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La vida que no vivimos

Primera edición: octubre 2019

D.R. © María del Valle Castillo

D.R. © 2019

Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V.,

Hermenegildo Galeana #111

Barrio del Niño Jesús, Tlalpan, 14080

Ciudad de México

procesoseditoriales@bonillaartigaseditores.com.mx

www.bonillaartigaseditores.com

ISBN 978-607-8636-28-0 (Bonilla Artigas Editores)

ISBN ePub 978-607-8636-87-7

Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores

Formación de interiores: Maria L. Pons y Jocelyn G. Medina

Diseño de portada: Mariana Guerrero del Cueto

Realización ePub: javierelo

Foto de portada: Angeles Torrejón

Foto de la autora: Gonzalo Pino

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

Esta es una obra de ficción escrita a partir de la vida vivida, de historias prestadas, deseadas, compartidas y, quizá también perdidas. De momentos que no fueron ni serán. Porque en la vida hay tantas cosas que no vamos a alcanzar a hacer, que bien vale la pena imaginárselas.

Hecho en México.


Like failure, chaos contains information that can lead to

knowledge –even wisdom.

Toni Morrison


Todos emitimos, el mundo no es más que un enorme conglomerado de emisores y receptores que de repente coinciden, se empatan y uno encuentra su imagen reflejada en el espejo; en lo que otros han escrito, en las conversaciones sostenidas, en las melodías que han compuesto o en las estrofas que han cantado, en los esp cios construidos, en las ideas pensadas o en las acciones que emprendieron antes que nosotros y en las que, si hubiésemos estado juntos en ese momento, los habríamos secundado. Nuestra existencia no es más que un deambular por el mundo buscando nuestro reflejo, avanzamos por ahí despistados pensando que seguimos un camino propio pero al final siempre estamos al acecho de una superficie en la cual encontrarnos, un eco que nos devuelva las palabras que desde el principio hemos deseado escuchar.

Lo que hay que tener es cuidado para que no nos pase lo que a Narciso y en una contemplación absorta, incapaces de separarnos de nuestra propia imagen, acabemos arrojándonos a las profundidades.

Hay cosas en la vida que son así: irracionales. Los seres humanos nos entregamos con mucha frecuencia a la irracionalidad, pero si no tuviéramos la necesidad de encontrarnos con los demás, si no buscáramos esa luz en la mirada del otro, ¿qué sentido tendría entonces la existencia? Giraríamos enloquecidos y desorbitados sobre nosotros mismos en un devenir infinito hacia ninguna parte. Así que no, no hay que darnos por vencidos, hay que seguir buscando porque en una de esas encontramos una imagen de nosotros mismos que nunca antes habíamos tenido y obtenemos la seguridad requerida para ayudar a que otros encuentren su reflejo y mantener así nuestra humanidad.

Es lo que hace posible que la rueda siga girando. Sea como sea, el mito griego tiene la generosidad de terminar contando que “donde su cuerpo había caído, creció una flor, que hizo honor al nombre y a la memoria de Narciso”.

¿De dónde aprendemos si no de la memoria de los que nos antecedieron? Cuánta falta nos hacen los que ya no están, cómo duele comprender que con el pasar de los años la lista de los que se han ido crece y de los que se nos irán en un futuro no muy lejano, también. Qué difícil es seguir transitando por la vida con nuestras ausencias a cuestas. La puta muerte pareciera que tiene un álbum de estampitas coleccionables con las que va llenando muy ufana sus páginas: “Este ya, esta también, este todavía no lo tengo, me falta, pero ya sé cómo conseguirlo”. Del otro lado la vida llena también el suyo propio, defendiendo a los que no deben irse todavía, arrebatándole a la muerte de las manos la estampita que se disponía a pegar cuando cree haber ganado la batalla después de un fatídico accidente, de una neumonía o de un nacimiento que se complica en el momento del parto y taaaaa taaaaaan la moneda no cae cruz, cae cara. Triunfa la vida y el Sol arranca de las garras rapaces del águila una vida más. Conserva la estampita en su álbum. Y en esta batalla sin fin, todos hacemos nuestro mejor esfuerzo día a día para que no venga la ladrona muerte a intentar despegar el pegamento que nos mantiene en la página en la que queremos seguir ocupando un espacio. El pegamento funciona durante un determinado tiempo, pero al final se seca. Cuando eso sucede, es irreversible: la estampita se despega y cae en manos de quien no queremos.

