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El rastro

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András Schiff por su parte explica un hecho insólito, digno de llamar la atención: sólo recientemente empieza a valorarse la importancia de Schubert como gran compositor de piano y no sólo como escritor de lieder: Juan lo sabía perfectamente, antes de que compráramos los discos de Schiff, pianista que se ha puesto de moda después de su muerte (la de Juan). Algunas de sus otras obras para piano (las de Schubert) apenas se tocaban. Juan solía compararlas con el clavecín bien temperado o el arte de la fuga de Bach o con las treinta y dos sonatas de Beethoven, monumentos musicales, suma genial, incomparable, dentro de la historia de la música y del arte. Juan sentía que la obra pianística de Schubert tiene para el repertorio del piano la misma importancia que para ese instrumento ha tenido la obra de Chopin (o la de Lizst) y aunque, ¿en grado menor?, también la de Schumann, dato largo tiempo soslayado, tanto que varias de las piezas que Schubert escribió para ese instrumento no fueron escuchadas sino mucho tiempo después de su muerte, esa temprana muerte que le fuera ocasionada por la sífilis. Juan aseguraba —tocando el mismo fragmento de la sonata D 566 de Schubert en cada uno de los pianos, es decir, primero en el Bösendorfer y luego en el Steinway— que es un sacrilegio tocar a Schubert en un Steinway, instrumento sin duda maravilloso pero demasiado objetivo (quizá) para esos delicados sonidos, y recomendaba (como Schiff ) utilizar un Bösendorfer imperial, ese mismo piano que veo desde donde estoy sentada, frente a mí, en la enorme sala de nuestra antigua casa, mientras velo el cadáver de Juan, el pianista, compositor y director de orquesta con quien alguna vez compartí mi vida amorosa y mi vida musical. Sí, en esta sala se admira (con sus partituras encima del atril) un Bösendorfer, instrumento que, repetía monótonamente Juan (y lo demostraba con algunos acordes de los impromptus póstumos de Schubert), tiene sonoridades mucho más finas y expresivas que el Steinway o el Petrof, sí, si lo que se quiere es interpretar con sinceridad y maestría la obra del compositor vienés (que tantas veces interpretamos juntos, sobre todo la sonata para arpeggione y piano, transcrita para el chelo), hay que tocarla en un Bösendorfer. La música interpretada en el Bösendorfer alcanza una mayor calidad tonal, la que exigen las obras para piano de ese insigne y desventurado compositor vienés. No, definitivamente, Schubert no puede tocarse en un Steinway, Schubert sólo suena como debe sonar en un Bösendorfer. (Y, a propósito, ¿dónde ha quedado el Steinway?). Para subrayar su aseveración, Juan se interrumpía en un acorde, se levantaba y ponía un disco compacto (con portada verde) de András Schiff en el tocadiscos (Sony). Schiff interpreta en un piano Bösendorfer las sonatas póstumas (D 566 D 784 y D 850) de Schubert, escritas por el compositor poco antes de su muerte, en la flor de la edad, un año después de que muriera Beethoven y de que Schubert, llevando en la mano derecha una antorcha y sintiendo re­sonar dentro de su corazón cada una de las campanadas de la catedral de Viena, participara en la enorme procesión con que esa ciudad despidió (con profunda emoción y solemnidad) al sordo de Bonn, ese extraordinario maestro (de Schubert, de Schiff y también de Juan).

