(A)Cerca de Paisajes

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(A)Cerca de Paisajes
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Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2021-A-6

ISBN edición impresa: 978-956-6048-41-1

ISBN edición digital: 978-956-6048-42-8

Imagen de portada: Mario Muñoz Buzeta, Paisaje (fragmento). Fotografía de Paula Arrieta.

Diseño de portada: Paula Lobiano

Corrección y diagramación: Antonio Leiva

© ediciones / metales pesados

© María Elena Muñoz M.

E mail: ediciones@metalespesados.cl

www.metalespesados.cl

Madrid 1998 - Santiago Centro

Teléfono: (56-2) 26328926

Santiago de Chile, febrero de 2021

Diagramación digital; ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com


Dedicado a Mario Muñoz Buzeta,

pintor de paisajes

Índice

Presentación

Introducción

Transparencia y opacidad: mirando a través de un paisaje de Valenzuela Llanos

El constante paisaje chileno

El paisaje del país o la expansión de lo pictórico en el trabajo de Juan Castillo

La ventana que mira al parque: Paisaje de invierno de Inés Puyó

Burchard, Balmes y la historia de una taza: un momento singular de montaje y actualidad

Los jardines de la ciudad propia: una arcadia moderna

La imagen del niño en el umbral de la modernidad: tres figuras infantiles en la pintura de Cosme San Martín

Palabras finales

Índice de imágenes

Bibliografía

Agradecimientos

Presentación

Como lo indica el título de la presente publicación, los textos aquí desplegados abordan desde diversas perspectivas el asunto del paisaje y su relación con la pintura. Desde los padres de la patria de la pintura chilena hasta Juan Castillo, artista contemporáneo, se pueden seguir diversas aproximaciones que sobre este género van adoptando los autores en la escena local.

Son estos escritos legibles para no especialistas; un libro que acoge al lector exponiendo y articulando con claridad las relaciones que permiten comprender complejos problemas que atañen a la historia del arte y la pintura. Esta característica, su hospitalidad, no significa en este caso falta de profundidad; por el contrario, los textos conectan diversas dimensiones de conocimiento, única manera de pasar del ámbito de la información al de la comprensión. En este proceso hay goce, es el goce del pensamiento en movimiento, de un pensamiento que se despliega y se integra como herramienta de análisis, esto sin tomar en cuenta lo que primero salta a la vista: que aquí está en ejercicio la experiencia de una amante de la pintura.

Transitando desde la historia universal a contextos políticos, de problemas estéticos a poéticas particulares, de la superficie material a las imágenes, va desarrollándose ensayo tras ensayo una narrativa interconectada, en donde cada texto entrega materiales para acceder a los demás. Se trata de temas paradigmáticos de la pintura, de la representación y del arte.

Comenzando siempre «desde el principio», María Elena Muñoz provee al lector en cada ensayo de las herramientas reflexivas y referenciales para aproximarse a una obra local en conexión con los grandes problemas de la visualidad que han cruzado la historia del arte. Así es como en la introducción se nos pone al tanto de la discusión actual respecto del género del paisaje, definiendo de esta manera el campo desde donde nos sumergiremos en la lectura.

El carácter material de la pintura está siempre presente en las miradas que hace la autora. Abundan palabras precisas para describir estas cualidades a veces desatendidas que son lo propio de la pintura, aquello que la diferencia de las imágenes en sentido genérico. En un espacio cotidiano saturado de imágenes, la mayoría de ellas emitidas a través de pantallas luminosas, la pintura propicia un encuentro que requiere detenerse y apartarse por un momento de este flujo omnipresente.

Autores sancionados ya por textos canónicos de nuestra historiografía encuentran aquí la posibilidad de ser vistos nuevamente, con la mirada abierta de una autora que se entrega a la experiencia de espectadora conociendo las tramas de valoración y clasificación cifradas en el propio deseo de la escena por establecer jerarquías y órdenes.

