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Marina Iuvara

VIDA DE AZAFATA

Una vida de vuelos

El mundo es mi casa

Traducción de Andrea Pérez García

Trabajo con derechos de autor - todos los derechos reservados - cualquier divulgación o reproducción, incluso parcial, está prohibida a menos que esté expresamente autorizado

Copyright © 2019 - Marina Iuvara

Esta obra es la revisión de la primera edición de «Vida de azafata».

Han transcurrido varios años desde la primera publicación de este libro, así que he decidido actualizarlo y completarlo.

Bienvenidos a bordo: this is the next flight.

Marina Iuvara

Ángeles del aire

Mujeres independientes, uniformadas, que dan la vuelta al mundo.

Iconos glam de la libertad.

Mujeres, en su mayoría, que ejercen una profesión con características únicas, y por ello es fuente de alegrías y satisfacciones irrepetibles, aunque también está repleta de complejas consecuencias y de reflexiones muy importantes sobre la propia vida.

En el imaginario colectivo, las auxiliares de vuelo se identifican tradicionalmente por lo que se ve en el exterior: sus uniformes elegantes, las escalas en cualquier parte del mundo, el contacto y conocimiento de innumerables personas, o las compras en todas partes. Es muy probable que te las encuentres en el aeropuerto junto a todo el equipaje: aún a día de hoy, en ocasiones, se les mira con admiración y un poquito de envidia. «Me habría gustado tanto realizar esta profesión», piensan en secreto muchas personas, o bien lo contrario: «En la vida podría hacer este trabajo».

En realidad, las azafatas —los auxiliares de vuelo en general, naturalmente— desempeñan con eficacia y profesionalidad un papel exigente y son, de hecho, un componente fundamental en la línea de seguridad del vuelo, capaces de gestionar con pericia y paciencia emergencias de todo tipo; siempre deben estar preparadas para resolver los imprevistos más impensables y complicados sobrellevando, además, la distancia de sus seres queridos y de casa, o incluso la compleja gestión de su tiempo o los efectos de la diferencia horaria.

En este libro he intentado relatar los aspectos menos conocidos y difícilmente imaginables.

Por estas razones, lo dedico a todas nosotras.

Introducción

La figura de la azafata aparece por primera vez en los años 30 en una aerolínea estadounidense.

Al principio, muchos dudaban de la utilidad de este papel: mujeres frágiles y atractivas cuyo peso no debía superar los 52 kilos, su altura los 163 centímetros, de menos de 25 años, vestidas con el mismo uniforme, rigurosamente graduadas en enfermería, que invitaban amablemente a los pasajeros a ocupar su asiento en el avión.

Con el paso de los años, su figura y su papel han sufrido numerosos cambios.

En 1940, tras el ataque a Pearl Harbour, fueron reclutadas en aviones militares para servir a su patria.

En 1950 se redactó el primer manual de la azafata perfecta: fuerte como un soldado, cariñosa como una madre, disponible como una geisha, informada como una guía turística.

En los años 60 y 70, las azafatas fueron motivo de orgullo por representar a las compañías aéreas y se les comparó con modelos.

Eran vistas como mujeres dotadas de belleza, deseables y envidiables, que tenían la posibilidad, no al alcance de cualquiera, de viajar y de conocer el mundo.

En 1960, en el periódico New York Times, una estadística estadounidense describió a las azafatas como «mujeres perfectas» porque, tras caminar 300 millas entre los sillones de aquí para allá, parecían muy experimentadas y demostraban su resistencia al cansancio.

Con la llegada de la revolución feminista y de las posteriores conquistas en materia de derechos de la mujer, en 1971 se anuló la norma que les prohibía casarse; en 1974 su sueldo se equiparó al de los hombres; en 1975 se eliminó la prohibición de maternidad, y en 1979 se suprimieron los límites de peso.

A día de hoy, la principal responsabilidad de una azafata es garantizar la seguridad de los pasajeros a bordo de los aviones, así como de asistirlos durante el vuelo.

Prefacio

Perfectamente formadas en el ámbito de la seguridad aérea, facultadas y con titulación en primeros auxilios, competentes en lenguas extranjeras, hábiles nadadoras, de aspecto pulcro, sonrientes, bien educadas, las azafatas sienten la necesidad de tener, además de buena predisposición para las relaciones interpersonales, un excelente equilibrio emocional y un fuerte sentido práctico.

