Abril blues

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abril blues

Mariano Antolín Rato


ISBN: 978-84-16876-12-9

© Mariano Antolín Rato , 2017

© Punto de Vista Editores, 2017

http://puntodevistaeditores.com

info@puntodevistaeditores.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

El autor

Mariano Antolín Rato nació en Gijón y estudió en la Universidad de Oviedo; Universidad Complutense, de Madrid; Università Cattolica, de Roma; y University College, de Londres. Es licenciado en Filología Inglesa y Filología Italiana. Traductor de reconocido prestigio, obtuvo el Premio Nacional de Traducción, en 2014. Ha colaborado o colabora en numerosas revistas (Papeles de Son Armadans, Revista de Occidente, Ínsula, Review of Contemporary Fiction, Cuadernos del Norte, Atlántica, entre muchísimas otras más), y en diarios (El País, La Vanguardia, El Mundo, El Sol, ABC). También ha publicado dos libros de ensayo.

Es autor de doce novelas que han recibido una atención entusiasta por parte de la crítica y los lectores más exigentes. Algunas de ellas fueron elegidas como las mejores novelas españolas de los últimos años. Con la primera, Cuando 900 mil Mach aprox, ganó el Premio de la Nueva Crítica, y posteriormente obtuvo el Premio Quiñones con Fuga en espejo, el Villa de Madrid con No se hable más, y el Premio Juan March con Picudo rojo, su obra más reciente. Un relato suyo, Latinos en N. Y, ganó el Premio Tren.

Catalogado al principio como escritor underground, en sus novelas posteriores, de corte autobiográfico, ahonda en la intimidad de unos personajes actuales que se enfrentan al desasosiego interior, el abismo de la vida, el amor y la edad.

A Úrsula Antolín Calonje. Just a woman.

“My way seems dark on every hand

Sometimes I just can’t understand

Just why fate is so against me.

[Mi camino parece oscuro a ambos lados/

a veces no consigo entender /

por qué el destino está tan en contra de mí.]

ALBERTA HUNTER, When I Go Home, 1949

Entre la confusión de pensamientos registrados en la zona de no fumadores de un avión, aquí se impone: Con recuerdos como éstos nunca volveré a sentir que la vida es hermosa. Inmediatamente después, la radio de la cabina anuncia tormenta cercana. Mientras el reactor atraviesa un frente tormentoso por un pasillo que forma ángulo recto con la línea de chubascos, también se captan en la misma No smoking area: El corazón del hombre es una selva oscura. Y con mucha menor claridad, quizá porque afuera todo son relampagueos, precipitaciones, gran densidad de nubes: Más allá de valles de tiempo y espacio, nos esforzamos por percibir el humo pálido de las señales de los demás.

Aproximación directa, cambio de vuelo por instrumentos a vuelo visual, y el avión ha aterrizado en un campo bajo mínimos con permiso de la torre de control.

Las condiciones meteorológicas y maniobras de entrada, para el pasaje fueron obligación de abrocharse los cinturones, molestos saltos y una toma de tierra demasiado brusca. A los pocos minutos, cuando la línea gris del suelo se había convertido en pista, y después de un sonido como de huracán, un golpe sordo y más huracanes, se encuentran en la terminal, a la espera de su equipaje.

Uno de los pasajeros obligados a confiar en que siempre hay quien sabe de las cosas importantes que afectan a muchos —durante el vuelo, el comandante del 747 y parte de la tripulación—, es Patricio Garrett. A sus pensamientos registrados al principio en la zona de no fumadores, ahora se añade: Si tuviera muchos recuerdos tan horribles estaría perdido.