Agregaría aquí esa frase repetida por tantos pintores: que de la pintura no se puede hablar. Quizá por ello, justamente, nos invite a hablar sin fin. Es la experiencia como espectador la que nos obliga a buscar interlocutores, a tratar de entender y racionalizar algo que siempre se nos escapa y que nos empuja a volver a mirar. Es esta una pasión por descifrar la trama que se teje en la superficie cargada de pintura, en esta superficie hecha de estratos en la que el espectador se sumerge, pasión finalmente que comparte la autora con sus lectores.

Pablo Ferrer K.

Pintor

Introducción

Al titular el presente volumen del modo que lo hago, usando un recurso (paréntesis) que en general trato de evitar, solo busco subrayar la avenencia de los términos «cerca» y «acerca» en relación al término «paisaje», avenencia a la que sacaré partido en este libro. Algunos de los escritos versan efectivamente «acerca» del paisaje o de paisajes particulares o de reflexiones sobre el paisaje. El «cerca» tiene que ver, por un lado, con la cercanía que algunas obras o trabajos puedan tener con el paisaje, sin encajar directamente en el género, pero también tiene que ver con la cercanía que impone una mirada dispuesta a capturar detalles no siempre atendidos.

Paisaje es un término que se ha tornado crecientemente dócil. Más allá de su acepción como género artístico y de su habitual asociación con la geografía, se habla también de paisaje humano, paisaje social, paisaje político, paisaje cultural, paisaje conceptual o incluso paisaje sonoro. Esta holgura en la aplicación del término ha venido acompañada, en el último tiempo, de sendas reflexiones sobre el tema, provenientes de diversos ángulos disciplinares. Si bien se reconoce generalmente que la relación con la naturaleza está en el origen del concepto, se ha llegado a consensuar que paisaje y naturaleza no son sinónimos. Como bien sintetiza el geógrafo Joan Nogué: «La naturaleza existe per se, mientras que el paisaje no existe más que en relación al ser humano, en la medida en que este lo percibe y se apropia de él» (123).

Paisaje y naturaleza no son sinónimos. Sin embargo, es de la relación con la naturaleza desde donde surge aquello que llamamos paisaje, una relación que se establece a partir de una mirada estética. La posibilidad de apreciar estéticamente un pedazo de país, de percibirlo desinteresadamente, es lo que lo enmarca, lo que activa la transición de país a paisaje. Sobre su origen artístico dice el teórico francés Alain Roger: «El paisaje no es inmanente (no existe en sí) ni trascendente (no existe por intervención divina), pero si el paisaje no es inmanente ni trascendente, ¿cuál es su origen? Humano y artístico, esta es mi respuesta» (14). El arte, se dice, es el mediador que opera la transformación que da lugar al paisaje. En otras palabras, el paisaje no se percibe, en tanto tal, mientras no se haya producido algo que desmarque un «pedazo de país» del continuo de la naturaleza. Y ese algo es precisamente la mirada del sujeto capaz de aislar a un segmento del territorio respecto de implicancias agrícolas, económicas o geopolíticas.

La naturaleza precede al paisaje. Pero no solo lo precede en el acto de la percepción, sino que lo hace históricamente, puesto que la palabra paisaje ni siquiera existía como vocablo hasta entrado el siglo XVII, cuando empezó a constituirse como género autónomo de la pintura en los Países Bajos del norte1. Este empezar a existir del paisaje fue de la mano del surgimiento de unas representaciones pictóricas que reconocían a unas ciertas vistas del territorio como motivos dignos de ser pintados: es la pintura, en otras palabras, la que creó el paisaje, incluso antes de ser llevado al cuadro.

La relación arte/naturaleza está en el origen del paisaje, pero es más precisamente la pintura la que lo demarca. Sin desconocer las variadas formas que, desde la geografía, la antropología, la sociología, la filosofía, los estudios visuales, y otras disciplinas contribuyen a la reflexión sobre el paisaje, los textos que siguen retoman la relación originaria entre pintura y paisaje, para deslizarse desde allí a la cuestión de la pictoricidad2.