Así es la vida, llena de cosas que no alcanzamos a hacer, de elecciones que no pudimos tomar, de momentos que se nos escaparon sin siquiera saber que era posible vivirlos, que formaban parte de nuestras opciones.

En todo caso la poesía de esta historia corre por tu cuenta, el rescate de la memoria por la mía.


Primera parte


Casualidades

Tú estabas en la calle y yo fumaba también…

casualidades, casualidades.

El día que te encontré en Jerónimos el cielo de Madrid tenía ese azul que enamora, el azul perfecto, el mismo tono que eliges sin pensar cuando tienes frente a ti una caja de colores de madera Caran d’ache y te dispones a dibujar un cielo. Lo que más recuerdo de esa mañana es el cielo, he intentado recrear la escena en muchas ocasiones y no consigo recordar ni siquiera cómo ibas vestido. Habías salido del Grupo y fumabas esperando a Martín, era una de esas mañanas en las que después de la junta caminaban un rato por el parque del Retiro. Yo había llegado a recoger a mi hermana porque iríamos al Prado y a comer a la Plaza de Santa Ana, ¿dónde más podía comer en mi primer día en Madrid sino en el Barrio de las Letras? Julia salió para decirme que se tenía que quedar a apoyar a una compañera que había recaído. Al verla, la saludaste desde donde estabas, mi hermana te devolvió una sonrisa sin mayor aspaviento, en mí desde luego no reparaste. —¿Por qué hoy? Tú y yo teníamos un plan. ¿No pudo escoger un mejor día para colapsar? —protesté insensible.

—Oye, no seas así… parece que no has aprendido nada. Bienvenida al mundo de los adictos: el cielo y el infierno en un mismo día. No es para tanto, ve al museo y te alcanzo más tarde en el restaurante. Martín quedó con este compañerito —mi hermana puso la lengua en el cachete izquierdo apuntándote para que yo mirara hacia esa dirección— así que tenemos tiempo de sobra. Te voy a compensar con una tarde de hermanas.

—Exactamente eso es lo que va a tener que ser: una compensación y te va a salir muy cara. Día de hermanas era lo que teníamos por delante pero desde que a ustedes les ha dado por el “compañerismo”… —y fue mi turno de hacer la misma mueca con la lengua en el cachete señalando hacia la esquina donde seguías fumando—. Las dos nos reímos.

Julia y yo nos hemos reído desde que tengo memoria. Tenemos los mismos códigos de humor, nos basta una mirada para leernos el pensamiento, nuestra complicidad se edifica a partir de tantas aventuras compartidas. Para mí ella es la sal y la pimienta de la vida. Por eso cruzo el Atlántico una vez al año, porque la extraño y necesito su compañía. Cada vez que nos juntamos es como si no nos hubiéramos separado, como si hubiésemos estado comiendo en mi casa la tarde anterior, como si la distancia y el tiempo no existieran. No vivir en el mismo continente resulta todavía mejor de lo que podríamos haber pensado porque, cada vez que la visito, le robamos a la vida un mes de intensidad suprema, de goce.

Estando con ella dejo de ser quien soy, abandono el personaje en el que yo misma me he encasillado, para convertirme en quien quiero ser y gozar de todo lo que se me olvida que puedo llegar a ser. Mi hermana para eso se pinta sola, es la reina del disfrute y tiene la generosidad de compartir conmigo su reino durante estos días que se nos escapan de las manos; que nos resultan tan pocos pero que nos bastan para vivir en armonía y, finalmente, se convierten en la recarga de alegría y amor de donde sacamos fuerzas para sobrellevar los otros trescientos treinta y cinco días que se nos avecinan antes de volver a estar juntas nuevamente.


Siempre y nunca

Soy un reloj fuera de tiempo, absurdo y esencial,

antes y después del bien y el mal.

Pude haber nacido en 1452, llamarme Francesca y haber sido inventora como Leonardo, o haber visto la luz por primera vez en la India para engrosar las filas de la lucha pacífica encabezada por Gandhi, también podría haber sido alemana y escalar el Chimborazo junto a Humboldt; pero tuve la suerte de nacer en 1970 en un país maravilloso llamado México. Eso era lo que yo creía, que el destino que me había tocado era simplemente el correcto, el que me correspondía.