Ha encendido un pitillo porque, al fin, y felizmente para él, ya no está prohibido fumar, mientras tormentas peores que las que atravesó el avión de la TWA siguen activas dentro de su cabeza. Arrecian, adquiriendo forma de pánico, una vez que ha recogido maletas y bolsas de la cinta transportadora. Entonces ya se acercaba al control de pasaportes de un aeropuerto con colas, empujones, prisas; voces metálicas que anuncian retrasos en dos idiomas. Mirado de un modo extraño por el policía de la ventanilla, considera que la realidad le maltrata brutal e injustamente. Se ve como un perro al que todo el mundo ha pateado pero no se da por vencido; y enseguida le pesa. No es así, quiere creer, y sin embargo traga saliva. Lo único que pasa, pretende, es que el policía se aburre y no tiene otra cosa mejor que hacer que mirar sin ver.

Superada esta situación de supuesto riesgo, Patricio Garrett, que mantiene la mano hundida en el bolsillo de la gabardina, se está diciendo: No sé si me fui o si me echaron, pero sé que ya no soy de aquí. Y luego se sorprende revisando drásticamente los planes acerca de su llegada.

¿Quién soy yo para hacer reproches? —piensa, suspirando.

Frunce los labios. De repente se da cuenta de que ya no tiene planes. Deslumbrado, sorprendido, no está seguro de si está más sobrio o más borracho que nunca.

Una nueva sensación de peligro inminente le paraliza. Pasan unos segundos antes de que se atreva a mirar atrás. Se ha llevado las manos a la cabeza —¡ay de mí!—, temiendo un ataque por la espalda de alguien que se le echaba encima y que, de hecho, se limita a adelantarle tirando de una maleta con ruedecitas. Respira a fondo —¡fuuii!— observando todavía inquieto la forma gris que se aleja entre el ruidoso gentío que espera a otros pasajeros, y una de sus profundas reflexiones al ver en un cristal el reflejo transparente de sus facciones es: Pobre de ti, ya tienes muchos años aunque no consigas convencerte de ello.

Sonríe estúpidamente sin saber qué más pensar, notando el cerebro embotado por el cansancio. Con los nervios en carne viva, y dejando otra vez el equipaje en el suelo, pide un café en el bar.

—Thank you —dice, cuando se lo sirven, como si hubiera olvidado que acaba de volar del nuevo al viejo continente, cambiando de idioma.

Entonces, nervioso como alguien que espera noticias a la puerta de un quirófano, ya ha encendido el segundo pitillo. Siguen una profunda tos líquida de fumador, deseos de restregarse los ojos que siente cansados, satisfacción por mantener la imperturbabilidad en condiciones tan adversas.

Porque es como si hubiese viajado semanas enteras hasta llegar aquí, Garrett está agotado. Y algo borracho porque empezó a beber incluso antes de emprender la aventura. Una aventura que es de esas —en parte, él ya era consciente de ello al emprenderla— que uno empieza sabiendo que no van a funcionar, y con las que, sin embargo, se compromete a fondo; por hacer algo, esperando que lleven a otra cosa de interés.

Un viaje ad inferos a través de una noche oscura del alma —preferiría Garrett que fuera. Y, a poder ser, en la clase Ambassador de un reactor; no en clase turista. Al parecer, los vuelos de largo recorrido —y éste que le ha traído a España desde Nueva York, lo es—, perjudican la salud de los viajeros de clase económica, principalmente debido a la falta de espacio, el bajo nivel de humedad de la cabina y la deshidratación provocada por el consumo de alcohol.

Garrett no ha paseado por el pasillo del avión ni se ha abstenido de beber alcohol, aunque ha leído que recomiendan hacer eso para evitar la trombosis, la embolia pulmonar y otras enfermedades asociados al “síndrome de clase económica”. Tomó unas cuantas copas —su justificación: así olvido el miedo a volar—, y las escasas veces que recorrió el pasillo, lo hizo para alternar su puesto —no le habían dado asiento de fumador— con un pasajero de la Smoking área que se hizo cargo de su síndrome de carencia de nicotina.