 

Los escritos a continuación versan todos sobre arte chileno. La mayor parte de ellos han sido articulados en torno al paisaje, especialmente en el momento de su mayor apogeo, esto es, a fines del siglo XIX y principios del XX. Durante ese periodo, la pintura chilena de paisajes jugó un rol fundamental en la construcción de una identidad nacional que necesitaba afirmarse en la imagen de un territorio común con características propias y distintivas3. La pintura hizo visible el modo en que el territorio de la joven nación se configuraba en sus relaciones con la naturaleza, particularmente la del campo chileno, donde dominaba la escena del latifundio, con todas sus implicancias. La marcada propensión hacia el género paisajístico en Chile induce a pensar que en esta larga faja se dio la peculiaridad de que la pintura de paisaje tuvo a bien asumir (inadvertidamente o no) la función que otras jóvenes naciones sudamericanas le asignaron a la pintura de historia4.

Con el tiempo, la pintura chilena de paisaje fue subsumida por las narrativas de la chilenidad. Durante la dictadura se vio una apropiación ideológica nacionalista del paisaje, apoyada por una estrategia de difusión que lo promovía como expresión de los valores patrios5. Su condición se instrumentalizó como imagen de una ideología que promovía a la geografía, particularmente al campo de la zona central, como lo esencialmente chileno. Luego, con el asomo de la resistencia neovanguardista, la pintura chilena de paisajes, cuyo mayor cuerpo se encuentra hoy en manos de coleccionistas privados, quedó arrinconada en el lugar de la tradición y el conservadurismo. De ese lugar es necesario rescatarla, atendiendo a otras cualidades, cualidades que tengan que ver tanto con su pictoricidad como con su potencial simbólico. Es preciso también relevar al paisaje del binomio tradición/vanguardia, y pensarlo como una categoría que atraviesa dichas nociones, teniendo en cuenta, además, que la recurrencia al paisaje no solo compete al periodo citado, sino que se extiende hasta hoy en muchas modalidades diferentes: pintura, fotografía, video, intervenciones, probando que puede perfectamente seguir siendo operativo como articulador de sentido.

Como ya anticipé, no todos los textos remiten directamente al paisaje; no obstante, todos ellos orbitan la cuestión de lo pictórico y sus tensiones constitutivas. Pero además los siguientes escritos se entrelazan, sobre todas las cosas, por la disposición a atender a la singularidad de las obras, por la intención de observarlas de cerca, atendiendo a detalles que normalmente se han soslayado. Esta mirada cercana apunta hacia el reconocimiento de elementos distintivos en la obra, susceptibles de catapultar posibles lecturas y derivar desde allí algunos horizontes de sentido.

El primer texto se refiere a un particular cuadro de Alberto Valenzuela Llanos, de cuyo análisis resulta una pequeña reflexión sobre la tensión entre opacidad y transparencia, la que es presentada como constitutiva de lo pictórico. El segundo se ocupa de una obra historiográfica atendiendo la propuesta del crítico Antonio Romera sobre el paisaje como constante de la pintura chilena, preguntándose qué es lo que hay tras la afirmación del autor y qué tan vigente podría estar actualmente. El tercer escrito aborda el trabajo de un artista contemporáneo, Juan Castillo, que se desarrolla sobre y en el paisaje, así como la relación o el desplazamiento que se produce en su obra desde la pictoricidad. En cuarto lugar va una apreciación hacia un par de pinturas de Inés Puyó, que reinstalan de manera muy sensible el problema de la ventana. Lo que sigue es una lectura crítica que se ocupa de la irrupción de Burchard, de su modo de pintar, de su idea de la pintura y de una obra suya en particular sobre una obra de Balmes, proponiendo la idea de actualización a través del mecanismo del montaje.