El estilo de vida es frenético, el trabajo es extenuante y estresante, también debido a la diferencia horaria, el entorno en que trabajan está presurizado y el suelo sobre el que se mueven en su jornada laboral no siempre está en posición horizontal, y aun así, proceden con un gran control de sí mismas, y siempre deben estar preparadas para desenvolverse en situaciones imprevisibles.

Las azafatas están en contacto con personas de todas las etnias, culturas, educación, procedencia y personalidades.

Se encuentran con niños espléndidos como los rayos del sol o, a veces, a otros más turbulentos que las propias turbulencias, personas de avanzada edad a las que deben tratar con tacto y sensibilidad, personalidades que requieren discreción y confidencialidad, hombres de negocios, grupos de turistas alegres y despreocupados, románticas parejas en su luna de miel, enfermos a los que cuidar, migrantes de países lejanos, profesantes y seguidores de diversas creencias. Todos deben ser tratados con diligencia y profesionalidad.

Asimismo, deberán encargarse de las urgentes tareas que hay que finalizar antes de cada despegue y aterrizaje, cumplir las medidas de seguridad y las funciones y requisitos al respecto, atenerse a las jerarquías exactas que deben respetar, esforzarse antes las múltiples peticiones que deben conceder; están sometidas a los largos y continuos períodos lejos de casa, y a unas relaciones sociales privadas que se vuelven difíciles debido a las peculiares ausencias marcadas por esta actividad profesional.

No son pocas los facetas onerosas de esta profesión única: como mínimo son inimaginables y desconocidas para muchas personas que las observan desde el exterior.

Y aun así, todas las azafatas, a pesar de todo, sienten principios de melancolía y nostalgia cuando no vuelan.

Fantásticas postales inundan sus pensamientos ante cada rotación e incluso el vuelo más difícil es una experiencia enriquecedora.

El sushi japonés, la arena de las Maldivas, los rascacielos de Nueva York, la movida argentina, la alegría brasileña, los cielos de Londres y los perfumes parisinos asoman en el horizonte, cobran vida y regalan emociones inigualables, a pesar de hallarse en restringidos espacios de existencia, a pesar de estar plagados de cansancio por la diferencia horaria, a pesar de ser más y más apresurados por el poco tiempo disponible.

Los atardeceres vistos desde lo alto, sobre las nubes, son imponentes.

Y a bordo de los aviones sucede y puede suceder de todo: muchos pasajeros destacan por su clase y estilo excepcional, otros resultan ser menos elegantes, otros despiertan ternura.

También se da el caso de personas que pierden el control, se ponen nerviosas y se estresan: muchas necesitan apoyo mediante reflexiones psicológicas porque sufren patologías aerofóbicas o claustrofóbicas. De manera excepcional, por ejemplo, sufrimos los episodios de aquellos que, por emborracharse, amenazan con ponerse violentos. El espectro de posibilidades es muy amplio.

En realidad, el más pequeño o aparentemente insignificante episodio o incidente en el avión puede transformarse en algo que requiere la máxima atención.

Los que necesitan cuidados deben ser asistidos de manera inmediata y, con frecuencia, las emergencias médicas se resuelven brillantemente.

Y, prácticamente en todos los vuelos, de forma inevitable, se viven conmovedoras experiencias impregnadas de una profunda humanidad y solidaridad.

¿Cómo reconocer a una azafata?

Echa un vistazo a los objetos que posee en casa: ¿no entiendes qué son?, ¿para qué sirven?, ¿de dónde proceden?

Observa las fotos que exhibe: ¿parece que los escenarios pertenecen a otra parte del mundo?

Investiga si ha probado el pollo frito de los puestos de Bangkok, frecuentado los mejores restaurantes franceses y utilizado el room-service frente al espejo de un lujoso hotel.

Presta atención a los horarios en que come o duerme: ¿no respeta los ritmos habituales?

Obsérvala a la hora de comer: ¿suele comer de pie, pero no ve la hora de sentarse?

Comprueba su frigorífico: ¿ha metido vasos de plástico al lado de las botellas de agua?