Ahora, en el bar del aeropuerto, se desquita encendiendo un pitillo con la colilla del otro, trata de ignorar el pitido constante del interior del oído, el sabor como óxido de la boca, y se fija en que, junto a una mesa con turistas japoneses que le ignoran, una mirada fija, de serpiente, está clavada en él.

Pertenece a un tipo de aire vigoroso al que seguro que no le importa tener una dura jornada de trabajo por delante. Un samurái empresarial —es exactamente lo que decide Garrett que es—, que le ha mirado con la boca apretada en expresión de extremo disgusto porque piensa de él: Tiene pinta de necesitar una buena comida, café, copa y puro, y luego ya sería un tipo normal.

Casi sin transición, el individuo del traje cruzado gris al que Garrett ha atribuido esas ideas —la verdad, no le sorprende que la gente le mirase con pena—, suelta una sonrisa que más bien es como la de un viejo lobo decidiendo qué parte de su víctima va a comer primero. Y es que se ha puesto en pie —repeinado, la cara brillante, todos los triunfos en la mano— y, justo antes de alejarse con paso veloz, viola a una chica con la mirada.

Precisamente la chica a cuyos pies está Garrett. Ha comprado un periódico y las monedas del cambio rodaron por el suelo hasta tropezar con unas zapatillas deportivas blancas. Se agachó a recogerlas y: ¡Susan! —está a punto de exclamar al estirarse y contemplar aquel rostro que flotaba delante de sus ojos. Piensa que va a marearse y, antes de darse cuenta de su error, el corazón le había dado un vuelco.

Alta —posiblemente más que el propio Garrett: 1,74—, le lanza una mirada de burlona sorpresa que expresa el interés inocente, alegre, maravillado, de quien está mirando a los monos en el zoo. Rubia, delgada, tiene una belleza radiante que hace invisibles las cosas que la rodean. Es la perfecta maniquí del sueño perfecto de un adolescente —y no hay nada más intenso que el sueño sexual de un adolescente—, como el que posa sus labios sobre los de ella en cuanto se ha vuelto a sentar.

 

No tardan en levantar la vista ambos y darse cuenta de que les están observando. Desde la barra, a la que ha vuelto, Garrett, eso seguro; pero puede que también algunas de las personas que ocupan las mesas cercanas. La chica aparta la mirada enseguida y sonríe al chico con una maravillosa dentadura, como desafiándole a que se resista a ella. Y eso, aunque aparente no darse cuenta de lo deseable que resulta y de que su presencia inquieta al aire que la envuelve —opina Garrett. También —y de esto no duda—, que es americana, pues sólo las americanas tienen esa soltura corporal. Que se la proporciona el disponer de espacio, es una teoría de Garrett que éste no recuerda ahora, cuando ve que la chica que confundió con Susan bebe directamente de la botella de Coca-Cola. Ahora, cuando el que le lanza una mirada cínica, sin disimular, prolongada, es el chico que la ha besado.

No, no es un adolescente, como hace un instante creyó Garrett; pero casi. Y la expresión de su cara es la de tolerar la existencia de los demás seres y objetos que le rodean. Según Garrett, dice: Soy excepcional y nunca tuve que hacer el menor esfuerzo para serlo, y menos para demostrarlo.

Se conoce a los ganadores en la línea de salida; y a los perdedores, claro —es una idea que a continuación se le pasa por la cabeza. Y después, que: Los jóvenes cada día son más jóvenes, el mundo es más pequeño, y yo no aprendo.

Patricio Garrett ha decidido eso con una certeza que le sorprende. Al tiempo, pide una copa de chinchón seco. Para matar el gusanillo —añade para sí mismo, y sonríe.

—Las cosas me iban bien, más o menos. Ahora van bastante mal. No me quejo. Simplemente lo constato —son unas frases que se le escapan, cogiendo desprevenida a su estupefacta borrachera.

La copa había empezado a aflojar unos cuantos nudos de su estómago, pero se sobresalta otra vez.