El sexto escrito propone una relación entre la noción virgiliana de «arcadia» y la modernización urbana santiaguina de fines del siglo XIX, lo cual se puede establecer a través de la construcción de parques y jardines, así como de sus respectivas representaciones pictóricas en la obra de Alberto Orrego Luco. El último texto no aborda la cuestión del paisaje, sin embargo se articula con el texto anterior respecto a la forma en que el arte chileno finisecular se vincula con el progreso modernizador de esa época, a la vez que se interroga acerca de la representación de la infancia en la pintura de Cosme San Martín. Las pinturas de San Martín se inscriben dentro del periodo en que la sociedad chilena experimentó los cambios provenientes de los procesos modernizadores, los cuales estaban tramados con la tensión entre cultura y naturaleza. En lo que incumbe a los formatos, los artículos oscilan entre la escritura académica y otra un poco más libre, tratando de atender siempre a esa zona entre la singularidad de la obra y la apertura que ella hace (nuevos y viejos horizontes de sentido).

Transparencia y opacidad: mirando a través de un paisaje de Valenzuela Llanos


Fig. 1. Alberto Valenzuela Llanos. Paisaje de Lo Contador, circa 1920. Colección privada. Cortesía Centro Cultural Las Condes.

I

Alberto Valenzuela Llanos (1869-1925) pintó muchísimos paisajes. En realidad, pintó más paisajes que cualquier otra cosa. En una reciente retrospectiva6, uno de ellos capturó de inmediato mi atención: se trata de una tela, más o menos grande, donde destacan árboles frondosos, entre los que sobresale un quillay, acaso, y otro, tal vez un manzano, a cuyo pie se vislumbran un par de pequeñas figuras femeninas. En el primer plano se alternan los tonos verdes y rojizos con los que el pintor describe la tierra, ocupando más de un tercio de la composición. La espesura de los árboles opera como un tamiz que apenas deja ver los elementos lejanos que completan la composición: un atisbo de cordillera, una corrida de álamos. Las copas de los árboles quedan interrumpidas con el borde superior de la tela tramándose con el gris blanquecino del cielo. En la mitad izquierda del cuadro, entre el límite del horizonte y un arco formado por una rama baja del árbol al lado izquierdo, se forma una especie de ventana que deja ver a lo lejos un edificio con algo que parece ser una cúpula, o una torre, una iglesia acaso (Fig. 2).


Fig. 2. Detalle Fig. 1.

Esa apertura, esa suerte de ventana enmarcada por las ramas, es lo más peculiar de este paisaje. Es el detalle que hace que este cuadro no solo destaque por su belleza, sino que estimule un pensamiento sobre la pintura, particularmente sobre la tensión entre transparencia y opacidad que describe la historia de la disciplina.

II

La insinuada ventana sugiere una profundidad que el cuadro en general no enfatiza: ella hace presente un lejos. Lo que ofrece a ver es lo que ocupa un lugar lejano en la escena; la distante cordillera, el distante edificio. Distantes, porque siguiendo las leyes de la perspectiva central, se ven más pequeños en relación a los otros elementos del cuadro. Etimológicamente hablando, perspectiva viene del latín perspicere, que significa mirar a través. Al sentar las bases del método, Leon Battista Alberti enunció que la pintura debía entenderse como una ventana abierta, a través de la cual podía observarse la «historia»7. Como toda ventana, la pintura debía ser transparente, debía dejar ver algo más allá de su propia superficie, sea la profundidad lograda con el modelo geométrico de la perspectiva, sea la «historia», es decir, la narración que el cuadro debe contar. La tradición pictórica de Occidente, esto es, la tradición del cuadro iniciada en el siglo XV, se articuló privilegiando la transparencia. Lo que debía aparecer eran las figuras ocupando un espacio ilusionista, organizado racionalmente en función de lo que se ve o se quiere hacer ver desde la mente, el espíritu o las ideas: un episodio bíblico, una escena mitológica, un retrato de costumbres, una propaganda ideológica, un despliegue virtuoso. Tanto el espacio ilusionista como el tema, o la dimensión simbólica de la obra, se observan a través de la pintura, es decir traspasando con la mirada el plano superficie.