Con cuarenta años cumplidos me sentía cómoda bajo mi propia piel, precisamente ahora comenzaba a gustarme la mujer en la que me había convertido. Pensaba que habían quedado atrás los días en los que en la escuela primaria lamenté tener tan solo siete años y que el hijo de la directora tuviera veintidós, fue el primer hombre del cual me enamoré. Creí que nunca más iba a desear con tanta vehemencia haber llegado al planeta diecisiete años antes para ser la novia adolescente del director de cine y mucho menos que volvería a sufrir por no tener nueve años más para sentarme en la asamblea universitaria junto al líder norteño de ojos claros, con el que soñaba compartir mi vida y tener al menos dos hijos de su misma altura. ¡Cuántas veces lamenté haber aparecido en el mundo a destiempo! A estas alturas del partido, por supuesto que fantaseaba con pasar una semana con Liam Neeson en los acantilados escoceses, subirnos a un globo de Cantolla y ver la tierra desde el cielo. Sin embargo, tenía claro que eso era una fantasía, algo que jamás ocurriría y yo podía soñar a mi aire, sin Dios ni Patria, con la certeza de que no peligraba, pero ahora tú y mañana tú y por siempre tú… y yo sabiendo que a partir de este día volveré a despertar sin poderte olvidar.

¿En qué momento la vida me colocaba una vez más en esta circunstancia de querer haber llegado al mundo diecinueve años antes y en otro continente?


Semilla negra

Ese beso entregado al aire es para ti.

Esta noche hay una fiesta en casa de mi hermana y Martín para celebrar el cumpleaños de mi cuñado. Cada vez que los visito, en su cocina renace el olor a chipotle y salsa verde, y por las mañanas, el rastro seductor del aroma dulzón a chocolate oaxaqueño es la señal inequívoca que anuncia que el desayuno incluirá gorditas de chicharrón —una especie de tributo que Julia ha instaurado como condición para hospedarme y que traigo en cada viaje empacadas al vacío—. A petición del festejado, en la cena de hoy serviremos comida mexicana. Para complacerme a mí, también cocinamos una tortilla de patatas, acompañada de fuet y vasitos de gazpacho. Lo mejor de ambos mundos.

Figuras entre los invitados y eres el primero en llegar. Los anfitriones están terminando de bañarse, resignada abro la puerta. Me presento y recibo sorprendida un beso en cada mejilla, siempre se me olvida la usanza española y termino pareciendo más tímida de lo que en realidad soy. Pasamos a la sala, te ofrezco algo de beber y acerco un cenicero.

Depositas sobre la mesa un libro, leo el título y la contraportada, no hay ninguna fotografía pero el nombre del autor coincide con el tuyo.

—¿Es de tu autoría? —pregunto curiosa.

—Bueeeeeno me habría gustado traer como regalo un libro de César Vallejo o de Cernuda, pero Martín insistió que quería este. Por cierto, ¿tendrás un bolígrafo? Me he olvidado de la dedicatoria.

—¿Cóooooomo… un escritor sin pluma? Acabas de derribar un mito ancestral —busco en el librero y, antes de entregártela, pruebo la pluma en el dorso de mi mano para ver si escribe—. Ahora vuelvo, voy a revisar cómo va lo que tenemos en el horno.

Camino a la cocina les toco la puerta del baño.

— Julia, apúrense que ya llegó el primer invitado.

A la hora de cenar quedamos sentados frente a frente y el primer tema que surge en la conversación es la música y sus formas simples. Nos explicas que la música es tan difícil de estudiar porque es invisible, no tiene tiempo, es pasado y futuro, está enfrente, a la derecha, a la izquierda, no la vemos y sin embargo es omnipresente, todos la necesitamos, nos mueve los hilos de plata.

—¿Sabéis lo que son los hilos de plata? —preguntas intentando sorprendernos.

—Claro, una cosa de acupuntura —contesta Julia.

—Pues no, al parecer son unas conexiones que van del cerebro al oído y se activan cuando escuchamos nuestra canción, aquella cuyas primeras notas nos transportan al cosmos. Únicamente se activan con esa y cada uno de nosotros tiene la suya.

—¿Solo una? —pregunto mientras parto la tortilla en triangulitos simétricos—. Me resulta un poco difícil pensar cuál sería la mía. Imagino mis hilos de plata más como un arpa, en donde cada cuerda se activaría con una canción diferente.