—¿Decía, señor? —preguntaba el camarero.

—¿Cómo? —el semblante y tono de voz de Garrett son teatrales—. ¡Ah, sí! ¿Cuánto le debo, por favor?

El alcohol, el cansancio, un corazón que da saltos como si hubiera estado corriendo, son factores que contribuyen a que no recuerde la continuación de un verso que se repite machaconamente en su cabeza: «Aguas del tiempo que se hielan en eternidad.»

¿Suyo? Da igual —decide Garrett, un solitario especialista en monólogos, antes acorchado, ahora notando que el aire muerde, que hace frío. Si he olvidado lo demás es porque no merecía la pena. Pero por un momento, alzando un rostro ojeroso, duda: ¿No estaré perdiendo la memoria?

Fuera de la terminal, el aire forma un precipitado de claridad alerta y sopla un viento fuerte que arrastra esos y otros confusos pensamientos de Patricio Garrett —por ejemplo: Todos sabemos más de lo que creemos saber, pero no sabemos si eso que sabemos no estará equivocado— hacia el cercano mar, donde olas que lanzan nubes de espuma contra los acantilados, convirtiéndose en niebla, se esfuman.

Se ha escrito, y seguro que más de una vez, que una salida siempre es entrada a otro sitio. Patricio Garrett no recuerda cuándo lo leyó; ni si lo leyó. En el exterior al que ha salido —acaba de entrar en su ciudad natal—, sólo nota un hormigueo en el pie. Lo tiene dormido.

Está agachado desatándose el zapato delante de la puerta de cristal —una hoja de aire solidificado, piensa fugazmente—, y se pregunta: Si nadie me va a echar de menos, ¿para qué esconderme?

Después de descalzarse se ha vuelto a erguir. Al alzar la vista hacia unas nubes que pasan rápidamente prometiendo un cielo azul de nuevo, siente el frío del suelo a través del calcetín. Recuperada la sensibilidad, otra vez tiene puestos los zapatos y con voz ronca dice:

—Aguas del tiempo que se hielan en eternidad.

¿De un poema suyo? —duda nuevamente. ¿Por qué no se le va de la cabeza? Da igual —repite. Ahora debe concentrarse en lo inmediato. Encontrar un taxi. ¿Para ir adónde?

Así, con aspecto de superviviente de la cabeza a los pies, mirando como cuando uno sufre y no puede hacer nada, se lo volvió a encontrar Guillermo Ruiz. Casi ha tropezado con él a la salida de la terminal, le ha oído decir algo y, de pronto, olvida la tristeza de la despedida.

La mirada de Garrett es de intensa concentración al reconocerle como el chico que estaba con la americana —no, no era Susan. Luego, hace como la gente con la que te cruzas en Nueva York, y en su cara se dibuja una sonrisa que es una especie de crispación de los maxilares. Una sonrisa que no se dirige tanto a los otros como a uno mismo, y quiere mostrar transparencia, candor; ocultar que los demás son indiferentes.

Guillermo Ruiz se fija en sus dientes, a los que no les vendría mal un poco de seda dental —abuso del tabaco, o cuestiones de edad, no sabe. También en la gabardina que lleva. Ha conocido mejores tiempos, pero Garrett considera que es una prenda de vestir que le protege del desastre total, por lo que no se desprende de ella.

—Si quieres, puedo acercarte a la ciudad —ha dicho Guillermo Ruiz, intrigado porque alguien herido por la edad tenga un aspecto que no es suficiente síntoma para hacer una valoración apresurada. Ante la mirada de desconfianza de Garrett, añade—: Gratis, claro. No soy un taxista pirata —y su sonrisa quiere ser amplia, franca y duradera.

—Muy bien —le contesta Garrett mientras recela de lo que le dicen sus sentidos. Esto: manos, párpados, troncos de los árboles tiemblan. Todo tiembla.