Transparencia y opacidad son en pintura mutuamente imprescindibles, del todo codependientes. Sobre la superficie opaca se arreglan manchas, colores y texturas para articular la representación: una historia, un rostro, unos cuerpos, un paisaje, una idea, una visión sobre el mundo. Para representarla es preciso horadar el plano mediante el método geométrico. Pero la perspectiva no solo exige al artista generar la ilusión de una cavidad espacial, sino que también requiere del observador agujerear virtualmente el soporte opaco para ingresar a ella. Lo pictórico, dicho con otras palabras, es una opacidad que al mismo tiempo entraña una transparencia que necesitamos traspasar para asomarnos «más allá».

La historia de la pintura se ha movido entre el polo de la transparencia y el de la opacidad, inclinándose hacia uno u otro. La pintura académica llamada de historia privilegiaba la transparencia, enfatizando la narración, la cual debía estar desplegada en un perfecto y adecuado espacio ilusionista. Sin descuidar en absoluto la superficie, puso el arte al servicio de la representación escondiendo precisamente el arte. La pintura moderna, particularmente la reconocida como abstracta o no figurativa, por el contrario tendió a concentrarse en la superficie, exponiendo el arte. En el primer caso se desatiende la opacidad, en el segundo se pretende abolir la transparencia.

En favor del polo de la opacidad y su papel en la constitución de la pintura moderna, el crítico estadounidense Clement Greenberg construyó un modelo donde afirmaba que la modernidad de la pintura estuvo determinada por el desarrollo de una actitud autocrítica, que la reafirmó en su área específica de competencia8. La concentración en el área específica de cada disciplina tenía que ver con su pureza, es decir, con lo que cada disciplina tenía de único e irreductible. En el caso de la pintura, la pureza estaba dada por el tránsito hacia la conquista de la superficie, por la superación del ilusionismo tridimensional, por una parte, y la exclusión de toda literatura, por la otra. Así, el contenido debía ser absorbido por la forma, de tal manera que la pintura no pudiera ser reducible a algo que no sea ella misma; la pintura debía negar la transparencia.

El pensamiento de Greenberg respecto de la pureza hunde sus raíces en el ideario simbolista, que a partir de ciertas premisas baudelerianas proclamaba el abandono de la naturaleza como referente para la creación poética, adoptando, de acuerdo a Mallarmé, el modelo de la música como fórmula para el desmantelamiento de la mímesis9. En lo que respecta a la pintura, el credo simbolista quedó muy bien resumido por Maurice Denis, quien en 1890 la definió de la siguiente manera: «Recordemos que un cuadro –antes de ser un caballo de batalla, un desnudo de mujer, o cualquier otra anécdota–, es esencialmente una superficie plana cubierta de colores agrupados con un cierto orden» (Denis, 89). Si bien es cierto, el pintor y crítico simbolista se refería a lo que él llamaba neotradicionalismo, Greenberg recurre a la misma premisa para identificar la modernidad de la disciplina. Para él, no obstante, el abandono progresivo de la mímesis no fue la meta de la pintura moderna, sino la consecuencia del giro autocrítico que la llevó a situar el énfasis en el plano superficie, esto es, en la opacidad. En un texto temprano, Towards a New Lacoon (1940), Greenberg hablaba ya de la dimensión opaca como la dimensión en que se juega la pureza del arte:

La pureza del arte consiste en la aceptación, una aceptación voluntaria, de las limitaciones del medio de cada arte específico […] las artes han sido devueltas pues a sus medios y una vez allí se las ha aislado, concentrado y definido. Cada arte es único y estrictamente el mismo en virtud de su medio específico. Al fin de recuperar la identidad de un arte se ha de acentuar la opacidad de su medio (Greenberg, 1993, 567, traducción propia).