Si no me equivoco, fue en el Royal Festival Hall, en Londres, un concierto de Arturo Benedetti Michelangeli, la sala repleta, el director de orquesta un inglés, no recuerdo el nombre, quizá muy famoso, el piano un Bösendorfer, traído especialmente de Italia por la casa Har­rods, como con orgullo se avisa en el programa. Hemos tomado el avión desde Ámsterdam, el pianista italiano es uno de los favoritos de Juan, y le interesa especialmente oír cómo interpreta el concierto número 5 de Beethoven. Michelangeli es uno de los pianistas más enigmáticos y caprichosos, porque frecuentemente cancelaba sus conciertos, por sus exigencias, su temple, y quizá también porque alguna vez fue piloto de Mussolini en la Segunda Guerra Mundial, lo cual no constituye precisamente un timbre de gloria, aunque sí lo fuese su manera de inter­pretar a los románticos, su digitación prodigiosa e infinitamente variada, el contraste entre sus manos y su rostro, su elegante y delicada manera de frasear la melodía. Las manos del pianista recorren el piano y se reflejan en la tapa del instrumento, sus dedos delgados, nerviosos, vibran, tiemblan, modulan, va trajeado enteramente de negro, con un suéter de casimir de cuello de tortuga, un pañuelo blanco con el que enjuga su frente, sus movimientos son rápidos, secos, altivos, alza la ceja izquierda muy tupida, su pelo lacio y exacto brilla ligeramente, un fino bigote sobre su boca delgada y de seguro trazo. El director mueve la batuta dudando, nervioso, Michelangeli lo cohíbe, hace caso omiso de sus movimientos y lo obliga a alterar el ritmo, a seguir el suyo, lo dirige desde el piano, su sonrisa glacial, correcta, la de un duque inglés en cuyo rostro hubiese quedado firmemente impresa la exacta inflexión de las vocales, la arrogancia de las consonantes, el desdeñoso y siempre tenso labio superior. Apenas suena el último acorde, de inmediato, interminables, se oyen los aplausos, el público se ha puesto de pie y vocifera —casi aúlla—, el director aplaude con vehemencia, se altera, suda. Michelangeli, alto y delgado, se inclina levemente apoyándose en el piano. El director: un aficionado italiano que en la calle interpretara para seducir a una dama un aria de Puccini.

Arturo Benedetti Michelangeli inició en la música, en la vida, a otro extraordinario pianista: Maurizio Pollini. Juan me mira, me acaricia la cara con la mano, me toma del brazo y nos dirigimos al aeropuerto, rumbo a Glyndebourne, en el país de Gales, asistiremos al festival anual de ópera, oiremos (y admiraremos) el Jerjes de Haendel: en el papel principal, un contratenor famoso, David Daniels, un hombre de rostro varonil y voz de mezzosoprano.

(…a mitad de la grabación de un concierto de Emil Gilels, mientras interpreta los impromptus póstumos de Schubert, se oyen las toses de la gente: fue imposible eliminarlas, se trataba de una grabación en vivo. En las de Gould el público no interfiere, siempre grababa en los estudios de la Columbia en Nueva York o en los de Canadá, y aunque el intérprete exigía que la versión final fuera perfecta (y la editaba como se editan las películas a fin de lograr una grabación impecable), Gould jamás pudo prescindir de su propia voz, ese murmullo invariable que acompañaba, tarareándolas, las melodías de las piezas que grababa. A los melómanos que gustan de Gould no les queda más remedio que oír en sus grabaciones ese moles­to sonido, una especie de carraspeo que Gould produce. Cuando toca nos impone a la fuerza su estilo de tocar, y el tarareo es parte ineludible de ese estilo, un estilo que a pesar de todo es para algunos melómanos el signo de su genialidad (Thomas Bernhard), esa calidad de ejecución que lo coloca en una jerarquía mucho más alta que la de los demás virtuosos (un celebrado pianista como Brendel, si se lo compara con Gould, opina Bernhard, es simplemente un farsante).

