Shei. Cien guerras y una batalla

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Shei. Cien guerras y una batalla
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CIEN GUERRAS Y UNA BATALLA

[Mariam Gancedo]

Primera edición: abril de 2020

© Copyright de la obra: Mariam Gancedo

© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions ISBN: 978-84-121212-9-2

Depósito Legal: B-4617-2020

Corrección: Teresa Ponce

Diseño e imagen de portada: Celia Valero Maquetación: Celia Valero

Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez ©Angels Fortune Editions www.angelsfortuneditions.com

Derechos reservados para todos los países

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni la compilación en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o por cual- quier medio, ya sea electrónico, mecánico o por fotocopia, por registro o por otros medios, ni el préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión del uso del ejemplar sin permiso previo por escrito de los propietarios del copyright.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, excepto excepción prevista por la ley»

Este libro se lo dedico a los cuatro pilares de mi vida

Mis padres

Mi hermano y cuñada

Mis sobrinas a las que amo por encima de todo

A él que con su amor dictó esta historia

AGRADECIMIENTOS

Para Rafael, que salió y entró tantas veces de mi vida. Y al final tuve que encerrarle en este libro para que no se fuera más.

Para Chema, porque, gracias a que creyó en mí y me dio un buen empujón para empezar el camino, existe este libro.

Para Pilar Infiesta, por su paciencia para corregirlo.

Para mi grupo de amigos Los Chalados.

Para las amigas que creyeron en mí.

Para mi padre, mi madre, mi hermano, mi cuñada y mis dos sobrinas Silvia y Patricia. Ojalá estén orgullosos de mí.

Para mi compañera Vito, que espero que lo lea desde el cielo. Te prometí que te avisaría cuando lo terminara. Un beso a las estrellas.

PRÓLOGO

De cada error, de cada acierto, de cada dolor, de cada dicha

edifiqué mi libro de la vida

Se empieza a acrecentar el viento de levante y eso que estamos en pleno verano. Me pongo una chaqueta de punto que tejió Li para mi cumpleaños, ahora le ha dado por hacer punto. Me recuesto en una de las hamacas del jardín y abro el libro que estoy leyendo por el marcapáginas que traje de mi último viaje; siempre me ha gustado coleccionarlos, debo tener unos mil. No son tantos en comparación con la cantidad de viajes que he hecho a lo largo de mi vida. Vuelvo a cerrar el libro, estoy inquieta, no puedo concentrarme en la lectura. Últimamente, pienso demasiado en todo lo vivido, y eso desajusta un poco mi alma, es como si a estas alturas de la vida, necesitara colocar todo lo acontecido.

Bebo un poco de agua, me atraganto, con la edad uno se hace bastante torpe en todos los aspectos. En los últimos meses, es como si la vida hubiera pisado el acelerador, y mi vigor se estuviera aplastando contra un muro. Me pregunto si a toda la gente de mi edad le pasará lo mismo. La vida se pasa tan rápido, y un día te das cuenta de que se convirtió en un cubito de caldo concentrado, de que los años, a pesar de haber vivido intensamente, como es mi caso, se han quedado reducidos a momentos, y los momentos a instantes.

¿Mi existencia? Es difícil de describir, eternamente asentada sobre suelo volcánico a punto de erupción. Como dice Inari, soy una mujer camaleónica. A ratos superficial, a veces profunda. Supongo que podría decirse que es verdad, he sido una kamikaze del amor, una montaña rusa de emociones, una suicida sentimental, alguien con apegos escondidos, una tía rara en definitiva, que ha abierto su alma a muy pocas personas. Esas personas son las que me han pagado en especie con creces: me han llenado de amor. Y aunque yo siempre he disimulado bien las cosas del querer, algo les habré tenido que ofrecer para que después de tantos años estén aquí a mi lado.

Hoy me he despertado nostálgica, por lo que veo. Me levanto de la hamaca torpemente, quién me ha visto y quién me ve, yo que en otros tiempos era ligera como una hoja, y me dirijo al desván. Miro el reloj, aún tengo tiempo antes de que lleguen todos a casa y comiencen a preguntar: «¿Qué haces ahí?». Casi arrastrando los pies, hoy estoy torpe de cojones, subo las escaleras, allí arriba guardo mi tesoro, toda mi vida en una caja de recuerdos. Fotografías acompañadas de letras, un cuaderno de mi vida con mil notas desordenadas, todo lo que empecé hace años y, en verdad, creo que va siendo hora de terminar. Es tiempo de que el caos vuelva a su centro, a su origen. Y qué mejor sitio para hacerlo que aquí, el lugar al que pertenezco, el sitio que me vio nacer.