Al acentuar en la modernidad la «opacidad de su medio», la pintura pudo, según Greeenberg, liberarse progresivamente de la imitación del mundo sensible, pero también de la literatura, de la escultura, de la arquitectura, de todo aquello que no le era estrictamente propio. Esta mirada que deja fuera de juego a la transparencia tuvo como consecuencia, para el crítico estadounidense, que la pintura haya llegado a un punto cúlmine con la obra de los pintores de la Abstracción Postpictórica10.

 

El punto muerto, el cul de sac, era inevitable, toda vez que se situó la esencia de la pintura únicamente en el polo de la opacidad. Por lo mismo, se podría pensar que su supervivencia está precisamente en el reconocimiento de su doble condición. La opacidad en cada arte o forma de significación es condición sine qua non para hacer visible la transparencia, pero es la transparencia la que le imprime sentido a la opacidad, generando la tensión esencial que moviliza y mantiene en pie a la pintura. Es en el juego entre esos dos polos donde radica su encanto, su poder de seducción. Acaso parte de eso tiene que ver con que, a diferencia de otras formas de arte, en la pintura ambas dimensiones coexisten como visibilidad. Las dos se perciben simultáneamente a través de la mirada. En la pintura la cuestión de la opacidad no tiene un sentido figurado sino uno literal, porque efectivamente se trata de un soporte (cuerpo plano) que «impide el paso de la luz» (RAE), un cuerpo opaco que alberga a su vez la transparencia. Transparencia y opacidad son en principio cualidades que apelan a lo visible, por mucho que se pueda hablar figuradamente de ellas en la música, poesía o cualquier otra forma de arte no primariamente visual.

III

Valenzuela Llanos pintó un sinfín de paisajes, muchos de ellos en la zona de Lo Contador11. Según el inventario de la colección privada a la que pertenece, aquel es el escenario del cuadro que ahora comento. Como la mayoría de sus obras, no está fechada, de modo que podría haber sido pintada en algún momento entre 190612, fecha en que retorna a Chile desde París, y 1925, fecha de su deceso. No soy una experta en su obra, pero me atrevo a decir que el recurso del detalle no es habitual en sus paisajes. En general, parecieran estar guiados por la máxima de «ver en grande», defendida por su colega Juan Francisco González, quien decía: «En la profesión se llama ver grande; es decir, ver antes que los detalles el conjunto armonioso, sobrio y justo de lo que miramos. El arte mismo es una serie de síntesis, y los más grandes artistas son los que han sabido percibir imperturbables la bella simplicidad» (González, 1906).

González, pintor al que se le atribuye en Chile el lugar de gran reformador de la pintura nacional, el iniciador de la modernidad, desestimaba el detalle. En eso coincidía plenamente con el rechazo a la «minucia» que abrigaban los defensores decimonónicos de la modernidad.

El nacimiento de la pintura moderna propiamente dicho va acompañado de la afirmación de que un cuadro de pintura es, esencialmente, la solución de un problema pictórico o «plástico». Encontramos aquí llevada al extremo la idea de que la representación del detalle no puede ser más que un elemento exógeno al cuadro, un elemento anecdótico o literario (Arasse, 28).

Estar contra el detalle era, para los primeros modernos, equivalente a estar contra las tendencias academicistas. En su defensa del gobierno de la imaginación, Baudelaire llamaba a desestimar la atención al modelo, cuya presencia resultaba en la imposición de detalles superfluos13. El detalle, o más bien su derogación, constituyó un punto de acuerdo entre los artistas modernos desde Delacroix en adelante, por encima de sus diferencias estilísticas. Para Henri Matisse, el gusto por el detalle coincide en la historia del arte con los periodos de decadencia, los momentos de plenitud, en cambio son, según él, el reino de la síntesis. En 1909 expresó de manera tan escueta como elocuente: «Los detalles restan alcance a las líneas, merman la intensidad emotiva. Los rechazamos» (Matisse, citado por Arasse, 30).