—Yo tampoco podría decidir en este momento cuál es mi canción —interviene Martín—. Lo que sí sé es que con el tiempo me he vuelto más selectivo y no necesariamente me gustan los lps completos, ni siquiera todos los discos de un mismo autor, todas las canciones tampoco. Antes comulgaba al cien con ciertas propuestas, ahora ya no.

—Obvio, Martín, con los años uno se vuelve menos osado —bromea Julia—. Alguna vez incluso llegué a decir: “¡Este disco es una mierda!”, y ahora no me atrevería, soy incapaz. Me puede gustar o no, he aprendido que la música no es ni buena, ni mala, simplemente hay cosas que no están hechas para uno. Tampoco llevo zapatos de la talla 36 porque no están hechos para mí.

—Lo que sucede con los amigos es que al final siempre tenemos coincidencias y, no sé si pensáis lo mismo que yo, pero desde luego opino que hay canciones imbatibles, cuando las compusieron le dieron a la tecla mágica. Una canción equilibrada y perfecta es Insurrección de El Último de la Fila, no tiene estribillo, lo cual ya es el máximo de la alquimia al componer un single: Me siento hoy como un halcón llamado a las filas de la insurrección. Y así se sigue, dos minutos quince. ¡Punto! No le hace falta nada más, la letra y la música están ajustadas a la perfección; lo mismo pasa con Semilla negra de Radio Futura. Vamos a ver si me explico —te levantas por la guitarra que está en la esquina de la sala y comienzas a cantar.

Ese beso entregado al aire es para ti

fruto que has de comer mañana.

Guarda la semilla porque estoy en él

y hazme crecer

en una tierra lejana

si me llevas contigo

prometo ser ligero como la brisa

y decirte al oído… secretos que harán brotar tu risa.

—¿Estáis de acuerdo conmigo en que eso no necesita nada más? —nos preguntas al finalizar la canción—. ¡Es la leche!

Sin duda es la leche y cantada por ti es la releche. ¡Qué voz!

—Bueno, Manolo, si vamos a repasar las canciones mejor logradas en los últimos treinta años, venga, deléitanos con algo tuyo que es mi cumpleaños. ¿Nos tocamos Frío? Pásame la guitarra y te acompaño—. Martín se acomoda y hace sonar los primeros acordes.

Lo que sigue es simplemente un auténtico d e l e i t e.

El reloj de la suerte marca la profecía,

deseo, angustia, sangre y desamor.

Mi vida llena y mi alma vacía.

Yo soy el público y el único actor.

Las olas rompen el castillo de arena,

la ceremonia de la desolación,

soy un extraño en el paraíso,

soy el juguete de la desilusión…

Todos aplaudimos emocionados. ¡Qué momento!, estoy segura

de que no soy la única que sintió escalofríos.

—Os confieso que a mí me sorprende un poco porque cuando sali o esa canción solo vendimos mil discos, y de repente me encuentro con gente que en ese entonces no había nacido y se acercan a decirme que es la hostia y tal parece que estaba destinada a quedarse en la historia de la música. El tiempo se ha encargado de ponerla en su lugar. Los críticos ahora opinan que Alarma era uno de los tres mejores grupos de los ochenta, pues podrían haberlo dicho cuando no teníamos para pagar el local donde ensayábamos y nos tuvimos que disolver. El pasado resulta a veces muy idílico, pero la verdad es que antes, cuando te preguntaban cuál era tu profesión, a qué te dedicabas, y decías: “Soy músico”, la respuesta inmediata era: “Sí, ¿pero en qué trabajas?”.

—No sé qué es lo que te sorprende, Manolo —apunta Julia camino a la cocina—, en mi opinión tú siempre le has dado a la tecla mágica y lo que acabas de cantar no es más que un ejemplo. Nos podríamos estar aquí lo que resta de la noche cada uno diciendo cuál de tus canciones nos mueve los hilos de plata y seguro que sumamos varias.

Mi hermana me hace una seña para que la acompañe… ha llegado el momento de traer el pastel.


A ninguna parte

Ahora que he perdido mi último descarte en la gran partida,

me queda la huida a ninguna parte.

Lunes otra vez sobre la ciudad. Camino para encontrarme con mi hermana a la salida del Grupo, voy tarde intentando cortar por dentro del Retiro. Piso las hojas caídas y levanto la cara para sentir el calor de los rayos de Sol que se cuelan entre las copas de los árboles. Alcanzo a reconocerte casi cuando te tengo enfrente, sonrío. Tu paso es pausado, como si no tuvieras prisa por llegar a ninguna parte, con la paz de quien ya fue y vino.