Ya no hay orden ni pulcritud en esta sala, los papeles están dispersos en cajas, en anaqueles, algunas partituras sobre las sillas, otras, apoyadas en el atril del Bösendorfer: ¿no demostraban esas partituras nítidamente copiadas y ordenadas que Juan fue un hombre probo, au­gusto, un héroe de la profesión, un prócer de la vocación, un magnífico pianista, un extraordinario compositor, un investigador acucioso, ¡un hombre de ¡corazón!!, en fin, un hombre que el día de su muerte irá acompañado como Beethoven de miles de personas anónimas y también de amigos, de amigos verdaderos, para mostrarle al mundo que uno no morirá solo como un perro (ni como el pobre de Pergolesi que murió a los veintiséis años solo y cojo, sí, cojo, porque además de tuberculoso Pergolesi era cojo)? Pergolesi, músico admirado por Juan y por sus contemporáneos, pero despreciado en Roma por los melómanos y por otros compositores que, envidiosos, lo perseguirían y luego, después de su muerte, refundirían sus arias y tendrían clamorosos éxitos en todos los teatros de la antigua Italia. Pero Juan, a diferencia de Pergolesi, fue muy popular mientras vivió, aunque probablemente no fuera un compositor tan genial. A Juan lo siguen, lo siguieron todos, sí, Juan fue reconocido en vida (esa absurda herida que es la vida), a Juan lo venían a visitar muchos amigos, a Juan lo vienen a enterrar esos mismos amigos que se desencajan cuando lo van metiendo poco a poco en la fosa, una fosa preparada de antemano, vacía, que se llenará cuando terminen de pronunciarse los discursos, los llantos, las campanadas de la iglesia del convento que resuenan en el corazón, los jadeos, el vil recelo, los rechinidos de la caja que se descoloca y cuatro hombres enderezan, antes de echar el agua bendita sobre el cuerpo, agua bendita que parece sacada de un charco inmundo, y alguien, no veo quién, arroja una flor grande, blanca, cae sobre el ataúd de pino basto y claro y entonces recuerdo —¿cómo podía no recordarlo?— esa rosa o ese ramo de flores que cayó sobre la escena cuando Pergolesi lloraba su fracaso. Y empiezan a caer los ramos de flores, flores y más flores, gladiolas, rosas blancas, rosas rojas, rosas amarillas, astromelias, claveles, margaritas, alcatraces, estrellas de belén, nardos. Algunas de las flores están frescas, otras marchitas, su olor se mezcla con el olor de los cirios que la gente lleva en la procesión (la cera caliente cae, se derrama, quema las manos) y los nardos, sobre todo los nardos, opacan un breve instante con su aroma dulzón el olor a moho que me persigue desde que salimos de la casa y que, detenido junto a mí, como si fuera un halo, me circunda ahora que al borde de la fosa espero a que traigan el cadáver. El sol me deslumbra, me pongo los lentes negros porque ni el sol ni la muerte pueden mirarse (impunemente) de frente.

 