Pregúntale dónde ha comprado una de las prendas que lleva: ¿tendrías que coger un avión para tenerla tú también?

¿No puede renunciar a ese par de vaqueros de pata de elefante que encontró en Oxford Street en Londres, conoce las fechas de rebajas de Gap en Nueva York, compra vestidos de marca Gucci en los outlets de Miami, los bolsos de Louis Vuitton rebajados en Tokyo, el palmito para la ensalada en Argentina, el zumo de acai, el pan de queso y la tapioca en Brasil?

¿Solo se da unos reflejos en su peluquero favorito en São Paulo, o en su defecto en Milán?

¿Está convencida de que las cremas de Tel Aviv y los champús orgánicos que venden en Toronto son los mejores?

Obsérvala con atención: ¿se quita los tacones a la mínima de cambio? (los cuales deja bajo la mesa o en el coche).

Echa un vistazo en su zapatero: ¿no faltan zapatos de salón del mismo color?

¿Habla con excesiva desenvoltura de lugares que para ti solo son accesibles en tus fantasías o de los que no bastaría con una vida para visitarlos todos?

Pregúntale cuál es el lugar más interesante y atractivo de todos los sitios que ha visitado: ¿el sofá de casa es el primero de la lista?

Pregúntale sobre las noticias de actualidad, ya sean culturales o políticas, pero sobre todo sensacionalistas: ¿siempre está puesta al día?

Comprueba el contenido de su bolso: ¿puedes encontrar los objetos más dispares para cualquier emergencia? (lima de uñas, maquillaje, una linterna pequeña, paraguas, GPS, cámara de fotos, ordenador portátil, pantis de repuesto, cepillo de dientes).

¿Posee una infinidad de números de teléfono y contactos de compañeros y conocidos, pero no se acuerda del lugar, año y modo en que se conocieron o quedaban?

¿Cada vez que huele a humo identifica de dónde procede y se dispone a buscar el extintor más cercano?

¿Reconoce a primera vista cualquier tipo de carácter y social de cada persona y logra relacionarse con todas ellas, de la más joven a la más anciana?

¿No se acobarda si tiene que auxiliar a alguien en apuros?

¿Sabe socializar de manera brillante en toda ocasión aunque le encanten los momentos de soledad?

¿No siente ni una pizca de esa sensación repentina en el estómago que te da en cuanto el avión empieza a despegar?

Fisgonea en su habitación: ¿siempre tiene una maleta de mano preparada para una salida abrupta?, ¿consigue meter todo lo que podría necesitar para más de una semana en poco espacio?, ¿no se confunde si solo la avisan con una hora de antelación para hacer un viaje inesperado de Roma a Caracas?

Si todas las respuestas resultan afirmativas, no tengas la menor duda: se trata de una «MUJER CON ALAS».

Que tengas un buen vuelo

Cómo solíamos ser

Regreso a mi tierra, Sicilia, al menos dos veces al años, para las fiestas y durante el verano, siempre y cuando los turnos y los días de descanso lo permiten.

Viajar en avión se ha convertido en algo normal para mí, forma parte de mi trabajo.

Aunque hayan pasado muchos años, cada vez que llego, además de un intenso aroma a azahar que impregna los naranjos y el viento de siroco procedente de África, me arrollan los recuerdos de mi infancia.

Hoy es un jueves de julio: treinta y seis grados es lo normal.

Durante el verano, esta tierra es cálida, luminosa y soleada: todo parece más lento y cuesta mantener un estilo de vida dinámico debido a esta temperatura que a mí me encanta, si bien a veces resulta agobiante.

Los rayos de sol besan cualquier espacio libre de la piel, penetran hasta los huesos, a menudo me revitalizan, y otras veces me relajan al punto de aturdirme para después dormirme.

La «pausa de la tarde» es normal en esta región e interrumpe la productividad diurna.

Escucho el sonido repetitivo y casi hipnótico de las aspas del ventilador, apoyado en un antiguo arcón; su brisa contrasta con el aire cálido y bochornoso de esta tarde de cielo azul, exento de nubes.

Por la noche, la temperatura sufre un ligero descenso, y un amable y ligero viento refresca el clima nocturno.

