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Antología poética
María Alicia Acevedo
De la poeticidad en el narratología
y en la dramaturgia
Esta antología intenta confrontar prácticas discursivas muy arraigadas con lo aprendido acerca del género lírico, narrativo y dramático, en general, reducidas al reconocimiento de figuras retóricas, análisis de métrica y rima, glosa sobre el contenido o al abordaje lúdico de combinar versos de diferentes poemas, escribir metáforas pletóricas o –como si fuera por ósmosis– producir párrafos descriptivos similares a los de autoría socialmente atribuible y estructura lingüística relevante.
Desde estas páginas se promueve intervenir sobre la resonancia, en reemplazo del acostumbrado análisis objetivo que busca ese algo que la obra nos debe dejar por obligación. No obstante, propongo ir más allá de una perspectiva holística que respeta la integralidad de la lectura y la escritura que las lleva imbricadas. De este modo, paulatinamente, se podrán introducir y profundizar cuestiones críticas (relacionadas con la época y la cultura que permeabilizan el contexto). Y los cuestionamientos surgirán, sin ser el objetivo principal responderlos, para repensar la literatura como una posibilidad de muchas otras lecturas y escrituras diversas y multifacéticas, abriendo espacios, en lugar de delimitarlos y dejar pocas incertidumbres. Atravesaremos los géneros haciéndolos eclosionar en términos de Teresa Colomer (2011), M.E.
Queda a tu criterio, lector y escritor, como siempre, la riqueza intangible de la realidad evocada, los diálogos creados y las explicaciones e informaciones que se te ofrezca para reponer los intersticios necesarios para tensionar los textos, introducirte en el mundo poético –entendido como actitud y como quehacer distintivo de lo humano–, promover la comprensión de claves interpretativas en el marco de la tradición cultural, enriquecer tu interpretación personal, realizar prácticas permanentes de lectura, escritura y oralidad con la finalidad de inscribirlas en el fomento de una reflexión activa sobre el lenguaje poético, los propios mundos internos y la pertenencia a la tradición multicultural.
Acevedo, María Alicia
Antología poética / María Alicia Acevedo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2020.
122 p. ; 20 x 14 cm.
ISBN 978-987-4116-37-6
1. Narrativa Argentina. 2. Dramaturgia. 3. Poesía Épica. I. Título.
CDD A860
Foto de tapa:
https://www.flickr.com/photos/dinesh_valke/3204343876/
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ISBN 978-987-4116-37-6
Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.
Impreso en Argentina.
A la memoria de mis padres: Domingo y Elena, quienes habitan el recuerdo de mi Daniel, Emanuel y mío para siempre.
Primera parte
Los dueños de la semilla
Prólogo
No hay una sola identidad, yo viajo de una a otra.1
Judith Butler
I. Los términos clave de este relato son la identidad y el género puestos en tensión e intervenidos por la sociedad.
Para introducirnos en el tema, debemos comenzar a hablar de la deconstrucción de la cultura actual y del impacto que ello conlleva en los cuerpos y en la conciencia social (con todo lo que eso implica, como el avance en materia de derechos humanos e individuales adquiridos y validados por una sociedad que reclama una identidad colectiva –en su búsqueda y permanente adaptación, la Argentina se ha vuelto camaleónica).
Para realizar el análisis que me llevó a escribir esta publicación, elegí el trabajo del destacado escritor Juan José Saer, quien da a entender el concepto de autoficción en Argentina como la autoreferencialidad o hiperrealismo en sus relatos, que según él no dejan de ser visiones focalizadas de nosotros mismos, usando su lente con capacidad de interpelar por medio del montaje de las imágenes que, a modo de cineasta, se pueden ver en las historias que Saer narró (como en El limonero real). Esto lo relaciono con la polifonía de voces que se muestra en mi narratología, donde se puede visualizar un surrealismo criollo, particularmente retratado, que presenta similitudes con lo que sostiene Josefina Ludmer, quien elabora el concepto de “des diferenciación” para explicar que: “Si la ciudad fue concebida como una presencia extraña, letrada, en conflicto con el universo natural americano, hoy las ciudades comparten una experiencia de heterogeneidad y convivencia de la diferencia que borra lo que las diferenciaba” (Ludmer, 2010). Entonces, este espacio urbano-periférico de identidad contingente adquiere su propio valor simbólico como en mi nouvelle, dando lugar a relatos en imágenes críticas. Actualmente, esto se aprecia también en obras reconocidas y premiadas, como Un gallo para Esculapio de Sebastián Ortega o Elefante blanco del director Pablo Trapero. Asimismo, Los dueños de la semilla sabe recuperar y poner a disposición roles que, como escenificaciones, interpelan acerca de estos nuevos horizontes de identidades permeables.