Hemos recorrido todo el camino desde la casa hasta el panteón, un cementerio situado en medio del valle, y durante toda la procesión el olor de las flores y de los cirios no ha logrado mitigar el sucio olor a moho que me persigue, me inunda y que a lo mejor sólo yo percibo, sólo a mí me persigue. (¿Se habrá mitigado el olor del cuerpo apuñalado de Nastasia Filíppovna gracias a las cuatro botellas de desinfectante? Cuatro botellas destapadas de líquido Zhdánov, le explica Rogozhin al príncipe Mishkin). Y la gente mira desencajada, con el corazón destrozado, ya nadie hace chistes, esos chistes que contaban en el jardín de su casa, mi antigua casa, mientras los dolientes bebían su tequila y ahora están junto a la fosa cuando ya han callado los mariachis y los que pronunciaron los discursos solemnes han callado también y permanecen muy serios junto a la fosa sin derramar una sola lágrima porque derramar lágrimas es cosa de mujeres. Sólo se oyen los llantos de los niños y de las viejas (se secan los mocos con el delantal) y los ladridos de los perros callejeros. Y Juan, y Juan no se ha muerto como perro (¿callejero?) (¿parecido a la perra de su casa, muerta después de dar a luz, derrengada, con sus tetas ennegrecidas, cayendo por el suelo?), no, él se ha muerto como héroe, se ha convertido en ángel delgadito, sin grasa, comido por la enfermedad, el corazón se le ha encogido, ha perdido su masa muscular, ya casi no tenía materia de donde cortar, la respiración se le volvió difícil y necesitaba un tanque de oxígeno para poder caminar, la calidad de vida cambia, no se puede salir tanto de noche, ya no se puede viajar, investigar, dar conferencias con voz teatral (¿operística?), darle vuelo a la hilacha, vivir en el desenfreno, sin importarle a uno la enfermedad ni el dolor y ni siquiera la muerte, con el corazón manchado, un corazón que no albergaba proyectos muy virtuosos, un perpetuo derroche de fuerzas y de libido, un deseo abierto, inmediato, vil recelo polimorfo y perverso (así describen los psicoanalistas al marqués de Sade, cuya libido era de una inmensa y polimorfa perversidad), semejante al personaje del cuadro que luego me regalan y donde, con trazos fuertes y simples, se observa a un hombre despatarrado, con el falo crecido, inconmensurable, la imagen del deseo convertido en erección pura, casi filosófica, heideggeriana, como quien dice (si uno se pone filosófico), y junto al hombre del falo desmesurado están dibujados otros hombres y mujeres, mucho más pequeños de estatura, más enclenques, son los recipientes de su erección, meros depositarios de un deseo en que la carne se desmesura y el placer se agiganta y la escena es grotesca, casi ominosa, pero fascinante en su descarnada vitalidad. Y se trata sólo de unos trazos a lápiz, el esbozo de una figura con las piernas abiertas y equívocas, órganos sexuales multiplicados, un pene enorme, sobre­sale implacable, impecable, e introduce un extremo de su sexo en el de una mujer mucho más pequeña, tirada de espaldas con las piernas abiertas, y otra mujer admira boquiabierta esa genitalidad expuesta sin ambages con unos cuantos trazos. Se diría, sin embargo, que el dibujo es incorrecto, el nombre del dibujante está escrito al revés, como si el que lo hubiera dibujado estuviera perdido de borracho o mimando en el cuadro la escena en que su cuerpo se ha vuelto un largo falo, haciendo de su cuerpo una sola sombra larga, larga como la del poema: un rastro. Y la verga, dice León Hebreo en sus Diálogos de amor, León Hebreo lo enuncia sin tapujos, sin morderse la lengua, sin temor a la vulgaridad, en la impecable y castiza versión del Inca Garcilaso de la Vega, ese gran escritor y cronista, hijo de una princesa inca y un soldado descendiente de otro gran poeta, la verga, escribo, copiando las palabras de León Hebreo que solía leerme Juan, sentados frente a la chimenea sin encender de la otra casa, sin encender a pesar de que hacía mucho frío, la verga, dice Garcilaso que dice León Hebreo y Juan lo repetía y ahora aquí yo lo transcribo, la verga es proporcionada a la lengua en la manera de la postura, y en la figura y en el extenderse y recogerse y en estar puesta en medio de todos y en la obra; que así como moviéndose la verga engendra generación corporal, la lengua la engendra espi­ritual; y el beso es común a entrambos, incitativo del uno al otro.

Y recuerdo los besos de su boca, el sabor de su lengua, yo, Nora García, y ella, Nora García, recuerda y llora, más bien se le salen unas lágrimas que discreta enjuga, distinta en eso a los hombres que no pueden derramar lágrimas, porque no sería viril, ella no ha traído pañuelos para llorar de manera elegante y enjugarse los ojos con delicadeza, usa un kleenex vulgar, un kleenex en lugar de un pañuelito bordado que quizá hace ya mucho tiempo le regalara Juan o que yo —ella, Nora García— le regalara a Juan y donde bordadas con mi pelo se leían sus iniciales en el fino cambray blanco, y que ella, Nora García, tiene (yo tengo) escondido entre las cartas de amor que él alguna vez me escribiera. Y Nora también, repito, Nora ha llorado, lloro como una Magdalena cuando me auscultan, me examinan, me analizan, por miedo a que haya en mi futuro o en el de ella, Nora, un tumor que tengan que operarle, para luego morir ominosamente sola como un perro o, para decirlo más correctamente, como una perra. ¿No se estará peleando Nora García, no se estará peleando Nora García con el muerto? ¿Con aquel que ya no es el que es ni el que era, que ya no es Juan, que ya no puede serlo, sombra vana, porque a él, a este cuerpo que alguna vez fuera el suyo, se lo están ya comiendo los gusanos?