Me alojo en casa de mis padres, y cada detalle en el que mis ojos se detienen trae a mi mente escenas vividas y recuerdos ahora lejanos.

Vislumbro una falda de seda de color crema con delicados bordado de un tono ligeramente más claros, colgada del armario de estilo Luis XVI que mi madre escogió hace más de 40 años para amueblar su dormitorio, y que desde entonces sigue igual, inmutable con el paso del tiempo; yo, en cambio, sí me doy cuenta de lo distinto que es de cuando me agazapaba bajo las mantas de su cama para escuchar los cuentos que me contaba antes de irme a dormir, y distinto también, un montón de años atrás, de cuando era adolescente, cuando me probaba a escondidas sus collares más preciados, y me miraba en el gran espejo con el marco dorado, colocado en el centro de la habitación, mientras bailaba libre y espontáneamente yo sola, como una «desvergonzada», como diría mi padre si me hubiera visto.

Recuerdo que tenía un camisón de color idéntico al de mi madre, y me encantaba ponérmelo por la sensación de ligereza y frescura que me daba durante los días más húmedos.

Por la educación que recibí, esta indumentaria solo se me permitía en casa, y si me lo ponía, debía tener cuidado de bajar las persianas a fin de evitar las miradas indiscretas del exterior, porque el balcón daba a un gran patio.

Desde pequeña me han obligado a esconderme y a cubrirme por mi bien, frente a cualquier persona.

Poco a poco, sembraban en mi alma gotas de pudor, días tras día.

«¡Tápate! ¡Tápate, que van a verte!», oía cómo me decían si alguna vez me demoraba vistiéndome en mi habitación y se me olvidaba cerrar las cortinas.

Hasta la fecha, antes de quitarme la ropa, compruebo que todo esté cerrado y que nadie pueda verme, pero esto no se lo he confesado jamás ni a Valentina, una buena amiga con la que he compartido piso durante años cerca del aeropuerto, en la ciudad donde resido actualmente: Roma.

De pequeña obedecía las reglas rigurosamente para evitar los castigos, que solían ser excesivamente severos.

Imperaba una austeridad de puntos de vista y tradiciones que se transmitía de generación en generación.

Mi tía Carmela, apodada Lina, contaba que la primera vez que se osó a decir una palabrota, la invitaron a abrir la boca y a sacar la lengua.

«Qué juego tan extraño» pensó.

Su madre, mi abuela, cogió una de las horquillas que sujetaban el largo cabello que llevaba recogido y se la clavó en la lengua.

Vistas las consecuencias, pocas hijas y nietas de mi familia dicen palabras malsonantes, aunque, en los momentos pertinentes, las piensan.

Estoy de vacaciones en Catania durante semana, y me reencuentro con antiguos sabores, olores y sensaciones.

Me recibe la sonrisa radiante de mi madre, que se contiene para no abrazarme tan fuerte como le gustaría, quizás por miedo a estrujarme.

Acaricia de manera repetida mi pelo negro como la pez, similar al suyo, largo por debajo de los hombros, suelto, para liberarlo de las restricciones impuestas por las normas de mi trabajo.

La piel de mi madre es blanca y delicada, suave como la arena, y huele a pétalos de rosa mezclados con cítricos.

Siempre me encuentra muy consumida (pese a tener, bajo mi punto de vista, al menos uno o dos kilos extra respecto a mi peso ideal utópico), así que me invita a comer los manjares que empezó a cocinar el día anterior, casi obligándome a consumir lo que me sirve en el plato de forma desproporcionada.

Hoy ha preparado mis platos favoritos: linguine1con tinta de calamar y pez espada en papillote.

Nunca se cansa de observarme y mimarme, eufórica y emocionada ante la mera idea de volver a verme.

Mis tías y primas también me demuestran su afecto con cada detalle siempre que nos reecontramos, ansiosas por oír todo sobre mis viajes y mi trabajo.

Yo soy, en su imaginación, una parte de su mundo que se ha marchado a otra: ese mundo de sueños frente a una revista, atractivo aunque descrito como peligroso, tentacular, capaz de corromperte de forma irreversible. Yo era esa a la que, al igual que a ellas, le brillaban los ojos y un día se marchó. Yo soy la prueba viviente de que el mundo sí te cambia, aunque sigas siendo tú misma, porque eso solo depende de cómo seas en tu interior. Y ellas son, para mí, lo más importante que he aprendido de todos mis viajes: que solo puedes marcharte lejos si tienes en tu interior un lugar del que te has ido y al que puedes regresar. He aprendido que podrás estar en cualquier parte, pero solo te quedarás de verdad donde se hallen tus raíces emocionales.