—Manolo, ¡qué alegría!

—Lo mismo digo yo, no sabes cómo se agradece que alguien tenga sentido del humor a esta hora de la mañana que va todo el mundo cabreao. Claro que tú no te ves enfadada. ¿Has quedado con tu hermana?

—Al Prado de nuevo… No se lo cuentes a nadie pero estoy planeando robarme un Goya —digo por hacerme la simpática.

—Apuesto a que de las dos Majas prefiero la misma que tú —respondes siguiéndome la broma.

—Jajajaja, seguro que sí. Aunque en esta ocasión mi oscuro objeto del deseo es precisamente una de sus pinturas negras, el cuadro del perro enterrado en la arena.

—Vale, pues que disfrutéis. Con tantas visitas, el día menos pensado igual y te pido que me hagas un tour, que serás una experta.

—¿Te parece? —Me encanta la insinuación y sin pensarlo dos veces me aventuro a poner la pelota en tu cancha para ver si estoy entendiendo—. Yo creo que lo que en realidad me pasa es que todavía notengo clara la agenda de este viaje, lo que quiero hacer, a dónde quiero ir, en fin.

—¿Te gusta el mar? ¿Has estado en la casa de Sorolla? Si te apetece, no sé… podemos quedar este jueves sobre las once que seguro estará abierta —no esperas la respuesta simplemente dispones—. Te paso a buscar a casa de tu hermana que ya me conozco el camino.

—Oye pues sí, claro. Si tú tienes tiempo, yo, encantada. bingo, muerdes el anzuelo… Un momento, creo que la que lo acaba de morder soy yo.


Llévame hasta el mar

Llévame libre y salvaje, llévame hasta el mar.

Después de recorrer la Casa de Sorolla nos quedamos un rato sentados en el patio entre los árboles con flores y aprovechas para fumar.

—¿A que te ha gustado? A mí me encanta Sorolla, venir aquí es como pasar un día a la orilla del mar, estás mirando los cuadros y puedes incluso sentir la brisa marina. Yo pisé la playa por primera vez cuando tenía dieciocho años, me pareció tan increíble que en ninguna de mis letras he podido olvidarme del mar.

—Me fascinó, qué bueno que vinimos. Le compré a Julia la postal del cuadro donde están dos niñas tomadas de la mano metiéndose al mar, me acordé de cuando éramos pequeñas porque siempre íbamos juntas a todos lados. Te voy a contar una de mis anécdotas marinas favoritas. Tenía tres años cuando me llevaron a conocer el mar, estábamos en la orilla y una ola nos mojó los pies, fue tal la sorpresa que perdí el equilibrio y me caí de boca. Me levantaron y lo primero que dije fue: “El mar sabe a mocos”. Así que saca tú mismo la conclusión de la historia.

—Jajajaja. Déjame pensar. ¿A partir de entonces odias las cosas saladas, o es por eso que tienes los ojos verde mar? ¿Sabías que únicamente el dos por ciento de la población mundial tiene ojos verdes?

Dicen que el verde puede cambiar de tonalidad según el humor de la persona.

—Bueno además de lo de los ojos… dejémoslo en que ya no me como los mocos.

—Vale, que alivio saberlo.

—En fin, decías que el mar está siempre presente en lo que escribes. ¿Es esa la fuente de tu inspiración? ¿Cuándo escribes?

—Desde luego, como mejor me lo paso es creando. En mis peores momentos lo que me ha salvado es escribir, necesito una cierta dosis de escritura para mantenerme sano, es una medicina, una manera de asimilar lo que me pasa. Intento hacerlo como un ejercicio cotidiano, es cuestión de práctica; si a alguien que le tiembla la mano va de cacería y lleva consigo diez mil cartuchos, igual y vuelve con diez palomas.

Solo hay que perder el miedo e intentar registrar la vida. Si algo te mueve o te acelera escribirás muchas más frases, pero no dejarás de escribir lo que sale de ti, de tu corazón, de tus vivencias, de tu experiencia en la vida y de tu inconsciente. Con el paso de los años ¿sabes lo que he descubierto?, que lo que uno escribe quiere ser escrito. Es decir, ese algo que estoy intentando escribir ya existe y es real, mi labor consiste en responder a esa existencia, en prestar atención. Algo así como enfocar los prismáticos.