En una pintura de Caravaggio donde se representa un concierto, los ejecutantes llevan en la mano un instrumento, colocan sus dedos sobre las cuerdas de una guitarra, de un laúd, de una tiorba, de una cítara o de una mandolina, y una mano sostiene un arco colocado en el puente de un violín o sobre el arco de una viola da gamba; y las bocas de quienes están pintados en el cuadro se abren para apretar el cuello de una flauta traversa, una trompeta o un oboe, y mientras los personajes tocan, siempre jóvenes, detenido su tiempo vital en el instante preciso y obstinado en que tocan su instrumento, se advierte en sus rostros el leve temblor, el pestañeo, esa mueca incipiente (¿el principio de un éxtasis que será silencioso?), una mirada absorta aunque brillante, la mirada, el pestañeo, el temblor acompañan los movimientos de cada intérprete, por ejemplo el del castrato casi impúber que toca un enorme archilaúd, personaje frecuente en los cuadros de Caravaggio, un joven que cuando niño alguna vez cantó en el coro, en un colegio de huérfanos donde se reclutaba a quienes habrían de castrarse para que su voz sustituyera eternamente a la de los niños. ¿Se lee en la mirada lo que siente el corazón? ¿Se transparenta la verdad en los ojos, en la expresión de la cara, en el gesto de la boca, en el mío cuando toco el chelo o cuando Juan tocaba el piano, o en el de los jóvenes músicos retratados por Michelangelo Merisi da Caravaggio? ¿Puede un castrado expresarse con sinceridad? ¿No son acaso los ojos las ventanas del alma? ¿Puede leerse el dolor en la boca de María que mientras habla desaparece? ¿Puede decir la verdad un rostro mutilado? ¿Cómo ser verdaderamente sincero si no es visible el órgano que produce los sonidos? ¿O los colores? ¿Son verdaderos los crudos colores que Caravaggio conseguía reproducir en sus cuadros, valiéndose para lograrlo de una linterna que iluminaba y ensombrecía alternativamente a sus modelos, esos jóvenes de voz clara, entrecortada, de rostros de mejillas sonrosadas, angelicales y con todo perversos? Una persona insensible al dolor de los demás, incapaz de experimentar sentimientos de bondad, convierte su corazón en piedra, pero Dios puede salvarnos practicando en nosotros un trasplante espiritual. Todos sus rasgos aproximaban a los castrati con los ángeles, nos explicaba Juan esa misma larga noche anterior al Año Nuevo, y lo hacía después de contar otras historias, por ejemplo la de las niñas deformes del convento veneciano que una vez escuchó cantar Rousseau. ¿Acaso en los conservatorios napolitanos no se vestía a los pequeños eunucos como angelotes para velar a los niños muertos? Los castrati se acoplaban perfectamente al ideal estético de ese tiempo —el siglo XVIII—en casi toda Europa: los castrados eran objetos de contemplación, de veneración, equiparados con los ángeles, enlazados con su figura tradicional de ángeles musicantes, por lo que encarnaban (mucho más por sus voces que por sus actos) la pureza y la virginidad.

En la iglesia, gracias a esa voz que parecía desafiar las leyes terrestres, los castrati dibujaban un lazo privilegiado entre Dios, la música y los hombres. ¿Quién no ha pronunciado la palabra angelical para calificar el Miserere de Allegri, obra escrita precisamente por un castrado para que la cantasen otros castrados? Y, finalmente, ¿acaso no eran la expresión más perfecta de ese arte barroco que en la escultura, la pintura y la música lograba plasmar a los ángeles, una de sus figuras más simbólicas? Hay una contradicción en la lengua alemana en relación con la palabra alto o sea la voz de los contraltos. Alt significa también viejo, pero los muchachos, las muchachas y las mujeres no necesitan llegar a la madurez para cantar las partes del alto o del contralto. La palabra deriva de la palabra latina alta, voz alta o aguda, y podemos decir que para definir la voz de las sopranos podemos usar las palabras alborozado, exultante, expresión de júbilo: una voz de verdadero contralto puede caracterizarse por su calidez, su lujo exuberante y sobre todo por su coloratura cuyos tonos radiantes se vuelven aterciopelados y oscuros, así habla María, y la escucho fascinada cuando, sentada junto a mí, en esa silla cerca del ataúd, me describe con entusiasmo y con minucia los gestos que acompañan a la muerte.