Se quedan fascinadas con las fotos que he hecho en Nueva York y les gustaría venir conmigo a visitar la Gran Manzana. También desean que las lleve a Hong Kong para dar una vuelta por el Stanley Market o el Lady’s Market, los mercados nocturnos de los que les he hablado tantas veces con entusiasmo, o visitar Casablanca, donde encontramos la Medina, con sus colores y sus especias, donde la menta para té tiene un sabor y un aroma más fuerte que la nuestra, o catar los estupendos dátiles que les di al regresar de un vuelo. O pasear conmigo por los callejones abarrotados de Shanghai, inmersas en la variopinta multitud y los miles de colores que trato de describir, aunque nunca consigo hacerlo como me gustaría.

Destacan por su gran hospitalidad, un arte natural de acogida transmitido a través de los siglos, y siempre me saludan con el habitual pellizo en la mejilla, apretando no precisamente de forma delicada en ambos lados, y con un abrazo al que le sigue la misma frase en dialecto que cuando era pequeña: «¡Mi sangre! ¡Mi dulce niña!».

Mi padre, aunque se alegra de volver a verme, siempre es muy callado, poco comunicativo y extremadamente reservado.

Tenemos el mismo color de ojos, azul cerúleo, pero en los suyos, un ligero matiz violáceo trasluce constantemente reflejos que a veces me entristecen.

Es propenso a hacer previsiones desfavorables, impregnadas de ansiedad y preocupación, como mi mejor amiga Stefania, que también es siciliana.

Es un hombre muy culto, le encanta estudiar y siempre está al día de todos los sucesos sociopolíticos actuales.

De modales discretos y comportamiento formal, se encierra en su estudio durante horas, pero a la hora de comer y de cenar siempre se sienta con nosotros a la mesa.

Lo que mis padres, parientes y la sociedad en que he crecido me han enseñado es la gran importancia de la familia, el respeto de las normas y, en particular, el vínculo inquebrantable del matrimonio: un valor que siempre hay que defender, a toda costa, a menudo con enormes sacrificios.

Una unión que hay que preservar en cualquier caso, a pesar de la presencia de problemas, que siempre se deben superar o reprimir y, en ocasiones, hasta ignorar.

Este vínculo indisoluble posee un carácter sagrado que solo la muerte puede disolver.

«Hasta que la muerte nos separe».

Una promesa que no puede incumplirse desde el momento en que se hace.

Un compromiso riguroso y constante, apropiado para conservar de manera sólida las raíces de la familia.

No son solamente el sentimiento de afecto, la ceremonia oficial o el profundo deber que te inculcan con la educación desde pequeña lo que une la relación matrimonial, el juicio apremiante de la sociedad en la que vives también te induce y trabaja asiduamente para mantener íntegro el vínculo familiar.

En la pareja, la figura femenina tiene un papel muy importante: la devoción al marido y a los hijos es absoluta.

El hombre se compromete a desempeñar el papel de cabeza de familia del mejor modo posible, tiene la obligación de hacerse cargo de la tutela y apoyo de la misma.

Devoción y obligación, amor y respeto.

No importa si faltan los dos últimos términos, suelen desvanecerse.

El matrimonio es algo con lo que puedes contar para toda la vida, los hijos son el bastón de la vejez, no se permite su fin, o es solo una locura, algo que va «contra el orden establecido» que debe evitarse, cueste lo que cueste.

En el rito del matrimonio, la declaración de fidelidad es una promesa que se cumple en su totalidad.

Estas son las normas que me inculcaron desde pequeña. Mi destino, estaba convencida, respetaría tales enseñanzas.

Recibí una educación muy estricta, compuesta de actitudes autoritarias, órdenes, obligaciones y castigos sin tener la posibilidad de replicar o de pedir aclaraciones, así que llegué, en mi adolescencia, a tener serias dudas y confusión sobre qué era realmente correcto o terriblemente erróneo.