—¿Y hacia dónde diriges los prismáticos? ¿Qué es lo que tú escribes que quiere ser escrito?

—Depende, hay momentos para escribir sobre el desamor y otros en los que necesitas hacerlo sobre la esperanza, a veces lo que te apetece es hacer una canción infantil y desde luego que también hay momentos para callarse. Ahora mismo estoy saliendo de un largo periodo en el que decidí guardar silencio y me parece que muy pronto cosecharé los frutos. Suele suceder que las razones que te llevan a componer una canción a veces terminan siendo otra cosa. Luego, claro, están los que te oyen y lo que quieren interpretar a partir de lo que han escuchado y se hacen su propia historia. Cuando tú tiras una piedra a un lago que está en perfecta quietud, nunca sabes hasta donde llegarán las ondas que se expanden.

—Ya sé a lo que te refieres. En México, hace poco estuve en la presentación de la última novela de Ana, mi vecina, y resulta que un señor se puso a discutir con ella sobre la trama de su propia historia. El hombre era un poco necio y llegó un momento en el que Ana, ya desesperada, le dijo: “Es que créame, yo lo escribí”, ante lo cual el señor respondió: “Pues sí, pero yo lo leí”. Fue genial, todos en la audiencia soltamos una carcajada.

—No sabes cuántas veces me han entrevistado con una idea fija

sobre mis canciones y las circunstancias en las que suponen las escribí y lo que quise decir. La verdad es que ninguno acierta nunca. Vamos, yo creo que eso no lo podría saber ni tu biógrafo, pero es lo de menos porque uno escribe porque necesita hacerlo y comunicarse con los otros, no creo que nadie escriba para dejar sus cosas guardadas en un cajón. Yo escribo y compongo para llegar al corazón de la gente y contarles lo que me pasa, para compartirlo. Si después de eso he conseguido brindar consuelo, si con una canción he podido ayudar a alguien más, si le he conmovido, si puedo tocarle alguna fibra a quien me escucha, pues miel sobre hojuelas, misión cumplida. Creo que he hecho canciones que consuelan y acompañan a la gente y, en ese sentido, me gustaría que me recordasen simplemente como alguien que ha intercambiado su música por cosas que él no podría hacer solo. Es decir, yo no tengo coche, por lo cual dependo de un taxista o de un conductor de metro o de autobús para llegar a donde voy, bueno pues a cambio de eso yo les escribo canciones; ellos tampoco podrían hacerlas, para eso las hago yo.

—Me encanta que lo veas así, me parece muy entrañable.

Entrañable y un poco inconveniente… Resultas demasiado interesante para una primera cita. Nunca he pensado cómo me gustaría ser recordada, claro que como siga por el mismo camino, la única que me recordará va a ser la contadora de mi oficina porque aparezco en la nómina cada mes.

—Desde muy pequeña me ha gustado dibujar, y decidí que quería ser arquitecta para arreglar el mundo a mi alrededor; soñaba con construir espacios en los que la gente pudiera vivir más feliz, en darle casa a los que no tenían techo. Debido a esos sueños de juventud, al terminar de estudiar aterricé en un afamado despacho que se dedica a mejorar los espacios públicos. He dibujado un sinfín de planos a lo largo de mi vida respetando siempre la simetría, las formas sencillas, el orden, la estética y la armonía. Los proyectos en los que he participado han sido vanguardistas y funcionales, la consigna es construir espacios útiles. Yo soy un eslabón más en la cadena de producción, me refugio en el anonimato de un restirador y de una computadora portátil. ¡Qué horror! Pareciera que más que la artista que diseña un mundo mejor, estoy en el departamento de ventas, jajajaja, lo que te acabo de contar suena a todo menos a entrañable. Menos mal que tomé vacaciones, a ver si regreso un poco más inspirada.

—Bueno, hay días y días. A ver, mírame, después de este baño de mar se te han puesto los ojos azules. Creo que lo deberíamos tomar como una buena señal, así que te voy a enseñar algo que seguro te inspirará: a dos calles de aquí hay un sitio donde hacen los mejores pinchos de Madrid. ¿Qué dices, te animas?


Sentado en el muelle de la bahía

Sentado una mañana más cantando triste mi canción.