En el círculo de los contratenores que han salido al mercado, la mayor parte de los coros de las iglesias inglesas para convertirse en solistas, hay una excepción: René Jacobs, aunque sólo fuera porque viene de Bélgica, pero sobre todo porque ha sabido encontrar, más allá del canto sagrado (interiorizado), ese arte vocal que expresa una alta intensidad dramática, la gloria de los castrados de los siglos XVII y XVIII. Dotado de una voz que se extiende desde las más altas notas del mezzo hasta los bajos del regis­tro de pecho y que conserva siempre, aun en el repertorio lírico, su timbre masculino, aborda con la misma facilidad y perfección las partes virtuosas de los castrados de la ópera barroca y la canción simple e intimista de épocas más recientes.

Los castrados de genio reinaron como maestros absolutos de la ópera italiana del siglo XVIII y suscitaron el entusiasmo y la devoción extremos del público más allá del mundo de la ópera. Aunque anduvieran por toda Europa, los falsetistas ya no estaban de moda, a pesar de haber sido los predecesores de los castrados porque cantaban utilizando casi exclusivamente su voz de cabeza, una voz extremadamente clara y a veces imperfecta, varonil.

Parecería exagerado afirmar que, salvo en Inglaterra, la llegada de los castrados determinó la caída de los falsetistas como solistas del repertorio profano. A menu­do, y aun en Italia, muchos falsetistas se hacían pasar por castrados, y la gente los descubría porque tuvieron descendencia, con lo que se demostraba que no eran eunucos. En Inglaterra los castrados y los falsetistas inter­cambiaban francamente sus roles, tenían el mismo papel que las contraltos femeninas. Haendel explotó esta intercambiabilidad cuando compuso ciertos roles para sus oratorios, su elección la determinaban las circunstancias. Afortunadamente, Haendel escribió sus composiciones para los castrados con registro de mezzosopranos. La ópera y el teatro del XVIII reclamaban cada vez más los travestimientos vocales y un número cada vez mayor de artistas capaces de interpretar tanto a los personajes masculinos como a los femeninos. Este hecho no dejaba de prestarse a situaciones cómicas, en una ocasión, después de un doble cambio de personajes de distintos sexos en la escena, el contratenor inglés George Mattocks cantó la parte de Aquiles vestido con un traje femenino. La puesta en escena era un factor determinante. La mayoría de los castrados tenía la estatura de los héroes griegos. Las cantantes, así fueran extraordinarias, nunca tuvieron ni la voz ni la estatura suficiente para rivalizar con ellos (a pesar del maquillaje, de los zapatos de tacón alto o plataforma y de los trajes). En efecto, su voz no tenía la impactante sonoridad de las voces masculinas agudas que los castrati conservaban y enriquecían a pesar de la emasculación. Ahora, como en el siglo XVIII, la voz de un contratenor es probablemente la que mejor reproduce a la de un castrado, la de David Daniels, por ejemplo.

 