Me subo a la banqueta para llegar al altillo del armario. Joder, mis huesos ya no son suaves, rugen como la mecedora de Inari. He de dejar de decir tacos, que luego me dicen que ya no me pegan con la edad. Qué coño, diré lo que me dé la gana hasta que me muera. Siempre he sabido comportarme, he estado en lugares que jamás hubiera podido soñar, rodeada de lujos, y rodeada de pobreza, y nunca me tuvieron que llamar la atención. Creo que eso es un triunfo que puedo anotar en el cuaderno de vida, que la gente siempre me aceptó como soy y que nadie quiso cambiar de mí ni un pelo.

Tomo con nervios la caja entre las manos, dentro de ella están tantos recuerdos, todos los albergo en la memoria, pero escritos quedarán para rellenar la de los demás. Las personas morimos cuando los que quedan aquí dejan de recordarnos. Por eso yo voy a regalar a mis seres queridos el cuaderno de mi vida, todo un legado, con mis fotos, y mis vivencias. De esta manera permaneceré por siempre en su recuerdo. Me hubiera encantado leer las biografías de mis antepasados. Esas son las raíces que perdemos, las que no podemos recordar porque no sabemos nada de ellos.

Camino hacia el estudio sobre baldosas cerámicas de estilo andaluz. Me siento frente al escritorio. Y abro con mis arrugadas manos la cajita de recuerdos. Tiene polvo, tanto como tiempo lleva enterrada. Mis manos tiemblan al compás de una melodía melancólica de piano mientras voy sacando las fotos y el cuaderno. El corazón me pellizca continuamente de emoción. Incluso me parece escuchar, entre todo lo que voy sacando de ese tesoro escondido, la voz de él. Esparzo las fotografías por el escritorio, están desordenadas, como mi propia vida. Echando un vistazo por encima de ellas es como si hubiera hecho en ese momento un licuado con varias frutas, con los frutos del pecado en algunos momentos. Abro el cuaderno, me doy cuenta de que hace quince años que no he vuelto a escribir nada en él. Se acabó el tiempo de silencio, debo contar lo acontecido. No va a ser una labor complicada, la edad aún no me ha barrido la memoria. Sé que no todos los que lean lo que voy a escribir sacarán las mismas conclusiones sobre mí. A unos les pareceré una loca, a otros un poco basta, a otros una mujer despampanante, a otros una rebelde, de lo único que estoy segura es de que nadie quedará indiferente, pues tuve la fortuna de vivir mil guerras y una batalla.

Escucho abrir la puerta de la calle. Y detrás, él entra llamándome a voces: «Shei, ¿dónde estás?». Me dan ganas de decirle: «Aquí, entre las líneas de lo vivido». Sin embargo, digo: «Aquí, cariño, poniendo en orden mi historia». Me levanto del escritorio, dispuesta a salir del despacho antes de que entre. Es tan curioso que me haría mil preguntas.

—Buenas tardes, mi vida, ¿vienes de la playa?

EL CUADERNO DE MI VIDA

PRIMERA PARTE

China. Sin equilibrio y sin ti

I

La vida sigue aunque sea a rastras

Sheila Barrantes Cifuentes se despertaba lentamente, con esa vaguería que da la resaca, sobre una cama vetusta con el cabecero tapizado de flores rojas y blancas. En la habitación predominaba el rojo, todo a juego con el pelo que asomaba entre los almohadones de plumas. A ambos lados de la cama, dos mesitas de color caoba con encimera de mármol rojo coralito. En una de ellas, como si hubiera sido posado de cualquier manera, un reloj de mujer con la esfera para abajo y un par de pulseras de bisutería hechas de hilos de colores. La fría colcha de raso rojo resbalaba al compás de lentos movimientos sobre un cuerpo femenino. De la cocina llegaba un ruido infernal de cacharros que le hacían estallar la cabeza. Se dio la vuelta bruscamente para seguir durmiendo y la colcha se cayó al suelo dejando al descubierto un cuerpo firme y proporcionado envuelto en un minúsculo camisón de seda rojo.