II. En el desarrollo de la obra aparecen desde el arcaico concepto de raza hasta el de autoridad legal y capacidad performativa de los hechos del lenguaje que conviven con la crítica cultural puesta en duda, pero justificada (si se quiere) desde la contrariedad que ofrece esa visión épico-burguesa de la pretensión de pertenencia euro centrista dependiente que nos hace creer superiores y que va en vías de extinción. Como se puede ver, la etnicidad se muestra en todos los aspectos posibles: el europeo por la imposición lingüística del abuelo gringo (por extranjero); “tano”, sobre las cabezas de sus súbditos trabajadores; el moreno o pardo como crisol del compadrito bacán lunfardo que intenta conquistar a “la mina”, como una continuidad de la sexualidad que irrumpe con su presencia en la narrativa y la transforma en poeticidad plagada de imágenes de una exuberancia propia del realismo mágico en América Latina. La frontera dialógica está plasmada en el cruce de etnicidad e identidad, presentes en un juego erótico y permanente cruce de lo bucólico y lo dionisíaco en sexo tántrico esbozado primero, y luego en pasión desatada.
Conceptos que aquí en Zárate, contubernio norte de la Provincia de Buenos Aires, son bien apreciados por tratarse de la cuna de los Niños Expósitos: Homero y Virgilio, quienes supieron tallar en los versos el naranjo en flor de sus juventudes, entre guapos de la talla de Palacios y Güerci; y a quienes rindo tributo por ser la ciudad parental que me acogió en mi adolescencia tardía, cuando leía a los filósofos en busca de respuestas al interrogante existencialista en el que todos (alguna vez) hemos abrevado. Y, es así como recuerdo que allá por el año 1988, la puesta en discurso de la sexualidad era un tópico negado pero inminente en pleno advenimiento de la democracia. Sin embargo, esto comenzó en un período sombrío para nosotros, donde el francés Michel Foucault (1977), uno de los precursores de La historia de la sexualidad (que no llegó inmediatamente a la Argentina), la puso en el escaparate para ser observada y analizada, no como una función biológica y natural, permanente y orgánica, sino como una contingencia histórica de la cultura, como es el caso del matrimonio igualitario, la adopción responsable entre contrayentes, la libre elección para renombrar al sujeto en su nueva constitución femenina. Circunstancia que me recuerda lo que Isabel, la protagonista, simboliza en este texto: esa dualidad entre hombre y mujer que se posiciona como travestismo, que toma revancha para no convertirse en aquello de lo cual intenta escapar todo el tiempo en el que ¿está determinada históricamente? Esa pregunta retórica que conlleva una respuesta binaria y recupera la densidad semántica de los rasgos físicos reales, no solo en relación con el género, sino también con la etnia. Otra marca corporal que la cultura ha usado para completar rasgos imaginarios y que sigue teniendo un potencial político discriminatorio de amplio espectro. El cuerpo adquiere así, en mi relato, una posición central doble. Primero para pensar la identidad de género como un lugar de resistencia y manifestación de la subjetividad, y segundo para pensar la raza, que observa también Butler –a quien mencioné al comienzo (1990)–, que fue empleada y proveyó al racismo como elemento para formar la identidad colectiva (en más de una ocasión) y como oferta opciones a la carta entre humanos, que en el escaparate de esta propuesta de lectura se enfrentan como dos jinetes en una dura imagen latinoamericana y pluralista de lo originario y una conservadora atávica que se repelen y nutren al mismo tiempo. No cabe, entonces, restar importancia a estos cuerpos enfrentados en una misma postura, los de Isabel y Jano, bifrontes, que simulan ser como las dos Fridas síntomas de una sociedad convaleciente que ha parido a dos seres que, como aquellas en su alter ego, representan ciertas diferencias etarias, de cultura o sociales (dinerarias o clasistas) con el resto, pero no de vínculos humanos donde encuentran apoyo para constituirse en una postal de resistencia, no del todo pacifista ni silenciosa, en esos sexos que gritan identidad en su no vecindad.