Vuelvo a pasearme por el jardín, ensimismada, aureolada por el olor a moho y por el sonido de las palabras que me trae el viento, palabras que no descifro; las pala­bras rebotan, suenan, tatúan, provienen de varios grupos diseminados en el espacio, revueltas, confusas, por fin se oyen, nítidas, unas palabras teatralmente pronunciadas con una dicción muy rápida, se acercan, vienen aproximándose a mí, las oigo ya muy cerca, han sido dichas por una mujer que está de pie en medio de un corrillo, con una copa (de tequila) en la mano, una mujer bien vestida, sobria y elegante, su traje es de Emmanuelle Khanh, color gris oscuro o quizá de un café tan intenso que parece negro, ¿será guinda? (Las tiendas existen porque la vanidad nunca muere). Ya me ha visto, María abandona a sus amigos, corre apresurada a encontrarme y mientras la veo acercarse, con su cigarro en la mano, aún lejos, desde lejos, va modulando, apresurada, va repitiendo con su bella voz las palabras habituales (cuando las modula su voz sombría me recuerda a la de un contratenor inglés, David Daniels, el cantante cuya voz —imagino— es la que mejor se aproxima a la de un castrado, su timbre es distinto al que alcanza la voz masculina por su ligereza, su flexibilidad, y es también diversa por su brillo, su limpidez y su potencia a las voces que salen de la garganta de una mujer, su voz es asimismo superior a la de los niños, por su desarrollada y total musculación de adulto, por su técnica y su expresividad), las pala­bras de María recomponen con lujo de detalles la historia de su muerte, la historia de la muerte de Juan. Su rostro aún intacto, sus rasgos son visibles, sus ojos (no lo había advertido antes) de un color curioso —en las novelas o en los poemas suele designarse como glauco (¿o son sus ojos oscuros como el olvido?)—, su nariz fina e importante, pecas salteadas cubren su rostro ocultas apenas por el maquillaje de un tono más intenso que el tono de la piel, los labios rojos, delineados con un lápiz más oscuro, carmesí, casi negro, como el de su traje sastre color guinda, de diseñador, probablemente de la diseñadora francesa Emmanuelle Khanh, casi desconocida en México. Tiene los dientes muy parejos y blancos, la lengua puntiaguda (¿de qué otra forma puede tener la lengua una mujer locuaz?) (Juan había perdido toda su dentadura y le era difícil hablar: esas largas historias que contaba con su voz tan alta y operística que reproducía con minucia las conversaciones de Glenn Gould con Bruno Monsaingeon). María es elástica, su paso es ágil. Ya no podía respirar, respirar, respirar, repite, el tanque de oxígeno, tanque de oxígeno, tanque de oxígeno, todos lo estimaban, lo admiraban, era tan guapo, hablaba tan bien, era tan sabio, luego se dejó el bigote, un bigote ralo, cano, áspero (¿engominado?) (ahora grita, todos se dan vuelta para mirarla): ¡era tan buen pianista!, ¡tan seductor!, ¡tan guapo!, ¡acabó por faltarle la respiración!, ¡la respiración!, ¡¡¡¡respiración!, ¡la respiración!!!! (El corazón es solamente un músculo que irriga nuestro cuerpo). Sus labios rojos como la sangre (que ha dejado de circular en el cuerpo de Juan) desaparecen poco a poco, dejando un rastro delgado y pastoso, breve y siniestra cicatriz, una herida absurda, la vida. Hipnotizada, apenas reparo en las palabras, ni en quienes nos —me— rodean, todo, todo, todo desaparece, nada, ni el ruido ni el canto desafinado de los mariachis ni el vibrante estruendo de las trompetas, nada alcanza a opacar el lustre admirable de su voz, parecida, deduzco, a la voz que tuvieron los castrati.

María me relata impertérrita algunas escenas de su muerte: me concentro y capto con esfuerzo una secuencia completa, una secuencia que María expone atropellada con su voz metálica y gangosa. Su dificultad para respirar, dice María, lo hacía interrumpirse en medio de un concierto o lo dejaba sin aliento en cuanto apresuraba el paso. Una noche resintió debajo del esternón un dolor que le erosionaba el pecho y que, alternativamente, le hacía sentir calor y frío, dolor acompañado por unligero estertor. Luego se sintió desfallecer y un dolor fu lminante le atravesó el tórax, se le entumecieron los brazos y las piernas, por lo que decidió llamar a una ambulancia. Estaba solo y no le avisó a ninguno de sus amigos. Pasó varias semanas en el hospital, totalmente aislado (ya sin dientes), o quizá lo visitaran algunos de sus más cercanos colaboradores. (Conectado de seguro a varios aparatos cuyos hilos dispersos se entreveran en el suelo y en las paredes, dibujando en unas pantallas estratégicamente situadas y de colores diferentes los rastros epilépticos de su transcurso, el trazo enloquecido de la arritmia: los latidos disparejos de su corazón). La respiración de María se hace difícil y penosa mientras lo relata: en el hospital, dice, empezó a escupir una sustancia viscosa y su pulso se hizo inestable, por lo que los médicos decidieron practicarle una operación a corazón abierto (los aztecas pensaban que los sacrificios humanos, esas antiguas y primitivas prácticas que prefiguran la moderna cirugía del corazón, eran necesarios para su supervivencia).