A ratos, se colaba en la estancia un vaho de hierbabuena mezclado con té rojo puerh que le hacía arrugar la nariz. Cada vez era más intenso el aroma, hasta que el olor invadió del todo la habitación. La cortina de la puerta se empezó a mover lentamente; entre sus bolitas de colores alternadas milimétricamente con bambú, la sombra de Inari con una tetera en la mano se balanceaba como aquel elefante encima de la tela de la araña, observándola a escondidas para ver si estaba despierta o no.

El ruido del bambú le hizo darse la vuelta de nuevo en la cama. Por fin abrió un ojo, abrió el otro, cerró el primero y volvió a cerrar el segundo. Al compás de la gimnasia ocular vio acercarse tímidamente con un té humeante en las manos a su amigo. Este se sentó en la cama con suavidad, y empezó a pasárselo por la nariz como si se tratase de las olas del mar; el olor fuertísimo del ungüento verde, como ella le llamaba, mezclado con pimienta de Sichuan, hizo que abriera los ojos de par en par. Un gritito de esos que daba cuando algo le producía sorpresa hizo reír a Inari a carcajada limpia.

 

Frunció el ceño ante la risa, no sabía bien dónde se hallaba. Lo normal, en aquellos tiempos en que su vida había entrado en un bucle destructivo. Perseguida permanentemente por la sensación de estar en una lavadora intentando lavar las penas en un programa interminable, se le habían ido pasando cinco años. Jamás hubiera imaginado en otros tiempos que su existencia iba a dar un giro inesperado y le pondría en lugares donde nunca imaginó estar.

Y allí se encontraba en aquella casa, lejos de su tierra, apegada a un dolor enquistado del que no quería salir. Intentando envolverse en superficialidad para no ver la realidad. Y amaneciendo, como se había hecho costumbre, entre efluvios de alcohol nocturno mezclados con olor a especias y a infusiones.

Ya ubicada por completo, se desperezó. Estiró los brazos por encima de la cabeza, y luego hacia los lados. El pelo rojo totalmente despeinado le daba aspecto de haber pasado una noche loca. Su cara pecosa, incluso estando como estaba pálida por el exceso etílico, tenía un brillo especial. Desde pequeña siempre había escuchado decir que era preciosa, y algo de verdad debía haber en esto, pues esa carita le había abierto la puerta de muchas oportunidades y algunos dormitorios. No es que ella fuera una persona superficial, estaba convencida de que un físico que después no aporte nada no te conduce a ninguna parte, pero es innegable que es una carta de presentación, un volante que maneja la vida. Una pena, pero es así. Tenía altos pómulos, nariz recta y respingona, y una boca sensual que parecía dispuesta a besar aunque no lo estuviera. Elevó al techo los brazos y abrió la mandíbula de par en par como rugido de león para acabar restregándose los ojos. Eran verdes y por las mañanas parecían siempre más descoloridos, era como si de noche se les fuera el color y la luz del día se los coloreaba de nuevo. Aquellos ojos que él nunca olvidó.

—Buenos días, dormilona ―alcanzó a decir Inari después de haber contemplado todo el despertar de Sheila como si estuviera observando una maravillosa puesta de sol.

Inari Bǎi Xìng, su fiel amigo, la mano que el destino le había prestado para salir del pozo donde estaba metida. Aquellos ojos brillantes orientales, aliñados en una sonrisa tímida, la convencían siempre, y allí estaba bebiéndose la pócima sin rechistar. Aquel hombre lo hacía todo con tanta bondad que Sheila no le podía negar nada. Cinco años de amistad entre los dos habían dado para mucho. Inari había resultado ser un excelente amigo en todo este tiempo de duelo. Había sido el hombro perfecto para llorar. El bálsamo justo para la herida. Cinco años, los mismos que llevaba en Pekín, ya más de cinco años lejos de su tierra, cinco, cinco, cinco, los mismos que los dedos de la mano, esos que de golpe soltó la vida y la dejó sin lo que más quería, su amor, Carlos.

―No te quedes embobado mirándome y alcánzame la colcha del suelo, que este camisón te está poniendo los ojos rojos como el infierno.

―Eres una descarada —gruñó el puritano de Inari sonrojado por la tomadura de pelo de Shei.

