tiempo y espacio; esa delimitación le permite concentrarse tanto en lo lírico como en lo anecdótico y consigue que la forma refleje el fondo a través de su cadencia y su estilo. Condé dedica el premio quizá más importante de su carrera al pueblo guadalupeño, gesto que podría leerse como una reconciliación con esa parte de sus raíces hacia el final de su vida. Terminar de traducir la más guadalupeña de sus novelas es, también, una buena forma de celebrar un premio que tomó por sorpresa a este proceso que llevaba años en curso. Si la traducción son puertas que se abren, esta traducción deja ver un pedacito de un Caribe francófono, de rasgos predominantemente negros y que sigue oliendo a caña de azúcar, aunque sea en la nostalgia, al cual el mundo hispano antes apenas si había podido asomarse.

Ana Inés Fernández,

Arles, agosto de 2019

EL SERENO

—¡NO ME SALTÓ EL CORAZÓN! ¡NO ME SALTÓ EL CORAZÓN!

La señorita Léocadie Timothée, maestra de primaria jubilada hacía 20 años, se quedó de pie, una mano en el pecho, la otra en puño a la altura de la boca, y examinó en cámara lenta las imágenes de sus sueños; se remontó hasta la noche de la semana anterior en que las dolencias de su cuerpo gastado —unidas a los ladridos de los perros de su vecino Léo y a los mugidos de las vacas amarradas a una estaca en la selva que colindaba con su propiedad— la habían mantenido despierta hasta las cuatro de la mañana, cuando el antedía, pálido y miedoso, ya se había deslizado con cautela entre las persianas. No. Ninguna señal emergía de las aguas opacas del sueño. Como siempre desde que se iba hundiendo en las profundidades de los años, había soñado con su hermana, que había muerto sin haber probado, ella tampoco, ni las aventuras del matrimonio ni las alegrías de la maternidad, y con su madre, que había probado unas y otras; ambas habían recobrado su buena salud tras la enfermedad y el dolor, en una juventud perenne, y la esperaban de pie en la puerta de entrada, abierta de par en par hacia la Vida Eterna.

No cabía duda: era él.

La cara sepultada en el lodo graso, la ropa manchada; era reconocible por su porte y por su melena rizada, sal y pimienta.

El olor era insoportable y la señorita Léocadie Timothée, de corazón y estómago sensibles, muy a su pesar no pudo retener las náuseas, el hipo, antes de arrodillarse en dos rodillas y vomitar largo y tendido sobre las altas hierbas de Guinea del talud. Como todos los habitantes de Rivière au Sel, ella también había odiado al que yacía ahí a sus pies. Pero la muerte es la muerte. Cuando llega, hay que respetarla.

Hizo la señal de la cruz tres veces, bajó la cabeza y recitó la plegaria de los difuntos. Luego miró a su alrededor, aterrorizada. ¿Por qué le habría dado por cortar camino por esa vereda que no tomaba jamás? ¿Qué la había empujado a tropezar, con los dos pies, contra ese cadáver? Todos los días, en cuanto caía el sereno, le echaba llave a la casa donde había vivido sola, rodeada de recuerdos, fotos, gatos somnolientos y pájaros que construían sus nidos en el hueco de las pantallas de las lámparas, y salía a tomar el fresco. Caminaba por la inmutable línea recta que unía la villa Perrety —treinta años antes, bella hasta la envidia, ahora en ruinas bajo los árboles carcomidos por las piéchans, por las lianas parásito, abandonada por los herederos que preferían hacer su vida en la metrópoli— al Vivero Lameaulnes, cuya entrada estaba bloqueada por una reja y un cartel que decía: “Propiedad privada”. ¿Qué fuerza había sido más poderosa que esos años y años de costumbre?

Forzó a su viejo cuerpo, aguijoneado por el terror que en ese momento le burbujeaba dentro, y retomó el camino del pueblo. Con el corazón latiéndole tan fuerte que le llenaba los oídos de estruendo, volvió a subir la vereda y encontró, ahora negro por la hora avanzada, entre los helechos arborescentes, el sendero que se reencontraba con el camino a la altura de la capilla de Santa María, Madre de Todos los Dolores.