Poco tuvo que ver la pintura de Valenzuela Llanos con la de su contemporáneo Matisse, quien más bien privilegió la línea, los contornos definidos, las superficies llanas y los colores encendidos, en lugar de la mancha y la pastosidad. Aun así, su obra comparte la inclinación a la síntesis, traduce la vista «en grande». De acuerdo a Antonio Romera, Valenzuela fue uno de los «cuatro grandes maestros» de la pintura chilena. De los cuatro, él y González son los que exhiben un mayor alejamiento de las convenciones de la academia. Su factura rápida, su pincelada tosca, la densidad matérica de sus cuadros, todo lo cual se va acentuando en la medida en que avanza en el tiempo, colocan a Valenzuela Llanos como un pintor que resuelve la cuestión de la representación, del paisaje, en su caso, con un lenguaje de lo propiamente pictórico14, es decir, moderno. Moderno, está bien insistir, no vanguardista.

IV

Dicho lo anterior, es precisamente el detalle que se abre en la superficie opaca de su cuadro Paisaje de Lo Contador lo que me invita a comentar, teniendo en cuenta que es precisamente el género del paisaje el que le permitió a pintores como Valenzuela Llanos experimentar con el lenguaje pleno de la pintura, abrazando al mismo tiempo a la naturaleza.

El paisaje de suyo, es decir antes de ser cuadro, da cuenta de la fijación de una mirada que delimita una zona de lo visible que merece ser pintada. Al convertirse en cuadro por medio de la traducción pictórica, estos límites quedan fijados por los bordes de la tela. En la presente obra se sugiere un marco dentro del marco, una ventana dentro de otra ventana: la que resulta de la apertura entre la rama inferior del árbol a la izquierda y el límite de la difusa línea de horizonte. A través de esa apertura se vislumbra un edificio, que recorta su forma contra el fondo de algo que simula una cadena montañosa en tonos azules grisáceos. Parece ser una iglesia con una cúpula con su linterna y dos torres, pero lo cierto es que no es posible describirlo con precisión.

La única iglesia con cúpula en la zona cercana a Lo Contador era, y todavía es, la de los Santos Ángeles Custodios, ex Seminario Conciliar, cuya construcción empezó en 1884. A principios del siglo XX dicha construcción podía verse completamente despejada, sin calles ni edificios a su alrededor, por lo que podría haberse apreciado desde el otro lado del río, en la parte poniente de la chacra Lo Contador. En caso de que efectivamente se trate de la representación a lo lejos de esa iglesia en particular, el artista tendría que haberse ubicado cruzando el río, hacia la izquierda, ya que en el cuadro se revela una perspectiva oblicua donde las dos torres se ven más a la derecha que la cúpula. Un ángulo bastante forzado, en realidad. Pero podría ser, o tal vez no. Otra posibilidad sería que el pintor simplemente haya querido colocar en esa suerte de ventana una alusión de tipo religiosa, acorde a su espíritu devoto15. O quizás se trata de otra cosa: la evocación azulosa, casi acuarelada, de una cúpula en el marco dentro del marco, podría estar dando forma al recuerdo de alguna iglesia que vio el pintor en su estadía europea, acaso la de la basílica de Santa María della Salute (Fig. 3), visible en una acuarela que él mismo pintó a su paso por Venecia. Pudo ser que, ocupando el ardid de la ventana, o de la metaventana, quiso hacer patente eso que en la pintura siempre es implícito: la horadación del plano opaco del soporte para asomarse a un más allá.


Fig. 3. Alberto Valenzuela Llanos. Venecia, gran canal, 1905. Cortesía Banco Central de Chile.

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