Se puede ver además, en Los dueños de la semilla, la imagen de una ciudad/pueblo donde no solo existen personas que poseen un género distinto que su genitalidad, sino incluso génesis, que escapan a los esquemas heterosexuales binarios, en ese sujeto que constituye la postal familiar y la transforma de manera abrupta: Don Pedro que, como la peonada o el capataz, se funde con el paisaje de los “otros” pobres campesinos, “los cosos del al lao” (como versa el tango de Larrosa y Canet). Están los que admiran a Jano, al hombre cosificado que es resiliente de la pobreza material y que ahora usa botas de diseño, pero que no es como una “baratija”, porque siempre estuvo cerca del que manda (Adorno, 1955), y sabemos que el que sirve (tanto como el que preside) funciona como un petrificado consumista que se alimenta de estructuras como su habla y sus códigos para dominar paulatinamente y luego autosometerse a ese sistema capitalista (Marx, 1987). Antes, no muy atrás en “la historia” se asociaba al cuerpo con lo femenino, por el lugar de la mujer en términos físicos y reproductivos –mientras que el hombre era asociado con la razón y la elevación espiritual. En términos de Simone de Beauvoir (este juego de roles está presente implícita y alternativamente en los personajes y en sus padres), donde el cuerpo es cosificado si es femenino o desvalorizado por su pertenencia social. Además, también así se muestra cómo esa crítica cultural permanente y dolorosamente actual que menciono nos determina como rioplatenses, a la vez que busca ampliar la perspectiva de observación que incluye a lo “popular” y la semiótica de la imagen y el arte en estrecha relación con la semiosfera de la cultura en términos de Yuri Lotman (1994). Así, la teatralidad de lo multicultural se vuelve espacio propicio para la promiscuidad. En la novela, el pueblo/ciudad es escenario de pasiones desenfrenadas por el poder (físico, psicológico y político-ideológico). En ella conviven lenguajes, costumbres y prácticas divergentes y la división recurrente que la posmodernidad siempre procura mantener o reparar en pos de la igualdad y la cohesión del Estado-nación (Escobar, 2004), pero con separaciones difusas, en este caso, Isabel es quien en determinadas instancias da indicios de superación. De igual modo, se multiplican los fragmentos que dividen en partes el espacio urbano/rural con prácticas de la vieja cultura de dominación patriarcal, que antes era imaginado como una totalidad: proliferan así los semas de riqueza en un vocabulario pseudoproletario y precario en cambios contantes y limítrofes entre sí, que abundan en las zonas de transición, las áreas periféricas de rancherías y los centros, como la casa grande, en una economía terminológica que supone elipsis repositivas de proximidad y contaminación. No hay una sola unidad diagramada entre las partes, puedes crearlas tú lector/a, porque no hay integridad en la Historia (con mayúsculas), salvo la mano caprichosa del que la escribe. Solo existe una convivencia expectante, que puede desbordar en cualquier momento. Pensemos, por ejemplo, cómo en Argentina, los medios audiovisuales revictimizan a una mujer cuando sucede un crimen por violencia de género, cuestionando incluso reglas jurídicas o ciertos hábitos que son reiterados o puestos en duda como en el caso Nahir Galarza. En cambio, cuando estos suceden en otros estratos sociales más elevados (como en el de Isabel), tendemos a justificarlos o buscarles una explicación racional, como en el crimen del country, donde ya el tratamiento pasa a ser cuasi-lógico, casi de cortesía. Pero ambos hechos, denunciados en las marchas regulares del “Ni una/o menos”, muestran que estamos en pleno proceso de crecimiento social, incluso para comprender quiénes son todavía los que se atribuyen el patronato o matriarcado cultural como dueños de nuestra tierra o identidad de abolengo dudoso en Argentina.
III. ¿Conclusión? Las identidades no son una sustancia natural preexistente.
Dejo como reflexión que, por tratarse de construcciones culturales, podemos desarmar las identidades, examinar sus componentes y modo de funcionamiento. Lo identitario se presenta entonces propicio como un desafío visual, y este logra lo central en esta idea: la de constatar en las imágenes que nos hacemos de los personajes que la identidad es un acto, una práctica, una performance, es decir, una representación que las personas realizamos. Me quedo con la poética de Fernanda Laguna (1998) para repensar en la medida en que los actos de la identidad se aprenden y se ejecutan para desautomatizarlos:
Hoy he trabajado / desde las 9.00 a las 16.15. / (…) // Bajé por Aráoz / que luego se une / con Salguero, / doblé en Libertador / hasta Ortiz de Ocampo. // Llegué y me atendió / la empleada / y me dijo: / –La señora ya viene. // Mientras esperaba / pensaba en que podía / vender mi cuerpo / (hacer sexo) / para ganar más dinero / y no tener que cargar / tanto peso. / De todas formas / pensé, / ahora también lo estoy vendiendo. (Poesía Proletaria, 1998)
Este poema nos recuerda a las Redondillas de Sor Juana Inés de la Cruz, y cómo esta estaría relacionada con la pintura de Frida Kahlo. Puesto que la literatura y el arte pueden interpelar toda relación binaria y otorgar identidad al revisitar tropos comunes e interpelarlos. Así como también: “La literatura urbana y rural ya no se oponen, sino que mantienen fusiones y combinaciones múltiples; la ciudad latinoamericana absorbe el campo y se traza de nuevo”. De este modo, sean ustedes bienvenidos al nada predecible mundo de lo posible2.