La casa del muerto se elevaba un poco a las afueras del pueblo, acorralada por la selva que había tenido que replegarse de mala gana unos kilómetros y que se apresuraba, voraz, a reconquistar el terreno perdido. Era una casa hecha de lámina y tablas, mientras que por todo el país, con la desfiscalización, los más pobres se esforzaban por construir en cemento. Parecía que el que la había alzado no se preocupaba en absoluto por lo que los demás pudieran pensar de él. Finalmente, una casa era un lugar para comer, refugiarse de la lluvia y acostarse a dormir. Dos perros, dos dóbermans con pelaje color Satán a los que se había visto degustar pollos inocentes, se abalanzaron ladrando y pelando sus crueles colmillos de marfil. Por eso, la señorita Léocadie se detuvo a la altura de la cerca e infló su voz cascada para lanzar un prudente:

—¿Hay alguien?

Salió un adolescente con la cara cerrada como celda de prisión. Les gritó a las bestias, “¡shu, shu!”, y los monstruos retrocedieron ante algo más violento que ellos. Todavía sin moverse, la señorita Léocadie interrogó:

 

—¿Alix, está?

El adolescente asintió con la cabeza. Además, atraída por todo el ajetreo, la propia Vilma apareció en el porche. La señorita Léocadie se decidió a avanzar, con el espíritu torturado. ¿Cómo anunciarle a esa joven, a esa niña a quien había visto bautizar un bello domingo en pleno mes de agosto —lo recordaba bien, lo recordaba— que su hombre yacía en el lodo, molido como un perro? La señorita Lécoadie nunca había pensado que un día el Buen Dios, a quien rezaba con tanta devoción sin saltarse ni vísperas ni rosario ni mes de María, le mandaría semejante cruz, semejante prueba al final de sus tantos días. Tartamudeó:

—¿No vino a dormir, verdad?

Vilma ni siquiera pensó en responder con una mentira y, con los ojos húmedos por el agua tibia y salada del dolor, explicó:

—Ni la noche de ayer ni la de antier. Ya van tres noches. Tengo miedo. Mi mamá mandó a Alix a dormir conmigo por si me venían los dolores.

La señorita Léocadie tomó valor a dos manos:

—Déjame pasar, tengo algo que decirte.

Adentro, se sentaron a uno y otro lado de la mesa de madera blanca, y la señorita Léocadie empezó a hablar. Entonces, el agua tibia y salada se desbordó de los ojos de Vilma, recorriéndole a chorros las mejillas todavía redondas de infancia. Agua de dolor, agua de duelo. Pero no de sorpresa. Porque ella lo sabía desde el principio, sabía que ese hombre saldría de su vida de forma abrupta. Por efracción. Cuando la señorita Léocadie acabó de hablar, Vilma se quedó inmóvil, hundida en su silla, como si el dolor cayera con un peso inmenso sobre sus hombros de dieciocho años. Luego volteó a ver a Alix, que había entrado durante la conversación, quizá atraído por ese olor particular de la desgracia, y le preguntó:

—¿Oíste?

Volvió a asentir con la cabeza. Visiblemente no experimentaba otro dolor que el que le causaba la pena de su hermana. Vilma ordenó:

—¡Ve a decirle a mi padre!

Alix obedeció.