Las férreas reglas seguían las directivas educativas que impartieron a mi padre en los años 40, sin tener en cuenta los profundos cambios ocurridos ni los movimientos del 68, en los que fui partícipe solo con mi nacimiento.

A pesar de todo, la revolución social de los años 70 parecía no rozar, ni por asomo, nuestra realidad.

Todo era blanco o negro, correcto o incorrecto, permitido o prohibido, y no existían colores intermedios, excepciones, puntos intermedios.

Bajo mi punto de vista, los modelos y estilos de vida que se seguían eran anticuados y desfasados.

Para mí, el blanco y el negro solo eran los extremos de una amplia gama de colores y, aun así, las enseñanzas debían seguirse sin réplicas ni oposición.

Desde la orientación escolar hasta la amistad, pasando por horarios, a qué lugares ir, ropa, deporte… Todas las decisiones se basaban en el parecer, tendencias y gustos que no eran no míos —y ni siquiera se parecían a mis inclinaciones—, sino de mi padre.

Él deliberaba con quién podía salir tras una cuidadosa selección precedida por una reunión de presentación a la que los elegidos debían someterse.

Tantas veces me pregunté cuál sería mi camino, qué era verdaderamente importante, cuáles eran mis auténticos deseos y objetivos, y a menudo mis respuestas eran totalmente contrarios a las impuestas por mis padres, que seguramente tenían una buena intención para una mejor formación de mi persona, pero que reflejaban solo unos sueños: los suyos.

Acataba obedientemente las «indicaciones sugeridas» y a menudo me daba cuenta de que estaba desempeñando un papel que seguramente gustaba a los demás, pero no a mí, y sentía cómo nacían y se desarrollaban deseos que no representaban el papel que interpretaba, y que no podría revelar, porque sabía que no serían bien recibidos: me fascinaban la libertad y la independencia, los viajes y los lugares lejanos.

Casi siempre he intentado guardar bajo llave estos deseos y sueños, como en un cajón, con un gran candado, dentro de mí, dentro de mi mente, dentro de mi corazón, que latía con fuerza por aquellas atracciones que se consideraban demasiado desaprensivas e inconvenientes.

A menudo ahogaba mis sueños de viajar, de querer vivir en el extranjero, distanciarme de mi familia para irme a vivir sola, y así los tenía bien aprisionados y escondidos; en el interior de aquel cajón no percibía los gritos ni dolor alguno provocado por la tristeza de tal renuncia.

Estaba orgullosa de haber encontrado un lugar seguro para ellos y, al quedarse en aquel lugar tan oscuro, no tenía la posibilidad de visualizarlos de forma consciente.

No deseaba que mis auténticas pasiones salieran a la luz y no quería, ni mucho menos, que existieran, porque no traerían más que problemas en cuanto se hicieran públicas. No solo serían una decepción, sino que, de cualquier modo, no habrían tenido una vida fácil y serían truncadas nada más nacer.

Mi padre, abogado, estaba seguro de que seguiría sus pasos.

Viví así gran parte de mi adolescencia, sin gran sufrimiento, y superaba los problemas brillantemente gracias a mi ingenioso método secreto, es decir, ahogando y escondiendo mis verdaderos deseos y tratando de complacer a los demás.

Un día, sin embargo, uno de los muchos cajones se llenó demasiado y para una mayor seguridad y con mucho esfuerzo intenté ponerle otro candado.

Inesperadamente, reventó, se abrió, escuché gritos, llantos, sollozos, como si pertenecieran a una niña que, pidiendo auxilio, suplicar salir, ser ella misma.

Una vez más, cerré el cajón por la fuerza.

Pero aquellos sonidos y aquellas imágenes trataban de salir y liberarse.

Eran insoportables.

Mi corazón latía cada vez más fuerte para abrumar todo y aturdirme para olvidar.

¡Era un cajón, solo uno!

Había hacinado en él tantos sueños, pensando que así podría ser una mujer serena y feliz.

¿Tendría que haberme preocupado?

¿Qué habría pasado de haberse abierto una vez más, y puede que otra de nuevo?

Eso me aterrorizaba, pero no puedo obviar que empezó a tentarme cada vez más.