Bueno, uno ya tiene tan poca confianza en sus opiniones y lo que parecen las cosas... —estaba pensando, cuando el chico que tiene allí delante coge la bolsa del suelo. Garrett ya tenía la maleta grande en una mano y la bolsa de plástico de la tienda libre de impuestos en la otra.

Como no sabe qué decir, no dice nada durante la larga caminata hasta el coche. Ráfagas de viento que soplan·de un mar que huele a muerto, amenazan lluvia y le impiden oír lo que explica el chico. Está a punto de interrumpirle con: Ahora me gustaría que te callaras un poco, ¿te importa? —para seguir complaciéndose en su desgracia, en el momento en que sube a un incómodo coche europeo. Al arrancar éste, no sabe si va a desmayarse o a volverse invisible o a explotar. Todo parecía posible.

Podría haber llorado, pero, tras ofrecerle un pitillo y el otro rechazarlo, dice:

—La chica con la que estabas es preciosa. Quiero decir, bueno...

—Te entiendo —interviene Ruiz, notando un fuerte olor a fruta podrida en la boca del otro. Ha bebido, decide, acelerando bruscamente—. A mí también me lo parece. Vuelve a su país, a Estados Unidos —y su mirada ahora es directa, cálida, joven.

Siguen unas explicaciones erráticas. Al menos eso le parecen a Garrett que, en cuanto arrancó el motor, las oye mezcladas con una voz que canta lamentándose a través de los altavoces del coche y con sus propias lamentaciones internas. Se siente un invitado en su propia época, no un miembro de la familia del presente, mientras el chico habla y habla informándole de que no le gusta el jazz —es lo que suena—, que el coche es de un amigo al que sí le encanta, y que Susan... ¡Susan!

Sí, la americana a la que acaba de despedir Guillermo Ruiz se llama Susan. Y Susan también es el nombre de la ex mujer de Patricio Garrett. Un pobre fracasado, sin duda. Para Susan la pobreza era síntoma de bajeza espiritual. Su fijación por proclamarse ante los demás como una auténtica vencedora, corría paralela con su pánico a reconocer que había perdido. Y Garrett no tiene duda de que él ya no tiene nada qué ganar.

Estaba tan fascinado por su propia voz, que a Ruiz le pasó inadvertido el tenso silencio de Garrett. Al fin le mira y ve que levanta un rostro cubierto de sudor que apenas podía mantener los ojos abiertos.

—¿Te pasa algo? —pregunta, y continúa acelerando a fondo: para él un coche es un juguete y no se·le ocurre que pueda ser peligroso.

—Me llamo Patricio Garrett —es la respuesta, y por el tono en que fue pronunciada, se diría que Garrett considera que el solo hecho de llevar tal nombre explica que tenga que pasarle algo.

—Y yo, Guillermo Ruiz.

—Es un alivio que no te apellides Bonney. ¿Te llaman Bill? ¿Billy the Kid?

—¿Cómo? ¿Por qué? No entiendo. Creo que te he perdido de vista en la última curva —dice Ruiz, con un ligero timbre de nerviosismo en la voz.

—No te preocupes, ya te acostumbrarás —y esta expresión de Garrett es el tapón que sale disparado. A pesar de su decisión de mantener las palabras embotelladas, salpica el coche con un hablar burbujeante, casi alegre. Con gestos un poco teatrales, cuenta que en las carreteras norteamericanas los carteles llevan explicaciones exhaustivas. Te lo dicen todo: Gire a la derecha, atención a los semáforos, no se detenga en el puente. A continuación, y con aire de haber dicho una profunda verdad sobre el carácter de los norteamericanos, añade con rabia—: Soportan una vida que es agresión a los sentidos y al sistema nervioso —ha subido el tono de voz—. Nadie con el menor sentido del bienestar material soportaría sus casas, sus comidas... Y todo por ascetismo y desconocimiento del mundo.