Capítulo I. El laberinto de papel
Akab vivía en la casa de Zagreb. Fue comprada por este para ser una concubina más. Y, como su segunda esposa, era la favorita, pero terminó trabajando como sirvienta de los baños turcos que Zagreb administraba en la casa donde vivía. Ella no podía darle varones a su marido y prefirió trabajar y que su hija fuera libre de casarse con un trabajador o a quien amara, aun a costas de su madre. Las otras esposas no entendían la postura de Akab, pero ella les decía que el amor a los hijos “te hace cometer la peor de las locuras o te justifica el mayor de los sacrificios”.
Extrañaba los perfumes; sobre todo el aroma del aceite de argán que le frotaban en sus largos cabellos castaños y, fundamentalmente, el olor que subía de las cocinas de planta baja cuando su nana le cocía el cuscús sobre un colchón de almendras tostadas. Esta mujer se negaba a amar, de todas las maneras posibles. Había sido adquirida con toda su familia, puesto que contaba con quince primaveras cuando Zagreb la pretendió y transformó sus días en un triste invierno desflorado.
Aunque todas las mujeres de la comarca lo querían, ella lo odiaba y no era probable que ese desprecio se transformara en cariño. “El amor nace de la convivencia”, le había dicho su madre la noche de bodas en las puertas de la habitación nupcial; empero, no sería ella la que pondría el cuerpo esa fatídica jornada, que había durado desde el amanecer en el que fueron a buscarla a su aposento y la pasearon como un trofeo, desnuda, hasta el baño real y untaron su cuerpo con aceites caros de lo que solo le quedó impregnado el aroma del castaño de Indias.
Pronto estuvo encinta, y el déspota de su marido sabía que esa era la única forma de retenerla, forzándola. Lo que Akab rogaba era que no naciera varón, para no tener que soportarlo todas las madrugadas a su lado y asegurarse solo de verlo una vez a la semana, como marcaba la ley. Y los dioses la escucharon, porque nació Zaira, con los tórridos cabellos de su madre y la gélida sonrisa de su padre. Esta niña se transformó luego en un talismán de belleza, que le aseguraba las mejores fortunas de los pretendientes del reino y aledaños, motivo por el cual Zagreb la reconoció.
Capítulo II. La mujer misteriosa
Este esposo circunstancial la quería tanto a Akab que no podía privarse de su presencia, así que decidió poner un manto de piedad entre ellos y la mandó a estudiar turismo a Turquía, y ella cambió su lugar por el de su hija. Zagreb agradeció que considerara su compañía, y Akab le dijo que la única condición que le ponía era que no deseaba que la acosase todo el tiempo y le pidió trabajar en la casa para sentirse útil. Había planeado escaparse, sabiendo que el futuro de su hija estaba asegurado, puesto que no iba a sacarla de la universidad (no soportaría las críticas por partida doble: perder una esposa y condenar a una hija, y no precisamente por problemas económicos; esas críticas lacerarían el prestigio de la familia Said).
La tarde que decidió fugarse, Akab fue hacia los baños de los hombres, porque muchos de ellos dejaban sus coches y a sus sirvientes cerca del palacio para compra alhajas. Sabía que si la pillaban la azotarían o matarían a pedradas. Así que se metió por el pasillo central envuelta en su burka, llevando una bandeja de oro con una jarra de cristal de roca y con la cabeza agachada. Cuando le pidió a un joven que la ayudara a salir del lugar, este dio un grito advirtiendo su presencia a los guardias. Pero Akab sintió una mano femenina sobre su hombro que la guio hacia un pasadizo, mientras los armados prorrumpían en alaridos beduinos. Esta misteriosa mujer la empujó, y ella cayó por un tobogán hecho con telas desgarradas y partes de cajas con las que hacían las casas quienes vivían al costado de la escalera del burgo y tenían el castillo como pared.
Así, las dos mujeres lograron salir del palacio y, levantando los brazos, lloraron de felicidad. De inmediato empezaron a correr por las calles, se metieron en el mercado y sintieron por primera vez que el aire fresco les rozaba la cara y enfriaba las lágrimas de angustia liberada. Akab fue amargamente libre y abrazó a la extraña.