Un día me pregunté quién era yo en realidad.

Me pregunté a dónde me dirigía y quién había escogido mi camino.

¿Qué descubriría al abrir el cajón?

¿Podría revivir mi verdadera esencia reducida a agonía por el condicionamiento externo?

¿Sería capaz alguna vez de superar mis debilidades y de afrontar mis miedos?

Soy una persona optimista, amo la vida; soy sociable y considero que la amistad es tan importante como fundamental.

Entre mujeres, no obstante, no es raro que se creen sentimientos desagradables e inútiles a la par como la envidia y los celos. Por ello, encontrar la solidaridad especial y la complicidad que une de verdad se vuelve sumamente raro.

No es fácil encontrar a una auténtica amiga, pero cuando se tiene, la suerte, el orgullo y la competición desaparecen, nace un respeto absoluto y crecen la confianza ciega y la lealtad.

La unión se torna indisoluble; la amistad se convierte en un bien que hay que proteger de acontecimientos negativos, improbables, raros y excepciones que tendrían la fuerza de debilitarla, pero que, normalmente, no son rivales para el agradable bienestar que se siente al estar unidas, al confiarse los secretos más íntimos, al compartir las risas, las pruebas de la vida, las emociones, así como las críticas mutuas y encontrar soluciones comunes. El objetivo principal es la unión y la fuerza de la pareja.

Conozco a una persona especial que muestra estas características. Stefania no es solo una amiga, a veces hace de madre que da consejos, a veces es la hija a la que doy mi amor; puede parecer extraño, pero verla desempeñar el papel de la novia celosa no es inconcebible, sobre todo si la desatiendo un poco, pero siempres es la espalda sobre la que apoyarse, una palabra de consuelo, el respeto a mi silencio, la comprensión de mis debilidades, así como un dulce carga a los hombros.

Stefania tiene un físico atlético, es muy alta, algunos centímetros más que yo.

Su cabello es castaño y brillante, con matices que tiran al rojo oscuro, parecidos a los de la madera de amaranto, que normalmente lleva recogido en una trenza que se mueve sinuosa sobre su espalda. Suele vestir de forma casual; en su vestuario lo práctico tiene prioridad. Yo, por el contrario, prefiero ponerme prendas más femeninas, que a su parecer son cursis y finolis.

Su exuberante sinceridad combinada con una rectitud natural da pie, en ocasiones, a comentarios despiadados.

A pesar de que cientos de kilómetros nos separan, sé que siempre puedo contar con ella, y viceversa.

Nos aguantamos, nos criticamos con obstinación, nos condenamos con dureza, nos elogiamos y nos mandamos a la… siempre con mucho cariño, y no podemos vivir la una sin la otra.

La seguridad recíproca hace especial esta amistad auténtica, un ingrediente que a menudo se echa en falta en las relaciones amorosas.

Tenemos en común una gran pasión: cabalgar hacia metas lejanas.

Siempre me ha encantado viajar, me proporciona una sensación de felicidad.

Cuando me alejo de todo y de todos y me encuentro en diferentes dimensiones y zonas horarias, es como si pudiera evaluar el resto «desde fuera»: desde la distancia, con un alejamiento físico y mental efectivo.

Tiziano Terzani escribió: «Nuestro destino nunca es un lugar, sino un nuevo modo de ver las cosas», y para mí es así, y para todos nosotros también.

Cuando viajo consigo mirar mejor en mi interior, ver claramente quién soy, cómo mejorar.

Es como si el mundo se alejara con todos sus problemas, cambiara de horizonte, y yo recobrara mis fuerzas, mis energías.

Al alejarme de la vida rutinaria real, un chute de adrenalina me fortalece tanto que me da una vitalidad y positividad enormes, y me ayuda a encontrar las respuestas correctas.

Viajar es una evasión a mundos que no son los míos, es una alegría que siempre me proporciona una sensación de libertad embriagadora y que me ayuda a descubrir parte de mi autonomía.

Hace tiempo que cumplí ese gran deseo que tengo desde pequeña: me convertí en azafata.

Han pasado años, pero recuerdo como si fuera ayer el momento en que decidí dar un nuevo rumbo a mi vida. Ese día está grabado en mi memoria. Estaba con Stefania.