Se ha interrumpido de pronto, porque Ruiz le lanzó una breve mirada que Garrett interpreta como que le dice: No es costumbre hablar tanto entre los hombres de verdad; los que andan solos y sufren en silencio.

—¿Te gustan también sus poemas? —pregunta desconcertado al volver la vista y ver que hay un libro de relatos de Borges en el asiento de atrás.

—Nunca leo poesía —responde Ruiz, con expresión seca y helada en el rostro—. No sé cómo ponerme para leerla —añade, rechazando nuevamente el pitillo que le ofrecía.

Entonces no habrá leído a un poeta como yo más versado en desdichas que en versos —asume Garrett—, de un estilo sobrio y picante, entre el cinismo y la nostalgia —según un crítico, que precisaba—: Expresa de una manera divertida que está elegantemente desilusionado. Una poesía que no se impone por convencimiento de sus oponentes ni porque les haga ver la luz —seguía el crítico en los gratificantes recuerdos de Garrett—, sino más bien porque sus oponentes desaparecen y una nueva generación crece familiarizada con esa poesía.

Seguro que Billy the Kid no pertenece a ella —y hay lamentación en esta idea de Garrett, y sobre todo en: Mis libros de poemas no son bien recibidos en el terreno académico y con frecuencia influyen de modo negativo en mi currículum —que es lo que piensa después. También, que qué más da, si ha dejado de escribir. Sublime decisión. ¡Ja!

No ha terminado de ordenar las consideraciones anteriores tal y como se acaban de leer, cuando, excitado, expresándose con todo el cuerpo, ha retomado la palabra.

En el avión, cuenta, no pudo seguir aguantando las ganas de fumar. El de facturación (Garrett dijo check in) del Aeropuerto Kennedy le había dicho, valiente imbécil, que como iban muchos españoles no tendría problemas para hacerlo. Y en todas aquellas horas, rodeado de turistas de Oklahoma que se quitaron los zapatos, sólo pudo fumar un par de pitillos o tres.

—Con las copas no hubo ninguna pega, lo reconozco, las azafatas te servían todas las que les pidieras —explica Garrett—. A propósito ¿te apetece un trago? —se le acaba de ocurrir que ha encontrado un buen compañero para compartir una de las botellas de White Label y, dándose la vuelta, estira el brazo hacia el asiento de atrás, donde junto al libro de Borges, está la bolsa de la duty free.

—Después de echar gasolina —dice Guillermo Ruiz, que ha salido de la autopista y se detiene en una estación de servicio.

Un Volvo que entró a toda velocidad detrás de ellos frena violentamente y queda inmóvil, casi tocando el parachoques de su coche. El tipo del traje cruzado gris que, en la terminal, Garrett decidió que era un samurái empresarial, se ha apeado de él y, frenético porque va a llegar con retraso a una cita, suelta bruscamente:

—Llénemelo. Ahora mismo —su mirada expresa avidez y vértigo.

—Tendrá que esperar un momento —le dice sin mirarle el empleado que atiende el distribuidor de super.

—¡No puedo esperar tanto! —dice tronitronante el tipo.

Vuelve a su coche, arranca y, antes de coger la autopista, regresa marcha atrás: se ha dado cuenta de que no puede seguir con el depósito vacío.

 

Está a punto de chocar con el R-5 que conduce Guillermo Ruiz. Saca un rostro congestionado por la ventanilla y, haciendo gestos de cornudo con los dedos, grita:

—¡Gilipollas!

Ruiz, que acaba de tomar un trago de whisky directamente de la botella, contesta sin ganas:

—No me seas merluzo.

A Garrett el insulto le sonó a tebeo. Y la verdad es que se corresponde con el aspecto de Ruiz: la tos le ha sacudido y se le llenaron los ojos de lágrimas. Ahora parece echar fuego por la boca como en una viñeta de aquellos Pulgarcito de la infancia de Garrett.