Inari abrió las contraventanas todo ofuscado antes de salir de la estancia y se fue a seguir con sus labores domésticas. Sheila, poco rato después, ya se había puesto en pie. Se miró al espejo de la cómoda, el camisón le llegaba por media nalga. «Parece que salgo de la cama de un prostíbulo». Tiró con decoro de la prenda hacia abajo para ver si estiraba, un intento hecho en balde, pues dejaba ver casi al completo sus «patas largas», como siempre decía su abuelo. Contempló, con los ojos verdes abiertos de par en par, su atuendo y sus piernas, intentando decidir si era peor el disfraz que llevaba puesto o las piernas llenas de moratones, y de repente un montón de pensamientos desordenados, tan alborotados como su corta melena pelirroja, acudieron a su mente con retazos de lo sucedido la noche anterior.

Vagamente recordó a Bastean, el reportero alemán del Die Welt, un tipo alto de mandíbula prominente que se peinaba como el conde László Almásy en el libro El paciente inglés. Aunque, en honor a la verdad, daba cierta grima. Su mente empezó a entrar en estado de emergencia. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza en la puerta de salida.

«Miraré la luna, pero te veré solo a ti». Con esa frase recordó que había empezado una conversación con él, mientras tomaban un tentempié en el comedor del periódico a media mañana. Un suspiro que escondía un «¿qué habré hecho?» se le escapó al aire. Le vino a la mente que por la tarde se habían ido juntos después de haber estado tonteando todo el día, y que no habían parado de reír, seguro que fruto de alguna copichuela a la hora de la comida.

De la plaza de Tiananmén también le llegaba la imagen de varias bicicletas en el suelo, ¿o era ella en el suelo entre varias bicicletas? Ráfagas de escenas pasadas, no podía recordar por completo, era como una película de cine mudo, o quizá se acordaba de todo y no quería rememorar nada.

Se asomó a la ventana con el ceño fruncido, le dolía un montón la cabeza. Pekín estaba gris, a lo lejos se veían rascacielos, a su alrededor y en contraposición con el horizonte se ubicaba el distrito de Xuanwú, una zona antigua, la china milenaria engullida por enormes construcciones. La gente caminaba por el mercadillo, con paso lento, los chinos no se estresan por nada. A un ritmo de música de funeral, varias personas sentadas en bordillos comían con palillos en cuencos pequeños de usar y tirar. En varios bidones humeaba agua negra donde flotaban una especie de huevos o claras de huevo más bien, de aspecto asqueroso. Farolillos chinos engalanaban la calle de lado a lado. Y en hilera varios puestos con diferentes mercancías, en unos vendían tradición y en otros artículos bastante modernos, sobre todo falsificaciones perfectas, eso lo hacen mejor que nadie en todo el mundo.

Contemplaba como en una nube el panorama, a cámara lenta, era como si su subconsciente buscara esa lentitud para alargar el momento en cada acción y así ganarle la batalla a ese tiempo que pasa rápido y se apropia de lo que más queremos.

Llevaba un buen rato ensimismada en la ventana entre este cúmulo de pensamientos atropellados y sin sentido que la caracterizan. De pronto, como si el alma se le hubiera metido de repente en el cuerpo, dio un grito a Inari para avisarle de que bajara a abrir la tienda, pues ya comenzaban a llegar las excursiones con extranjeros, pero este ni se enteró. Echó una última mirada a la calle, observó a los turistas zigzagueando por los puestos calculadora en mano para poder rebajar unos pocos yuanes a los ya muy rebajados artículos.

—En fin, lo mismo de cada día, el mismo escenario, con distintas personas ―sentenció dando un suspiro de aburrimiento―. En China, entre la masiva población y los turistas, bien podrían pasar de uno en uno por el mercado durante varios siglos sin que nadie repitiera —concluyó medio en alto sin venir a cuento.

Si es que los pensamientos razonadores de ella no servían ni para matar el rato, eran como relleno que utilizaba en su cabeza el serrín que tenía dentro, según decía su padre.

Se frotó la frente, el dolor no remitía, la maldita pimienta no había hecho su efecto, necesitaba algo más fuerte. Buscó su bolso, miró para un lado, miró para el otro, allí estaba, meticulosamente colgado del biombo con motivos de amaneceres bajo sombrillas de colores. Eso era cosa de Inari. «Qué ordenado es el condenado», gruñó una Sheila a la que no le gustaba nada el orden, decía que así estaba a juego con el desbarajuste de vida que llevaba; aunque no siempre había sido así, en otros tiempos había sido la disciplina hecha persona. Este tributo es el que nos deja la vida cuando pasa un huracán y nos la pone patas arriba. Tanto que luego cuesta volver a colocarlo todo, y las fuerzas fallan, así que tiras la toalla, y le dices al orden que le den por el culo.