Afuera, la noche había llegado a hurtadillas. Más allá del negro follaje de los ébanos y las caobas, la cresta de la montaña ya no se dibujaba contra el cielo. En todas las casas, la electricidad brillaba y los radios mugían las noticias sin lograr cubrir el llanto de los niños. En un desorden de palabras sin significado ni utilidad, los bebedores estaban reunidos en el Bar de Christian y tomaban su ron agrícola, mientras los jugadores golpeaban los dados contra las mesas de madera. Todo ese ruido y toda esa agitación contrariaron a Alix porque, a fin de cuentas, había un hombre muerto en el lodo a mitad de un camino, aunque se tratara de un hombre por el cual ni un ojo —excepto, quizá, los de Vilma y Mira— derramaría ni una lágrima. Entró al escándalo y al humo de cigarro y, con autoridad, dio unas palmadas. En tiempos normales, nadie le habría prestado atención a ese jovenzuelo. Pero ahí parado, en el ángulo de la barra, tenía tal aspecto que se adivinaba, antes de que abriera la boca, la calidad de las palabras que iban a salir. Negras y pesadas como el duelo. Y fue en medio del silencio que anunció:

—Francis Sancher está muerto.

Los hombres repitieron la frase; los que estaban sentados se levantaron en desorden, los demás se quedaron tiesos donde estaban.

—¿Muerto?

Sin una palabra más, Alix dio media vuelta. Sabía qué pregunta seguía, pero todavía no podía dar esa respuesta:

—¿Quién lo mató?

Mientras Alix caminaba a gran velocidad hacia casa de sus padres, los hombres, que habían abandonado su ron agrícola y sus dados, corrieron a dar la noticia a cada esquina del pueblo; pronto la gente salió en masa al quicio de su puerta para comentar al respecto, aunque nada acongojados, pues cada quien sabía que algún día alguien ajustaría cuentas con Francis Sancher.

El anuncio de Alix surcó con trabajos el espíritu de Moïse, llamado el Zancudo, el cartero, no porque estuviera borracho como cada tercer día, sino porque había sido el primero en Rivière au Sel en involucrarse con Francis Sancher. Y lo hizo en el preciso momento en que este último bajó del camión y le preguntó la dirección de la propiedad Alexis, aunque ahora escupiera cada vez que oía su nombre y se hubiera unido al bando de sus peores detractores. Cuando el significado de la frase iluminó cada rincón de su cerebro, se puso a temblar como hace la hoja sobre la rama en día de gran viento. Ah, entonces Francis tenía razón en tener miedo. Su implacable enemigo lo había olfateado, seguido a la vereda, encontrado, golpeado en la isla de follajes a donde había venido a esconderse. Entonces no había sido un terror tonto y supersticioso, vivaz y sorprendente en un hombre de su condición. Moïse se paró con pesadez, los latidos de su corazón le estremecían su enclenque osamenta, y se precipitó tras Alix.


La luna cerró sus dos ojos cuando voltearon boca arriba, con la cara tumefacta al aire, el cuerpo pesado de Francis Sancher. Las estrellas hicieron lo propio. Ninguna claridad se filtró del cielo mudo.

Alix y Alain inclinaron sus antorchas y alumbraron a sus hermanos mayores, Carmélien y Jacques, de rodillas ante el mal olor. Sylvestre Ramsaran, el padre, se mantenía atrás, con Moïse pegado a su sombra. Carmélien levantó la cabeza y resopló:

—No tiene sangre.

—¿No hay sangre?

Los seis hombres se voltearon a ver, pasmados. Luego, sin demora, Jacques deslizó el cadáver sobre la camilla de bambú e hizo un gesto a sus hermanos para que lo ayudaran. El cortejo se puso en marcha. Entonces, la luna miedosa volvió a abrir los ojos e iluminó cada rincón del paisaje.

Cuando el cortejo alcanzó la casa de Vilma, entre la zanja y el jardín, en el porche se removía ya una multitud de gente, medio curiosa, medio enlutada, que había llegado por la noticia. Había unos directamente interesados. Rosa, la madre de Vilma; los Lameaulnes: Loulou, el dueño del Vivero; Dinah, su segunda esposa, la sanmartinense; Aristide, su hijo, el único de los tres mayores que se había quedado a trabajar en Rivière au Sel, y todos sabían bien el porqué; Joby, el primer hijo del segundo lecho, un muchachillo paliducho que había hecho su confirmación el año anterior. Mira, por supuesto, no estaba, aunque lo contrario habría asombrado, hasta impactado. Pero había muchas otras personas. De hecho, con excepción de Emmanuel Pélagie, que tan pronto como regresaba de Dillon encerraba con llave su Peugeot en su garaje y ni siquiera salía a tomar el fresco al zaguán, todo Rivière au Sel estaba presente. Incluso Sonny, el pobre Sonny, e incluso Désinoir, el haitiano.