Pronto se ha rehecho y comenta que hay que andarse con mucho cuidado. Leyó el otro día que el conductor de una furgoneta, deslumbrado por otro coche, se cargó a tiros a dos de sus ocupantes.

Patricio Garrett divaga que ya afirmaba Hobbes que hasta el más débil de los hombres es capaz de realizar su deseo homicida y asesinar a otro hombre —lo dijo de un modo bastante más complicado. Seguidamente da un largo trago a la botella sin saborear el alcohol. Sólo quiere quemar células nerviosas, joderse la memoria.

Pasan por delante de un castillo que se ha derrumbado y fundido tan armoniosamente con la pendiente rocosa y cubierta de verde, que parece poseer vida propia. Tanta o más que los olmos de ramas agobiadas por la lluvia de un poco más allá. Los bloques de viviendas junto a los que pasan ahora, siempre a más de 100 por hora, a Garrett le sugieren vidas humanas de existencia estrecha, fea, reptante, que ni aun las calamidades elevan, sino que tienden a mostrarlas en toda su desnuda vulgaridad. Ruinas también, pero de una gran masa oscura de la humanidad que será barrida hacia el mismo completo olvido que las generaciones de hormigas. Como él.

Ruiz observa fugazmente el aire de lejanía, el apagado brillo de sus ojos, y piensa que Garrett no parecía estar pensando en nada; ni siquiera parecía que estuviera presente.

Las escobillas del parabrisas, que se movían a un lado y a otro a intervalos regulares, permitían distinguir los primeros semáforos de la ciudad que latían al fondo de una larga recta. Han quedado inmóviles al tiempo que Garrett oye la campana de una ermita cercana. Decide que suena como cuando aquel muy católico rey de España ordenó que todos los conventos de Madrid y alrededores rezasen por él. Quería que el cielo le iluminara, pues tenía que tomar una decisión muy importante.

El coche está detenido. El motor parado.

—¿Qué pasa? —pregunta Garrett.

La respuesta de Ruiz es señalar con la barbilla a un policía de tráfico que se ha materializado detrás de ellos.

Nuevo ataque de terror de Garrett, que sale disparado del coche como si de repente hubieran metido unas cuantas serpientes de cascabel a las que han inyectado anfetamina. No perder la serenidad era un gran privilegio de la Casa de Austria —escribió un contemporáneo de Felipe II—, por lo que resulta del todo evidente que Garrett nada tiene que ver con aquellos reyes.

Igual que cuando el control de pasaportes, igual que en la aduana: ¡los tres gramos de coca que lleva en el bolsillo! Hunde la mano en él tocando la papelina. ¿Los tira?

El mundo exterior se le desploma encima. Tiene miedo de que un movimiento de su propio cerebro le paralice para siempre. Encara al policía.

Luego, empapado, explicaría precipitadamente que conviene hacer eso. Mirarle a los ojos. Si logras que un policía te considere un ser humano, tendrás más posibilidades de que te trate como tal.

Pero Ruiz no hizo eso. Siguió atornillado al asiento del Renault, y el policía, que no prestó atención a Garrett, le tuvo clavado durante casi media hora en el arcén, mientras los de los coches que pasaban alargaban el cuello para ver al pobre desgraciado al que estaban multando. El policía le pidió el permiso de conducir y lo estudió detenidamente bajo la intensa lluvia —había como una cuerda de agua tendida entre los postes de la luz de uno y otro lado de la carretera. Habló por una radio que llevaba en la moto, esperó, y volvió para pedirle el carnet de identidad. Consultó algo con el otro agente y preguntó a Ruiz dónde vivía. Pasó unos minutos pensándoselo otro poco y, al fin —Garrett hacía rato que había vuelto a subir al coche—, empezó a extender la multa.

Guillermo Ruiz le lamió las botas (metafóricamente), le juró que no volvería a superar la velocidad permitida (fervorosamente) y, con Garrett siempre muy tenso sentado al lado, arrancó lentamente.