La visita al Museo Sorolla fue lo suficientemente placentera como para que nos quedaran ganas de repetir, y tres días más tarde, acordamos vernos en el Thyssen. En este viaje he decidido olvidarme de la arquitectura y entregarme plenamente a la pintura, ojalá pueda conseguirlo. Me esperas sentado en una banca frente a la puerta de entrada, escribes en una libreta negra.

—¡Ahora sí!, un escritor con papel y pluma como debe ser.

—Te estoy escribiendo una canción.

—Mentiroso —contesto riéndome—, yo todavía no te he llevado a ningún lugar, así que no veo qué es lo que me haría merecer una canción.

—Bueno, de momento lo que podrías hacer es aceptar comer conmigo cuando salgamos de aquí, eso sería un buen intercambio, y ya después veremos qué tal resulta tu canción.

Las puertas del museo siguen cerradas, así que me siento a tu lado intentando atrapar unos rayos de Sol mientras esperamos que sea la hora de entrar.

—¿Recuerdas lo que conversamos el otro día sobre registrar la vida? Cuando salgo de casa procuro siempre llevar algo con que escribir porque los que van desprevenidos han perdido grandes canciones. A los siete años quería ser escritor, empecé un cuento que se llamaba Muerte en el hotel, a mitad de la trama subí a todos los personajes a un tren y murieron, le tuve que cambiar el título: Asesinato en un vagón. Después cumplí catorce y con la llegada de los Beatles me sentí atraído por la rebelión. Nací en el cincuenta y uno, que fue el año en el que se acabaron las cartillas de racionamiento, y de lo único que se hablaba era de la Guerra Civil. La bota que nos oprimía nos marcó, no queríamos ser cristianos ni falangistas; alguien tenía que entonar un himno distinto al Cara al Sol, teníamos otra sensibilidad y la canalizamos en la música como una puerta, una salida para ir en contrasentido y hacer lo que todos soñamos a esa edad: una diferencia. Me costó porque yo era muy tímido, a mí me gusta más bien pasar desapercibido.

—No pareces una persona tímida. Yo en el fondo también soy bastante tímida, y lo que me pasa es que cuando me pongo nerviosa o me siento insegura a veces hablo de más, por lo cual nadie se cree que pueda serlo. Es como un mecanismo de defensa.

—Claro, los tímidos siempre encontramos una manera de disimular o incluso de combatir nuestra timidez. En el escenario nadie pensaría que soy tímido, pero en las distancias cortas sí que lo soy. Durante muchos años, las locuras que quería contar y no podía hacer en la vida cotidiana, las hacía en escena porque además resultaba artístico; por la calle no podía ir disfrazado de monja ni con un embudo en la cabeza, pero en el escenario sí y no me iban a llevar preso a ningún sitio. Fue así como empecé un grupo de rock que era una sátira y un sarcasmo total de la situación que se vivía en España en ese entonces y creo que al final resultó ser una protesta mucho más efectiva.

—¿Tú vestido de monja? Con lo sensato que te ves ahora, la verdad me cuesta imaginarlo.

—Nunca he estado muy cabal y hay evidencias que me delatan, así que prefiero contarlo yo mismo antes de que me veas en una foto o en un video y te horrorices.

—Y ahora que yo esté aquí, ¿harás algún concierto? Me encantaría ir a verte, aunque no salgas enfundado en un hábito.

—No hay nada en puerta, ahora mismo lo que tengo es suficiente material para grabar. Con suerte y cuando regreses el próximo año tendré algo listo.

—¿Hace cuánto tiempo que no haces un disco?

—Pffff, muchos años. Todo empezó porque se me ocurrió intentar una experiencia de guardar silencio como las que hacen los sabios del desierto, los selenitas, que van en las travesías surcando las dunas de arena. En un principio consideré probar durante cuarenta días y fue precisamente Martín quien me dijo: “¡Joder, Manolo! Yo una vez estuve sin hablar cuatro minutos y lo pasé fatal. No creo que lo tuyo sea callarte”. Me dejé llevar y al final no fueron cuarenta días sino siete años; me alejé del negocio durante un rato porque sentía que no había industria para mí. Parece ser que los tiempos han cambiado un poco y se dio la casualidad de que apareció alguien interesado en sacarme un disco, yo estaba haciendo maquetas de canciones que tenía por ahí para venderlas a otros intérpretes, así que la casualidad me ha pillado preparado.