De ver a tanta gente, se habría podido concluir su hipocresía, ya que todos, en cierto momento, habían calificado a Francis Sancher de vagabundo y de perro, ¿y qué alguien como él no merecía pudrirse en la indiferencia?

En realidad, la gente había ido principalmente por consideración con los padres de Vilma, los Ramsaran. Ti Tor Ramsaran, tras haberle lastimado un pie a su padre por negarse a darle plantas de caña de azúcar, y luego de haberlo clavado durante tres largos meses en el Hospital General de La Pointe, puso distancia entre su mala acción y él y se instaló en esta región, donde tradicionalmente no había indios. Lo hizo el mismo año que llegó Gabriel, el primer Lameaulnes, un beké, un blanco descendiente de colonos a quien su familia había corrido de la Martinica por casarse con una negra. Eso debió de haber sido en 1904 o 1905. En todo caso, antes de la Gran Guerra y mucho antes del ciclón de 1928.

Cuando Ti Tor se instaló, había mucha gente que lo ofuscaba y le cantaba con crueldad:

Kouli malaba,

isi dan

pa peyiw.1

Pero Ti Tor no hizo caso y mantuvo los ojos bajos hacia las dos hectáreas de tierra que acababa de comprar. Esas dos hectáreas se multiplicaron para la generación siguiente, cuando la Fábrica Farjol cerró sus puertas y vendió su terreno pedazo a pedazo. Rodrigue, el hijo de Ti Tor, compró otras 20 y las sembró de plátano, porque la caña ya no servía para nada en el país. Los viejos que habían vivido la Primera Guerra Mundial movían la cabeza:

—¿Qué es Guadalupe hoy, eh? ¡Si ya no hay caña, ya no hay Guadalupe!

Habían sido muchos los que, ante la adquisición de Rodrigue, montaron en ira y gruñeron:

—¿Desde cuándo los indios dictan la ley aquí?

Como los Ramsaran se volvían cada vez más ricos, Rodigue se mandó construir, en lugar de la casita de madera del norte donde había abierto los ojos, una villa de concreto armado de una planta, rodeada de una veranda con balaustrada de hierro forjado a la que bautizó “L’Aurélie”.

¿“L’Aurélie”? ¿Qué quería decir eso?

Sin embargo, los envidiosos y descontentos no tardarían en enojarse en serio cuando Carmélien, nieto de Rodrigue e hijo de Sylvestre, se fue a estudiar medicina a Francia. ¡Qué! ¡Un Ramsaran médico! ¡La gente no sabe quedarse en su sitio! ¡El sitio de los Ramsaran era la tierra, con o sin caña! Afortunadamente, Dios es grande. Carmélien regresó a toda prisa de Burdeos, donde lo golpeó una enfermedad. Eso era justicia. No hay que creerse la divina garza. La vida hace lo suyo y devuelve al ambicioso a la razón.

Todavía no acababan de burlarse de Carmélien, apodándolo de guasa el “Doc”, cuando él ya había mandado cavar dos estanques en la ladera de las tierras de su padre para criar acamayas. Quienes de niños las habían pescado con la mano del fondo de los agujeros de agua helada de los ríos, declaraban que ese tipo de cultivo no valía ni el picante ni el cebollín para sazonarlo, pero tuvieron que cerrar la boca cuando todos los hoteles para turistas, de tan lejos como Le Gosier y Saint François, le hicieron pedidos que entregaba en una camioneta Toyota, y cuando una noche en la televisión, en la mismísima Tele Guadalupe, apareció entre los elogios habituales de los productos de Francia un anuncio que repetía:

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