—Eres bastante nervioso, ¿eh? —dice Ruiz, frunciendo el ceño, una vez que Garrett ha terminado de exponerle sus teorías sobre el modo adecuado de encarar a un policía. Tuvo que aguantarse las ganas de soltarle: ¡Qué idea más estúpida! Aunque enseguida se siente un poco culpable, como suele ocurrir ante los mayores, aunque sólo sea porque se sabe que lo más seguro es que vayan a morir antes.

—Bueno, es que verás... —titubea Garrett, decidiendo no percibir el sarcasmo de su tono—. Llevo encima algo de cocaína, y claro...

—¿De verdad? —Ruiz ha detenido el coche en el arcén y propone—: ¿Por qué no nos hacemos unas rayitas?

—¿Aquí? —duda Garrett. No había pensado decirlo tan de repente. Además recuerda los ojos del policía. Durante un instante le hicieron sentirse bajo la mirada de la historia; la suya—. ¿No será peligroso? ¿Y si pasan los de tráfico? —su voz denota que se siente acosado, al sacar la cocaína.

—Hay una oportunidad entre un millón —dice Ruiz que, utilizando el plástico duro del carnet de identidad, prepara unas líneas encima de la tapa·de cartulina de un callejero.

A los pocos minutos de esnifar las líneas había escampado y ya circulaban por las calles de la ciudad. Sus alientos llenan el aire del coche. Y es como si por medio de un selector de bandas psíquicas los dos estuvieran sintonizados en la misma frecuencia mental: ya no desconfían del lenguaje.

Para Garrett —gratuitamente se considera un hombre de la frontera— el silencio es una regla de vida que raramente sigue, y mucho menos ahora que, olvidando que las redes de la expresión no tienen capacidad de comunicación, habla descomedidamente.

Guillermo Ruiz, que tampoco deja de hablar, le interrumpe sin cesar —y para los españoles, interrumpir es una muestra de interés, no de falta de atención; ni un intento de dominar, como ocurre en América. Calla un instante pensando que en aquel tipo hay algo que hacía dudar de la veracidad de sus historias. Aunque también hay algo evidente: que, en cualquier caso, había llevado una vida que hacía posibles tales invenciones, y eso bastaba. Vuelve a decir algo y, de repente, más que hablar una lengua, los dos son hablados por ella, forman parte del cuadro vivo del lenguaje.

—Puesto que el mundo no va a ninguna parte, no hay prisa —ha dicho Garrett, ensayando una sonrisa de hombre experimentado.

Tras un nuevo trago de whisky para quitarse aquel picor de la garganta —amargo, medicinal—, eructa con sabor a madera resinosa.

Ha aceptado acompañar a Ruiz hasta el bar donde debe devolver el coche. Ruiz, que ha rechazado nuevamente el pitillo que le ofrece —hay personas que son, sencillamente, incapaces de entender que haya otras que no fumen—, acelera, se salta un semáforo en rojo y dobla una esquina con mucho chirriar de neumáticos. El tráfico se abre ante él, como el mar Rojo ante Moisés, y se cierra a sus espaldas. Enseguida se ha detenido delante de una cristalera encima de la que hay un rótulo: «Nuevo MEXICO.»

El cielo parece llenarse de luz. No es luz, piensa Garrett, sino algo parecido a la luz. Significado, tal vez —iba a decir, y no dice. Ha decidido limitar sus intereses y necesidades. Así el mundo se convertirá en un lugar de preocupaciones inmediatas del que quedan barridas todas las ilusiones.

Abre la puerta del coche con dificultad. Está demasiado pegada a un magnolio que, aquel amanecer, había abierto sus pétalos a la luz de abril, sólo para que su brote quedara destruido por un espasmo de escarcha tan brutal e inesperado que el invierno podría haber vuelto.