Abrió, en palabras textuales, «el jodío bolso» con la esperanza de encontrar una caja de analgésicos. Después de revolver un buen rato bolso arriba, bolso abajo, en vez de encontrar lo que buscaba, sacó del mismo una caja de preservativos.

—Lo he vuelto a hacer —exclamó nerviosa.

Y en aquel momento le resonó con bastante más claridad lo sucedido: Bastean, sus manos rodando por sus muslos, la camiseta quitada apresuradamente, besos en el cuello, pezones erguidos, un hotel internacional, la habitación con moqueta roja, sus bragas de algodón blanco sobre esa moqueta, «¡de algodón, por Dios, he follado con bragas de algodón!, buff», dos botellas de vodka, el blanco torso de Bastean sobre su pecho...

—¡Stop, stop! —le dijo a su cabeza.

Ya se acordaba, otra noche más de sexo vacío, otra noche más de sexo con sabor a alcohol, a olvido, de suicidio a gotas, otro tiro en la ruleta rusa a la que había venido apostando durante todo este tiempo.

No iba a poder mirar a Bastean a la cara nunca más, tampoco es que tuviera muchas ganas de volver a hacerlo. «Si ni siquiera me gusta, esto tiene que terminar algún día, me estoy destruyendo». A veces tenía entre las lagunas borrosas algún pensamiento lúcido, pero hay acontecimientos que nos implantan en la voluntad un chip sin ajustar, y las órdenes que nos da son contrarias a lo que nos conviene.

Inari cantaba en la cocina una de esas canciones chinas que tan nerviosa la ponían. «Chin, chan, chun, guiii guii», tarareaba Sheila con un mohín de disgusto mientras buscaba en el armario de Li algo decente que ponerse para salir de la habitación. Li, la silenciosa hermana de Inari, tan pequeñita como frágil, pocas cosas podía tener en el armario que le sirvieran, ya que le llegaba a Shei por el hombro, pero mejor eso que salir con aquel minicamisón que llevaba puesto, no quería asustar otra vez a Inari.

—Buff.

Siempre con el buff en la boca. Li, la verdad, vestía como un árbol de Navidad, todo era dorado, plateado, rojo, con dibujos. Las muecas de Sheila al sacar la ropa eran todo un poema. Sacó un kimono, lo tiró al suelo, una falda más larga que un día sin pan, «esta quizá pueda servir», «no me entra», un jersey azul con estrellas plateadas, una camisa con el cuello más cerrado que la soga del ahorcado en El bueno, el feo y el malo, un vestido de flores doradas, rojas y verdes, y una chaqueta rojo farolillo de burdel chino.

—Esto mismo —dijo cogiendo el vestido de flores y la chaqueta.

Se lo puso todo a tal velocidad que perdió el equilibrio varias veces por intentar meter el vestido por los pies en vez de por la cabeza, y también, todo sea dicho de paso, por el desequilibrio ocasionado por los residuos de cierto vodka asqueroso que había tomado la noche anterior con el conde, es decir, Bastean. Entre el runrún de pensamientos, salió de la habitación, pero antes se había dado la vuelta hacia el armario para recoger todo lo que había tirado al suelo, no quería escuchar las voces de Inari jurando en chino tradicional.

Cuando este la vio aparecer en la cocina ataviada de esa guisa, los gallos de su música del dragón, como él la llamaba, se acentuaron a la máxima potencia. El pelo pelirrojo se mimetizaba con la chaqueta roja brillante puesta sobre el vestido de flores, de tal forma que parecía el mismísimo campo de amapolas de opio de la provincia de Heilongjiang. Encima, el vestido le llegaba por debajo de donde, según el abuelo de Sheila, la espalda perdía su santo nombre, y la chaqueta parecía una torera de lo corta que le quedaba. Y encima, iba descalza como una mendiga a la puerta de una iglesia, ya que no había encontrado las Converse blancas que traía el día anterior, y meterse en unas chanclas de Li era como meter los pies en las botas de Pulgarcito. Se encogió de hombros y le miró con cara de buena, con aquellos ojos verde esmeralda que le ponían tan nervioso.

―Tienes en esa esquina tus zapatillas —señaló Inari aguantando la risa como podía.

—Si quieres reírte, es mejor que te des la vuelta y disimules, no estoy para chuflas.