Capítulo III. La casa de recogidas
En el único lugar en el que las dos mujeres sobrevivirían sería en la Hacienda de la Viudas, una casa pública para aquellas mujeres que no tenían familia, porque la habían perdido en la guerra, o que tenían hijos rechazados por sus esposos por no ser considerados suyos. Como era el caso de los que sufrían de albinismo y se los mataba creyendo que sus huesos tenían propiedades esotéricas y eran maldecidos por los dioses.
Las recién llegadas se acomodaron sobre tapetes y procuraron pasar desapercibidas para las demás. En ese lugar se cultivaba la tierra como modo de autoabastecerse, y Zamira, quien había ayudado a Akab, sabía hacerlo por una pariente lejana que le había enseñado el tratamiento de las hierbas. De todos modos, no las querían, puesto que las viudas no eran bien apreciadas en el lugar, ya que se decía que para una mujer joven que las veía era símbolo de mala suerte y soltería, lo que significaba que moriría seca y sin descendencia.
Pero como Akab tenía porte gitano fue bien atendida por las anfitrionas, que sabían de quién se trataba y, en un principio, la creyeron una espía de su marido. Sin embargo, le fueron perdiendo el respeto a medida que creyeron que él la había repudiado por su comportamiento lésbico y que si no le había dado carta de recomendación para otro marido frente a tres testigos, era porque ella algo malo había hecho con esa mosca muerta a quien cobijaba. Lo cual era peor que estar viuda, ya que por lo menos las abandonadas por la vida no intentaban escapar de su destino.
Cierto día, Akab descubrió con pesar que le habían desgarrado sus velos, pocos pero costosos, lo cual le dificultaría poder salir a dar sus paseos nocturnos por la ciudad y quedarse durante horas en la playa esperando el amanecer con su compañera y rescatista Zamira.
Cuando reclamó por lo sucedido, una de las alojadas le dijo:
–Nos da rabia que teniendo marido, no lo desees, y quieras escapar de la vida que El que todo lo ve, Allah, Dios, tiene para ti. Prefieres estar en brazos de esa hereje y sientas precedente ante los hombres, que pensarán que estamos aquí por gusto propio.
–Todas moriremos sin esposo por tu culpa –dijo otra.
–Vete, no eres bienvenida aquí. Ni tú ni esa –esbozó una tercera entre dientes.
–No –dijo la princesa–, no me iré y les voy a demostrar que no necesitamos de un hombre para estar completas.
Capítulo IV. Las moras silvestres
La discusión la había dejado devastada, y Zamira la abrazaba y le besaba las manos cubiertas de arena, mientras balbuceaba:
–No puede ser, no quieren escuchar.
–No entienden. Es que la cultura tribal es más fuerte –respondía Akab, y una mueca de dolor se perdía en las playas ardientes de Fez, a la vera de olas turquesas.
–Tengo una idea –dijo su compañera–, podremos sacarte de la casa dentro de una alfombra cuando venga el mercader el jueves por la mañana.
–No me iré sin ti –sentenció la mora.
–Entonces, me amas –dijo la islamista.
–Espero lo mismo, como espera la arena cálida la frescura del agua que baña sus costas escarpadas.
Esperaron toda la noche dentro de una cueva y subieron a un barco que iba siguiendo una flota de mercaderes. Estos se mecían como flores de tallos endebles en el agua, hidropónicas ancestrales que marchaban hacia una costa incierta con senderos furtivos como sus paraderos lejos de la civilización. Cultura que establecía permisos para hablar y circular por géneros, culturas y razas. Ellas no sabían a dónde iban, pero de una cosa estaban seguras: pasarían penurias, hambruna, persecuciones, castigos, frío y dolor emocional y físico. Mas la búsqueda de la identidad entre paños tejidos por años de esclavitud y servidumbre era una opción cuando uno era un pájaro en una jaula de oro. Entonces, no tenía otra posibilidad que intentar romper los barrotes, que aunque parecían joyas, seguían siendo eso, el límite que latía bajo la naturaleza de la libertad agazapada.
Capítulo V. El vuelo del águila
Akab y Zamira les rogaron a dos viejas del lugar en el que fondearon y estas agoreras, que trabajaban a las puertas de una ciudad resplandeciente, las vendieron como jornaleras en los baños de la ciudad de Túnez, por un diezmo de oro para llevar al templo. Pero la belleza de las sunitas llamaba la atención, y un día un viajero y servidor del sultán abandonado comentó en presencia de su señor sobre la belleza de aquellas flores en el lodo del desierto egipcio.
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