María se interrumpe, hace una señal con la mano y una mujer se acerca, es su amiga, la saluda, me saluda, con uno de sus ojos me observa con fijeza (impertinente), el otro es ciego, obstruida la pupila por una nube blanquecina. ¡Vaya, me digo, más que un entierro esto parece un circo, un almacén de curiosidades, un museo, también, ¿por qué no?, un desfile de modas!

La tuerta es también muy elegante: no usa parche, el ojo brillante contrasta notablemente con el ojo turbio, no se aprecia la pupila o quizá debiera decir que la pupila no deja ver la luz, esa opacidad, pienso, la conmina a no expresar la verdad más que con un solo ojo, ¿acaso no son los ojos las ventanas del alma? O quizá la mujer no diga la verdad con ninguno de los dos, o también, asociación banal que ahora se me ocurre, su ojo velado, su ojo turbio, será el que pueda revelarla o descubrirla mejor. ¿Una operación a corazón abierto volverá transparente el corazón? (¿Cómo podemos saber si el amor que otros nos manifiestan es sincero? La música no miente, lo sabemos perfectamente —lo sentimos, no hay vuelta de hoja—, sentimos cuando un instrumentista interpreta bien una pieza musical (¿será posible leer una partitura con un solo ojo?), sabemos que el instrumentista la inter­preta con sentimiento, que interpreta con la pasión más auténtica una obra para piano o para violonchelo o para cualquier otro instrumento, o para la voz, aunque aquí prefiero referirme a los instrumentos que conozco mejor, los que juntos tocábamos Juan y yo, él, el piano, yo, el violonchelo. Repito, lo reitero: pienso que cuando alguien interpreta bien una pieza de música sabemos que es totalmente sincero, lo sabemos porque ha logrado transferir sus propios sentimientos al instrumento, traduciendo así los sentimientos del compositor, o lo que el intérprete cree que son los verdaderos sentimientos del compositor, no importa que esos sentimientos hayan sido expresados de manera tranquila o tempestuosa, lenta o convulsiva, como, por ejemplo, a la manera en que cuando, aún muy joven, Glenn Gould interpretaba las Variaciones Goldberg de Juan Sebastián Bach en sólo treinta y ocho minutos veintisiete segundos o cuando el pianista Sviatoslav Richter (que ganó su primer concurso musical a los treinta años) (completamente diferente en su trayectoria musical y en su manera de tocar el piano a Glenn Gould) inter­pretaba con perfección un inmenso repertorio musical, de manera distinta a sus contemporáneos, o cuando alguien en el chelo como Mstislav Rostropóvich interpreta las folías de Marin Marais a un ritmo desmesurado, Marais, compositor francés que compuso para un instrumento parecido al chelo, ahora obsoleto, la viola da gamba. Lo sabemos, intuimos que su sentimiento es verdadero, se transparenta en el sonido, esa extraordinaria melopea que el intérprete logra sacar de su instrumento, lo sabemos también cuando alguien llora, ¿lo sabemos, de verdad, lo sabemos? Las lágrimas, manifestación evidente, si son verdaderas (¿cómo comprobarlo?), de la más absoluta sinceridad. Pero si lo son, si las lágrimas son sinceras (no de cocodrilo, como se dice vulgarmente), sí, si son verdaderas, las lágrimas van más allá que las palabras, las palabras, en apariencia fiel reflejo del sentimiento, y sin embargo capaces de traicionarlo y desvirtuar a la razón. En ese transcurso impalpable que hace visibles o, mejor, audibles los movimientos del corazón, los sentimientos se falsean y se convierten en engaño, un engaño retórico. ¿Es imposible expresar la pasión? ¿Cómo destruir la barrera que el mismo cuerpo impone? ¿Cómo lograrlo si el corazón es simplemente un músculo? ¿Cómo ver, tocar, lo que siente el corazón? ¿El corazón deshecho entre tus manos? Mi corazón estaba dentro del suyo, y el suyo dentro del mío.