—Shei —así la llamaba Inari porque decía que era más asiático—, no voy a reírme, pero no te voy a negar que me gustaría hacerlo.

—Me vas a tener que pagar por haber traído tanta risa a tu hogar.

—Yo creo que me vas a tener que pagar tú a mí por soportar tu mal humor cada vez que metes la pata.

—Yo no meto la pata, chino del demonio.

 

—Es verdad, no metes una, metes las dos. ―No había acabado de decir la frase y ya le estaba pasando una zapatilla por encima de su cabeza.

—Estás como cabra.

—Se dice como una cabra.

—Digo lo que me da la gana. Por lo menos yo me he molestado en aprender castellano. Tú no dices ni cuatlo palabras en chino.

—Se dice cuatro.

—Eres insoportable.

—Seré insoportable, pero me amas.

—¡Qué más quisieras! ―exclamó ofuscado Inari. Hablar de amor le ponía bien nervioso.

—Game over. Gané la partida. Si no hay mejor cosa para desarmarte que hablarte de amor.

Sobre la redonda mesa de la cocina observó doblados ―si existe la perfección, pues así― sus vaqueros cortos, la camiseta blanca y sus blancas braguitas de algodón. Abrió los ojos de par en par, en ese momento a nadie le extrañaría que ella fuera una de esas muñecas de los dibujos japoneses.

—Mis braguitas ―exclamó―, ¿cómo han llegado a tu mesa?

Inari sonrió con picardía.

—¡Oh! Ahora te pones nerviosa tú. No es lo que piensas, picarona. Yo no te he puesto ni un solo dedo de mi mano encima. Mi hermana Li ayer pacientemente te desenfundó como si fueras un plátano. Llegabas sucia y llena de barro. Con olor a vodka y por el olor puedo jurar que era del malo. Cuando abrimos la puerta pensamos que te había atropellado un tuk tuk. ¿No recuerdas nada?

—Sí, por desgracia, voy recordando ―le comenzó a cantar, y no en chino, a la vez que arqueaba la ceja para ponerse más interesante―. No sé cómo, me lie con un colega de otro periódico. El caso es que, después del revolcón, no me mires así, Inari, la gente folla, eres muy mojigato ―este hacia como si se tapara los oídos para no escuchar―, escapé del hotel JW Marriott como alma que lleva con un poco de suerte el diablo, porque para qué ir al cielo con lo aburrido que debe de ser.

—Al grano, Shei, aunque he de aclararte que yo no mojo ningún gato ―increpó Inari, que, aunque parecía no querer saber, estaba deseando conocer toda la historieta.

—La madre de Dios con la traducciones estúpidas. En fin, sigo, cogí mi bicicleta o, si no era mi bicicleta, alguna que encontré apoyada en una columna de la puerta, y enfilé contra la fuente luminosa de cuatro chorros que se encuentra fuera del JW, ahora lo recuerdo más o menos.

Inari no salía de su asombro, no sabía si reírse o llorar.

Como si el agua de aquella fuente le hubiera aclarado la aventura vivida la noche anterior, se visualizó haciendo de Anita Bergen en La dolce vita, pero en vez de ser la Fontana de Trevi, era la fuente del JW, en vaqueros cortos, camiseta y, lo peor, en bragas de algodón. Bueno, las braguitas solo se las había visto Bastean, al cual no le debió importar demasiado, pues recordaba que se había puesto como una moto con ella; es más, había sido un polvo breve de lo caliente que estaba el hombre. «Puag», exclamó Sheila con un mohín de asco. Cada día se enrollaba con tipos más asquerosos. «Espero no haber bajado de su cintura con mis labios ―omitió ese pensamiento a Inari― porque si no se muere de vergüenza», sentenció para sus adentros.

Pensó en Carlos, sonrió, cuánta risa hubiera pasado, él siempre la seguía en todas sus locuras. Aunque, por otra parte, no le haría ninguna gracia que se enrollara con cuanto varón se le cruzaba por el camino últimamente, ella que siempre le decía que su cuerpo era un templo donde no podía entrar cualquiera. Se hizo el silencio, miró con esa clase de pena que significa «la he vuelto a liar» a Inari y un suspiro voló en el aire. Sonrió, dejó de sonreír, pensó, y quitó el pensamiento, actos que se corresponden con la zozobra en que se había convertido su vida. Y volvió a aquel presente, un presente más negro, más gris, más diferente, en el que la sonrisa muchas veces es forzada o es por alcohol, en el que solo se deja ser ella misma en casa de Inari y de Li. Su refugio en días de niebla.

Y volviendo a la noche anterior, siguió acordándose de la aventura, de como al salir de la fuente había resbalado, debía estar llena de musgo o algo parecido, y de como, con tan buena suerte, por decir algo, se fue a caer a un charco dejado por la lluvia en aquella mañana. Ya era habitual en aquellos tiempos estar en el punto exacto, el idóneo, el sitio perfecto en donde se tenía que meter en nuevos charcos y en este caso literalmente.

Soltó una sonora carcajada, y mira que eso era raro en ella sin una copa de algo en la mano, al recordar que un par de hombres asiáticos muy trajeados la habían levantado cogiéndole de los brazos, a la vez que ella aleteaba como un pollo en el matadero. «Les puse perdidos», siguió contando Sheila envuelta en una risa de lo más contagiosa, tanto que Inari también se desternillaba.

—Porque, además de darles patadas, al posarme en el suelo, me dio por darles abrazos y bailar con ellos al compás de La culpa fue del chachachá, así que apresuradamente pararon un taxi y en él me metieron como quien mete en una maleta llena de ropa algo más y tienes que sentarte encima para cerrarla.

Así fue como había llegado a la puerta del paraíso o, lo que es lo mismo, la casa de Inari y Li, la única dirección que ha conseguido aprenderse en China o, por lo menos, la única que no ha olvidado cuando se encontraba en apuros.

Inari no daba crédito a la aventura que contaba, y la miraba con unos ojos tan abiertos que nadie hubiera dicho en aquel momento que era chino, su cara era un poema. Sheila, llena de ternura al verle así, le agarró de las manos y le hizo sentarse con ella en las banquetas de la cocina.

—La verdad es que te quiero un montón, mi chinito bello. Bendigo el día que te conocí. ¿Te acuerdas? Debí parecerte una loca.

—Y no me equivoqué, me pareciste y lo estás.

—Entierra el hacha de guerra por un momento. Sé que ha sido una de las mejores cosas que te ha pasado.

—Sí, hombre, pues menudo chollo nos cayó a Li y a mí.

—No me copies las expresiones, que no te pegan.

Claro que se acordaba, cómo no iba a acordarse, pensó Inari para su profundo interior, ese que tiene cultivado a base de meditación y sabiduría de andar por casa, de esa que da la vida a base de golpes que unas veces vienen de un lado y, cuando miras para el otro, te vuelve a caer un sartenazo, así como quien no quiere la cosa, y así un día y otro como si de un partido de tenis se tratara.

—Nunca lo olvidaré. Sí, ese día me pareció ver un ángel de esos en los que creen los cristianos.

—Eso te pega más, pero qué cursi eres a veces ―exclamaba una Sheila medio ruborizada, y digo medio porque nunca reconocería que en el fondo le gustaban más esos halagos que a un niño un caramelo.

—Te recuerdo con tus sandalias planas de brillantitos, un vestido corto negro y una chaqueta de cuero con tachuelas, tu pelo por la cintura, rizado, un bolso de cuero de colores tipo hippie hecho con remiendos, y tu inseparable cámara Nikon, Nikita, como tú la llamas.

—Eres muy observador y tienes muy buena memoria. Y eso que cuántas cosas han pasado desde entonces ―murmuró la linda pelirroja con pena.

Aquel día que conoció a Inari, se encontraba brujuleando para un reportaje para la revista Mujer Hoy y, rodando por esquinas y calles estrechas, había llegado al mercadillo de Panjiayuan. Gallinas y patos se mezclaban con relojes, seda y porcelana. A Sheila no se le escapaba nada y le había llamado la atención un puesto de porcelana con lindos juegos de té y café artesanales. Se paró a fotografiarlos y, al sacar la cabeza del objetivo, se percató de que un joven oriental, alto y con unos ojos diminutos que brillaban como la luz de su mar de Cádiz, asombrado le miraba sus piernas. «Qué descarado», había exclamado en un español con acento del sur un poco ofuscada. Pues bien, aquel joven era Inari, y ella no se enteraba de nada de lo que le decía mientras seguía mirando y señalando sus piernas, haciendo gestos como de dolor. Entonces comprendió que no observaba su atractivo, sino lo hinchadas que las tenía y se arrepintió de todos los improperios que habían pasado por su cabeza.